5

La emboscada llegó cuando Pirvan se hallaba a pocas horas del campamento principal de los Grifos, y no de un clan hostil, sino de un grupo de los mismos Grifos, dirigidos por el hermano mayor de Hermano Halcón, Tres Manos, el primogénito de Espina Roja.

Con la objetividad de un caballero veterano, Pirvan tuvo que reconocer la habilidad de Tres Manos y la de los guerreros bajo su mando. Ni siquiera los de vista más aguda del grupo de Hermano Halcón habían detectado a uno solo de los cincuenta hombres de su hermano hasta que surgieron bruscamente de sus escondites. Tres Manos en persona disparó una flecha que se clavó en la arena tras un siseo, a un brazo de distancia de la montura de Pirvan, avisando clara mente de que por lo menos los jefes estarían muertos antes de que se dieran cuenta de que estaban siendo atacados.

Cuando Tres Manos se acercó a caballo para recibir a su hermano, Pirvan no estaba seguro de que el ataque hubiera concluido. Que el hermano utilizara su lengua como arma no lo hacía menos peligroso.

—Como era de esperar en ti, Huevo de Halcón —espeto Tres Manos—. Guiando a los istarianos y quién sabe que más hasta nuestras sagradas y secretas tierras. ¿Cuánto te han pagado?

La oscura piel de Hermano Halcón se oscureció aún más de vergüenza, pero no le tembló la voz.

—Pocos son istarianos, algunos son Caballeros de Solamnia y ninguno es alguien con quien tengamos deudas.

—Los caballeros hicieron el trabajo sucio de Istar contra los «bárbaros». No pueden ser amigos.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—No el suficiente para que se hayan borrado los recuerdos, entre los dioses o los hombres.

Era evidente que Tres Manos estaba acostumbrado a intimidar a su hermano menor y que, en presencia del mayor, a Hermano Halcón se le trababa la lengua a menudo. Pirvan formó una bocina con las manos y gritó «¡Hola!» con tanta fuerza que su montura se encabritó y caracoleó estando a punto de desmontarlo. Todas las miradas se volvieron hacia él.

—Hemos venido sin el poder ni el deseo de hacer daño a los Grifos —dijo Pirvan secamente—. Aun así, nos reciben con insultos. Además, lo mismo le ocurre a nuestro amigo entre los Grifos, tu propio hermano. Un extranjero no es quien para juzgar o tomar parte en una discusión familiar. Pero esto digo y juro: Hermano Halcón nos ha jurado amistad después de un duelo justo, presenciado por guerreros de ambos bandos y por todos los dioses verdaderos. Si lo insultas a él, nos insultas a nosotros.

Esto provocó un largo silencio, un rubor aún más intenso en el rostro de Hermano Halcón, varias armas desenvainadas en ambos bandos y finalmente un carraspeo de Tres Manos para aclararse la garganta.

—Hermano, ¿es verdad eso?

—Insultas a sir Pirvan dudándolo, pero lo pasaré por alto. Es verdad.

—No era nada justo, enfrentar a un gigante contra…

En una de las escasas veces desde que Pirvan lo conocía, Darin echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas. Los ecos tardaron un rato en apagarse. Hasta entonces, toda conversación era imposible.

—Me desafió el propio sir Pirvan —dijo Hermano Halcón—. Eran varios entre sus camaradas los que dudaban de su juicio, pero él tenía fe en su propia capacidad y en el favor de los dioses. Esa fe le proporcionó la victoria. Y antes de que vayas por ahí con el chisme de que he perdido contra un hombre lo bastante viejo para ser mi padre, ¿cuándo fue la última vez que te sentiste en condiciones de desafiar a nuestro padre común?

Esto provocó otro largo silencio en el barranco. También provocó en Pirvan un fuerte deseo de ver a Espina Roja. Si conseguía dominar físicamente a estos duros jóvenes guerreros, el jefe de los Grifos era un luchador al que merecía la pena conocer.

Tres Manos quebró por fin el silencio traduciendo las últimas palabras para los miembros de su banda que no sabían lengua común. Después se descolgó cuidadosamente el arco, manteniendo las manos a la vista mientras lo hacía, se subió a una roca y agitó ambos brazos.

Las armas desenvainadas regresaron a sus fundas, espaldas y cinturones. Los hombros de Hermano Halcón se relajaron con alivio. Pirvan se dominó sólo por pura fuerza de voluntad.

—Si habéis jurado amistad a Hermano Halcón, entonces es correcto que os haya traído ante Espina Roja y La Que Toca El Cielo —dijo Tres Manos—. No todos vosotros, eso seguro; y todo aquel que pretenda escapar, jugar a espías o infringir las leyes del campamento morirá por alterar la paz. Pero yo no seguiré los pasos de mi hermano y acusaré a mi padre de ser demasiado viejo para tomar una decisión adecuada en asuntos graves de guerra y paz.

Hermano Halcón tuvo el autodominio suficiente para no amilanarse, ruborizarse ni replicar a esta última ofensa. En su lugar, hizo girar a su caballo y se dirigió a sus hombres y Pirvan a un tiempo.

—Cuidad de vuestros caballos. Iremos al campamento de invitados enseguida, y los rezagados no lo pasarán bien.

Los testigos del matrimonio legal de Krythis y Tulia habían pronunciado discursos… Bastantes, en realidad, ninguno se quedó satisfecho con limitarse a pronunciar los votos adecuados.

Ocurrió lo mismo ahora, en la celebración de la edad adulta de Rynthala. Muchos se levantaron para brindar por el día en que Rynthala nació, por sus precoces hazañas en fuerza y elocuencia, y todo lo demás que había ocurrido a lo largo de los últimos diecisiete años, a ella y a su alrededor.

Con el tiempo, Krythis deseó descolgarse el arco y silenciar a uno o dos de los oradores más interminables. Pero sería el peor de los augurios en aquel día, frente a centenares de testigos, todos deseando el bien a Rynthala y a sus padres casi tanto como deseaban vaciar las mesas de comida y los toneles de bebida.

—Ya casi está —susurró Tulia, oprimiendo el muslo de su marido—. Aquí viene Sirbones.

El sacerdote de Mishakal no parecía tanto un sanador como alguien que necesitara a uno. Pero ya tenía ese aspecto cuando llegó, tras bajar a pie de las montañas, hacía unos cinco años, y desde entonces no había sufrido una enfermedad ni de un día de duración. Sin embargo, decenas de habitantes de la ciudadela de Belkuthas le debían la vida o la salud, al igual que literalmente centenares de seres de otras razas de las tierras colindantes.

—Por Mishakal y todos los dioses desaparecidos cuya voluntad decide la salud mental y corporal, pronuncio el siguiente juramento —dijo Sirbones. Su voz era muy aguda y más fina que antes, pero todavía se oía bien. Además, era uno de los pocos ocupantes de la ciudadela que sólo hablaba cuando tenía algo que merecía la pena oírse—. Juro que Rynthala, hija de Krythis y Tulia, está sana y vigorosa, bendecida con tanta salud como dos mujeres de su edad podrían esperar normalmente, y fuerte para el combate, en buena forma y en condiciones de casarse, si tal es su decisión, y de parir hijos sanos, si tal es la voluntad de los dioses. Esto juro, Y en el nombre de Mishakal y todos los dioses, cuya voluntad decide la salud mental y corporal, desafío a cualquiera que diga lo contrario.

A continuación, Sirbones estrelló la punta de su bastón contra el suelo. Lo envolvió una esfera de deslumbrante luz azul que proyectó una potente racha de aire en todas direcciones. Tierra, guijarros, sombreros y bizcochos a medio comer salieron volando como hojas en un vendaval de otoño.

La luz se amortiguó. Krythis miró fijamente a su hija. Tulia se aferró a él.

Era imposible que Rynthala hubiera crecido el ancho de una mano en el transcurso de un solo conjuro, pero su nuevo atuendo la hacía parecer más alta. Vestía unos pantalones blancos de fina seda, embutidos en unas botas de piel de color ámbar, lo bastante rígidas para caminar, pero lo bastante holgadas por arriba para albergar armas.

Alrededor de una cintura esbelta sólo por comparación con el resto de su persona había un cinturón, de donde colgaban su espada y su daga favoritas, en fundas bordadas con hilo de plata. El cinturón lucía cuentas de coral incrustada, y Krythis habría apostado un barril de aguardiente enano a que la hebilla tenía rubíes incrustados.

Por encima de la cintura, Rynthala llevaba una camisa de seda blanca con el cuello, la garganta y los puños de encaje, y por encima, una túnica azul sin mangas que caía de tal manera que sugería la presencia de una cota de malla debajo Además, incluía bolsas y bolsillos para llevar armas y equipo de guerra.

Alrededor de su bronceada garganta, Rynthala llevaba la cadena de plata que sus padres le habían regalado cuando cumplió doce años. Pero en lugar de uno de los otros medallones regalados, ahora se había puesto un sencillo disco de peltre con el sello de Kiri-Jolith, una cabeza de búfalo.

«Un extraño regalo de un sanador», pensó Krythis. Después lo recordó. Kiri-Jolith era el hijo mayor de Paladine y Mishakal. Un sacerdote de Mishakal reconocería a un guerrero en cuanto lo viera.

Silencio, mientras la garganta de Rynthala luchaba convulsivamente por encontrar las palabras. Por fin desenvaino su espada y la sostuvo con la empuñadura en alto y contra el disco de peltre.

—Por esta espada y por Kiri-Jolith, juro no avergonzar a nadie aquí hoy. —Soltó la espada, la asió por la empuñadura y la enfundó en único movimiento continuado—. No juro dar las gracias a todo el mundo. Por lo menos hasta que no me haya remojado el gaznate con algo.

Un enano que estaba preparado con un mazo golpeó una cuña que un kender sostenía apoyada en la espita de un barril. El mazo dio en el blanco un golpe seco y la cuña se hundió en la madera. El kender fingió que le había dado en los dedos y retrocedió entre cabriolas y gemidos, hasta que pronto dio un salto mortal en el aire y aterrizó sobre sus manos «aplastadas». Riendo, todos se precipitaron a ocupar el primer lugar en la cola que se formó ante el barril.

Las tropas unidas no fueron lejos en su viaje antes de que Pirvan se diera cuenta de que sus hombres estaban siendo conducidos deliberadamente en círculo por aquel paraje. El caballero no sabía si la intención de Tres Manos era ocultar la verdadera situación del campamento principal de los Grifos o abandonar al grupo de Pirvan perdido e indefenso ante la traición.

Tampoco le importaba. Darin, Haimya y dos de los hombres de armas que en otro tiempo eran exploradores de montaña poseían el poder casi mágico de recordar senderos y puntos de referencia. Todos se lo enseñaban a Gerik y Eskaia, que no les iban a la zaga en aprender este útil arte.

Si Tres Manos planeaba una traición, se limitaba a dar la alarma en lugar de debilitar a su presunta presa. También iba a oír a Hermano Halcón, a juzgar por su expresión. El rostro del joven guerrero estaba más hosco a cada paso que daban hacia la maraña de colinas, cañadas y árboles raquíticos que parecían constituir el destino de Tres Manos.

Vieron lo que podía haber sido el campamento principal de los Grifos en otro tiempo, brevemente, muy lejos entre el brumoso calor, en el fondo de un valle. Pirvan no se atrevió refrenar su montura para estudiar la escena con más atención y dudaba de que consiguiera mucho más si lo hacía. A aquella distancia sería difícil distinguir si el campamento tenía chozas o tiendas, pozo propio, cocinas u hogueras de campaña, y si podía ocultar a quinientos guerreros o a cinco mil.

Pirvan calculó que habría más de lo primero y mucho menos de lo segundo. Un solo clan entre los Jinetes Libres había permitido una vez que lo contaran con exactitud unos extraños, los Águilas Azules. Armando a toda persona capaz de empuñar un arma aunque no pudiera sostenerse en una silla de montar, eran capaces de reunir unos dos mil hombres aptos para la lucha y quizás unas quinientas mujeres. No todos serían útiles, salvo para defender un campamento, algo que ningún adversario cuerdo forzaría a hacer a los Jinetes Libres, pues entonces luchaban hasta la muerte.

Pero, sin duda, los Grifos no tendrían dificultades en tragarse al grupo de Pirvan de forma tan rotunda que nadie sabría dónde yacían sus huesos. Que fueran vengados era un triste consuelo; la venganza significaría que los caballeros se habían aliado con Istar y marchaban contra los Jinetes Libres, y a partir de ese momento se iniciaría la guerra con los silvanestis.

El sendero pronto los internó aún más en las colinas, donde los riscos y las crestas dejaban a los jinetes en la sombra gran parte del tiempo. Por encima de ellos, donde el sol lamía la roca, relucía una vez más de color naranja, carmesí, oro y otros innombrables que los dioses esparcieron por esta tierra cuando el mundo estaba tomando forma.

La vegetación también era cada vez más tupida, como si hubiera más agua. Pirvan no se sorprendió cuando detuvieron sus monturas junto a un estanque de sus buenos cincuenta pasos de ancho. Tres Manos hizo una señal, uno de sus jinetes hizo sonar un cuerno y todos los Jinetes Libres desmontaron.

—Desde aquí, sólo tres de vosotros pueden acompañarme para afrontar vuestro juicio —dijo Tres Manos.

—¿Con qué derecho…? —empezó a protestar Gerik, antes de que su padre, su madre, su hermana y su mentor lo obligaran a callar con una fulminante mirada.

—Con el derecho de un jefe y el de una vidente, porque, no sólo vais a conocer a mi padre, Espina Roja, sino también a nuestra mujer sabia, La Que Toca El Cielo —respondió Tres Manos. Gerik recordó sus modales lo suficiente para inclinarse cortésmente a modo de agradecimiento.

Pirvan miraba a su alrededor, intentando localizar el santuario, la casa de los espíritus u otro lugar de encuentro previsto, cuando dos de los hombres de Tres Manos empezaron a tirar de una larga soga de cuero engrasado. Los ojos del caballero siguieron la soga hasta el centro del estanque y vieron un pequeño bote de piel animal que se deslizaba hasta ellos. Detrás de él había una estrecha cornisa de roca y, encima de la cornisa, la oscura boca de una cueva.

Con todo esto asumido, Pirvan empezó a meditar quién debería ir. Él, por supuesto, Tarothin y o bien Haimya, bien Darin.

Haimya, decidió. Sería un gesto de cortesía para La Que Toca El Cielo. Además, si había alguna necesidad de tratar los misterios femeninos (de los cuales se decía que los Jinetes libres tenían muchos), Haimya sería la única que, en buena ley, podría hablar con la sabia mujer.

Pirvan se volvió hacia Haimya, la interrogó con la mirada y vio el asentimiento en la que ella le devolvió. Cuando se volvió hacia el mago, vio una cabeza negando con firmeza.

El primer impulso del caballero fue sacudir a Tarothin hasta que se le cayera el último diente de las encías. Después vio que los dedos del Túnica Roja danzaban y se retorcían en complicados movimientos. Para un observador no iniciado, podía estar invocando un conjuro menor, o simplemente sacudiéndose las manos por culpa de un calambre.

Pirvan tradujo con la misma velocidad que si el mago es, estuviera hablando.

Tres Manos no parece haber advertido que soy un mago. Es más fácil sorprenderlo si me quedo atrás, fingiendo estar enfermo. Además, la cueva puede estar hechizada por La Que Toca El Cielo, de modo que dentro no pueda actuar ninguna otra magia más que la suya.

El gesto de asentimiento de Pirvan fue brusco. Confiaba en muchas cosas de Tarothin, incluyendo su lealtad y su talento como actor. Después de todo, en una ocasión no sólo había engañado al caballero y a gran parte de su compañía, sino también a los esbirros istarianos del Príncipe de los Sacerdotes e incluso a los espías de los sacerdotes de Zeboim, la execrable diosa del mar.

No tendría muchos problemas para engañar a Tres Manos, que rebosaba confianza en sí mismo como un panal henchido de miel en otoño.

Pirvan contempló a sus hombres. Darin era el sustituto obvio de Tarothin, pero la tropa lo necesitaba como comandante en caso de traición. Además, su peso podía hundir la barca.

El caballero tragó saliva. Sabía que este momento tenía que llegar, pero hubiera deseado que llegase más tarde o en mejores circunstancias.

—Gerik, tú serás el tercer miembro de nuestra compañía. Tres Manos, guíanos.

«Y, dioses, conceded a Eskaia el juicio de ponerse bajo la protección de Darin si ninguno de nosotros regresa —pensó Pirvan—. Pocos más que él la protegerán sin exigirle a cambio el matrimonio».

Krythis no era partidario de mezclar las bebidas. Además de aguardiente enano, había brandy, hidromiel, cerveza y al menos tres clases de vino. Había incluso una barrica de algo n aspecto tan misterioso que Krythis sospechaba que era un regalo de los enanos gully.

Él se había mantenido fiel a la cerveza. Entre jarra y jarra había comido con apetito venado y salchichas de cerdo, pescado ahumado, champiñones fritos, huevos envueltos en panceta y otros productos sólidos que hacen gemir primero las mesas, antes de ser devorados, y a los comensales después.

Krythis vio a Tulia que avanzaba hacia él entre la multitud. Pasó junto a tres kenders, que se turnaban para tirarse al suelo mutuamente desde una mesa, con tanto empeño, que otras razas menos resistentes habrían acabado con los huesos convertidos en astillas. Salió del grupo, moviendo las caderas al caminar de un modo que jamás habría osado si estuviese sobria.

Llegó a su lado, se inclinó hacia él y su calidez y el deseo de Krythis eran de pronto muy reales.

—Los centauros —susurró, acariciándole donde nadie podía verle la mano.

—Que se les pudran los cascos.

Todavía medio entrelazados, se dirigieron hacia las cabañas de los invitados, que formaban un cuadrado en cuyo centro dos centauros (los únicos en presentarse, aunque la familia entera había sido invitada) jugaban a tirar de la cuerda con una de las mesas.

Habían reunido un público entusiasta. Eso les habría hecho reacios a abandonar la competición aunque hubieras estado sobrios.

—¡Esperad! —gritó Krythis—. No podéis destrozar los muebles. Los derechos de los invitados no llegan tan lejos.

—¿Quién lo dice? —replicó el centauro más pequeño, Su rival de mayor tamaño, un musculoso ruano con cascabeles atados a la cola, estaba menos borracho o era más sensato, porque levantó la mano.

—Ah, perdona, Krythis. Pero es necesario que resolvamos esta ofensa antes de marcharnos. La paz familiar y todo eso, seguro que lo entiendes.

Krythis no tenía intención alguna de mantener la paz en las familias de los centauros al precio de consentir peleas en su propia casa, pero una negativa tajante podía convertir la idea en una batalla campal en cuestión de segundos. Los centauros eran tan impredecibles como los kenders, pero gracias a los dioses, mucho menos numerosos.

Entonces Tulia susurró, lo que a los demás les parecería una irresistible intimidad al oído de su marido, que asintió con una mueca.

—Amigos míos, eso es un asunto de honor, y no os impediré solucionarlo. Pero permitidme ofreceros un par de bueno estacas, acolchadas para evitar heridas pero diseñadas precisamente para discusiones como ésta. Más aún, si queréis esperar a que las traigan, me ocuparé de que os den también un jarro del mejor brandy para refrescaros entre uno y otro asalto. Y para los espectadores, quizás pueda conseguir otro barril de cerveza, ¡si los enanos no se la han bebido toda!

Tulia se escabulló en medio de las carcajadas y regresó con sirvientes estacas y brandy. Krythis sabía que el brandy era un barril especial previamente hechizado por Sirbones aquella misma mañana. Un sorbo de él privaría a cualquiera del deseo de luchar; un segundo sorbo lo privaría de la capacidad, y un tercero induciría a un sueño profundo, del que el bebedor despertaría lo bastante hambriento como para comerse a un oso lechuza crudo, pero por lo demás indemne.

Tulia no balanceó sus caderas al partir, pero para su atento marido era más deseable que nunca, si tal cosa fuese posible. Ella era su bendición, y lo reconocía con palabras y hechos siempre que tenía ocasión, y Tulia le devolvía el cumplido.

¿Pero era él una bendición para ella? Si se hubiera casado otro, quizá ya habría celebrado la llegada a la edad adulta de dos o tres hijos sanos, en lugar de cantar viejas y tristes baladas elfas ante los santuarios de los tres que habían nacido muertos. Oh, sí, sólo Rynthala valía por dos hijas, o incluso hijos, pero a veces Krythis creía ver un vacío muy profundo en Tulia, sólo perceptible para alguien que la conociera bien y supiera mirar en el interior de aquellos ojo azules…

—¡Basura! —gritó iracundo un hombre.

—No tengo nada contra… —empezó a decir una mujer. No gritaba, por lo que Krythis apenas pudo distinguir las palabras, pero había algo familiar en la voz.

Las siguientes tres palabras del hombre eran aún más iracundas y mucho más duras que la primera.

La mujer perdió los estribos.

—Vos, señor, sois el hijo bastardo de una acémila que lloraría de vergüenza viéndoos rebajaros de esta guisa —aulló con una voz que sonaba como un grito de guerra.

Acto seguido, lo que parecía un centenar de voces gritaba al mismo tiempo, pocas de ellas educada o sensatamente. Pero Krythis no prestaba oídos a ninguna. Estaba desenvainando su espada, más para abrirse camino entre la multitud que para defenderse, y avanzando con rapidez hacia el lugar donde había sonado la voz de la mujer.

Era Rynthala quien había hablado, y cuando flagelaba alguien con su afilada lengua de aquel modo, estaba tan enfadada como podría estarlo cualquier mortal. Tampoco hombre al que se había dirigido parecía un modelo de razón y afabilidad.

«Espero que Tulia resuelva su asunto antes de que venga a ayudarme —pensó Krythis— o que esta riña desvíe la atención de los centauros de su pequeña discusión».