Pirvan tenía intención de montar el campamento en un lugar donde las personas y las monturas estuvieran muy juntos, rodeados por un círculo de centinelas. Pero, cerca del borde del barranco, no había un trecho llano lo bastante grande.
En su lugar, el caballero adoptó la siguiente solución: un lugar para las personas, otro para los animales y estos más cerca del borde del barranco que las personas. Así las personas, centinelas y durmientes, quedaban entre los animales y el desierto. Los saqueadores podían entrar, pero les costaría mucho salir indemnes.
—Naturalmente, pueden pensar en empujar a los animales por el borde del risco para obligarnos a permanecer aquí, hasta que lleguen sus amigos —dijo Gerik.
Apenas había susurrado. El sonido viajaba lejos, en la noche sin viento del desierto. Sin duda, cualquiera que estuviera a pocas millas los habría visto, pero no había necesidad de proclamar su presencia durante toda la noche, como un vendedor de frutos secos tostados en las calles de Istar.
Ambos caballeros y Tarothin aprobaron con un gesto de asentimiento las palabras de Gerik. El hijo de Pirvan tenía todo el juicio necesario para ser un buen caballero, además de la destreza con las armas. Incluso tenía los mismos firmes conceptos del honor.
Lo único que le faltaba era el deseo.
—Es verdad —dijo Darin—. Pero hemos dejado los animales atados. Cortar tantas correas de cuero atraería a los centinelas. Los hombres del desierto son astutos y hábiles, pero no son mastines de las sombras.
Una nube surcó el rostro de Tarothin. No era la cara cuadrada de antaño, no se asentaba sobre los mismos hombros anchos y rectos que en otro tiempo, cuando era joven, permitían al mago mantener el orden en la posada de su padre. Tarothin había cumplido más años que Pirvan, y habían hecho más mella en él. Las lesiones sufridas al formular poderosos conjuros —fuera con su magia natural innata o los conjuros de clérigo que había aprendido para curar— no dejaban cicatrices visibles; todas las heridas eran internas. Pero eran muy reales y le quitaban a un mago algo que ningún sanador podía devolverle.
Pirvan reconoció la expresión.
—Vamos a ver si alguno de los animales necesita tus servicios, amigo mío —dijo, llevándose a Tarothin del brazo. No era la mejor excusa, puesto que los hechizos curativos del Túnica Roja sólo eran eficaces con los seres humanos.
—Los caballos y las mulas están más sanos que la mayoría de nosotros —murmuró Tarothin, pero se dejó llevar por Pirvan. En pocos segundos estaban fuera del alcance del oído de los demás—. Siento la magia actuando muy cerca —dijo el Túnica Roja.
—¿De qué tipo?
—Es tan débil que apenas puedo percibirla y menos aún identificarla.
Pirvan no quiso alegrarse. Aunque los conjuros débiles podían significar un mago débil, incapaz de hacer daño ni a una mosca por mucho que lo deseara, también podían ser sondas de una persona muy hábil y mortífera. Los mastines de las sombras que Darin había mencionado podían pasar completamente desapercibidos cuando seguían un rastro… y revelar su presencia cuando saltaban para rodear a su presa y desgarrarle el cuello.
Pirvan sintió un hormigueo de sudor en su cuello. La sensación lo inquietó aún más. No era la primera vez que él y Haimya se ofrecían como cebo para obligar al enemigo a salir de su guarida, aunque fuera en una trampa.
Pero era la primera vez que Gerik y Eskaia formaban parte, del cebo.
¿Un cambio más que añadir a todos los demás que se habían producido con la paternidad, pensó, incluso para los padres de hijos de los que cualquiera se sentiría orgulloso? ¿Cómo lo llevarían quienes debían soportar todos los cambios y aun así ver a sus hijos tropezar y fracasar?
Hasta ahora, los dioses verdaderos habían impedido a Pirvan averiguarlo. Esperaba y rogaba que siguieran haciéndolo.
Mientras tanto, estaba la misteriosa débil magia que Tarothin había detectado, el tipo de problema que Pirvan y el mago habían solucionado más veces de las que podían contar con los dedos de las manos.
Una estrella fugaz recorrió el cielo, apagando por un momento con su resplandor las más brillantes de las estrellas fijas. Pirvan estudió las constelaciones. Todas estaban en su sitio; ningún desorden de los cielos presagiaba desórdenes en Krynn. Lunitari también estaba bien alta; la luna roja fortalecería a un Túnica Roja como Tarothin.
—¿Puedes oír…? Perdona, oír no es la palabra adecuada para designar el origen de la magia. —dijo Pirvan—. ¿Puedes localizarla?
El arrugado semblante de Tarothin adquirió más surcos cuando el mago frunció el ceño. Se pasó los dedos por el desnudo cuero cabelludo de color pergamino, como si buscara el cabello que los años le habían arrebatado.
—Puedo intentarlo, pero no sin peligro o con la certeza del éxito. —Tarothin se había vuelto más modesto acerca de mis poderes, últimamente, pero no habían mermado. El Túnica Roja sería el primero en notificárselo a Pirvan, si así fuera—. Peligro, si el origen es un ser vivo, de que me detecte y contraataque, con magia o por medios comunes. Fracaso, si el origen ya no está vivo o en un solo lugar.
—¿Magia antigua? —El frío de la noche del desierto pareció calar aún más en Pirvan. El caballero contuvo su imaginación. Tarothin hizo un gesto de asentimiento.
—Nadie sabe lo que hay ahora bajo el desierto. Oh, sí, salarnos quién vivió aquí antes de que se convirtiera en un desierto: principalmente elfos y ogros. Pero incluso los elfos apenas saben nada de la magia de sus antepasados lejanos.
Sólo los dioses saben quién la forjó, cuánto tiempo hace y cuánta podría haber durado más que los seres vivos que la conjuraron.
El frío no remitía, pero Pirvan prefirió hacer caso omiso de él.
—El desierto… Los Jinetes Libres…
Tarothin rió quedamente.
—Mejoras día a día.
—Espero que sí —dijo Pirvan con acritud—. Lo último que quiero es que me confundan con un istariano que repite las mentiras del Príncipe de los Sacerdotes sobre «las razas inferiores».
—Sobre todo que te confundan con una de esas razas —añadió Tarothin.
Pirvan murmuró algo entre un suspiro y un gruñido de impaciencia.
—Los que habitan en el desierto sobreviven bastante bien.
—Sólo oímos hablar de los que sobreviven —dijo Tarothin—. ¿Quién sabe qué les puede suceder a tribus enteras, de las cuales nunca llegan noticias al mundo exterior? Tal vez los silvanestis lo sepan, pero por lo que cuentan a los humanos últimamente, bien podrían vivir en Nuitari.
—Razón por la cual ya tenemos callos en nuestro viejo trasero de cabalgar por este basurero de los dioses —retumbó una voz justo detrás de Pirvan. Se volvió para ver a Alatorva y se llevó un dedo a los labios.
—Está bien, está bien —prosiguió el viejo camarada de Pirvan en voz baja, tras murmurar algo en la lengua de los bárbaros del mar y fruncir el ceño—. Pero estamos aquí y Tarothin sólo encuentra nuevos problemas que no tenían por qué habernos preocupado si hubiera mantenido la boca cerrada. ¿Qué podemos hacer para salir con vida del desierto, además de lo que él ha dicho?
—Nada —respondió Tarothin con una mueca.
Alatorva empezó a reírse a carcajadas, pero se reprimió y palmeó a Tarothin en el hombro con tanta fuerza que el mago trastabilló.
—Tan sincero como siempre, amigo Túnica Roja. Bueno, no dormiré peor esta noche por esa misteriosa magia, aunque no puedas decirme cuál es el nombre del mago, su color, su maestro y qué aspecto tiene su bastón.
—Si fuera capaz de eso sólo por lo que he percibido —replicó Tarothin—, probablemente podría hacernos llegar volando a las tierras fronterizas. Siendo como soy… Bueno, se hace tarde. Me mantendré despierto otro rato y luego aplicaré a mi cayado un conjuro ligero para que me despierte si nos amenaza algún peligro. Será mejor que apostéis a los centinelas por parejas, si no lo habéis hecho ya.
—El día que necesite que un Túnica Roja me diga cómo debo organizar la guardia en un campamento… —empezó Alatorva.
—… será el día en que Serafina dé a luz trillizos —acabaron por él Tarothin y Pirvan.
—No lo digas demasiado a menudo —añadió el mago—. Las frases como ésa suelen darse la vuelta cuando menos se espera y morderte como una serpiente.
—Para las serpientes tengo un buen palo —dijo Alatorva. Se volvió y pronunció las siguientes palabras por encima del hombro—. Y también para los magos que dan consejos que nadie les ha pedido.
Acto seguido, desapareció en dirección al campamento. Después de comprobar que Tarothin deseaba montar guardia solo, Pirvan lo siguió.
Gildas Aurinius, capitán general de las tropas al servicio de Istar, despertó de un sueño en el que una duna de arena se le había echado encima. Sentía la arena caliente inmovilizando sus miembros, estrujando su pecho, introduciéndose a la fuerza por su nariz y su boca para interrumpir su aliento…
Entonces despertó lo suficiente para comprender que se había enredado en las mantas apiladas sobre su camastro. La noche del desierto era fría. Había más mantas de las que había usado para taparse cuando se había acostado. Sus sirvientes estaban tan decididos como siempre a cuidar de él como se les antojaba, sin tener en cuenta sus deseos.
«Ah, la omnipotencia de un comandante veterano en campaña», pensó Aurinius.
Después cayó en la cuenta de que lo había despertado algo más que las mantas. Del exterior de su tienda le llegaban gritos, maldiciones, obscenidades más que ocasionales, rebuznos de asnos y mulas y relinchos de caballos.
Desde que se ciñera por primera vez el cinturón de capitán, a los dieciocho años, Aurinius dormía vestido cuando estaba en campaña, con las armas al alcance de la mano. Aún mantenía la costumbre, aunque su cinturón era bastante más largo, sus ropas mucho más finas y sus armas tan decorativas como útiles.
Acababa de poner los pies en el suelo de grava de la tienda cuando el pliegue de la entrada se abrió de golpe.
—Ah, Nemiotes. Iba a llamarte para que me explicaras a qué obedece este alboroto.
—Habría venido antes —respondió el secretario de Aurinius, haciendo un gesto de asentimiento—, pero por el camino me enteré de la explicación. Es simplemente otra banda de soldados fiscales que se une a nosotros. Algunos llevaban tiempo sin vino y se lo han robado a otros grupos mejor provistos.
Aurinius se aclaró la boca con el agua de la jarra y luego escupió en el suelo. Deseó haber escupido en la cara de los capitanes que no sabían manejar a sus hombres.
—El comandante de la guardia pidió que se permitiera a sus hombres seguir de servicio después del cambio de guardia. Así tendremos el doble de hombres de confianza.
—¿Lo pidió quizá después de una o dos insinuaciones de que eso me complacería?
—Yo no dije nada que un hombre razonable pudiera Ila mar insinuación. Los dos capitanes simplemente son hombres lúcidos que saben lo que deben hacer cuando se enfrentan a este tipo de desórdenes.
—Y los Dragones Verdes venden sus huevos en el mercado público de la plaza de los Plateros el tercer día de cada mes —dijo Aurinius.
Nemiotes tuvo la delicadeza de sonrojarse. Aurinius se echó a reír.
—Has hecho bien. La próxima vez recuerda simplemente que no debes hacerme perder el tiempo explicándome que no has hecho lo que evidentemente has hecho.
—Sí, mi señor.
Aurinius se puso las pocas prendas de las que se había despojado dándole el aspecto de un general al mando de un ejército y no un adormilado y obeso anciano recién levantado de la cama. Botas, espaldar y peto (las correas tensadas con la ayuda de Nemiotes), yelmo sujeto bajo el mentón con aquel conmovedor aunque poco práctico cierre de oro y plata que era una prenda de amor de Synia…
Cuando Aurinius abrochaba la hebilla de la vaina de su espada y guardaba la daga en su funda de la bota, sonaron competas en el exterior. El general se sobresaltó, hasta que reconoció los toques ceremoniales del inicio de la guardia. Los nuevos soldados que llegaban del servicio de guardia lo hacían con la misma formalidad que si realizaran el cambio de guardia ante las puertas del Príncipe de los Sacerdotes.
Por no hablar del mismo ruido. Eso sin duda llamaba la atención incluso del mercenario más atolondrado. En cuanto conseguías captar la atención de un hombre así, se Iniciaba el proceso de su reintegración a la disciplina.
Las trompetas tocaron la floritura final, un poco entrecortada porque varios de los trompetas se quedaron sin aliento. A continuación, los tambores ocuparon su lugar, tocando una marcha lenta y cadenciosa, la que se empleaba cuando la infantería regular de Istar se dirigía al combate.
—Sin duda, el capitán del relevo es un tipo lúcido, aunque lo digas tú —dijo Aurinius. Nemiotes disimuló su azoramiento, esta vez ayudando a su comandante a abrocharse la capa roja con las orlas blancas de su rango—. Ahora salgamos a ver qué hacen esos muchachos —añadió el general.
Nemiotes apartó el pliegue de la entrada de la tienda y se hizo a un lado mientras los centinelas golpeaban con el asta de su lanza el suelo de grava o alzaban sus espadas verticalmente en el saludo de honor.
Cuando Aurinius salió de la tienda, un grito agudo se impuso al ruido de los tambores. Sonaba como el grito de una mujer y Aurinius hizo una mueca de disgusto.
—Si los hombres nuevos han traído seguidoras de campamentos, desobedeciendo mis órdenes expresas…
—No parecía una mujer —dijo Nemiotes. Tragó saliva—. Si me pidiera mi opinión…
—Todos debemos dar nuestra opinión. Es mejor que quedarse con la boca abierta.
—Un kender. Hay un kender herido.
Aurinius habría mantenido a todas las «razas inferiores» apartadas de los campamentos de sus hombres y de los mercenarios, aunque sólo fuera por su propia seguridad. ¡Pero con un kender, intenta utilizar la persuasión! Nadie vivo recordaba que hubiera servido de algo, lo cual hacía que fuera más difícil tratar con los kenders cuando algún necio repleto de vino y dominado por el odio veía a un kender como carne para picar con su espada.
Aurinius se preguntó brevemente qué ocurriría con su dignidad si se metía en esta situación. También se preguntó qué le ocurriría a su viejo estómago si se mantenía al margen de la trifulca, esperando que otros se la relataran. Para su estómago sería como aceptar raciones de campaña: nunca sobreviviría a semejante prueba.
Aurinius permitió que Nemiotes tomara la delantera y se contuvo para no desenvainar su espada. Por lo demás, avanzaban a un trote que amenazaba con convertirse en galope en cualquier momento.
Hermano Halcón tenía diecinueve años, una edad en la que un guerrero a menudo está dispuesto a morir antes que admitir que algo está por encima de sus posibilidades. No obstante, era más maduro de lo que correspondía a sus años, Por parte de padre descendía de siete jefes, por parte de madre, de cuatro, y ninguno de los once había sido considerado estúpido.
Los Grifos vivían cerca de territorios controlados por enanos, elfos silvanestis, istarianos, clanes hostiles y espíritus de arena que reinaban en el desierto profundo, por mucho que lo negaran los clérigos de ciudad. Con esos vecinos, los Grifos no podían permitirse el lujo de tener a unos necios como jefes, ni criarlos entre sus guerreros, por jóvenes que fueran.
Hermano Halcón sólo tardó unos minutos en comprobar que no era fácil aproximarse a los animales. Los centinelas estaban muy bien situados y demasiado alerta. Lo único que hasta ahora les había impedido detectarlo era la ausencia de viento. En una noche tan serena que un grano de arena caía en línea recta de la mano al suelo, los olores no se difundían con rapidez.
Hermano Halcón pensó durante un breve instante en regresar junto a Una Oreja y regresar al menos con un acompañante. Pero eso requería tiempo. Más brevemente pensó en abrir una brecha en la línea de centinelas. Como hijo de un jefe, no se ensuciaría las manos matando a un inocente rompiéndole el cuello, pero tenía otros métodos igualmente seguros de silenciar a alguien que se encontraba en un sitio inadecuado por casualidad. Pero una muerte, silenciosa o no, sería descubierta antes o después. Entonces incluso quienes hasta aquel momento habían sido amistosos o neutrales tendrían con Hermano Halcón, hijo de Espina Roja, una deuda de sangre.
A continuación, pensó en escabullirse entre las tiendas hasta el interior del campamento para averiguar lo que pudiera de los intrusos. Pero entonces tendría que escapar a pie de un enemigo quizás alertado. Se estremeció brevemente ante la idea de intentar correr más que aquel gigante de largos miembros, que probablemente podía vencer a un antílope en una carrera por cualquier terreno.
Eso sólo le dejaba una vía de acceso, pasar entre los animales, y era la más peligrosa. Tendría que deslizarse hasta el fondo del barranco, escalar como una mosca por la pared opuesta y llegar arriba entre los animales desde el lado del barranco que no estaba vigilado. Y tendría que hacerlo en silencio, o lo bastante lejos de los oídos atentos a los desprendimientos de piedras y los resbalones dolorosos para no dar la alarma.
Hermano Halcón decidió que esa noche le otorgaría la reputación de un guerrero hábil y valeroso o de un idiota imprudente.
Comprendió que si pensaba demasiado tiempo en cuál de las dos posibilidades sería la más probable, podía perder el arrojo o al menos la sensibilidad en los dedos cuando escalara el barranco. Entonces no tendría reputación alguna, los muertos no son ni héroes ni cobardes.
Hermano Halcón estudió el borde del barranco iluminado por la luz de la luna hasta que descubrió lo que parecía ser una prometedora grieta en la roca. Además, estaba lo bastante lejos del círculo de centinelas y, si se equivocaba, podía volver a intentarlo.
Con la barriga pegada al suelo como una serpiente, moviendo las rodillas y los codos con la precisión de un molino bien engrasado, Hermano Halcón se arrastró hacia el borde del barranco.
Mientras Gildas Aurinius se dirigía a grandes zancadas hacia el lugar del tumulto (o cualquiera que fuese el nombre que los consejeros legales le dieran más tarde), sabía que en realidad no podría ofrecer una estampa imponente durante mucho tiempo, caminando a aquel paso. Demasiados años de buena vida se habían cobrado su tributo… y durante los últimos diez de esos años había bebido más de lo que debiera un hombre prudente.
Pero ¿qué era la prudencia, comparada con la frustración de hacer justicia con todo el mundo y proteger a tus hombres de paso, sólo para ser enviado más y más lejos de Istar cada vez que recibía nuevas órdenes? Aurinius había tardado tres años en caer en la cuenta de que el resto de su vida estaría marcada por la Guerra de Waydol. Había recibido heridas en el campo de batalla que eran menos dolorosas que reparar en eso. Para las heridas del cuerpo había sanadores. Para las heridas del espíritu, sólo estaba el vino.
Nemiotes presentaba un vivo contraste con su comandante. El secretario era bajo y de complexión menuda, pero tenía las proporciones esbeltas de un perro de caza, además del cabello cortado al cepillo, el bronceado permanente y las cicatrices de un luchador curtido. Su armadura ya no le que daba como el equipo de un hombre a un niño; podía permitirse que se la hicieran a medida.
«Obré mejor de lo que creía el día que lo salvé de ahogarse en la costa septentrional —pensó Aurinius, y no era la primera vez—. Di a Istar un soldado notable y, si los dioses verdaderos lo permiten, al Príncipe de los Sacerdotes un enemigo formidable».
Para entonces, el comandante y su secretario habían reunido una respetable escolta. Una veintena de soldados firmaban en cuadro a su alrededor, cerrando tanto las filas que Aurinius apenas veía lo que tenía delante. Estaba a punto de protestar por este detalle cuando Nemiotes se abrió paso, apartando con los hombros a soldados que le doblaban en estatura. El cuadro se detuvo, los soldados abrieron la formación —con las armas a punto, advirtió Aurinius— y el comandante pudo contemplar la escena.
Dos kenders se hallaban junto al cadáver de un tercero; tenía que ser un cadáver, con semejantes heridas. Los kenders se agarraban tenazmente a la vida, pero incluso ellos estaban más allá de toda curación cuando eran rajados del hombro al vientre con una espada o un hacha. Detrás de los kenders había una hilera de soldados de Aurinius, y detrás de ellos vio los enmarañados cabellos y los cascos de cuero de los ladrones y estafadores que eran llamados «soldados fiscales» y que había sido enviados a recaudar los impuestos le los silvanestis.
—¿Quién es el oficial de mayor graduación entre los soldados fiscales? —preguntó Aurinius. Le dolía la lengua como si se la hubiera arañado con la arista de un diente roto por usar palabras formales en aquellas circunstancias, pero también se podía empezar con educación.
—Yo —respondió una voz escalofriantemente familiar. Después, un hombre alto, vestido con una armadura ricamente decorada, se abrió paso entre las filas de soldados para enfrentarse a Aurinius.
—Capitán Zefros. Veo que habéis ascendido, al servicio de… Istar, desde la última vez que nos vimos.
La última vez que se habían visto, Zefros había matado sin piedad a una hechicera Túnica Negra, temiendo que intentara embrujar a Aurinius. Con ella habían muerto muchos conocimientos que habrían servido bien a Istar. Aurinius había expulsado a Zefros de su servicio, esperando que su despido pondría fin a su carrera en las tropas de Istar, y rezó para que sus caminos nunca volvieran a cruzarse.
Sus esperanzas se habían frustrado y sus oraciones no habían recibido respuesta, o al menos eso parecía.
—Eso parece —replicó Zefros—. O yo no habría venido como comandante de esta nueva compañía de soldados fiscales. ¿Es éste el orden que mantenéis en vuestros campamentos, mi señor?
—Este campamento no es mío, como bien sabéis —respondió Aurinius—. Su disciplina es asunto de sus propios capitanes. Pero los incidentes como éste son asunto de todos los que participan en esta campaña. Pueden crearnos enemigos indeseados.
—Los kenders no son amigos de ningún humano —dijo Zefros. Aurinius creyó ver que se crispaban los dedos de los kenders y advirtió que los dos iban armados.
«Lo justo, en este caso, sería permitir que acuchillaran a Zefros hasta que quedara en el mismo estado que su amigo —pensó Aurinius—. Pero olvida la justicia y concéntrate en mantener el orden».
—Kenders, ¿qué tenéis que decir en vuestro favor y el de vuestro amigo?
Uno de los kenders (vestía un chaleco recamado en azul, que era lo único que lo distinguía de su camarada) hizo un gesto de asentimiento.
—Edelthirb intentaba ayudar a un hombre herido. Se había caído e iba a ser pisoteado…
—¿Edelthirb o el hombre? —preguntó Aurinius. También rezó en silencio a todos los dioses que podía nombrar sin detenerse a respirar para que, por una vez, un kender hablara breve y concisamente.
Esa oración al menos fue escuchada. Al parecer, Edelthirb había intentado apartar del tumulto a un hombre inconsciente. (Los kenders no dijeron nada sobre la causa del tumulto y Aurinius no lo preguntó). Posiblemente estuviera registrando al humano, vaciando sus bolsillos y bolsas en busca de algún objeto valioso o curiosidad.
Entonces llegó Zefros, desenvainó su espada —una cimitarra al estilo del desierto, con una pesada hoja curva muy afilada— y abatió a Edelthirb. El grito de agonía del kender despertó al hombre inconsciente, que echó a correr y se refugió en las tiendas de los mercenarios.
—Maravilloso —dijo Aurinius—. Zefros, ¿es verdad?
Estaba preparado para una colérica negativa de que ningún kender sabía contar los dedos que se extendían ante sus narices, y mucho menos identificar a un mercenario. En su lugar, Zefros hizo un gesto de asentimiento.
—No lo estaba registrando, era un robo flagrante. Cualquiera que piense que no son una misma cosa, no sabe nada de los kenders. Y el robo es un delito que puedo castigar con justicia sumaria, incluso con la muerte, en virtud de la cédula que nos ha sido otorgada a todos los oficiales fiscales.
Aurinius rechazó inmediatamente la solución más simple, que habría sido tratar a Zefros de la misma manera que él había tratado al kender. Pero era verdad que la autoridad con que eran investidos los comandantes de los mercenarios les concedía una discreción poco habitual en cuanto a disciplina, probablemente porque era la única manera de conseguir que semejante banda de vagos y maleantes mantuviera un mínimo de orden.
Zefros tenía al menos una importante parte de razón, la suficiente para descartar su ejecución sumaria.
—La cédula sólo contempla a las personas que están a vuestras órdenes —dijo Aurinius.
—O para defenderlas.
—¿Habéis identificado al hombre que estaba siendo registrado?
—No.
—¿Entonces cómo sabéis que estaba a vuestras órdenes y no a las de otro? Quizá fuera un ladrón mayor que cualquier kender, por lo que sabemos.
—¿Estáis diciendo que el kender estaba bajo vuestra autoridad, lord Aurinius?
Nemiotes soltó tal carcajada que todos, incluidos los kenders, se quedaron mirándolo.
—Amigo Zefros, ¿habéis intentado en alguna ocasión ejercer la autoridad sobre los kenders? —Eso provocó una salva de carcajadas, a la que también se sumaron los kenders.
—No, pero merecía la pena intentarlo, con la ayuda de esto. —Zefros dio unas palmadas en la empuñadura de su cimitarra. Aurinius advirtió por primera vez que todavía estaba manchada de la sangre del kender.
Inspiró profundamente.
—Zefros, entregad el mando de la compañía a vuestro segundo oficial, quedáis arrestado en vuestra tienda. Nemiotes, quiero que te lleves la cimitarra de Zefros, el cadáver de Edelthirb y a todos los testigos, sobre todo a la presunta víctima del registro.
—¡Presunta! —bramó Zefros—. Ha ocurrido a plena luz del día, un vulgar robo…
—¡Silencio! —tronó Aurinius. Consiguió silenciar a alguien más que a Zefros. Por un momento pareció que todo el desierto estaba a la escucha de sus siguientes palabras.
Las eligió cuidadosamente.
—Por las leyes de Istar, robo y registro no son lo mismo. El segundo no es un delito capital, ni siquiera en el campo de batalla, en tiempo de guerra. El homicidio injustificado, por otra parte, puede serlo. Estáis…
—¿Armáis tanto alboroto por un maldito kender? —gritó Zefros.
Nemiotes se interpuso entre el capitán y los kenders. Todos parecían dispuestos a liarse a golpes.
—Zefros, una palabra más y seréis arrestado y encadenado, si es necesario. No he dado aún esa orden porque confío en vuestro honor como capitán al servicio de la Ciudad Poderosa. No me deis motivos para pensar lo contrario.
—Lord Aurinius…
—Eso son dos palabras, Zefros. Mi paciencia se agota. Además, recordad que desafiar a un superior a un duelo de honor en campaña, en tiempo de guerra, significa la expulsión de las tropas de Istar.
La expresión del rostro de Zefros dejó claro que Aurinius había adivinado sus intenciones. Después saludó marcialmente, dio media vuelta y se marchó con cajas destempladas en lo que Aurinius esperaba que fuese la dirección de su tienda.
Para entonces se había formado un amplio círculo alrededor de Aurinius, Nemiotes y los tres kenders, los dos que estaban vivos y el muerto. El secretario flexionó ligeramente las rodillas, lo único que necesitaba para que sus ojos estuvieran al mismo nivel que los de los kenders, que eran altos para su raza.
Cuando habló, durante casi un minuto, Aurinius fue incapaz de reconocer ni una palabra, aparte de su propio nombre e «Istar». Los kenders no parecían mucho más contentos cuando Nemiotes terminó, pero al menos ya no tenían la mano apoyada en la daga.
Un grupo de porteadores se abrió paso entre el círculo de soldados con una camilla y la mantuvo inmóvil mientras los kenders tendían en ella a su camarada muerto. Aurinius hizo un gesto de asentimiento y la solemne procesión se volvió y se alejó hacia las tiendas de los comandantes.
—¿Qué es lo que les has dicho en… supongo que era lengua kender?
—Sí.
—No sabía que la conocieras.
—Ojalá nadie lo supiera, ni siquiera ahora. Con tipos como Zefros cerca, es un valioso secreto. Pero quería estar seguro de que no hicieran ninguna tontería. Por lo menos hasta que estén seguros de que no se hará justicia.
Aurinius bajó la voz para que sólo Nemiotes pudiera oírlo.
—Jovencito, ¿percibo una amenaza en las palabras que acabas de pronunciar?
—Oh, no, en absoluto, mi señor. Jamás pensaría en algo semejante.
«Tú no —pensó Aurinius—, pero ¿y los kenders?».
Sin embargo, quedándose sobre la arena ensangrentada no encontraría una respuesta rápida ni a esa ni a ninguna otra pregunta. Aurinius alzó la mano e indicó a la escolta que volviera a formar para regresar a su tienda.
Incluso era posible que, en cuanto hubiera impartido las restantes órdenes para investigar la muerte del kender, y si el incidente había frenado a los alborotadores potenciales por aquella noche, él podría disfrutar de unas cuantas horas de sueño antes de que despuntara el alba.
Era fácil para alguien tan diestro en las artes del desierto como Hermano Halcón descolgarse desde el borde del barranco. No era tan fácil encontrar un camino por la casi vertical ladera, y resultó imposible recorrer ese camino en silencio.
Hermano Halcón no hizo más ruido que el de su respiración y las gotas de sudor que le caían a pesar del relente de la noche. Pero las esquirlas de roca e incluso los guijarros insistían en desprenderse y precipitarse en la oscuridad dando tumbos. El fino oído de Hermano Halcón le permitía seguir sus débiles chasquidos y rebotes en su descenso. Sólo podía rezar al Padre del Bien (a quien otros humanos llamaban Paladine) y al Hijo de la Guerra (conocido en el resto del mundo como Kiri-Jolith) para que nadie de los que estaban más arriba tuviera el oído tan fino como él.
Hermano Halcón era un escalador más hábil que la mayoría de los habitantes del desierto; escalar había sido a veces la única manera de librarse de sus hermanos. Descender por la pared del barranco en la más profunda oscuridad y en silencio ponía a prueba sus habilidades hasta el límite y exigía toda su atención.
Fue su olfato lo que finalmente le indicó que se encontraba cerca de los animales, incluso antes de que sus finos oídos captaran el débil piafar de los cascos sobre la arena, el crujido de los arreos y los tenues resoplidos y relinchos. Olfateó y escuchó para saber si los animales habían detectado su olor o sus ruidos, o bien estaban inquietos por alguna otra razón.
Sólo dispondría de unos cuantos segundos, desde que superara el borde hasta que los animales dieran la alarma al campamento. Pero no necesitaba más tiempo.
La suerte lo acompañaba. Los animales mantuvieron la calma y él encontró un apoyo firme para un pie, lo cual le permitió emplear los dos brazos y una pierna para el salto final hasta el terreno horizontal. Con los músculos tensos como cuerdas de arco, se contrajo y saltó.
En un instante se encontró volando por el aire, y al siguiente estaba seguro de que se caía. Ningún voto de guerrero pudo apartar de su mente la idea de la caída sobre rocas que podían perforar, aplastar y destrozar a un hombre, todo al mismo tiempo.
Inmediatamente después estaba dando volteretas sobre la gravilla… y un pie calzado con una pesada bota aplastó el suelo en el punto donde se hallaba su garganta apenas un segundo antes.
Hermano Halcón se dejó guiar por el instinto. Rodó sobre sí mismo en dirección al pie y a continuación embistió con todas sus fuerzas contra un par de piernas. Las agarró con fuerza mientras seguía rodando para hacer perder el equilibrio a su propietario, que cayó encima de Hermano Halcón y le propinó un cabezazo bajo el mentón, le descerrajó un puñetazo en el estómago y trató de reducirlo sin causarle lesiones graves.
En algún momento del silencioso forcejeo (durante el cual su adversario se negaba a tenderse y perder el sentido educadamente), Hermano Halcón se dio cuenta de que estaba luchando contra una mujer. Y no una damisela de cuidad, sino una mujer tan resuelta y vigorosa como una doncella guerrera de los Grifos.
Hermano Halcón sintió alivio por estar luchando contra un digno oponente. No era honorable luchar contra mujeres indefensas como niños. Pero la mujer más indefensa aún podía gritar, y ésta lo haría si no se zafaba de Hermano Halcón por sus propias fuerzas y destreza.
Sujetó a su adversaria con una mano mientras soltaba la vaina de su daga y le daba la vuelta, sosteniendo la hoja enfundada con la intención de golpear con la pesada empuñadura. La mujer despertaría con un dolor de cabeza monstruoso, pero despertaría y no habría deudas de sangre entre él y…
Hermano Halcón salió volando por los aires como si la Mujer jugara a la pelota con él. Tardó un instante en advertir que estaban tirando de él, no empujándolo por el aire. Algo le agarraba las trenzas y el brazo que empuñaba la daga y lo levantaba del suelo con la misma facilidad que si fuera un chorro de un mes.
Se balanceó en el aire; el tirón de las trenzas empezaba a dolerle. Oyó unos pasos a su espalda. Después un brutal golpe en los riñones proyectó una oleada (o mejor dicho, un maremoto) de dolor que recorrió todo su espinazo de arriba bajo y su tronco de atrás adelante.
Oyó algo que podía haber sido una obscenidad, en labios de una mujer, y luego otra voz, esta vez de hombre, mucho más cercana.
—Basta, Serafina. Está indefenso. Esto debe resolverse de un modo honorable.
Hermano Halcón se revolvió y se encontró ante un par de valides ojos azules, a la altura de los suyos… cuando sus pies se hallaban a más de un palmo del suelo. Pensó en golpear al gigante con la daga enfundada, que aún empuñaba, pero temía el éxito más que el fracaso.
El gigante, después de todo, parecía saber de honor lo suficiente para decir la palabra llanamente. La mujer, Serafina, debía conocerlo también, pero su refriega con Hermano Halcón no la había puesto del humor necesario para demostrarlo.
—Soy Hermano Halcón, hijo de Espina Roja, jefe del clan de los Grifos de los Jinetes Libres —dijo el guerrero del desierto—. Juro por los dioses verdaderos y por todos los jefes cuya sangre corre por mis venas aceptar vuestra oferta de resolver nuestra disputa de una manera honorable.
A continuación abrió la mano y su daga cayó sobre la gravilla.