6

Al principio, la boca de la cueva conducía a un oscuro pasadizo serpenteante, irregularmente iluminado por antorchas en soportes de metal de antigua factura elfa. Las antorchas derramaban su luz de varios colores: amarillo y rojo… y un verde que confería a todo el entorno el aspecto de algo muerto y desenterrado de un cenagal hacía mucho tiempo.

Afeaba incluso a Haimya, algo que Pirvan habría jurado que ni los años ni los dioses conseguirían.

La mortecina luz y las sinuosas curvas del pasadizo pusieron nervioso a Gerik. Caminaba con los ojos muy abiertos, intentando que su boca no hiciera lo mismo y con una mano tan cerca de su espada que Pirvan decidió no perderle de vista. Los dos hermanos Jinetes Libres no se guardaban las espaldas en absoluto, lo cual a Pirvan le parecía un gesto de confianza o un signo de que el pasadizo era a prueba de traición.

Finalmente, el pasadizo dejó de serpentear y se convirtió en una serie de cortos túneles rectos, cada uno formando un ángulo casi recto con el anterior. El camino correcto torcía a la izquierda, de modo que los atacantes que avanzaran tendrían el brazo de la espada entorpecido por la pared. Pirvan conocía los principios de las escaleras de caracol en las torres de los castillos, pero no esperaba encontrárselos aplicados en aquel lugar.

Tampoco esperaba encontrar obras de sillería de aquella envergadura entre los moradores del desierto. Aquel punto de reunión subterráneo tenía que ser obra de magia, o muy antiguo, del tiempo en que había más personas en estas tierras… Probablemente fuera ambas cosas.

También tenía que haber un camino más rápido para llegar a la luz del sol, si el lugar se utilizaba a menudo. Mediante el movimiento de los dedos Pirvan ordenó a su esposa y a su hijo que prestaran atención a las características de ese camino más rápido. Podía serles útil, si necesitaran una retirada precipitada.

Haimya y Gerik acababan de acusar recibo de las señales cuando terminó el último pasadizo y salieron a la cueva propiamente dicha. Era difícil calcular su tamaño, pues parecía más alta que ancha: la pared opuesta era claramente visible, pero el techo se perdía en las sombras. Ardían más antorchas en unos soportes de la pared opuesta, que era de piedra tallada, ladrillo cocido al sol y roca natural a partes iguales.

En la roca natural, sin embargo, los antiguos albañiles habían tallado dos asientos, cada uno del tamaño necesario para alojar cómodamente a dos hombres de las dimensiones de Darin. Los asientos estaban delicadamente adornados con relieves florales y vegetales que no crecían en aquella tierra, que Pirvan supiera, desde que se tenía memoria.

El caballero no necesitaba preguntar quién ocupaba los dos asientos. El hombre era obviamente de la misma sangre que Tres Manos y Hermano Halcón, y la mujer tenía el aire de alguien que ve el pasado y el futuro, el cuerpo y el alma y cualquier otro sitio que desee, y contra quien toda resistencia era estúpida, criminal y fútil.

En algunos practicantes de magia, esto era una pose que no resistía un desafío serio. Pirvan dudó de que ése fuera caso de La Que Toca El Cielo.

—Bienvenidos, visitantes, al hogar de los Grifos —dijo Espina Roja. Su voz era más aguda de lo que cabía esperar en un hombre de su corpulencia, pero se oía sin dificultad. Era alto y lo bastante fornido para ser un digno rival de sus hijos, si se había mantenido en forma y sano.

—Saludos, jefe y mujer sabia de los Grifos —respondió Pirvan—. Hemos venido como…

—Eso ya se decidirá —dijo La Que Toca El Cielo—. Hablad hijos de Espina Roja. Es nuestro deseo saber cómo habéis conocido a estos visitantes.

El arte de la narración era honrado entre los Jinetes Libres, o eso había oído Pirvan. Sin duda, los dos hijos del jefe hablaron de sus viajes con la rapidez y la meticulosidad de exploradores bien entrenados informando a su capitán. Nada de sus historias pareció afectar a Espina Roja o a La Que Toca El Cielo, pero Pirvan habría apostado su segunda mejor espada a que se trataba de una pose.

Otro de aquellos prolongados silencios siguió al relato de los jóvenes. Cuando Pirvan empezaba a sospechar que sería abuelo antes de que los dos cabecillas de los Grifos reaccionaran, Espina Roja hizo un gesto con la cabeza a La Que Toca El Cielo.

—Por lo que hemos oído, se diría que sois extranjeros, pero quizá no enemigos.

—No pueden ser… —empezó a protestar Hermano Halcón, siendo invitado a guardar silencio por una leve tos de su padre.

—Quizá no lo sean —lo reprendió La Que Toca El Cielo—. Pero aun así viaja con ellos un mago, del que ni tú ni ellos habéis hablado. ¿Qué más pueden ocultar? ¿Cómo puede haber manipulado vuestros recuerdos ese mago para mantener ocultos sus propósitos?

—¡Yo no miento! —estalló Tres Manos.

—Ni yo te acuso de ello —dijo La Que Toca El Cielo. Pareció reprender más al hermano mayor que al menor, lo cual dio cierta esperanza a Pirvan.

Esa esperanza murió al instante. La Que Toca El Cielo frunció el ceño.

—Sólo hay un camino que podamos seguir hasta el final. Debéis abrirme vuestra mente y vuestro corazón, sir Pirvan. No dejéis nada oculto por más tiempo y sabremos la verdad de vuestra presencia.

«Pero también —pensó el aludido— demasiados secretos de los Caballeros de Solamnia, que el Código, la Medida y el sentido común por igual me exigen guardar. Quizá no sea traición, pero me pregunto si habrá mucha diferencia cuando estemos muertos».

El caballero hizo un gesto de negación.

—Mi juramento como Caballero de…

—Los caballeros han prestado muchos juramentos, como vos, pero fueron los prestados a Istar los que mantuvieron con nuestra sangre —casi gritó Tres Manos—. Por eso sabemos cuánto valen los juramentos de los caballeros, cuando se trata de la vida o la muerte de nuestro pueblo.

—Oh, deja de hurgar en antiguas heridas —dijo Gerik, y antes de que nadie lograra cerrarle la boca lo suficiente para regañarlo, prosiguió—: Sabio jefe, sabia vidente, sólo necesitáis saber la verdad de nuestro objetivo, nada más. Entrad en mi mente y mi corazón, donde encontraréis todo lo que necesitáis saber. Dejad a mi padre y a mi madre en paz, pues morirían antes de ceder…

—Eso también puede hacerse… —empezó a amenaza Tres Manos.

—Deberías derramar mi sangre antes que la suya —intervino Hermano Halcón—, pues estoy ligado a…

—¿A quienes matan «bárbaros» por deporte? —gritó Tres Manos.

Para entonces, Pirvan había arrastrado a su hijo y a su esposa hasta formar un triángulo, de modo que todos sus flancos quedaban protegidos y ninguna espalda desnuda. No desenvainaron su acero; Pirvan juró dejar esa deshonra a los Jinetes Libres.

«Si los dos hijos de Espina Roja se enfrentan —se preguntó Pirvan—, ¿sembrarán suficiente confusión entre los Grifos para permitirnos huir?».

Tal vez sí. Y tal vez eso haría de los Grifos una presa más fácil para los clanes hostiles o los istarianos. Pero provocarle sería romper el juramento de Pirvan a Hermano Halcón, que parecía dispuesto a luchar contra su propio hermano incluso contra su propio padre para cumplir su pacto. De nuevo, Pirvan vio una senda que conducía a la locura además que al deshonor.

Después no vio nada durante un instante. En el interior, de la cueva se formó una tormenta y una luz plateada los cegó mientras descargaba el trueno. Pirvan estaba seguro de que la cueva estaba a punto de desplomarse sobre él y que quedaría honrosamente sepultado bajo las ruinas de la colina…

Su visión se aclaró, recuperó el oído, pero no el habla. Plantado en medio de la caverna, apoyado en su bastón, estaba Tarothin.

Menos el filo de su espada, Krythis lo probó todo, para acelerar su paso entre la multitud. Así consiguió estar al alcance de la vista de su hija cuando la riña alcanzaba la cúspide.

La joven se hallaba frente a un hombre alto, en quien Krythis reconoció a un flechero ambulante. Nada torpe en su oficio, tenía debilidad por la bebida y las mujeres… y también debilidad de memoria, o eso parecía.

Por lo menos afirmaba recordar una promesa de Rynthala, que su padre estaba completamente seguro de que ella jamás hubiera hecho a aquel hombre y probablemente a ningún otro. Afirmaba recordar esa promesa y ahora iba a exigir que cumpliera. Ante un multitud, a voz en cuello, con muchos de los amigos y parientes de la doncella y pocos de los suyos al alcance del oído.

«¿Pretende que lo maten, ese hijo de acémila, para servir a los propósitos de otra persona?», pensó Krythis. Podía dejar que Rynthala resolviera sola este asunto, pero si había más delirios ebrios sueltos…

Inmediatamente después, Krythis comprendió que sin duda su hija había llegado a la edad adulta y lo poco que necesitaba su ayuda.

El hombre se abalanzó sobre ella. Unos cuantos invitados que estaban cerca de él intentaron inútilmente retenerlo por los faldones de la harapienta camisa que ondeaban a su espalda. El único que consiguió agarrarlos con firmeza fue un kender, demasiado liviano para detener al hombre, que se precipitó sobre Rynthala.

La mujer se dejó caer de espaldas bruscamente, rodando sobre sí misma. El hombre se abalanzó sobre ella, justo cuando Rynthala rodaba hacia atrás. La joven levantó las rodillas y ambas acertaron al hombre en la entrepierna.

Después, varios testigos aseguraron que el hombre salió volando por los aires. Los testigos menos sobrios dijeron varias cosas fantásticas. Krythis estaba seguro de que el hombre no se elevó más de la longitud del brazo de un hombre, pero era suficiente altura para permitir a Rynthala apartarse rodando, ponerse en pie de un brinco y desnudar su daga por si era necesario llegar al acero.

No lo fue. El hombre se retorcía en el suelo, tan incapaz de levantarse como una anguila hervida, con el rostro deformado por una mueca agónica. Rynthala se arrodilló junto a él, antes de incorporarse y enfundar su daga.

—¿Puede alguien ir a buscar a Sirbones? —dijo en voz alta—. Este granuja puede perder su virilidad de por vida y sin remedio si no lo curan, y quizá no se lo merezca.

Alguien debió ir a buscar a Sirbones, porque el sacerdote de Mishakal apareció algunos minutos más tarde. Casi todos los demás dedicaron ese tiempo a aclamar a Rynthala, a darle palmadas en la espalda o a llevarla a hombros (en lo cual los enanos y humanos tuvieron más éxito que los kenders).

Krythis intentó encontrar a alguien que no pareciera regocijase con la victoria incruenta de Rynthala, pero todo el mundo se movía con demasiada rapidez. Si el flechero tenía algún aliado entre la muchedumbre, estaba representando bien su papel.

«Lástima —pensó Krythis—. Si descubro a alguien conspirando para contraer una deuda de sangre el gran día de Rynthala, yo lo dejaré sin su virilidad de por vida y sin remedio posible».

Luego varios juerguistas —no supo decir de qué raza— lo sujetaban a él y lo arrastraban a una fila de bailarines. Alguien más le puso una copa en la mano libre y él la apuró sin preguntar qué era ni recordarlo después.

Tampoco fue ésa la última de tales copas. En algún momento de la borrachera, vio que Rynthala se había unido los bailarines. Se movía con la gracia de su madre y más, y aunque su atuendo había sufrido desperfectos en la refriega, su aspecto aún merecía una corona real.

«Un día hará y cumplirá esa promesa —pensó Krythis, y ese día los dioses sabrán dónde encontrar al hombre más feliz de Krynn».

—¡Larga vida a Rynthala! —gritó alguien.

—¡Larga vida! —gritó Krythis, y luego todos se deseaban mutuamente larga vida y mucho más. Los enanos se pusieron a tocar el tambor, los kenders se les unieron con jupaks, y una flauta que sonaba como la de Tulia se elevó argentina y dulce por encima del tumulto.

La primera reacción a la aparición de Tarothin procedió de Tres Manos. Empuñó la daga que llevaba al cinto con tanta celeridad que pareció brotarle de la mano. Después su brazo se proyectó hacia adelante como una serpiente.

Tarothin se mantuvo erguido, sin levantar la mano ni el bastón, ni lanzar conjuros. Se limitó a ceder ligeramente con el impacto de la daga, cuando la punta se hundió en su pecho. Después se extrajo el arma, examinó su filo y la dejó Caer suavemente a sus pies.

—Unas cuantas capas de cuero hervido bastan para las dagas, y no interfieren en los conjuros, como ocurre a veces con las cotas de malla o las corazas.

La explicación casual pareció enfurecer aún más a Tres Manos. Se arrojó sobre Tarothin. En su lugar, se encontró con su hermano, enfrentándose a él con las manos desnudas.

Los dos hermanos rodaron por el suelo. Antes de que pudieran hacer nada más que rasgarse la ropa y perder su dignidad, Espina Roja se levantó de su asiento. Llevaba una larga lanza y golpeó con el asta hábilmente las cabezas, los hombros, las nalgas y lo que se le ponía a tiro. Su velocidad y agilidad dejaban claro que llevaba muy bien su edad; Pirvan esperaba que no tuvieran que enfrentarse en un combate serio.

Un momento más tarde, los hermanos estaban en pie, muy separados, fulminándose mutuamente con la mirada y frotándose las contusiones.

—No necesitáis defender a los Grifos o a vuestros amigos con la sangre del otro —les espetó Espina Roja. Se volvió hacia La Que Toca El Cielo—. ¿Qué significa esto? Creía que caverna estaba protegida contra cualquier magia que no fuera la tuya. Además, dijiste que ningún mago istariano podía leer tu mente. Sin embargo, este Tarothin parece haberlo hecho, además de fulminar tus conjuros.

La Que Toca El Cielo parecía a punto de estallar, pero era difícil saber si por la sorpresa, la rabia o la pena (Pirvan dudó que fuera el miedo).

Tarothin se volvió hacia la vidente.

—Graciosa dama, La Que Toca El Cielo —dijo en un tono de voz que no habría sido más reverente si se dirigiera a una diosa—, os pido perdón por esta intromisión. Los secretos de vuestra cueva y los conjuros que la protegen están a salvo conmigo. O mejor dicho, están a salvo de mí, siempre que los secretos de los caballeros…

La Que Toca El Cielo profirió un alarido. Alzó una mano y lanzó un abrasador rayo verde de energía mágica, directo hacia Tarothin.

Sin necesidad de mover un músculo, el bastón del mar; se elevó y empezó a girar sobre sí mismo a gran velocidad hasta que se convirtió en un disco borroso, del que se des prendían chispas doradas.

La magia verde chocó contra la magia dorada y de nuevo el trueno rugió en la cueva.

Pirvan no supo cuánto tiempo duró esta vez. Volvió a perder el control de sus sentidos, y durante más tiempo que antes. Cuando lo recuperó, vio a Tarothin acuclillado en suelo y a Espina Roja sentado sobre La Que Toca El Cielo. El jefe tenía sangre en el labio y otros signos de que la paliza no la había recibido únicamente uno de los bandos.

Pirvan miró con cautela en todas direcciones y descubrió a los dos hermanos contemplando a su padre casi como si hubiera transformado en un dragón.

El primero en hablar fue Gerik.

—Jinetes Libres. Mi padre no puede romper su juramento a los caballeros ni a Hermano Halcón. Simplemente no puede dejar entrar a La Que Toca El Cielo en su mente. He dicho y vuelvo a repetir que yo sí. Sé lo bastante para satisfacer a cualquiera, excepto quizás a La Que Toca El Cielo, de que venimos como amigos. Ahora también tenemos un testigo que puede impedir que La Que Toca El Cielo me haga daño alguno…

—Y también ver la verdad en la mente y el corazón de este muchacho —dijo la vidente. Se incorporó, sacudiéndose la mano de Espina Roja mientras lo hacía. Pero le dedicó una sonrisa cuando creyó que nadie miraba; Pirvan sospechó que estaba viendo el capítulo más reciente de la vieja historia de amantes.

—La Que Toca El Cielo —dijo Tarothin—. ¿Te comprometerás a no hacer daño a Gerik, si yo juro del mismo modo permitir el contacto mental entre tú y él?

—Tal vez.

—Sí o no —dijo secamente Tarothin, y Pirvan supo que la ira no era fingida—. Si no, ya has comprobado que puedo hacer trizas tus conjuros protectores. ¿Quieres probar otros contra mí?

Un duelo de magia sin duda mataría a Tarothin, y el mago Túnica Roja tenía que saberlo. También tenía que saber que eso no era ningún secreto para La Que Toca El Cielo.

¿Cómo se recompensa ese tipo de lealtad?

—Hoy no se utilizará más magia —dijo firmemente Espina Roja—. He visto a un padre dispuesto a morir antes que romper ninguno de los dos juramentos que luchan en su interior. He visto a un hijo dispuesto a arriesgar su vida por salvar la de su padre. He visto a mi hijo luchar contra su propio hermano para defender a unos extraños. Y he visto a un gran mago de Istar proteger a sus amigos con su magia y su cuerpo, con grave riesgo para ambos. La Que Toca El Cielo, has dicho que quizá no reconozcamos a los que traen cambios cuando los vemos. Yo digo que estabas equivocada. Los hemos encontrado y los reconocemos. O bien estas personas no pretenden hacernos daño, o es que los propios dioses nos han abandonado. Si lo han hecho, entonces aún soy el jefe y primer juez de honor entre los Grifos.

La Que Toca El Cielo se sentó con una cansada sonrisa en el rostro.

—No niego nada de lo que dices. Tarothin, ¿podremos hablar de mago a mago en algún momento si te concedo la victoria en esta jornada?

—Cuando quieras y cuanto quieras —respondió Tarothin—. Pero después de que haya recuperado las fuerzas.

A continuación se desmayó, y cuando supieron que sólo estaba agotado, no enfermo, Espina Roja y La Que Toca El Cielo proclamaron juntos la paz y juraron agasajar a los nuevos amigos de los Grifos.

Fue una ocasión solemne, empañada sólo por el hecho de que Pirvan y Haimya intentaron abrazar a su hijo al mismo tiempo y acabaron abrazándose ellos. Tres Manos se echó reír al ver el espectáculo y Hermano Halcón hizo ademán de morderse el pulgar mirando a su hermano antes de abrazar él mismo a Gerik.

Sentado en un trozo de almena caído, Krythis vio que Tulia atravesaba la muralla exterior de la ciudadela, por el sector septentrional, o al menos eso fue lo que sus ojos le dije ron que ocurría. Parpadeó y trató de contar a las Tulias. La cuenta empezó en tres, se redujo a dos y finalmente a una.

Mientras lo hacía, comprendió también por qué había visto a su esposa atravesar la roca sólida. En realidad había pasado por una grieta de la muralla medio en ruinas, pero las lunas habían teñido el terreno del exterior del mismo color que la piedra.

Era un descubrimiento agradable. Krythis estaba razonablemente seguro de no haber bebido tanto, o al menos de haberlo intentado. Sólo debía ver unas cuantas cosas irreales, no demasiadas.

Tulia se contoneó cuando se acercó a él y se sentó en su regazo. Eso no era una ilusión. Tampoco lo fue que ambos resbalaron hasta quedar sentados en el suelo, con la espalda cómodamente apoyada contra la piedra y rodeándose mutuamente con los brazos.

Ni tampoco era una ilusión que la mano izquierda d Krythis descansara sobre una parte de Tulia que normal mente no tocaba cuando otros podían verlo. ¿Había alguien que pudiera verlos?

El deseo luchó con la recuperación de la memoria Krythis cayó en la cuenta de que no había visto ni oído a los centauros desde la trifulca de Rynthala. De hecho, no había oído ni hablar de ellos. ¿Qué les había ocurrido?

Fue capaz de balbucear la pregunta de un modo que Tulia comprendió al tercer intento. Ella le dedicó una sonrisa en cantadora.

—Les di las estacas. Pero para entonces se sentían paz con el mundo entero, incluso sin el brandy de Sirbones. Realizaron un duelo de exhibición con las estacas, después retaron a todos los presentes y luego bailaron. La gente empezó, a echarles dinero. El baile continuó. Creo que acabó con cada centauro con un enano montado en su lomo, el enano con un kender subido en sus hombros y algo encima del kender, pero no recuerdo qué.

—Un enano gully no —dijo Krythis—. No creo que tengan tan buen equilibrio.

—Mira quién fue a hablar de equilibrio —dijo Tulia, restregando la nariz contra el cuello de su esposo.

—Habla por ti —replicó Krythis, estrechando su abrazo.

—He preguntado a Sirbones si podía dar a los invitados un filtro de la verdad —dijo Tulia, tras dar un suspiro de felicidad.

—¿Para averiguar si había alguien… alguien actuando… detrás de aquel flechero borracho?

—Exactamente. Dijo que no podía preparar bastante para todos y que, además, era ilegal administrárselo sin su consentimiento. Pero serenó a ocho guardias más y la ronda nocturna no había bebido, y algunos enanos y kenders se habrían serenado al anochecer. Rynthala también iba a quedarse en vela.

—¿En este día, precisamente?

—¿Nunca has oído contar que una muchacha que se queda en vela la noche de su entrada en la edad adulta puede tener una visión de su futuro marido?

—Nunca.

—Bueno, déjame que te lo cuente.

Pero Tulia estuvo tan ocupada frotando el cuello de su marido con la nariz y luego devolviéndole las caricias íntimas que nunca le contó la historia, ni siquiera consiguió empezarla, antes de que ambos se quedaran dormidos uno en brazos del otro.

Haimya y Pirvan pasaban revista a los puestos de los centinelas al anochecer cuando se toparon con Eskaia y Hermano Halcón.

La oscuridad ya estaba demasiado avanzada cuando salieron de la cueva, por lo que los dos grupos armados (los Jinetes Libres unidos y la compañía de Pirvan) habían acampado cerca uno del otro, pero separados. Tan al interior de tierras de los Grifos y tan cerca de su caverna sagrada, la misión de los centinelas no era tanto protegerse de los enemigos como impedir que los pendencieros deslenguados de cualquier bando deambularan por allí y se quebraran los huesos o la nueva paz.

Pirvan se preguntó hasta qué punto era sólida la paz. Si tenía alguna fuerza, también se lo debía a Tarothin. Aún no se le había ocurrido cómo podía recompensar al mago Túnica Roja y dudaba de que encontraría la forma de hacerlo, pero sabía que el honor le exigía intentarlo.

La hija del caballero y el hijo del jefe estaban en pie uno a cada lado de un caballo, ella peinándole la crin al animal y él examinándole los cascos en busca de piedras incrustadas Estaban a una distancia prudente, pero Pirvan observó que Hermano Halcón llevaba el cabello atado en una sola trenza muy parecida a la de Eskaia, y ella llevaba un collar de piedras azul claro.

No era un obsequio de cortesía, por lo que Pirvan sabía, pero cada clan tenía sus propias costumbres.

«Espero, por lo menos, que los Grifos exijan que el hombre pida permiso al padre de la mujer para cortejarla —pensó Pirvan—, o el trabajo de Tarothin podría haber sido en vano».

Entonces Pirvan estuvo a punto de tropezar: estaba pensando en la posibilidad de que su hija se casara con un «bárbaro».

«Que ha prestado un juramento —se recordó— que garantiza que trataría a Eskaia con decencia si ella lo acepta, o se tomaría su negativa decentemente si ella lo rechazara».

—Ah, padre —dijo Eskaia—. Creí que te habías retirado.

—Oh, aún no es hora de desensillar a este viejo caballo de batalla —replicó Pirvan.

—No, y cuando lo sea, cabalgará aún más que antes —dijo Haimya. Eskaia y Pirvan se ruborizaron; Hermano Halcón volvió el rostro para ocultar lo que Pirvan sospechaba que era una sonrisa.

—Quería preguntarle a Tarothin que pretendía plantándose en la cueva —dijo Hermano Halcón—. Pero, esto vuestra hija me ha convencido de que debíais preguntárselo vos mismo.

—¿Por qué iba a preguntarle tal cosa? —preguntó Pirvan. Estaba desconcertado casi hasta el enfado. Si aquella propuesta tenía algún sentido, se le escapaba, e insultar al hombre que los había salvado a todos exigía una razón de peso tara empezar a pensar siquiera en ello.

—No se daba cuenta de lo que hacía… —empezó a explicarse Hermano Halcón.

—¿Lo estás llamando insensato? —casi gritó Pirvan. Hermano Halcón apoyó una mano en el brazo. Pirvan la retiró antes de pensar que quizá no debería despertar a ambos campamentos y hacer que oyeran la conversación.

—No —dijo Eskaia—. Padre, ¿quieres escuchar a Hermano Halcón?

—Escucharé a cualquiera que hable con sentido común, incluso a quien no lo haga, pero no por mucho rato.

El don de Hermano Halcón para la narrativa salió a relucir de nuevo. Al parecer, Tarothin había puesto en peligro la vida de todos, empezando por la suya y siguiendo por la de Espina Roja. Los conjuros protectores de La Que Toca El Cielo eran poderosos, su magia personal no lo era menos y en una ocasión, en un ataque de furia, había desencadenado sus poderes incluso contra los amigos. Ciertamente, estaba enfurecida en la caverna y Espina Roja se había jugado la vida sometiéndola.

Pirvan asintió lentamente.

—Preguntaré a Tarothin si sabía a qué se enfrentaba, cosa que creo. También te pediré que pienses en lo que podría haber sucedido si no llega a presentarse. No creo que ni siquiera La Que Toca El Cielo se hubiera alegrado de una guerra entre los Grifos y los caballeros, o de ver su caverna reducida a escombros, o de que los Grifos perdieran a un jefe y a dos de sus hijos. Creer lo contrario es llamarla insensata a ella.

Hermano Halcón se estremeció con fingido horror.

—Por menos de eso algunos Grifos han sido castigados atándolos encima de un termitero. No, no, no la llamaré insensata. Tampoco poco a vuestro amigo. Pero si sabía a lo que se enfrentaba…

—Bien, se han cantado grandes canciones por héroes menores —dijo Eskaia—. Tal vez deberías componer una.

—Eh —protestó Hermano Halcón, tan irritado como Pirvan—. No soy tan bueno como bardo.

—He oído algunas de tus canciones y puedo afirmar lo contrario —replicó Eskaia. Podría haber seguido por ese camino si Haimya no hubiera tosido.

—Yo no hablaré con nadie más que con Pirvan, y no mucho, hasta el alba —dijo Haimya—. A quienes deseen pasarse la noche entera de charla, los dejo para que lo hagan.

Volvió a apoyar una mano en el brazo de su marido, pero con una sutil diferencia que hizo a Pirvan agradecer el contacto y lo arrastró lejos de los jóvenes.

Con su atuendo festivo y una capa prestada por uno de sus hombres de armas, Rynthala recorría las almenas de Belkuthas. La capa no era de su tamaño, pero había tapado a sus padres con la suya cuando los encontró dormidos en la muralla exterior. También se había asegurado de que dos guardias los vigilaran, y otros dos vigilaran la obra exterior en todo momento.

Además, pasaba a verlos cuando su ronda la acercaba a ellos. Pero casi todo el tiempo se quedaba contemplando el panorama hacia el este. El terreno descendía acusadamente al principio, luego con más suavidad, antes de desaparecer en el bosque virgen que se extendía hasta las lejanas llanuras.

Nada se movía en el terreno despejado, salvo puntitos de luz y volutas de humo de las antorchas de los campesinos, leñadores y huéspedes que vivían lo bastante cerca como para arriesgarse a volver a casa de noche en lugar de dormir en el suelo en la ciudadela. No esperaba que se moviera nada más. Si apareciese un guerrero armado, era más probable que diese la alarma en lugar de pensar que era su futuro marido.

Aun así, las comadres se alegrarían de que ella se mantuviese en vela, y probablemente su madre también. Era muy fácil hacer felices a los demás, o al menos contentarlos y conseguir que se sintieran agradecidos; incluso entre marido y mujer. Aunque eso probablemente no era cierto de todos los maridos y esposas, sí lo era en el caso de los padres de Rynthala, personas extraordinarias incluso entre los semielfos.

Llegó a la esquina noroccidental y miró hacia el bosque en esa dirección, que se aferraba a las laderas más empinadas de las montañas que se elevaban hacia el cielo. No vio nada, excepto un destello que podía ser de gnomos o enanos en una forja con demasiado humo para estar en una cueva.

Permaneció allí un rato, pero no vio nada más y continuó la ronda.

Más de dos ojos estudiaban el terreno alrededor del campamento de Zefros. Pero no tenían más suerte detectando peligros que Rynthala detectando hombres.

No era culpa suya. Algunos eran mercenarios curtidos, y una mujer tenía la visión más aguda del campamento.

Pero los kenders son pequeños, para empezar, y especialistas en el camuflaje. Cuando aprenden a sobrevivir en el desierto, es como si poseyeran capas mágicas de invisibilidad.