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A la velocidad de vuelo de los grifos, estaban a tres días y cuatro noches de viaje del campamento principal del clan al que daban nombre esos feroces depredadores alados.

—Aunque, a decir verdad, nunca he visto un grifo volar la mitad de esa distancia en línea recta —añadió Hermano Halcón—. Si quisieran, podrían hacerlo, ya que tienen una gran resistencia en vuelo, pero necesitan comer. O al menos quieren comer, siempre que ven algo que pueda parecerse a comida. Y os digo que un grifo se come lo que haría vomitar a un ave carroñera. Por eso siempre se lanzan en picado, atiborran a base de bien y luego se tumban a dormir para hacer la digestión.

—¿No tienen enemigos que los sorprendan mientras duermen? —preguntó Eskaia. Parecía insaciable en su curiosidad sobre la vida de los Jinetes Libres y sobre la tierra, meridionales en general.

—Sólo los humanos, pero puedes estar segura de que nos aprovechamos de ello —respondió Hermano Halcón. No nuestro clan, porque el grifo es nuestro ancestro animal y, en consecuencia, no derramamos su sangre. Pero otros, incluidos los silvanestis más atrevidos, salen cazar grifos el sus cubiles. Tampoco es que esté tan mal, de lo contrario los cielos del desierto estarían llenos de grifos y la tierra quedaría desierta de hombres y rebaños, devorados por igual.

La compañía de Pirvan y los Jinetes Libres no tenían la necesidad de detenerse y atiborrarse, pero sí de evitar las tierras que pudieran estar recorriendo los clanes hostiles (los Halcones, los Cuervos, los Serpientes y los Dragones). Eso era doblemente cierto donde los istarianos pudieran haberse congregado, tanto las tropas regulares como la andrajosa turba de los soldados fiscales.

Por eso se alejaron del río, que Pirvan conocía por su nombre silvanesti, Fyrdaynis, y los Jinetes Libres llamaban río de las Lunas Verdes. (Se decía que desde sus orillas, en determinadas épocas del año, alguna de las lunas del cielo, o todas, se veían verdes. Eso despertó un verdadero interés en Tarothin, que había demostrado una gran contradicción por dejar el río, pero no estaba en condiciones de discutir). Cabalgaron por una pista serpenteante que a Pirvan le pareció que cambiaba de dirección dos o tres veces a lo largo del periplo nocturno. Aun así, al alba tenía la salida del sol como referencia para comprobar que se hallaban más al sur. Incluso de noche sentía que el aire se hacía más frío y veía, bañadas por la luz de la luna, zonas de hierba, matorrales y árboles atrofiados que no crecían más al norte.

—¿Vamos a ir directamente a las tierras de los silvanestis? —preguntó Eskaia cuando acamparon la quinta mañana de viaje.

—¿Te sentirías incómoda si lo hiciéramos? —preguntó a su vez Hermano Halcón.

—En absoluto —respondió Eskaia; no dio un pisotón ni Abofeteó al hijo del jefe, pero ambos gestos se dibujaban en su voz—. Queremos saber cómo ven los silvanestis las intrigas de Istar. ¿A quién preguntárselo mejor que a los propios silvanestis, si nos contestan con palabras y no con flechas?

—Ésa es exactamente la cuestión —intervino Pirvan—. Y como es la cuestión, por eso vamos primero a conocer al clan de Hermano Halcón. —No añadió la pregunta cuya respuesta deseaba oír, pero aún no podía formular: ¿se aliarían los Jinetes Libres con los silvanestis contra Istar o sería a la inversa?

Ninguna de ambas opciones le satisfacía al caballero. Si los elfos y los Jinetes Libres hacían causa común, Istar invocaría los términos de su alianza con Solamnia y convocaría a los caballeros para que los ayudaran a combatir a las «hordas bárbaras». Eso había provocado numerosas injusticias la primera vez, incluso sin la mano de los esbirros del Príncipe de los Sacerdotes, pero ahora sería mucho peor.

Si los Jinetes Libres decidían ayudar a Istar a resolver sus antiguos agravios con los silvanestis (que eran muchos, y algunos posiblemente justos), quizá no necesitaran a los caballeros. Pero los silvanestis ya estarían bastante enojados sin ellos, y los elfos empujados a la desesperación, poseían temibles recursos para defender su amada tierra cuando se veía amenazada.

Eso acercaría la gran guerra, la guerra de la que los Príncipes de los Sacerdotes hablaban en voz más alta a cada generación, la confrontación final entre los humanos y «las razas inferiores». Demasiado cerca para la paz mental de Pirvan.

—¿Cómo conseguís mantener la paz con los elfos? —preguntó Pirvan a Hermano Halcón cuando todos estuvieron lo bastante lejos para que no pudieran oírlo.

—Con los qualinestis viviendo demasiado lejos para tener tratos. Lo mismo con los kalanestis.

—Ya sabes a quién me refiero, amigo mío —dijo Pirvan. Había sido una larga noche y ahora le costaba recuperarse de las horas pasadas en la silla de montar mucho más que diez años atrás. Estaba tan envarado que dudaba de que el sueño lo rindiera fácilmente, pero sabía que no debía perder la paciencia.

—Hay una franja del desierto meridional, o del bosque septentrional, como quieras llamarlo —dijo Hermano Halcón, tras un breve titubeo—. Ambos lo reclamamos, pero nuestra reclamación obedece más a intereses deportivos que bélicos. Nosotros no nos adentramos en los bosques, donde nuestras monturas no pueden moverse velozmente, nuestra vista es obstaculizada y detrás de cada árbol acecha un arquero. Los silvanestis nos devuelven el favor. No llegan demasiado al norte, donde no hay árboles, sino sólo rocas calcinadas, y nuestras monturas nos permiten avanzar diez pasos por cada uno de los suyos y el sol cubre de ampollas su pálida piel en cuestión de horas.

Pirvan había oído hablar de esas guerras interminables poco más que un entretenimiento para cada bando, excepto para los pocos que morían o quedaban mutilados. Cuando los gnomos luchaban entre sí o contra cualquiera ocurría algo muy parecido. A veces, los enanos parecían buscar en la lucha una excusa para salir de sus montañas. Los kenders casi nunca se tomaban nada en serio, a menos que su raza corriera peligro, lo cual podría ocurrir si los Príncipes de los Sacerdotes se volvían más ambiciosos. La mañana era cada vez más calurosa, pero en su interior, Pirvan estaba helado al pensar en toda la raza kender unida para luchar por su existencia, con todo el ingenio y la destreza que poseían.

Hermano Halcón parecía reacio a decir nada más sobre los Jinetes Libres y los silvanestis, pero Pirvan había reunido suficiente información, tanto para utilizarla en su propio beneficio como para los archivos de los caballeros. Lo más probable era que ambos pueblos eligieran libremente; su mente no había sido modelada como arcilla en el torno de un alfarero por siglos de derramamiento de sangre.

Con ese pensamiento, Pirvan comprendió que podría disfrutar de un sueño reparador, a pesar de la rigidez de sus músculos, de las rozaduras de la silla de montar y de que casi se hubiera agotado el aceite balsámico que Haimya empleaba con la misma habilidad que sus manos.

Krythis, llamado semielfo por quienes deseaban insultarle, apoyó sus manos en el peñasco calentado por el sol y se dio impulso para salir del agua. Se sacudió como un perro mojado, de modo que su largo cabello negro se desparramó sobre sus hombros.

Desde el estanque llegó una risa argentina. Del agua surgió una cabeza con el cabello casi marfileño, ojos verdes y una sonrisa bajo ellos.

—Pareces un seto de pie de enano después de un chaparrón.

Krythis se recogió el cabello y empezó a retorcerlo para escurrir el agua.

—Habla por ti, esposa. A veces me recuerdas a una aceituna que ha pasado demasiado tiempo sin agua.

—Pagarás por eso, Krythot. —La forma cariñosa de su nombre suavizó la mordacidad de las palabras de su esposa. Krythis siguió secándose el cabello hasta que levantó la vista y vio que la cabeza de Tulia había desaparecido. Ni siquiera una onda alteraba la superficie del estanque indicando el lugar donde se había sumergido.

Krythis sintió la boca seca. Haría falta magia para llevar algún peligro a este estanque, donde se habían bañado y proporcionado otros placeres desde que asentaron su morada en Belkuthas. Pero ahora había más magia suelta que antes, gran parte de ella dirigida contra los no humanos. Incluso si nada apuntaba hacia ellos, los silvanestis rivalizaban con los Príncipes de los Sacerdotes en su desagrado hacia los semielfos.

Se inclinó sobre la superficie del estanque y dos esbeltos y musculosos brazos brotaron del agua y le rodearon el cuello. Perdió el equilibrio antes de darse cuenta y cayó de cabeza en el estanque.

A la altura de un hombre por debajo de la superficie, vio a Tulia sonriendo y sintió que ella estrechaba su abrazo, añadiendo la presión de sus largas piernas a la de sus brazos. Cuando lo hacía, él sabía por una larga y agradable experiencia lo que su esposa tenía en la mente. No se resistió cuando lo atrajo hacia su lugar de cita privado entre dos rocas.

Allí se formaba una minúscula playa, blanda por el musgo y las hojas caídas, pero Krythis se habría tumbado sobre piedras con aristas mientras tuviera a su esposa entre los brazos. Tulia se entregó en cuerpo y alma a Krythis… y él le hizo lo mismo a ella.

Después se durmieron uno en brazos del otro, brevemente pero lo suficiente para que el estanque estuviera más iluminado por el sol que en sombras cuando despertaron. Tulia fue la primera en incorporarse y empezar a peinarse con los dedos para librarse de las hojas y los restos de musgo. Krythis decidió seguir tumbado. Se sentía muy relajado y Tulia era demasiado hermosa.

—Piensa, amor mío, si no nos estamos haciendo demasiado viejos para esto —dijo Tulia, cuando su cabello caía desenredado sobre sus hombros ligeramente pecosos.

—¿Te ha hecho daño el agua? —preguntó Krythis— ¿Eres lo bastante vieja para tener las articulaciones oxidadas…?

—¡Espero que no! —exclamó Tulia—. ¡Si una tuviera que ir despacio y soportar dolores apenas iniciado el segundo siglo de vida, para eso ya podría ser humana! —Se reclinó sobre una cara de la roca calentada por el sol, con el aspecto de una mujer humana que acabara de cumplir los treinta años.

—Entonces, ¿a qué te refieres? —preguntó Krythis. Casi todos los días intercambiaba acertijos durante horas y horas con Tulia. Pero hoy era un día especial, la celebración de la entrada en la edad adulta de su hija Rynthala. Había tanto que hacer, que dudaba de la conveniencia de escabullirse para darse este baño matutino.

—Quizá Rynthi quiera que sus padres tengan un poco de dignidad —dijo Tulia.

Krythis sabía que lo estaba engañando de nuevo.

—Casi has conseguido decirlo con cara seria y sin que te tiemble la voz —replicó—. Si quiere que tengamos dignidad, que nos lo diga a la cara.

—Pero no, Paladine lo quiera, con una docena de pares de orejas a tiro —añadió Tulia.

—Ah, sí, te acuerdas.

—No es fácil de olvidar —repuso Tulia con sequedad.

Krythis vio que parecía sinceramente incómoda, más de lo que podía atribuirse a la fiesta. Rynthi realizaba la mitad del trabajo y Sirbones y los enanos se encargaban de casi todo lo demás.

—Apostaría mi virilidad a que nuestra hija es una doncella decente. No por falta de hombres que quieran cambiarla, sino por decisión propia. Le hemos dado una bendición que pocos hijos de semielfos reciben —prosiguió—. Sus dos padres fueron concebidos con amor y lo sabían desde el día en que nacieron.

Tulia pareció menos incómoda que pensativa al escuchar sus palabras. Con demasiada frecuencia, los semielfos eran el resultado de un padre humano que violaba a una madre elfa. No era el caso de Krythis ni de Tulia.

Krythis era hijo de dos montañeses. Su padre elfo, con sangre kalanesti además de qualinesti, lo había concebido dichosamente en una cama de helechos bajo el cielo enmarcado por pinos. Tulia era hija de una madre silvanesti que había escapado de un compromiso de matrimonio desgraciado y se encontró trabajando en una posada frecuentada por enanos y humanos a partes iguales.

Uno de los enanos se la había llevado en secreto cuando quedó claro que el posadero quería añadirla a sus beneficios ilegales. Pero fue un humano, un comerciante casquivano pero honrado, quien la llevó a la cama, sostuvo su mano cuando dio a luz una hija y murió a los pocos meses en las fauces y las zarpas de un oso herido.

Ambos habían sido criados más por enanos que por cualquiera de las demás razas de Krynn, y el hecho de ser los herederos de dos ricos clanes enanos era lo que les había permitido convertir en un hogar la antigua ciudadela de Belkuthas. Erigida al pie de las colinas donde se tocaban Thoradin, Silvanesti e Istar, la ciudadela no era de las que ninguno de los tres reinos habría cedido de buen grado a uno de los otros.

Pero dos semielfos, aceptables para sus vecinos humanos y enanos por igual, no ofendían a nadie. O al menos no en los sesenta años que llevaban viviendo allí.

Ahora las disputas del mundo exterior amenazaban la paz de Belkuthas. Mientras tanto, Rynthala se había convertido en una mujer hecha y derecha, viendo a sus padres orgullosos uno del otro y de su mutuo amor. Eso le había dado una fuerza que de otro modo quizá no hubiera conocido y que iba a necesitar en los años futuros.

—Si te parece que debemos saber lo que piensa Rynthi de esto —dijo Krythis suavemente—, podemos preguntárselo, Pero hoy no, ni hasta dentro de unos días. Éste es su momento de gloria y no permitiré que los desvaríos de una vieja perturben la dicha de una joven.

—¡Una vieja, por mis…! —exclamó Tulia, mencionando una parte íntima de su anatomía. A continuación asió las manos de su marido y lo atrajo hacia ella.

La última vez que acamparon las fuerzas de Pirvan y los Jinetes Libres que los acompañaban, estaban a medio día de camino del poblado de los Grifos. Hermano Halcón propuso que descansaran brevemente y terminaran el viaje con la luz de día.

—Hay mucha agua entre este lugar y el campamento —dijo—. El viento no levantará tormentas de arena. —Hizo una breve pausa y luego añadió—: También es mayor el riesgo de sufrir una emboscada.

—¿Tan cerca de vuestro campamento? —preguntaron Darin y Gerik al unísono.

—Aun así. Cuando más cerca estás del campamento enemigo, mayor es el honor de una emboscada victoriosa.

—Tendremos que procurar que ninguno de vuestros enemigos consiga honor en el día de hoy —dijo Darin. Era una de aquellas frases suyas en las que cada palabra caía como una maza sobre una piedra. Al oírlo, costaba creer que pudiera reírse alguna vez.

Las siguientes palabras de Darin fueron una propuesta de situarse en retaguardia. Pirvan sugirió lo contrario, ya que la vanguardia era más peligrosa ante una emboscada, y también porque si Darin se caía del caballo, pasaría un mal rato para dar alcance a sus compañeros.

Sin más comentarios pero frunciendo el ceño, Darin obedeció y luego Hermano Halcón se llevó a Pirvan aparte, mientras los demás daban de beber a sus monturas y se preparaban para la última etapa del viaje.

—Vuestro hijo de sangre parece obedeceros menos que vuestro hijo de nombre.

Pirvan tardó unos segundos en comprender que el joven no quería ofenderlo insinuando que Gerik era atolondrado y Darin el hijo bastardo de Pirvan. Hermano Halcón sólo era el hijo de un jefe guerrero que hablaba sin tapujos de los puntos fuertes y débiles de los guerreros de un jefe amigo.

—Darin tiene diez años más que Gerik. Tú eres mayor de lo que aparentas, así que no me juzgues con demasiada dureza por favor.

—Pero Darin…

Pirvan no conocía la opinión de los Jinetes Libres sobre los minotauros. Además, no había tiempo para contar a nadie que no fuera un dios la historia completa de Darin, criado como heredero de Waydol.

—Es hijo de un guerrero honorable al que derroté en combate y a quien después juré que seríamos hermanos de sangre. Si yo hubiera muerto en nuestra última batalla, él habría acogido a Gerik como yo acogí a Darin.

Pirvan no pudo reprimir una sonrisa al pensar en lo que Waydol y Darin juntos podrían haber hecho de Gerik. Tal vez no un luchador mejor, pero sí un hombre más rápido a la hora de tomar una decisión.

—Os pido disculpas si os he ofendido —dijo Hermano Halcón.

—La curiosidad ociosa me ofende. Querer conocer los puntos fuertes y débiles de un amigo no debería nunca ofenderme —replicó Pirvan.

—Enseñadle eso a mis hermanos —dijo Hermano Halcón en tono dolido—, y algunos quizá quieran nombraros jefe de los Grifos cuando mi padre muera.

Antes de que Pirvan pudiera reaccionar, oyó que Eskaia los llamaba; ya casi habían acabado de abastecerse de agua y empezaban a ensillar los caballos.

Krythis y Tulia habían llevado consigo los arcos cuando acudieron a su cita. Eso probablemente engañó a pocos, ya que apenas había caza del tamaño suficiente para requerir una honda, y mucho menos uno de los arcos largos elfos, a menos de un día de camino de Belkuthas.

Los rebaños de la ciudadela acababan enseguida con la hierba y las hojas, y los arcos y lanzas de los pastores ahuyentaban con la misma rapidez a los lobos y osos. A las aves y las ardillas les iba muy bien, pero las dejaban en paz, por orden estricta del señor y la señora de la ciudadela, sus aliados enanos y Sirbones, su sacerdote de Mishakal, que hablaba poco durante meses seguidos, pero curaba casi cada día y manejaba más poder del que jamás se habría atrevido a buscar si quiera.

Ciertamente, el señor y la señora no engañaron a su hija. Se reunió con ellos en la puerta trasera. Llevaba su habitual vestimenta, pantalones de corte amplio con botas bajas y una túnica corta pero muy ceñida. Era media cabeza más alta que su padre, y eso que Krythis afirmaba que había salido a su madre, la montañesa, que podía mirar directamente a los ojos a todos los hombres, excepto a los más altos.

Rynthala recorrió con la mirada la indumentaria de sus padres y luego enrolló un bucle del cabello de su padre en un dedo bronceado.

—Un rocío fuerte, esta mañana, ¿eh?

Krythis y Tulia habían aprendido a no ruborizarse por nada que dijera su hija desde el tiempo en que podían llamarla «pequeña Rynthi» con razón. De no haberlo hecho, habrían pasado gran parte de su tiempo a partir de ese día sonrojándose.

—Algo parecido —respondió Tulia sin alterarse.

—¿Pensabais que echaríais de menos un crío correteando por la casa cuando yo me vaya? —prosiguió Rynthala, como si su madre no hubiera hablado—. No necesitabais esperar bulto, pues yo… Perdonadme. Mi lengua y mi mente no siempre van al mismo paso.

—Tienen sangre montañesa, y los montañeses van a su propio paso —dijo Krythis, pero rodeó con un brazo los hombros de Tulia mientras hablaba y sintió que se estremecía. Había dado a luz tres hijos antes de Rynthala y ninguno había sobrevivido más allá de los tres años. Rynthi había puesto fin a la maldición, pues parecía poseer toda la vitalidad de sus hermanos sumada a la suya, pero después de Rynthala ningún bebé había nacido vivo y había tenido un aborto.

—Trae mala suerte hablar de marcharse de casa en este día —dijo Krythis con una severidad que no era el todo fingida—. Además, ¿has estado bebiendo aguardiente enano? Si así, llamaré a Sirbones y él…

—… no tiene nada que hacer aquí —interrumpió Rynthala—. Por favor, padre, madre. Puedo ser tan grosera sobria como la mayoría de la gente cuando se emborracha, como bien sabéis.

Tulia sonrió débilmente.

—Mientras lo sepas tú, ningún marido caerá en la tentación buscar la muerte diciéndotelo.

—Espero que, si los dioses quieren que me case, me manden a un hombre que diga y escuche siempre la verdad —manifestó Rynthala—. Pero quizás ese tipo de suerte no recaiga dos veces en la misma familia.

Abrazó a sus padres; tenía los brazos bastante largos y casi podía abarcarlos a los dos juntos. Después frunció el ceño.

—Sirbones se queja de la cantidad de aguardiente enano disponible. Sugiere vaciar los toneles con un pequeño conjuro.

—No —dijo Krythis—. No insultaré así a nuestros invitados, y si Sirbones me desobedece, ya puede reanudar sus viajes. Además, nuestros invitados son una pandilla de testarudos. Si se emborrachan y caen redondos, es más probable que se partan antes las piedras que su cráneo. En cuanto a posibles altercados y otras situaciones similares, si Sirbones no puede remendar una costilla fisurada o un corte en un labio, quizá Mishakal debería retirarle el bastón.

—¿Se lo digo? —preguntó Rynthala con una insolente sonrisa que le daba el aspecto de una quinceañera.

—¡Dioses, no! —exclamó Tulia, y luego se echó a reír y devolvió el abrazo a su hija—. Dile que nuestros invitados no son de los que te estropearán este día y que puede confiar en que se comportarán correctamente.

—Puedo hacerlo y lo haré —dijo Rynthala; dio media vuelta y echó a correr. Podía pasar de estar inmóvil a corre: con la velocidad de un gran felino y mantener un paso capaz de levantar ampollas el tiempo suficiente para agotar a un ciervo o hacer sudar a un centauro.

—Esposo —dijo Tulia—. ¿Te has escuchado hace un momento?

—¿Eh?

Tulia repitió las palabras de Krythis sobre Sirbones y esta vez el semielfo se sonrojó de un modo que su hija no podía haber provocado. Después hizo un gesto de asentimiento.

—Bueno, al menos ha heredado esa lengua tan directa honradamente.

—La honradez no te defiende de las deudas de sangre, ni hace a los hombres lo bastante valientes como para enfrentarse a semejante lengua.

—A algunos hombres, puede. Pero existen, o de lo contrario ¿cómo habría conseguido sobrevivir y seguir casado contigo?

Con un puño, Tuna golpeó a su marido en las costillas y continuación le hizo cosquillas con la otra mano. Después, siguieron los pasos de su hija.

Al amanecer, el capitán mayor Zefros (se había ascendido, a sí mismo en cuanto estuvieron fuera de la vista del estandarte de Aurinius) creía que él y los trescientos hombres que lo acompañaban estaban a salvo de cualquier persecución.

Lo estaban, al menos por lo que respectaba a Gildas Aurinius o a cualquiera de los otros capitanes de los soldados fiscales. Los hombres, no obstante, aún tenían muchas probabilidades de acabar sirviendo de almuerzo a las aves de carroña, por culpa de su escaso conocimiento del desierto o de un gran número de Jinetes Libres saltando sobre ellos inesperadamente.

Zefros también se enfrentaba a otros peligros ciertos, si se puede hablar de «enfrentarse» a algo que no se conoce y, de hecho, apenas se puede imaginar.

Dos de sus capitanes deseaban ocupar su lugar porque creían que los hombres que estaban bajo su mando se merecían un jefe mejor, por ejemplo uno de ellos. Ni Kiri-Jolith, quien en asuntos relacionados con la guerra y los guerreros lo sabe todo, habría estado en desacuerdo.

Otros tres querían ver muerto a Zefros por razones personales. Uno era un karthayano que buscaba la sangre del hombre que había asesinado a su compatriota, la hechicera Túnica Negra Rubina, en la costa septentrional de Istar diez años atrás. Otro servía al Príncipe de los Sacerdotes y creía que Zefros debía morir por su ambición, como advertencia para los que pudieran compartirla. Un tercero quería vengar a su familia, deshonrada en una de las intrigas de Zefros.

Ninguno de los cinco sabía que, a su vez, estaba siendo vigilado por dos pares de grandes ojos marrones, relucientes en pequeños rostros de facciones angulosas. Les habría costado creer en tales espías si alguien que no fuera un dios los hubiera avisado, y quizá ni siquiera entonces. Los kenders no suelen viajar por el desierto.

Pero los kenders pueden ir a casi cualquier lugar cuando tienen una razón suficiente. Insafor Pitaltrote y Horimpsot Patomaduro creían tener una razón suficiente.