3

Pirvan y Haimya estaban muy apretados bajo sus mantas y pensando en arrimarse más, cuando el grito de alarma despertó a todo el campamento.

Pirvan no mantuvo al levantarse la dignidad propia de un Caballero de la Espada. Se catapultó, más que saltó, de la cama, pero se le enredó un pie entre las mantas y estuvo a punto de caer de bruces. Se salvó del batacazo agarrándose al palo de la tienda, que en el acto se desclavó del suelo, arrastrando consigo la tienda entera, que se desplomó sobre ellos.

Haimya no ayudó intentando reprimir la risa, que no tardó en estallar, en francas carcajadas.

Pirvan, aún con el taparrabos, se vistió y armó al aire, libre. Haimya, por estar aún menos vestida, se quedó bajó la tienda mientras pasaba a su marido las prendas y las armas. Pronto salió con pantalones y túnica, un escudo colgado a la espalda y una espada y una daga al cinto.

Ninguno de los dos perdió el tiempo calzándose, sino que di rigieron rápidamente donde estaban los animales. No fueron lo bastante rápidos como para llegar al lugar de los hechos antes que casi todo el campamento, incluido Alatorva el Tuerto, que retenía a Serafina por un abrazo, fiero y tierno a un tiempo. Era como si temiera que se la arrebataran cuanto la soltara, pero también como si los huesos mujer fueran de cristal hilado, fáciles de quebrar.

Tarothin sostenía un farol en alto, de manera que su mágica luz se proyectaba desde arriba. Tenía peor aspecto del que debería por haber sido arrancado bruscamente de la cama.

En el centro del círculo de luz había un joven, casi un adolescente, cubierto con un taparrabos y los tatuajes de un guerrero del desierto. Estaba lleno de polvo, magullado y desollado como si hubiera estado escalando riscos o se hubiera caído por ellos. Una larga daga enfundada yacía sobre la gravilla, a sus pies.

No estaba atado, pero sí al alcance de Darin, lo cual significaba que sus posibilidades de huir eran tantas como las de un prisionero encerrado en una mazmorra.

Pirvan contempló a las personas situadas en el límite del círculo y observó que Serafina presentaba un estado muy parecido al del… visitante. El rostro de Alatorva estaba contraído en un rictus de furia que el caballero sólo había visto en raras ocasiones en su viejo camarada.

—Antorchas —ordenó Pirvan.

Alatorva lanzó una hosca mirada en derredor.

—¿Y alumbrar el campamento para que los amigos de esta pequeña sabandija vengan a rescatarlo?

Haimya respondió antes de que Pirvan se recobrara de la sorpresa por el desafío de Alatorva.

—Eso ha sido una orden, no una sugerencia, amigo mío. Ahora, ¿puedo ver las contusiones de Serafina? En situaciones como ésta, la presencia de una mujer puede hacer más…

El guerrero del desierto escupió en el suelo y varias manos asieron las empuñaduras de sus armas.

—No le he hecho nada deshonroso —dijo, con una voz tan amenazadora como el rostro de Alatorva—. Ha sido una pelea justa. ¡No me insultéis diciendo lo contrario! —Habló en la lengua común que se había difundido desde Istar a lo lago de los últimos siglos, aunque con un fuerte acento en el que Pirvan detectó un rastro de lengua elfa.

—Eres nuestro prisionero y podemos decir lo que… —empezó a replicar Alatorva.

—Antorchas —repitió Pirvan—. Y silencio. Sir Darin, tened la bondad de sentaros encima de la siguiente persona que hable sin mi autorización.

Darin no era tan corpulento como el minotauro que lo había criado, pero el difunto Waydol era voluminoso incluso para esa raza tan crecida. Con casi dos metros de estatura, Darin aún era capaz de reducir a cualquiera del campamento sin utilizar armas y sin sudar siquiera.

Dos guardias llegaron corriendo con las antorchas, en cumplimiento de la orden de Pirvan. Cada uno llevaba un manojo de ellas el brazo. Unos segundos después de repartirlas y de trabajar con pedernal y el acero, un titilante resplandor amarillo iluminaba la escena.

Tarothin apagó la linterna mágica, y parecía a punto de desplomarse encima de ella. Serafina se libró de los brazos de Alatorva y corrió junto al Túnica Roja.

—Esposo mío, acompañemos a Tarothin a su tienda. Si luego ve que necesito cuidados, no los rechazaré. Pero tiene que ahorrar energías.

El mago empezó a protestar, pero los otros dos lo agarraron cada uno por un brazo y lo ayudaron a ponerse en pie; de hecho, Alatorva casi lo levantó del suelo. Después, desaparecieron en dirección a las tiendas. Pirvan se preguntó si Serafina esperaría a que Tarothin se durmiera antes de usar su lengua contra su marido. No sería su primera discusión debida a la actitud protectora de Alatorva.

Pirvan sabía que su viejo amigo había dejado para muy tarde el aprender que hay mujeres obstinadas en valerse por sí mismas… y capaces de patear las espinillas de cualquiera que les discuta ese derecho.

El caballero se volvió hacia Hermano Halcón.

—Bien, hemos jurado darte un trato honorable, y el juramento de un caballero obliga a toda su compañía…

—Así que sois Caballeros de Solamnia.

—Caballeros de la Espada, los dos —dijo Pirvan—. Pero escúchame bien antes de volver a hablar. Has venido a nosotros como un ladrón o un asesino, y apuesto a que tenías planes para nuestras monturas.

—Sí, pero sólo para averiguar qué asuntos os traían al desierto. Y recordaros que ésta es la tierra de los Jinetes Libres.

—No necesitamos que nos lo recuerden y sí todos nuestros animales —dijo Pirvan—. En consecuencia, no podemos dejarte libre sin más. No obstante, tampoco tiene sentido que te mantengamos cautivo. Ningún sentido y sí mucho peligro. Apostaría también a que tienes camaradas a un tiro de flecha, los suficientes para plantearnos una buena batalla si entienden que puedes necesitar ayuda.

Hermano Halcón se limitó a hacer un gesto de asentimiento.

—Está bien. Propongo un duelo de honor, tú contra mí. Será aquí y ahora, a la luz de las antorchas, hasta que uno de los dos grite: «¡Alto!». Si ganas tú…

—¡Pirvan! —exclamaron Haimya y Darin al unísono. El caballero de más edad tardó unos instantes en caer en la cuenta de que, por primera vez en su vida, Darin lo había llamado por su nombre de pila.

—Perdón —dijo Pirvan—. Aún no he terminado. El Código y la Medida os permiten discutir mis decisiones sólo cuando las haya tomado.

Estrictamente hablando, el Código y la Medida sólo obligaban a Darin. A Haimya la obligaban simplemente veinte años de amor, que pocas veces le impedían decir lo que pensaba.

Esta vez, Pirvan fue afortunado. Los dos le permitieron explicar las condiciones del combate.

—Si ganas tú, serás libre de marcharte con todo lo que has averiguado de nosotros, además de un mensaje para tu padre. Incluso podemos añadir un caballo, para garantizar que tus camaradas te traten con honor. Si gano yo, permanecerá, con nosotros y serás honrado como huésped. Dispondrás de remedios, alimento, agua y refugio. Sólo te pido que nos conduzcas hasta tu padre y lo convenzas de que hable abiertamente con nosotros. Tú buscas información sobre los que van hacia el sur para recaudar impuestos en Silvanesti. Nosotros también. Cuando nos hayamos demostrado mutuamente que somos guerreros honorables, tal vez podamos buscar juntos esa información.

Hermano Halcón frunció el ceño. Darin aprovechó la pausa para intervenir.

—¿No me corresponde a mí luchar contra Hermano Halcón, sir Pirvan? —preguntó. Volvía a mostrarse formal, tanto en sus modales como en su tono de voz—. He sido el primero en jurarle que lo trataríamos con honor. También fui el primero que le puso las manos encima.

—En verdad, Serafina, la esposa del hombre tuerto, ha sido la primera —objetó Hermano Halcón—. Pero lucharé con ella sólo si lo desea.

Pirvan sonrió no sólo por la cortesía de Hermano Halcón, sino también por la de Darin al no mencionar la edad de un camarada. De haberse casado joven, Pirvan podría haber tenido un hijo de la edad de Darin.

—Eso es un tema distinto —dijo Pirvan—. Reclamo el derecho a disputar este duelo, Darin, porque será más justo para Hermano Halcón. Tú le doblas en estatura y sin duda estáis casi a la par en destreza con cualquier arma o incluso con las manos desnudas. Si yo lucho con él, será un hombre que ha dejado atrás la plenitud de sus fuerzas contra un hombre que aún no ha llegado a la de las suyas. Mi experiencia quedará compensada por su rapidez. Todos los asistentes contemplarán algo que recordarán durante el resto de su vida.

La expresión de Haimya hablaba elocuentemente de lo divertida que le parecía la perspectiva de que su marido arriesgara y tal vez perdiera la vida ante sus ojos. Sin embargo, parecía decidida a contener la lengua… y teniendo un concepto del honor tan elevado como cualquier caballero, también se enfrentaría con su acero a cualquier traición.

—Pues que así sea —dijo Hermano Halcón—. Lo juro por mi sangre. ¿Espadas o cuchillos?

—Cuchillos —respondió Pirvan—. De lo contrario tú llevarías una arma extraña a tus manos y eso podría obligarme a matarte para no morir yo.

—Que sean cuchillos —dijo Hermano Halcón—. Pero no me consideréis tampoco un polluelo recién salido del cascarón. ¡No podéis ser peor que mis hermanos!

Darin devolvió la daga a Hermano Halcón y Pirvan desenfundó la suya. Los guardas que llevaban las antorchas se separaron para formar un cuadrilátero de unos cuarenta pasos de lado. Antes de pasar revista a sus tropas para comprobar su determinación, Pirvan alzó su arma a modo de saludo al bárbaro del desierto, quien le devolvió el gesto con espontánea gracia.

Podía haber muchos oponentes peores para el último combate, si iba a ser éste.

El sueño no acompañó a Aurinius esa noche.

Sí lo hicieron muchos visitantes. Aurinius consideró prudente no pedir a Nemiotes que los despidiera. Muchos de sus capitanes pasaban por alto las cicatrices de su secretario y creían que era un escribano jugando a soldados. Además, procedía de una familia más expresiva que prudente en su hostilidad al poder del Príncipe de los Sacerdotes. Sólo la benevolencia del actual jerarca había librado a varios parientes de Nemiotes de la detención o el exilio.

Gildas Aurinius prefería dar a sus enemigos una oportunidad para que pudieran atacarlo, antes que actuar como un cobarde y volcar sus iras en Nemiotes.

Los que acudieron a Aurinius durante la noche parecían divididos en dos bandos. Uno estaba horrorizado por la temeridad de insultar a Zefros, un hombre elegido para su puesto por los vengativos y ambiciosos adeptos al anterior Príncipe de los Sacerdotes. ¡Y todo por un kender muerto!

Aurinius se mostró firme pero educado con ellos, recordándoles que el tema no era los vicios de los kenders, sino las virtudes de la disciplina. Un ejército sin disciplina, o en campaña con soldados que carecieran de ella, corría más peligros que los atribuibles al enemigo.

¿Querían que hiciera la vista gorda ante las pendencias), los desórdenes, hasta que ni siquiera sus propios soldados, varones y sus sirvientas estuvieran a salvo de los soldados fiscales? (La capitana Floria Desbarres tuvo la delicadeza de ponerse del color de su cabello cuando Aurinius le lanzó ese desafío).

El otro bando, no mucho más reducido que el primero, elogió a Aurinius y le animó a adoptar medidas más severas, Con éstos habló más distendido, pues pensaban como él, pero les dijo lo mismo que a los anteriores.

La falta cometida por Zefros y por otros como él no consistía en odiar a los kenders o en amar demasiado «ciertos, factores» (ésa fue la expresión que empleó Aurinius, en lugar de «al Príncipe de los Sacerdotes»). Consistía en no comprender la necesidad de la disciplina, sin la cual un ejército sería un turba, y tan cerca del desierto una turba era un conjunto de cadáveres esperando encontrar un lugar donde ser enterrados.

Castigaría a Zefros tanto como fuera necesario para mantener la disciplina, ni más ni menos. Todos debían darse por advertidos y transmitírselo a sus soldados.

Ningún bando salió de la tienda de Aurinius más tranquilo, lo que sin duda tenía algo que ver con que ya no faltaba tanto para el alba. Además, el cielo se estaba encapotando, cubriendo con un velo las dos lunas y la mitad de las estrellas.

Aurinius había empezado a mirar con anhelo su camastro cuando entró Nemiotes. El secretario llevaba una túnica larga de escribano y fruncía el ceño.

—No me lo digas —exclamó Aurinius—. Vienes a decirme que no puedo arrestar a Zefros.

—¿Cómo lo habéis adivinado, mi señor?

Aurinius no podía dar crédito a sus oídos.

—Es demasiado tarde o demasiado pronto para bromas. Elige una de las dos y luego cállate —dijo el general, intentando atajar las malas noticias.

—Disculpadme, mi señor, pero no estoy bromeando. La cédula con la que Zefros ha reunido a su grupo y ha partido hacia el sur es clara y terminante. No tenéis derecho a hacer justicia superior o media sobre él ni sobre ninguno de sus hombres, excepto en el caso de que se trate de un delito contra un hombre que haya prestado juramento al servicio regular de la ciudad.

Aurinius vio una bolsa de cuero bajo el brazo de Nemiotes.

—¿Eso es una copia de la cédula?

—Sí. Me ha costado…

—Lo que te hayas gastado, cógelo de mi caja fuerte. Por la mañana, si no te importa.

La copia de Zefros de la Cédula de Capitanía sobre los Soldados Fiscales era tan desalentadora como Aurinius había temido. La interpretación de Nemiotes era correcta, como siempre. Aquel hombre habría sido un buen asesor legal.

—Muy bien —dijo Aurinius. Contuvo el impulso de hacer pedazos la patente—. Supongo que el kender Edelthirb no había prestado juramento al servicio regular de Istar, según ninguna interpretación.

Nemiotes hizo un gesto de negación.

—Lo he investigado. Ni siquiera consta como sirviente de ninguno de nuestros hombres.

Aurinius no desperdició el tiempo lamentándose. En realidad, las posibilidades de que un kender estuviera incluido en las listas como sirviente de un ejército istariano eran las mismas de que Takhisis, la Reina de la Oscuridad, fuera virgen.

—Muy bien —dijo por fin—. Debemos conformarnos con lo que podemos hacer. Proteged a los kenders como si fueran clérigos de alto rango.

—Lo haremos en cuanto los encontremos —dijo Nemiotes.

—Cuando… ¡Oh, al Abismo con eso! —respondió Aurinius—. No podré impedir que Zefros se pasee por ahí, pero sí puedo ponerle vigilancia. Que aposten guardias desde donde puedan vigilar su tienda en todo momento.

—Ah… eso quizá no sea tan fácil —dijo Nemiotes.

—Lo que es difícil puede hacerse y espero que se haga. Si hubieras dicho que es imposible…

—Quizá lo sea, mi señor. Zefros ha montado su campamento muy alejado del nuestro. Sus centinelas vigilan a todos los que se acercan. Parecen ser hombres bien elegidos y soldados más veteranos de lo que cabría esperar de semejante capitán.

«No si el Príncipe de los Sacerdotes ha ayudado a elegirlos», pensó Aurinius. Se preguntó brevemente si el grupo de Zefros no sería en verdad la ilegalizada milicia llamada Siervos del Silencio, disfrazados como una mujer de placer ya madura con un vestido nuevo y joyas nuevas.

—Muy bien. De todos modos, que varios hombres de confianza estén preparados para actuar. Parece que se aproxima una tormenta. Al mejor centinela del mundo le cuesta mucho detener a un intruso cuando la lluvia o la arena le abofetean la cara.

—Sí, mi señor.

Aurinius hizo un gesto de despedida con la cabeza. Cuando Nemiotes abandonó la estancia, el general se dio cuenta de que seguía cabeceando. De hecho, la cabeza pesaba demasiado para su cuello. Se levantó con un esfuerzo de su escritorio de campaña y tropezó con la silla, pero consiguió llegar a su camastro antes de que las piernas se negaran a obedecerle.

No despertó hasta que Nemiotes volvió a entrar con dos sirvientes para desvestir a su comandante y acostarlo bien abrigado.

Privan pensó que Hermano Halcón ya habría evaluado la firmeza del terreno mientras había permanecido retenido bajo la mirada de Darin. Es lo que él habría hecho en el lugar del joven, y nunca se le ocurriría pensar que el hijo de un caudillo del desierto era menos avispado que un Caballero de la Espada.

Según las crónicas de las batallas que los caballeros habían librado por Istar contra los «bárbaros», ninguno había sido un enemigo desdeñable. Los caballeros habían vencido, pero ellos e Istar habían pagado un precio justo en sangre y riquezas.

Aquella noche, al menos, nadie gastaría riquezas y ningún bando perdería fácilmente el honor, como habían hecho a veces los caballeros en calidad de mercenarios de Istar. Quizá se derramara sangre, pero, los dioses mediante, no sería mucha.

Pirvan pasó revista al cuadrilátero, estudiando el rostro de cada hombre al pasar. Bien. Nadie parecía albergar planes de traición o alguna insensatez. Esperaba que nadie lo deshonrara, si corría un peligro mortal.

Aquí había en juego algo más que su propio honor. La confianza que los hombres depositaban en los Caballeros de Solamnia seguía interponiéndose entre el Príncipe de los Sacerdotes y el poder absoluto. La pérdida del honor de cualquier caballero debilitaba esa barrera. Si aquella noche terminaba con Haimya y los chicos llorando ante su cadáver, aun así sería un precio justo por mantener la solidez de esa barrera.

Agarró a Darin por los hombros en una parte del terreno que tenía la consistencia de una corteza dura sobre algo más blando debajo. Ahora pudieron incluso abrazarse, él y el caballero más joven, sin que tuviera que ponerse de puntillas o Darin encorvarse como un jorobado, aunque le había costado varios arios de práctica.

Después, Pirvan se enfrentó cara a cara con su familia. Que lloraran ante su cadáver ya no le pareció un precio pequeño, ni siquiera por el honor de los caballeros o la caída del Príncipe de los Sacerdotes.

Recordó una advertencia, de uno de sus instructores más ancianos y perspicaces:

Cuando te enamoras del honor o la reputación, la muerte parecer liviana. Para ti quizá lo sea. A menos que seas un necio rematado, te entregarán a los cielos o la tierra, con Huma y los antiguos héroes.

Son los que dejas atrás quienes llorarán. Para ellos, tu muerte será más pesada que una montaña y tu honor les parecerá más ligero que una pluma, cuando piensen en lo mucho que te echan de menos.

Paga por el honor con tu propia moneda, no pidiéndosela prestada a otros.

«Si muero esta noche —pensó Pirvan—, no estaré junto a Haimya cuando sea abuela. No veré a Gerik convertirse cal caballero o embarcarse en algún otro rumbo honorable. No veré a Eskaia crecer hasta alcanzar la plenitud de su belleza y casarse con un hombre que estoy seguro que me parecerá indigno de ella. Recordaré todo esto y no trataré a la ligera ni la vida ni el honor».

Pirvan concluyó la inspección y se situó en el centro del cuadrilátero, a corta distancia de donde se hallaba Hermano Halcón. El joven guerrero podría haber sido de bronce fundido.

—Creo que es la hora, amigo mío —dijo Pirvan.

—En efecto, y amigos seremos si tal es la voluntad de los dioses —respondió Hermano Halcón.

«No hay peligro de que éste se tome a la ligera la vida o el honor —pensó Pirvan—. Cualquier padre estaría orgulloso de reconocer a este hijo».

Pirvan levantó la voz.

—Sir Darin, ¿daréis vos la orden?

Por un momento, Pirvan pensó que el joven caballero se negaría. Después desenvainó su espada, la lanzó al aire, la cogió por la empuñadura y la sostuvo en posición vertical.

Describiendo un gran arco, Darin hizo girar la hoja hacia abajo, hasta que la punta tocó el suelo.

—¡Empezad! —gritó el joven caballero.

Había dos kenders acurrucados detrás de un peñasco, uno espiando por cada lado. Ahora la lluvia salpicaba el peñasco, empujada por un recio viento que hacía desear a los kenders hallarse en un bosque o algún otro lugar civilizado. Retrocedieron a la carrera hasta el magro refugio de otro peñasco que sobresalía por encima del lecho seco de un arroyo.

Estaban hartos de campamentos y no había nada en ellos por lo que mereciera la pena quedarse empapado. Además, no había ningún amigo de verdad en los campamentos humanos, y poco parecido a ropa seca.

—Podemos encender fuego —dijo uno de los kenders. Su nombre era Horimpsot Patomaduro y, a pesar de su nombre, apenas tenía la edad suficiente para salir de viaje.

El otro kender le dirigió una hosca mirada. Tenía edad más que suficiente para viajar y de hecho había viajado más que la mayoría de los kenders. Un viaje lo había llevado al campamento de un minotauro llamado Waydol, al que había servido fielmente hasta el fin de los días del minotauro.

Su nombre era Insafor Pitaltrote.

—¿Con qué? —preguntó Pitaltrote—. ¿Y cómo lo encendemos? ¿Y dónde lo hacemos para que ninguno de los humanos lo vea antes de que nos calentemos? —Lo único que obtuvo a modo de respuesta fue una mirada vacía—. Ah —añadió—. ¿Eres un mago capaz de hacer caso omiso a tolas estas preguntas?

—Ahora estás siendo más antipático de lo que deberías protestó Patomaduro. Aunque no fue un gemido, Pitaltrote reconoció que tal vez se había excedido un poco. Ver a un camarada asesinado ante tus ojos a menos de medio camino tu primer viaje era una experiencia que el kender de más edad ya había vivido, pero no Patomaduro. El joven tenía derecho a estar alterado, siempre que no hiciera nada peligroso.

Eso abarcaba más terreno de lo habitual, para un kender. Pitaltrote no era más precavido que el resto de su pueblo, pero sabía que a veces incluso un kender debía ir con cuidado para seguir con vida.

Para empezar, tenía con Zefros una deuda por la muerte de Edelthirb.

Además, necesitaban advertir a alguien que quisiera escuchar que había gente como Zefros merodeando por el desierto. Todos los del campamento lo sabían ya, de modo que tenían que alejarse para poder avisar a otros.

¿Pero quién querría escuchar? Los enanos solían retirarse a sus cavernas a esperar que terminaran las locuras humanas. Los elfos silvanestis hacían lo mismo en sus bosques. Y en esta tierra no abundaban los kenders.

—Nos dirigiremos a la ciudadela de Belkuthas —dijo Pitaltrote—. Enseguida. Krythis y Tulia hablan con todo el mundo. Eso significa que deben escuchar a todo el mundo, de lo contrario nadie hablaría con ellos. Les daremos el aviso a ellos.

—¿Nosotros? ¿Qué hay de Edelthirb? No ha recibido ningún rito y no los recibirá de los humanos, por lo que nuestro deber…

—Oh, cállate. Sólo los kenders vivos pueden celebrar ritos por uno muerto. Alguien los celebrará por nosotros si no viajamos deprisa.

Patomaduro seguía vacilando.

—¿No deberíamos al menos advertir a otros humanos de que Zefros desertará?

Pitaltrote se echó a reír. Era una risa que habría helado hasta el tuétano a cualquiera que creyese que los kender eran personas joviales, animosas y despreocupadas. Era una risa que parecía más el chirrido de unas pinzas de chimenea.

—¿Por qué debemos hacerlo? Cuanto más se aleje Zefros de los otros humanos, más fácil nos será capturarlo.

Patomaduro reflexionó unos instantes y luego hizo un gesto de asentimiento y empezó a contar sus bolsas.

Así debió de ser entre los primeros humanos cuando dos, hombres mantenían una discusión. Cuchillos (tal vez de piedra tallada) en la mano, sin otra ropa que taparrabos y con amigos dispuestos a animar o abuchear según su estado de ánimo.

Pero este combate también era diferente. Había reglas, los cuchillos eran de excelente acero templado (de factura enana el del Hermano Halcón) y uno de los luchadores no tenía amigos de verdad en el cuadrilátero que lo rodeaba.

Hablaba bien del valor de Hermano Halcón que depositara tanta confianza en el honor de sus enemigos. Brevemente, Pirvan pensó que nunca había luchado contra un hombre a quien se resistiera tanto a dar muerte.

Se obligó a apartar de su mente estas extravagancias. No iba sin armadura a un combate con acero desnudo mientras se albergaban pensamientos amistosos sobre el adversario. Éste podía no devolver el cumplido y los propios pensamientos podían frenarlo a uno en un momento vital…

Sería una deshonra matar a Hermano Halcón sin motivo, pero peor sería morir a sus manos por descuido.

Los dos hombres dedicaron los primeros minutos del combate a comprobar la firmeza del terreno y a estudiarse mutuamente. Caminaban con pasos ligeros, atentos a la menor oportunidad de iniciar un ataque capaz de infligir heridas. Ambos sabían que los duelos a cuchillo, más de la mitad las veces, se resuelven en cuestión de segundos, con el primer tajo o puñalada, que puede hacer perder a un contendiente sangre, velocidad o fuerza.

Sin embargo, ninguno ofreció a su oponente un hueco para ese ataque, o al menos sin peligro de una respuesta mortífera.

Algunas cuchilladas no daban opción a una respuesta. La Victima estaba muerta antes de que el acero se retirara, aunque sus piernas aún la sostuvieran. Pero estos lances eran escasos y dependían en gran medida de la suerte.

Con menos suerte, podías matar a tu adversario sin privarlo de la fuerza de la desesperación y la capacidad de que te matara antes de morir. Pirvan debía evitar ese resultado. El honor, el Código y la Medida exigían cumplir su misión en el sur, y eso sólo podía hacerse si él o Hermano Halcón sobrevivían, pero no si morían los dos, a menos que se produjera un milagro. Pirvan había vivido demasiado tiempo para confiar en los milagros.

Veinte años atrás, cuando realizaba su trabajo nocturno en Istar sin más armas que una daga, podía haber puesto fin a la pelea en pocos minutos. Incluso los que se ganaban la vida manchando de sangre su puñal se apartaban de su camino, sabiendo cuántas personas habían sobrevivido porque Pirvan no deseaba matar, no porque no fuera capaz de hacerlo.

Aunque veinte años puedan ser un abrir y cerrar de ojos en comparación con la vida de un elfo, es mucho tiempo en la vida de un humano. Los ojos y los nervios, los músculos y los tendones, ninguno de ellos es lo que era. Pirvan había seguido ejercitándose con cuchillos en la medida en que el trabajo se lo permitía, lo cual era mucho menos que cuando hubiera preferido robar a una anciana antes que tocar una espada.

A pesar de su juventud, Hermano Halcón era, a todas luces, un consumado luchador a cuchillo; aún debía perfeccionar su destreza, pero sin duda era un rival digno de Pirvan. Aunque más bajo que el caballero, lo igualaba en envergadura, gracias a sus largos brazos.

De hecho, un hombre prudente no apostaría por ninguno de los dos en este duelo.

Tampoco los espectadores parecían estar de humor para apostar. Miraban fijamente a los luchadores como si la intensidad de su mirada pudiera provocar un raudo e incruento final del combate. Haimya estaba pálida pese a su bronceado, La pequeña Eskaia mantenía la compostura mejor que su madre o su hermano.

«Lo más probable era que no haya visto aún suficiente derramamiento de sangre para imaginar todos los horrores que podemos sufrir uno o los dos esta noche», pensó Pirvan.

Este pensamiento no fue nada oportuno. Cruzó por la mente de Pirvan en el preciso momento en que Hermano Halcón se movía para lanzar su primer ataque. Apuntó bajo, en busca de la pierna de Pirvan para frenarlo o incapacitado.

Pirvan vio el acero centellar en dirección a la carne y los tendones. En un abrir y cerrar de ojos, pivotó sobre la otra pierna y acabó de girar sobre sí mismo, acuchillando el muslo de Hermano Halcón. Ahora fue el turno del guerrero del desierto, que giró sobre sí mismo con la misma rapidez.

La misma, pero no más, a pesar de sus treinta años menos de ventaja. Eso dio una pista a Pirvan. Hermano Halcón quizá no le igualara en el juego de piernas. Si no había aprendido a dar volteretas, saltar y escalar con el mismo empeño que Pirvan, el caballero podría darle un par de sorpresas. Pero no debía desperdiciar las sorpresas…

Hermano Halcón tenía una cabeza madura sobre sus anchos hombros juveniles. No pecaría de exceso de confianza. Lo más probable era que solamente pudiera ser sorprendido una vez.

«Y mejor que sea pronto —pensó Pirvan—, antes de que esos treinta años de más me pesen tanto que la sorpresa corra de su cuenta».

Por bien entrenado y en forma que estuviera, el caballero no se hacía ilusiones de poder igualar la resistencia de un adversario tan joven, que pudiera ser su hijo.

Los siguientes intercambios fueron fintas, mientras los dos hombres ponían a prueba al otro para conocer los puntos débiles, los malos y buenos hábitos, la falta de imaginación. Si hubiera sido un combate de examen en el alcázar de Dargaard y los dos hombres estuvieran recibiendo el entrenamiento de los Caballeros de Solamnia, sus instructores se habrían deshecho en elogios. Ninguno de los dos era predecible, ni fácil de sorprender con la guardia baja (en el caso de Pirvan, después de su primer lapsus, era imposible) y ambos habían empezado a sudar copiosamente sin que por ello redujeran su velocidad ni su ánimo.

Este último pensamiento hizo sonreír a Pirvan. No sería menos hombre por matar a Hermano Halcón si tal era el deseo de los dioses. Pero se negaba rotundamente a enfadarse con el joven guerrero.

Hermano Halcón vio la sonrisa y respondió con otra sonrisa.

¿Os resulta divertido mi trabajo? Quizá pueda haceros cambiar de opinión.

Saltó sobre Pirvan, contorsionándose para cambiar de trayectoria en pleno vuelo y aterrizar a una distancia cómoda para herir al caballero.

O mejor dicho, a lo que habría sido una distancia cómoda si los ojos de Pirvan no hubieran estado pendientes de las piernas de Hermano Halcón y no sólo de la mano que empuñaba el cuchillo. Pirvan se había movido mientras Hermano Halcón volaba por los aires y aterrizó a la distancia de un cabello de su oponente…

Un oponente que se hallaba, por un momento, desequilibrado.

Fue el turno de Pirvan de lanzar un tajo lento… y su acero dio en el blanco. No profundamente, sólo cortó la encallecida carne que cubría la rodilla izquierda de Hermano Halcón, pero manó sangre.

—¡Reclamo primera sangre! —gritó Pirvan, con la máxima formalidad de caballero que lograba reunir cuando le faltaba el aliento. Después lo repitió, comprendiendo que su primer intento debía haberse oído más como un jadeo que como una frase.

—Os oí la primera vez —dijo Hermano Halcón—. Lo mismo, diría yo, que los elfos montañeses de los bosques de Silvanesti. Quizás esté sangrando, pero no estoy sordo.

—Mis disculpas —dijo Pirvan, con una reverencia—. No pretendía ofenderte.

—Si no pretendéis ofenderme, no os molestéis en preguntarme si me rindo —replicó Hermano Halcón—. ¿Continuamos el baile?

—Como quieras —dijo Pirvan, con otra reverencia, Mientras se inclinaba, no apartó la vista de Hermano Halcón, e hizo bien. El guerrero acometió velozmente, dando un pisotón para levantar polvo y despistar a Pirvan sobre su dirección.

«Quizá también —pensó Pirvan— para demostrar que puede resistir el dolor de su rodilla herida».

El caballero quería decirle a Hermano Halcón que daba por supuestos el valor y la resistencia de su adversario; que no necesitaba castigarse con dolor y molestias para demostrarlo. Pero estaba demasiado ocupado esquivando o desviando la penetrante hoja de Hermano Halcón para perder el tiempo o el aliento con una conversación educada.

La falta de aliento es un motivo de preocupación, pensó Pirvan. Era mejor aprovechar la próxima oportunidad de poner fin a la lucha con rapidez, antes de que uno de ellos o los dos tuvieran que arriesgarse a recibir una herida mortal.

Por pura casualidad, se dirigió hacia el terreno endurecido sobre arena blanda que había marcado con anterioridad. Imaginó que Hermano Halcón también se había fijado, en él y sería imposible arrastrarlo hasta allí.

Eso no importaba. No era Hermano Halcón quien tenía que atravesar aquella trampa.

El guerrero del desierto perecía haber perdido momentáneamente el sentido de la orientación durante el último intercambio de veloces fintas. Eso facilitó a Pirvan llevar la lucha al terreno engañoso. Aun así, le costó tiempo, aliento y fuerzas, y además permitió a Hermano Halcón acertar con una rápida cuchillada en el brazo izquierdo de Pirvan.

—Supongo que vos tampoco os rendiréis —dijo Hermano Halcón. Lo acompañó con una sonrisa que dejaba claro que hacía preguntas tontas sólo por preservar las costumbres y el honor.

—Supones correctamente —respondió Pirvan, devolviéndole la sonrisa. A su izquierda vio el terreno blando a pocos pasos de distancia. A su derecha vio que Hermano Halcón empezaba a adivinar hacia dónde los llevaba la lucha.

De pronto, Hermano Halcón volvió a atacar con gran rapidez, intentando empujar a Pirvan hasta la tierra endurecida. Al caballero no le quedó más remedio que dejarse empujar. La alternativa era recibir una herida grave. Así quizás haría dudar a Hermano Halcón del valor de un caballero, pero disiparía toda sospecha.

El pie izquierdo desnudo de Pirvan tocó la guijarrosa corteza. Ahora tenía que moverse con la rapidez que lo caracterizaba en su trabajo nocturno, y contra un oponente más peligroso que la mayoría de los tipos que se alistaban en las milicias ciudadanas.

En lugar de ladearse a la izquierda cuando su pie atravesó la quebradiza corteza, Pirvan se ladeó hacia la derecha. Convirtió la torsión en una rueda, apoyando las manos en el suelo y volteando los pies en el aire. Hermano Halcón se abalanzó sobre un adversario momentáneamente indefenso… y fue el pie del guerrero del desierto el que atravesó crujiente corteza, donde se quedó inmovilizado.

Pirvan completó la rueda y, mientras se erguía, lanzó su cuchillo al aire, lo atrapó al vuelo por la hoja y descargó un fuerte golpe con la pesada empuñadura bajo el mentón de Hermano Halcón. El joven ya se había girado, con lo que la fuerza de voluntad y los reflejos se sumaron para infligir un corte transversal en las costillas del caballero.

Después, Hermano Halcón se desplomó. El duelo había concluido, con el menos ensangrentado de los dos contrincantes todavía en pie.

Pirvan se arrodilló y trató de encontrar la respiración y el pulso de Hermano Halcón. Ambos parecían estar razonablemente bien, para alguien que probablemente tenía la mandíbula rota.

—Pirvan, deja de chorrear sangre encima de ese pobre hombre —dijo Serafina con acritud—. Eskaia, necesitamos despertar a Tarothin. Si el sueño no lo ha restablecido por completo, siempre puede volver a envolverse en sus mantas después de curar a este par de brutos.

—Será mejor que vaya contigo —dijo Darin—. Ya no se me necesita como juez y quizás haya que llevar en brazos a Tarothin. —Expresada sólo con una fugaz mirada a Pirvan estaba la indicación de que él despertaría al Túnica Roja con algo más de suavidad que las dos mujeres.

—Muy bien —dijo Haimya—. Y ahora, si alguien me trae agua de hierbas y vendas, podré cortar la hemorragia mientras esperamos a Tarothin.

Cuando Gildas Aurinius despertó, el sol estaba demasiado alto para que creyera que sólo había dormido unos minutos, aunque se sentía como si así fuera.

Sin embargo, cuando Nemiotes le dio la noticia, deseó intensamente volver a la cama.

—Zefros ha desertado durante la noche, mientras llovía —dijo el secretario—. La mayoría de sus hombres se han ido con él. Hemos encontrado varios cadáveres. Había un hombre aún con vida. Antes de morir ha dicho que quienes se negaron a seguir a Zefros fueron asesinados.

A Aurinius no se le ocurría qué otro sonido articular aparte de un gemido, que sería poco viril, de modo que se contuvo; también contuvo sus pensamientos.

—Me temo que hay algo más —dijo Nemiotes.

—¿Muy horrible?

—Bastante. Los demás grupos de soldados fiscales han celebrado una asamblea. En la mayoría hay una veintena de desertores o más. Incluso la compañía de Floria Desbarres ha perdido a unos cuantos.

—¿Se han ido con Zefros?

—Es lo más probable. La lluvia ha borrado las huellas en varios kilómetros a la redonda. El capitán de los exploradores tiene hombres buscando el rastro de Zefros.

—Ordénale que me informe en cuanto sus hombres encuentren algo —dijo Aurinius. Después, pensándolo mejor y con más realismo, añadió— o cuando decidan que Zefros nos lleva demasiada ventaja.

Aurinius bebió un trago de vino aguado de un vaso que le tendió Nemiotes. El vino le quitó la amargura de su boca, pero no de su espíritu.

—¿Ha dicho el moribundo adónde puede dirigirse Zefros?

—Si lo sabía alguien más que el propio Zefros, se lo ha callado —respondió Nemiotes—. O tal vez lo único que sabía Zefros era que él y sus hombres no estaban seguros aquí.

—Y tenía mucha razón, con Príncipe de los Sacerdotes o sin él —dijo Aurinius—. Pero no me gusta creer que tenga tanto poder sobre sus hombres y los de otros para que se fuguen con él al desierto, sólo los dioses saben dónde.

—No es el primer hombre malvado que atrae a otros —observó Nemiotes. La fulminante mirada de Aurinius expresaba lo que opinaba de esa pedantería—. Además —añadió el secretario—, Zefros quizá se haya aprovechado de las ambiciones de algunos hombres de ganarse el favor del Príncipe de los Sacerdotes o de sus seguidores. A menudo, la ambición puede hacer el trabajo del oro o el honor.

Aurinius no dijo nada, ya que aquella simple verdad era Innegable, y volvió a beber. Su sed se aplacó, se puso en pie y empezó a escudriñar la tienda ya caliente por la estufa, en busca de sus ropas.

—Convoca una reunión de todos los capitanes para mediodía —dijo Aurinius mientras forcejeaba para ponerse la camisa—. No puedo ordenar a los capitanes de los soldados fiscales que vengan, pero recuérdales que quizá pueda ayudarlos a evitar más deserciones, si vienen. Por lo menos alguno de ellos debe albergar esperanzas de regresar a Istar con algo más que heridas de flecha y quemaduras del sol.

—Sí, mi señor.

Tarothin durmió menos esa noche que Gildas Aurinius, pero al menos no se despertó con malas noticias. Curar a Pirvan y Hermano Halcón lo había dejado débil, pero lo hizo a conciencia y ambos hombres estaban en condiciones de cabalgar al amanecer.

Sin embargo, el Túnica Roja no. Durmió durante todo el día, que los hombres que él había curado aprovecharon bien.

Hermano Halcón convocó a sus hombres y rellenaron sus odres de agua gracias al manantial del barranco del Ogro Muerto y al trineo de Pirvan. Los Jinetes Libres y los caballeros intercambiaban miradas torvas al principio, pero Pirvan y Hermano Halcón fueron muy elocuentes en sus elogios la destreza y el honor del otro.

—Si alguien duda de que Pirvan y quienes le han prestado juramento son amigos de los Jinetes Libres y nos prestarían ayuda en esta época de problemas, que me desafíe a mí —fueron las palabras que pronunció Hermano Halcón.

Donde otros podían oírlo, Pirvan fue igualmente firme.

—Los Jinetes Libres son fieros pero honorables. No tenemos ni podemos tener nada que temer de ellos, obligados como están por el juramento de Hermano Halcón.

Esto, señaló Haimya cuando estuvieron solos, sólo era cierto en el caso del clan de los Grifos. La última vez que había estudiado el tema, había al menos otros nueve grandes clanes y unos quince menores entre los Jinetes Libres.

—Además, me preocupa lo ajustado de tu victoria —dijo la mujer—. Gerik y Eskaia no dicen nada, pero sus ojos hablan sin disimulo. Ninguno de nosotros se atreve a decir…

—¿Que soy demasiado viejo para esta clase de duelos? —terminó Pirvan. Sonrió para restar amargura a sus palabras, pues no deseaba enemistarse con su amada esposa después de haberse hecho amigo de Hermano Halcón. Los propios dioses se partirían de risa si eso ocurría.

Haimya se ruborizó. Pirvan se echó a reír y la besó.

—Bueno, me has oído decirlo a mí mismo.

—Sí, pero… Oh, ¿cómo puedo decirlo? ¿Tu corazón acepta tus años o debo esperar a que el mío se rompa cuando te metas en una batalla de más?

Pirvan quería elogiar el ardor guerrero de su esposa dudando de que su corazón hiciera algo semejante. Pero su mutuo amor era tan real como su valor. Juró no pedirle a la ligera que soportara lo que él mismo quizá no fuera capaz de soportar.

En silencio, permanecieron con los brazos entrelazados hasta que la inquietud cesó y la brisa del alba empezó a levantar polvo cegando sus ojos. Desde el barranco llegaron los gritos de los Jinetes Libres y los guardias que jaleaban al trineo que remontaba la cuesta. Desde el vasto cielo sólo llegaba el lejano canto de alguna ave que aún buscaba un presa después de una noche de caza infructuosa.

—¿Cuándo nos vamos? —preguntó Haimya.

—Había pensado en levantar el campamento en cuanto tengamos agua suficiente —respondió Pirvan—. Cualquiera que nos siga, es menos probable que nos tienda una emboscada de día que de noche. Pero está Tarothin, que quizá tenga sueño y necesite cuidados. Espero que los Grifos puedan proporcionárselos. Además, Hermano Halcón dice que su amigo Una Oreja conoce caminos para salir de esta tierra que sólo conocen los Jinetes Libres.

—Eso nos viene bien contra los soldados fiscales —observó Haimya—. ¿Y los demás clanes, los Halcones y similares?

Pirvan se encogió de hombros.

—Un poco de todas las conjeturas, y mucho de algunas, siempre depende de los dioses. Hasta ahora nos han concedido seguridad, agua, amigos e información que antes no teníamos. Creo que podemos confiar en que mantendrán alejados a los clanes hostiles… y también podemos confiar en nuestro propio acero si los dioses dirigen su atención hacia otra parte.

Este argumento no recibió una réplica por parte de Haimya y volvieron al campamento cogidos de la mano.