7

Los Grifos y las tropas solámnicas de Pirvan habían evitado la camaradería, pero no tardaron en tejer todos los vínculos necesarios para la paz e incluso para una alianza. Sin duda, fue una ayuda que Espina Roja dejara claro que su ira caería sobre cualquier Grifo que alterara la paz.

En realidad, Espina Roja habló tan claro a favor de la paz, y La Que Toca El Cielo y los hijos del jefe también, que Pirvan apenas necesitó hablar a sus propios hombres. Hacía años que los elegía cuidadosamente; cualquiera que creyese que la tierra natal de los «bárbaros» empezaba a una jornada a caballo de la hacienda Tirabot había abandonado su servicio hacía tiempo.

No obstante, por su propio bien y el de los caballeros, se dirigió con firmeza a su compañía, haciendo caso omiso a las expresiones de aburrimiento de un buen número de rostros. Entre los más aburridos estaban algunos hombres armas que Pirvan y Haimya habían visto «alejándose» con doncellas guerreras de los Grifos.

—Se diría que la fascinación por lo extraño afecta tanto a los hombres como a las mujeres —gruñó Pirvan cuando él y Haimya se desnudaban para acostarse.

—¿Piensas en Eskaia y Hermano Halcón?

—Pasan horas sin que tenga tiempo de pensar en ellos.

—¡Cuánta moderación en un padre!

Pirvan amagó un cachete a su esposa. Ella respondió con una llave de pierna y tobillo que dio con los dos por el suelo. La cabeza de Pirvan acabó entre los senos de Haimya.

—Naturalmente, un hombre no tiene que ser un extraño para fascinar a una mujer —murmuró ella, y estrechó su abrazo.

Sin ser vistos —excepto por los Grifos, los exploradores de media docena de clanes de los Jinetes Libres y dos kenders—, los hombres de Zefros cruzaban el desierto en dirección a las montañas.

Avanzaban lentamente, casi nunca yendo más allá del siguiente punto de aprovisionamiento de agua en un mismo día y casi siempre viajando de noche. Eso ayudaba a reducir el número de descarriados y permitía unirse a ellos a los desertores del campamento de Aurinius y los ocasionales mercenarios que los traía sin cuidado a quién seguían.

En las filas de Zefros había suficientes hombres entrenados dos para la lucha en el desierto como para impedir a la mayoría de sus camaradas cometer cualquier estupidez. Los descarriados también disminuyeron cuando se percataron de que alguien seguía al grupo. Los que no desaparecieron sin dejar rastro, casi siempre eran encontrados con el cuello rebanado. En algunos casos, su muerte había sido más lenta.

Lo más extraño era que los que aparecían con vida, delirando por la insolación, estaban ilesos, aunque los habían despojado de cualquier cosa útil que llevaran.

Los sospechosos evidentes en estos casos eran los kenders, pero esta raza, como todo el mundo sabe, no se interna en el desierto. En conclusión, las sospechas recaían en toda la gama de razas de Ansalon, fueran o no humanas.

A medida que transcurrían los días, el miedo empezó a alimentarse de tales sospechas, y fue una dieta de lo más nutritiva.

El mensajero de los exploradores de los Grifos entró en el campamento cuando Pirvan y Tres Manos se enfrentaban en combate de entrenamiento.

Pirvan había descubierto enseguida que no habría sido tan prudente desafiar a Tres Manos como a Hermano Halcón. El primogénito del jefe de los Grifos se había ganado su nombre en sus primeros combates de adolescencia, esgrimiendo las armas con tal celeridad que, en efecto, parecía tener tres manos. Aún no había perdido nada de esa velocidad y había ganado en destreza.

La lucha no era a sangre, pero ambos contendientes eran tan rápidos al atacar que los accidentes eran inevitables. Ambos presentaban heridas superficiales antes de que llegara el mensajero. Tres Manos arrojó su toalla a Pirvan y fue a recibir al hombre. Cuando el caballero terminó de secarse el sudor y se sentó para dejar que Eskaia le vendara el corte del muslo, Tres Manos regresó.

—¿Malas noticias? —preguntó Pirvan.

Tres Manos ensombreció aún más su expresión, fuera por las noticias o por ser tan transparente, y luego hizo un gesto de asentimiento.

—¿Los istarianos se han puesto en marcha? —preguntó Eskaia. Tres Manos parecía estar a punto de poner a aquella extranjera en su sitio, cuando Hermano Halcón se interpuso entre ellos de una zancada. El primogénito del jefe lanzó una elocuente mirada al más joven y luego se acuclilló, Mientras Hermano Halcón cumplía con su deber vendando el brazo herido de Tres Manos, todos escucharon el mensaje.

En efecto, los istarianos se habían puesto en marcha, pero no en gran número. Menos de quinientos combatientes, según los informes de los exploradores, quizá muchos menor, Los vigilaban diversos clanes, y un prisionero capturado por los exploradores había dicho, antes de morir, que los hobgoblins del desierto también les seguían el rastro. Aurinius no iba con ellos; el prisionero había hablado de cierto capitán mayor Zefros.

Al oírlo, Pirvan enarcó las cejas tan expresivamente que todos quisieron saber de qué le sonaba el nombre.

—Un perro faldero del Príncipe de los Sacerdotes, o mejor dicho, de los secuaces del anterior Príncipe de los Sacerdotes —dijo Pirvan. Explicó las intrigas de Istar lo mejor que supo a personas que nunca habían estado ni a una semana a caballo de ella.

—¿Es posible que esté buscando la gloria para sí mimo, y no llevando a cabo un plan del general Aurinius? —preguntó Hermano Halcón. Su hermano le lanzó otra mira, pero esta vez el más joven respondió con una sonrisa imperturbable y una observación—: He cumplido mi deber con tu herida, hermano. Ahora estamos en concilio y yo soy de la sangre de Espina Roja tanto como tú.

—No te lo negaría aunque pudiera, sabiendo cuánto tiempo desperdiciaría —dijo Tres Manos, la primera muestra de sentido del humor que Pirvan había visto en él—. Muy bien, estamos en concilio. Pero yo soy jefe por encima del concilio…

—Jefe junto con mi padre —interrumpió Eskaia. Esta vez fue Pirvan quien lanzó una mirada reprobatoria y su hija quien respondió con una sonrisa tan elocuente como las de su madre.

Su mensaje era: «Alguien debe defenderte por ti, padre, si eres demasiado honorable para hacerlo tú mismo».

Pirvan se planteó fugazmente la costumbre entre ciertas tribus remotas de casar a las hijas con miembros de otras tribus apenas cumplían los quince años. Sin duda, seguían desarrollando una lengua afilada, a su debido tiempo, pero al menos la ejercitaban con sus maridos o hijos, no con sus padres.

—Muy bien, hermano jefe —dijo Tres Manos, y ahora incluso aventuró lo que podía haberse llamado, sin forzar el Idioma, una sonrisa. Pirvan sospechó que no era tanto buena voluntad como la nueva perspectiva de una buena pelea—. ¿Qué os sugiere vuestra inteligencia militar?

Pirvan no llevaba encima su mapa, y en cualquier caso era uno de los más completos y secretos de los caballeros. Tendría que apañárselas recurriendo a su memoria.

—O bien es la vanguardia de Aurinius, un ardid para disfrazar su verdadera ruta de marcha, o bien, como has dicho, buscadores de gloria que no están bajo su autoridad. En cualquier caso, son demasiados para pasar desapercibidos.

Pirvan siguió explicando que el punto donde un adversario debía esperar a Zefros dependía del lugar hacia donde se dirigiera éste. Había varios destinos posibles, pero todos, menos uno, podían trasladarse o defenderse solos.

—El último es la ciudadela de Belkuthas. Está medio en ruinas y sus habitantes llevan más de veinte años en paz con sus vecinos. Pensábamos hacerles una visita antes de regresar al norte, para advertirles que permanecieran en guardia y sugerirles que se acogieran a la protección de los caballeros si tal era su deseo.

—Belkuthas no es desconocida para los Jinetes Libres —dijo Tres Manos—. Ni deshonrada —añadió—, aunque quien desea la buena voluntad de los silvanestis no cultiva demasiado abiertamente la amistad de Krythis y Tulia. Aunque no necesiten que los defiendan, sin duda saben mucho que otros no han oído.

—Además, presentarse como amigos dará buen nombre a los Grifos entre los enanos y otros amigos de Belkuthas —dijo Hermano Halcón—. En situaciones como ésta, no sobran los amigos, o al menos los que piensan bien de uno.

—A diferencia de los hermanos, que los dioses a veces envían en mayor número de lo que un hombre cuerdo es capaz de soportar —dijo Tres Manos, pero no pudo reprimir una sonrisa mientras lo decía. Con lo cual nadie más pudo evitas reírse abiertamente.

Las risas se apagaron cuando el concilio se dispuso a estudiar el mejor camino para llegar a Belkuthas sin perder de vista a Zefros.

Más que nada por curiosidad, Insafor Pitaltrote y Horimpsot Patomaduro treparon por las rocas cerca de la entrada del desfiladero. No era probable que volvieran a arriesgarse a pasar por él, y algunas de las agujas de roca que sobresalían de la parte superior del risco hacia el norte tenían formas fascinantes que no parecían muy naturales.

—Me pregunto si los enanos habrán pasado por aquí alguna vez —dijo Patomaduro—. Sé que no les gusta el calor, pero quizás esta tierra fuera antes más fría. Seguro que les gusta jugar con rocas, y este risco parece como si alguien hubiera estado jugando con él.

Los dos kenders también se sentían mejor en terreno elevado, por encima de los hombres de Zefros que se acercaban. Ninguno era más aficionado al estudio de la guerra que el kender medio, lo cual equivale a decir que darían dolores de cabeza y ataques de apoplejía a un capitán novato cualquier ejército regular. No obstante, los relatos antiguos que habían oído (o leído, o quizás ambas cosas; habían discutido sobre eso durante casi toda una noche), afirmaban que si llegabas a un terreno elevado antes que tu enemigo, podías hacerle más cosas que él a ti, o al menos verlo con más claridad.

Así, una noche, corrieron para adelantarse a la columna de infantería de Zefros, esperando su llegada hasta el amanecer, apostados entre los pináculos.

La marcha había sido dura y la escalada, aún más. Los kenders estaban hartos del desierto y bien cargados con los artículos adquiridos de los humanos descarriados. Quizá no tendrían tantas pertenencias si se hubieran tropezado con otros kenders, pero por lo que ellos sabían, eran los únicos en aquel desierto. Se negaban a desprenderse sin más de algo que pronto podía resultarles útil.

Era un derroche de concentración y previsión, raro entre los kenders en sus años viajeros, y a la mayoría de los humanos los habría sorprendido o incluso asustado. Pero, por otra parte, la mayoría de los humanos nunca había herido de gravedad a un kender (no porque no lo hubieran intentado), y mucho menos matado a uno. Nunca habían oído hablar de kenders que buscaran venganza por la muerte de un compatriota.

Los dos kenders observaron la columna que avanzaba halla el desfiladero. Tenían una buena vista de los hombres, pero Patomaduro quería otra mejor.

—Si logro contarlos, quizá podamos decírselo a alguien que también sea enemigo de Zefros.

—¿Quién podría ser?

—Oh, un hombre como él debe de tener muchos enemigos.

—¿Pero conocemos a alguno?

—No tienes gracia, Insafor. Has pasado demasiado tiempo con aquel condenado minotauro.

—¡No te atrevas a insultar a Waydol en mi cara!

—Muy bien, entonces hablaré a tus espaldas. Tienes muchos humos, para ser un kender en su primer viaje.

—¡Por lo menos no me he detenido durante años a medio camino!

Llegados a este punto, Insafor Pitaltrote se puso de tantos colores distintos (los kenders pueden adoptar más tonalidades que la roja, cuando se empeñan) que Patomaduro se asustó. Se apresuró a situarse fuera del alcance de Pitaltrote y luego se desenrolló una larga cuerda de la cintura.

Su plan era sencillo. Ataría un extremo de la cuerda a uno de los pináculos, dejando el otro extremo atado a su cintura. Después descendería por el risco hasta donde pudiera contar los hombres de Zefros, quizás incluso sus armas. Tal ver incluso tuviera la suerte de escuchar algo de lo que hablaran.

La cuerda impediría que cayera hasta el fondo y permitiría a Pitaltrote izarlo otra vez. (Si Pitaltrote no estaba tan enfadado como para dejarlo colgando, pero eso no preocupó a Patomaduro. Hace falta mucho para preocupar a un kender joven en su primer viaje y, además, los kenders son muy fuertes, para su tamaño, y Patomaduro era corpulento, para ser un kender).

Lo único que Patomaduro pasó por alto fue una grieta en la base del pináculo a la que ató su cuerda. Tal vez no fue lo único: también pasó por alto un tramo de guijarros sueltos a unos cincuenta pasos más abajo por el risco.

En cuanto puso el pie sobre el guijarral, patinó y empezó a resbalarse. El resbalón se convirtió en caída cuando el risco se volvió más empinado. Su grito alarmó a su amigo de arriba y a los humanos de abajo, justo cuando su peso llegaba al final de la cuerda.

La grieta del pináculo estaba ubicada de tal modo que el viento no la agrandaba. El peso de Patomaduro, sin embargo, ejerció una gran presión desde la dirección opuesta La roca gimió cuando la grieta se ensanchó. El pináculo ladeó y finalmente se rajó por la línea de la grieta.

—Glups —dijo Insafor Pitaltrote.

Ahora bien, cuando un kender con compañeros humanos dice esto, los humanos suelen echarse a temblar o, tras abandonar los bártulos en el suelo, correr como alma que lleva el diablo. No consta que los kenders se lo digan unos a otros. Eso puede trastornar incluso a un kender.

Los dos kenders, no obstante, estaban demasiado ocupados para trastornarse. Patomaduro intentaba detener su caída apartándose del camino del pináculo y Pitaltrote intentaba enganchar la cuerda de su amigo con su jipik, también procurando apartarlo del camino de la roca que caía.

El pináculo resolvió el tema por su cuenta. Enganchó la cuerda de Patomaduro en la base de otro pináculo. La cuerda se enrolló firmemente en el segundo pináculo… y luego se partió cuando el primero siguió inexorablemente su caída.

Insafor Pitaltrote apenas tuvo tiempo de agarrar la cuerda de su amigo y cortarla antes de que el segundo pináculo Fuera golpeado por un tercero, arrancado por la caída del primero. Pero estos tres pináculos no fueron los últimos.

Ante los ojos de los aturrullados kenders, toda la cara del risco y todos los pináculos que contenía se resquebrajaron, desprendieron y cayeron en la entrada del desfiladero con un estruendo que sugería el regreso de Caos y la polvareda suficiente para ocultar toda la ciudad de Istar. Miles de toneladas de roca se desmoronaron como una cascada sobre el sendero.

Como una cascada también, las rocas se estrellaron contra el fondo. Una ola de peñascos, cada uno del tamaño de la choza de un kender o mayor, atravesó el valle rugiendo y chocó contra la base de los riscos de la otra ladera. El impacto fue demasiado fuerte para la resquebrajada base de los riscos. Como una cortina cuya barra se hubiera soltado de la pared, los demás riscos también se hundieron.

Los kenders se esforzaron por ver los daños sufridos entre los hombres de Zefros por las rocas caídas. Pero la polvareda era tan alta que bien podían estar intentando espiar a los dargonestis cien brazas por debajo de las olas.

Mucho después de que se extinguiera el estruendo y se detuviera la avalancha de rocas, el polvo seguía suspendido el aire del desierto, inmóvil esa tarde. Para cuando se levantó una brisa que esparció el polvo, los hombres de Zefros se hallaban muy lejos, en pleno desierto. Parecían estar corriendo, y los kenders confiaron a medias en que corrieran hasta morir.

Eso era también lo mejor que podían esperar los hombres, Los dos riscos caídos habían obstruido por completo la entrada del desfiladero con una montaña de rocas que sería más sobrevolar que escalar. Nadie llevaría un ejército este desfiladero hasta dentro de un montón de años, y ningún kender pensaba esperar aquí tanto tiempo.

—Supongo que aún podemos ir a Belkuthas —dijo Patomaduro. Parecía muy abatido. Además, le faltaba el aliento y le dolían las costillas y el estómago, donde la soga se los había estrujado.

—¿Para qué, hijo de un gnomo? —espetó Pitaltrote. Eso provocó un ataque de tos que lo dejó sin habla, aunque no silencioso, durante un buen rato. Aún quedaba mucho, polvo en el aire.

—Yo no soy un gnomo —dijo finalmente Patomaduro con dignidad—. Éste es mi primer viaje. Nunca había estado en el desierto y, en cualquier caso, si yo debía haber visto esa grieta, también debieras haberla visto tú.

—Estaba en tu lado del pináculo y, además, yo no estoy tan loco como para bajar por ese acantilado.

—¿Quién está loco? Conseguí que se desprendieran más rocas que todos los enanos de la historia de esta tierra.

—¡Sí, y las has desperdiciado todas, porque no cayeron encima de los hombres de Zefros!

—Bueno, quizá las haya desperdiciado o quizá no. No sabemos cuántos hombres de Zefros tropezaron con sus la propios pies o se asfixiaron con el polvo.

—No, y nunca lo sabremos, a menos que vuelvan o escalemos esa montaña de rocas y vayamos tras ellos.

—Por eso creo que deberíamos ir a Belkuthas. Además Hallie Pinodulce dijo que pensaba pasar por allí. Quizás aún esté…

—Hallie Pinodulce nunca ha creído que valgas ni una bolsa de frutos secos.

—Ahora soy mayor.

—Cinco años. ¿Crees que se habrá quedado sentado esperándote en Belkuthas tanto tiempo? ¡Tu cerebro sí que es una bolsa de frutos secos!

—Bueno, yo voy a Belkuthas. Si no podemos capturar Zefros solos, quizá deberíamos pedir ayuda a quien puede hacerlo. Creo que Hallie dijo que en Belkuthas había humanos que criaban caballos, o puede que fueran centauros que vivían en el bosque…

Insafor Pitaltrote alzó las manos en un gesto de desesperación. No había alternativa: o iba a Belkuthas con Patomaduro, o iba a cualquier otra parte solo, y su curiosidad por esta tierra no bastaba para animarlo a recorrerla en solitario.

Además, en cuanto Patomaduro comprobara que Hallie Pinodulce ya no estaba allí, dejaría de creer que Belkuthas era tan extraordinaria. Ellos podían seguir su camino y, si se cumplían las esperanzas de Pitaltrote, volver a casa lo antes posible.

Aún tenía que viajar mucho. Patomaduro tenía razón; había pasado demasiado tiempo con Waydol. Un kender joven como él no debería permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. Pero antes viviría con los enanos gullys que viajar con un kender que se comportaba como un gnomo… ¡y encima se vanagloriaba de ello!

Escuchando el plan del pequeño consejo, Espina Roja y La Que Toca El Cielo hicieron gala de una elaborada cortesía que, para Pirvan, olía a impaciencia por acabar con los rituales y montar a caballo. Eso esperaba. Los Grifos, según su cálculo más pesimista podían poner en marcha a un millar de jinetes armados. Con semejantes fuerzas ante Belkuthas, 1st ciudadela estaría a salvo no sólo de Zefros, sino de cualquier ejército que el mismo Aurinius pudiera organizar sin previo aviso.

—No podemos mandar más de mil combatientes —dijo por fin Espina Roja.

La Que Toca El Cielo hizo un gesto de asentimiento.

—Quizá seáis el que trae los cambios, sir Pirvan, o quizá simplemente el que viene antes del que trae los cambios, a quien debemos estar preparados para recibir. Además, no hacen falta todas las fuerzas de los Grifos para llevar un aviso a alguien, y menos a quienes los silvanestis no nos agradecerán que avisemos.

Pirvan pensó groserías sobre lo que los silvanestis podían hacer con su agradecimiento, empezando por colocarlo en la punta de sus flechas y siguiendo de modos dolorosos y grotescos. Pero guardó la compostura de un Caballero de Solamnia e hizo una reverencia.

—Veo a un tiempo sabiduría y honor en vuestras palabras. Sólo os pregunto una cosa. ¿Quién está al mando?

Los cuatro Jinetes Libres —padre, hijos y vidente— intercambiaron una mirada. Finalmente habló La Que Toca El Cielo.

—Nosotros seremos dos por cada uno de los vuestros, de modo que Tres Manos será el comandante cuando esté presente. Cuando no esté, lo seréis vos. Vuestros hombres y los nuestros prestarán juramento de obediencia a ambos o mandantes como lo harían a su propio padre.

A menos que los Jinetes Libres se tomaran los juramentos mucho más a la ligera de lo que Pirvan calculaba, bastaría, con eso. A fin de cuentas, los Grifos conocían esta tierra y eran amigos de la mitad de los otros clanes, lo cual era mejor que nada.

Además, Tres Manos quizá mantuviera a Hermano Halcón lo bastante ocupado como para alejarlo de Eskaia. Pirvan comprendió que estaba expresando un anhelo en la más pura tradición de siglos de padres anteriores a él. Aun así, no pudo apartar ese deseo de su mente más que aquellos otros padres.