Su nombre era Hermano Halcón y era el cuarto hijo de Espina Roja, jefe del clan de los Grifos de los bárbaros del desierto. En la época de Espina Roja, al menos, los numerosos clanes bárbaros se llamaban a sí mismos los Jinetes Libres, incluso cuando los pozos se secaban y tenía que desmontar y seguir a pie para asegurarse de que sus caballos seguirían vivos cuando llegaran las lluvias invernales.
En la memoria de los vivos, ningún otro hijo de un jefe —y en realidad ningún otro guerrero— había llevado el nombre de Hermano Halcón, y con motivo. Había un clan de los Halcones entre los Jinetes Libres, y sus relaciones con los Grifos eran poco menos que una enemistad familiar. El propio Hermano Halcón había matado a tres guerreros del otro clan en los cuatro años transcurridos desde que se ciñera la capa y el cinturón de guerrero.
En el clan de los Grifos, ningún guerrero quería llevar un nombre que pudiera debilitarlo en combate contra los Halcones. De hecho, tampoco se recordaba a ninguna Hermana Halcón entre las mujeres; semejante nombre haría que una mujer de los Grifos se sintiera más atraída por los Halcones de lo que debiera.
Pero el día en que nació Hermano Halcón, una pareja de halcones de cresta azul salieron del huevo en una mata de endrinos silvestres, a menos de doscientos pasos del campamento de los Grifos. Cuando éstos acamparon para que la esposa de Espina Roja y varias mujeres más dieran a luz a sus hijos en paz, era extraño que los halcones no hubieran levantado el vuelo, abandonando sus huevos. El nacimiento de las aves y los bebés el mismo día soltó todas las lenguas, que chasqueaban como ramas secas en un incendio.
Sólo dejaron de hablar después de que La Que Toca El Cielo, la mujer más sabia del clan, fuera a ver a Espina Roja y le ordenara que impusiera el nombre de Hermano Halcón al niño.
—¿Por qué iba a hacer una cosa así? —replicó él.
—Porque yo lo mando —fue la respuesta que había esperado.
Espina Roja sabía que no era la única respuesta que iba a recibir. Era un juego de La Que Toca El Cielo, acribillar a un hombre (o a una mujer, podía tratar a ambos con el mismo desdén) con una serie de preguntas hasta que por fin daba una respuesta comprensible para las personas normales.
—¿Por qué lo mandas?
La Que Toca El Cielo parecía menos entusiasmada que de costumbre con el juego de palabras.
—Porque he tenido una visión.
Esta respuesta dejó helado a Espina Roja, aunque el día era caluroso, incluso para un altiplano de dunas. La Que Toca El Cielo tenía visiones (o al menos hablaba de ellas) en tan raras ocasiones que algunos jóvenes con mucha boca y poco seso afirmaban que no había motivos para llamarla sabia.
Los mayores sabían más. Recordaban que La Que Toca El Cielo era la única mujer de la historia del clan de los Grifos que había sido doncella guerrera, madre de guerreros, vocal del Consejo de Mujeres y, finalmente, discípula del vidente de los Grifos hasta que el hombre murió y ella ocupó su lugar. Todo esto lo había hecho en menos de sesenta años, una edad madura para un Jinete Libre pero no demasiado avanzada. También estaban las hazañas de alpinismo que le habían dado el nombre que ahora llevaba.
—¿Puedes hablarme de esa visión?
—Tal vez.
—La Que Toca El Cielo, no olvides que soy el jefe de los Grifos. A sus ojos y a los ojos de los dioses, soporto una gran carga. Si el hecho de que yo conozca tu visión puede salvar aunque sea a un solo bebé de nuestro pueblo, hablar es tu deber ante el pueblo y ante los dioses.
(Muchos años después, Espina Roja contó a su hijo: «Estuve a punto de patalear como hacías tú de pequeño, porque no me parecía mi deber recordarle a La Que Toca El Cielo cosas que ella sabía tan bien como yo»).
—Muy bien —respondió La que Toca El Cielo, haciendo un gesto de asentimiento—. Necesitamos que un hijo del jefe tenga un nombre de poder. Con el tiempo, todos los Jinetes Libres estarán en peligro, y si al Espíritu del Halcón le place, quizá lo afrontemos haciendo causa común con el clan de los Halcones.
—¿Sabes cuándo y de dónde vendrá ese peligro?
—Ya ha empezado, en la Ciudad Poderosa. Cuándo llegará, no lo sé. Pero debemos estar atentos.
—No estaba seguro entonces y todavía no lo estoy de ese asunto de los nombres de poder —añadió Espina Roja más tarde, hablando con un hijo cuyos muslos y pecho lucían el hollín y las cenizas de los ritos de iniciación a la virilidad—. Después de todo, ¿no adoptó el poderoso Espada Rauda de nombre de «Grifos» para su nuevo clan para alejar a esas bestias de nuestros caballos? ¿Y has visto alguna vez a un grifo apartarse de uno de nuestros caballos más que de los de cualquier otro clan?
Aun así, aunque los nombres de poder no fueran capaces de aplacar el instinto o el apetito de un grifo, no había que descartarlos por completo. Por eso el bebé recibió el nombre de Hermano Halcón, y a su debido tiempo se hizo niño, joven y finalmente hombre y guerrero.
Era el hijo menor, lo cual aguzó tanto su ingenio como su destreza como guerrero, pues sus hermanos mayores estaban convencidos de que los dioses se lo habían mandado para que abusaran de él. Los años le proporcionaron fuerza y con el tiempo los abusos cesaron, pero sabía que era el último y el menos importante.
También sabía que su padre era demasiado viejo y tenía demasiado apego a la paz en su clan y su familia para alterar el orden de las cosas. De ahí que, cuando llegaron noticias de que unos extranjeros cruzaban el desierto a caballo, Hermano Halcón fue enviado con un grupo de guerreros en la dirección en la que era menos probable encontrar a los extranjeros, privándole del honor de su amistad o de la gloria de una victoria sobre ellos.
Espina Roja había sido firme con sus cuatro hijos al ordenarles que nunca entablaran combate con personas que no querían hacer ningún daño. Los Jinetes Libres tenían palabras distintas para designar al extranjero y al enemigo; a quienes no las tenían, ellos los llamaban bárbaros.
Al mismo tiempo, estos extranjeros venían de Istar. Quizá no de la misma Ciudad Poderosa, como los mercenarios que acampaban a lo largo de las orillas del desierto desde que los brotes primaverales mostraban sus primeros colores, pero Hermano Halcón era el último de los Grifos que olvidaría la visión de La Que Toca El Cielo.
Además, estaba reflexionando sobre cómo distinguir a los amigos de los enemigos cuando su montura se detuvo bruscamente, y estuvo a punto de salir despedido de la silla. O nadie se dio cuenta, o todos fueron discretos. Consiguió alisar su manta y luego siguió con la vista la dirección que señalaba el brazo de abultados músculos de Una Oreja.
Diminuta y oscura, perceptible sólo para los agudos ojos de un Jinete Libre, una caravana se arrastraba por la ladera de una colina distante. Hermano Halcón contempló el sol poniente y luego la blanca luna que ya se arrastraba sobre el horizonte en dirección opuesta.
Hizo un gesto, señalando hacia atrás y hacia abajo. Veinte guerreros Grifos desmontaron, volvieron sobre sus pasos y llevaron sus caballos de la brida hasta una hondonada.
Una Oreja se puso junto a su jefe, de quien había sido testigo en los votos de iniciación a la virilidad y las duras pruebas posteriores, aunque se estaba preparando para las suyas cuando Hermano Halcón nació.
—¿Damos de comer y beber a los caballos?
—Sí. Acamparemos aquí esta noche. El único abrevadero al que esa gente puede llegar antes de la noche es el barranco de Ogro Muerto, y cualquiera de nosotros puede llegar andando hasta él sin que se le seque la boca.
—¿Y si prosiguen el viaje?
—Aún tengo que oír hablar de istarianos viajando de noche por nuestras tierras.
—Pueden ocurrir muchas cosas sin que los jóvenes las oigan.
Hermano Halcón intentó fulminarlo con la mirada y sólo consiguió sonreír.
—Ni los viejos —dijo, y luego estudió las lejanas siluetas.
—Reconozco que parecen saber lo que se hacen, mejor que los mercenarios que manda Istar para entretener a los arqueros silvanestis. Pero a menos que monten caballos criados en el desierto, no pueden viajar de noche sin perder hombres a causa de las caídas. Además, dejarían un rastro que podría seguir hasta un bebé de los Jinetes Libres. Por último, el agua más próxima se encuentra más lejos de lo que podrían recorrer aunque cabalgaran hasta el amanecer. Si siguiéramos su rastro, los alcanzaríamos antes que las aves carroñeras. O quizá no.
—A menos que lleven agua, como nosotros —objetó Una Oreja.
Hermano Halcón frunció el ceño. Sabía que estaba siendo sometido a examen, pensó que hacía años que debiera haber terminado este juego y dudó de que fuera el momento adecuado para insistir.
Nada de eso detuvo a Una Oreja. Nada lo haría, excepto la muerte.
—Bueno, si esa gente monta caballos criados para el desierto y sabe llegar a nuestra agua, sería conveniente conocerlos cuanto antes. Serán fuertes, como amigos o como enemigos. Montemos guardia mientras otros se ocupan de nuestras monturas. Si esa gente no se detiene en el barranco del Ogro Muerto, ya habrá tiempo de darles alcance cuando oscurezca. Tenemos a varios de los mejores rastreadores de los Grifos, por no hablar de los más diestros en colarse en un campamento enemigo.
Hermano halcón no dijo que él se contaba entre los diestros. Era propio de guerreros cantar canciones de alabanza después de la victoria, pero aquella noche quizá no fuera testigo de una batalla, y mucho menos de una victoria.
Sir Pirvan de Tirabot y toda su compañía montaba caballos criados para el desierto. También llevaban mulas de carga con sus tiendas, camas de paja, utensilios de cocina, armas de repuesto y, además de sus odres individuales, agua suficiente para el doble de su número. Incluso Espina Roja o La Que Toca El Cielo habrían dado su aprobación a sus pertrechos para atravesar el desierto.
Sin embargo, eso no aceleraba su marcha. Para empezar, el desierto era amplio, y los criadores de caballos capaces de vivir en él buscaban la robustez y la resistencia, no la velocidad. Cuando lo conseguían, el coste no eran barato (al menos para quienes tenían poco dinero y aún menos habilidad para regatear). La bolsa de Pirvan sí tenía fondo.
Además, las órdenes recibidas no le decían adónde tenía que ir. Quedaba a su juicio decidir dónde encontraría respuestas a las preguntas que formulaban sir Marod y el Gran Maestre acerca de los soldados fiscales istarianos que marchaban hacia Silvanesti.
Hasta ahora, su juicio lo había llevado al sur, bordeando la mayor parte del desierto oriental en su camino hacia las tierras fronterizas que separaban Istar y Silvanesti. Su destino era del tamaño de una provincia mediana; tenía que llegar allí con caballos y hombres que siguieran siendo aptos para el trabajo duro.
Finalmente, estaba el problema de los dos compañeros más corpulentos de Pirvan. No quiso dejar atrás a Alatorva el Tuerto, cuando el hombre, pidió permiso para acompañarlos. Ni siquiera el mejor remedio dejaría a Alatorva en condiciones de respirar aire salado de nuevo durante varios meses seguidos, pero el aire caliente del desierto o el seco de las montañas no le harían ningún daño y quizá le vinieran bien. Y cuando respiraba sin problemas, Alatorva no era menos formidable ahora en combate o de juerga que en los tiempos cuando él y Pirvan eran camaradas de robos en Istar la Poderosa.
Pirvan había recibido órdenes de llevar consigo a sir Darin Waydolson, Caballero de la Espada. Lo habría hecho aunque no se lo hubieran ordenado. En verdad, habría preferido caminar descalzo de Istar al alcázar de Dargaard y volver del mismo modo antes que dejar atrás al joven caballero. Él había apadrinado a sir Darin tras la muerte del minotauro Waydol, el padre adoptivo de Darin, y conocía las cualidades de ese hombre.
Pirvan sabía también que sus propias enseñanzas tenían poco que ver con esas cualidades, y mucho las de Waydol.
Alatorva estaba más delgado que durante sus años de recorrer cubiertas de barco, pero conservaban su altura. Darin tenía la estatura de un minotauro adulto, como si Waydol, por un capricho de los dioses, hubiera sido su padre biológico, además de en la práctica.
Los caballos criados para el desierto medían por término medio unos catorce palmos de altura. Habían encontrado uno que superaba los quince para Darin y buscaron otro para Alatorva. No encontraron un animal semejante, ni ninguno sobre el que pudiera practicarse sin peligro alguna magia para aumentar su tamaño.
—Mis conjuros tienen poco efecto sobre los animales —les dijo Tarothin, su amigo Túnica Roja—. Y no es por falta de empeño o conocimientos. Aunque invocara los sortilegios adecuados, tienen el defecto de fulminar como un rayo a las bestias hechizadas, normalmente cuando estás a tres días de camino del agua más próxima, o peor aún, galopando por tu vida…
De todos modos, sería bueno dejar atrás la parte de desierto de su viaje antes del calor de la canícula, y mejor aún, haber llegado ya a las tierras fronterizas, antes de que nadie de Istar averiguara sus intenciones.
—No importa —dijo Darin, finalmente—. Si Alatorva está en condiciones de caminar un día de cada tres, podemos compartir la misma montura.
Serafina, la joven esposa de Alatorva, dirigió a Darin una mirada que lo habría oxidado si fuese de acero.
—Está en perfectas condiciones para este viaje sólo porque lo desea y yo no lo retendré. En cuanto a ir caminando a Silvanesti…
—Muy bien —dijo Darin—. Entonces que Alatorva se quede con el ruano alto. Yo cargaré todo mi equipo, excepto mi espada y mi daga, en una mula. Así podré ir a pie.
Pirvan había renunciado hacía años a asombrarse por nada de lo que dijera o hiciera Darin. Su boca permaneció abierta sólo brevemente antes de hacer un gesto de negación.
—No es necesario llegar tan lejos. Consigamos dos caballos normales, para que Alatorva vaya alternando su montura cada día. Así, tú puedes quedarte el ruano, cargar tu equipo en una mula como has sugerido y hacer el viaje montado.
—No me parece que haya necesidad de cargar un caballo —dijo Darin—, porque yo no soy lento, aunque vaya a pie.
Considerando que gran parte de la inmensa estatura de Darin correspondía a sus piernas, lo que decía era probablemente cierto. Pirvan lo había visto mantener el paso de un caballo al trote durante varios kilómetros. Sin embargo, quizá llegaría el día en que la compañía necesitarla ir al galope, y entonces un hombre a pie tendría que quedarse atrás.
Así se lo dijo a Darin, quien se ruborizó como un colegial y miro a la esposa de Pirvan, lady Haimya, solicitando su ayuda.
—La voluntad de sacrificarse es un arma de dos filos —afirmó Haimya, haciendo un gesto de negación—. Hay que manejarla con cuidado.
—Me someto a vuestro juicio, sir Pirvan, lady Haimya —dijo Darin.
«¿Se dirigirá a nosotros alguna vez sin nuestros títulos? —se pregunto Pirvan—. Quizás el día después de que lo sorprendamos de juerga en una casa de mala nota».
Darin fue a caballo, pero no todos los días. Las fuerzas que se ahorraba, las empleó en hacer más de lo que le correspondía en las tareas del campamento. Eso le sentó bien a Serafina, que tenia la mitad de la edad de su marido y se ocupaba de los nutridos establos de su padre cuando se encontró casada con un capitán de la marina aquejado de fiebre pulmonar. No se alegró precisamente de que él participara en esta misión y dio gracias a Darin por el tiempo que le concedía a ella para cuidar de Alatorva.
Las tareas de Darin no alegraban tanto a la hija de Pirvan y Haimya, a la que habían llamado Eskaia, como la viuda de Jemar. Tenia diecisiete años, había sido la gobernanta de la hacienda Tirabot en todo menos de nombre durante tres años y esperaba ocupar el mismo puesto en esta su primera y largamente esperada misión en compañía de sus padres.
El sol era una esfera de fuego hinchada sobre el horizonte velado por el polvo cuando Una Oreja se volvió hacia Hermano Halcón.
—Se han detenido al borde del barranco del Ogro Muerto —dijo—. Puede que tuvieras razón.
—Puede que si, en parte. Pero puede que sepan como sobrevivir en el desierto, después de todo, como tú decías. Hay lugares donde las Paredes del barranco permiten bajar a buscar agua, dejando las monturas y el campamento mas arriba. Eso es lo que haría yo, si estuviera en su lugar.
Una Oreja asintió. Los Jinetes Libres no eran grandes arqueros, ya que la buena madera para arcos escaseaba en gran parte de su territorio, pero en todo grupo guerrero había unos cuantos. Incluso sin arco, un hombre situado en el borde del barranco tenía ventaja sobre otro que estuviera en el fondo.
—Si se quedan en el borde, ningún grupo numeroso podrá acercarse a ellos antes de que oscurezca —observó Una Oreja. Empezó a desabrocharse el cinturón, el primer paso para desnudarse hasta quedarse únicamente con el taparrabos y el cuchillo.
Hermano Halcón apoyo una mano en el hombro del guerrero de más edad.
—No tengas tanta prisa, amigo mío. Necesito que mi hombre de más confianza permanezca al alcance del oído del borde del barranco. Ese hombre, además, debe tener al alcance del oído a un destacamento de su confianza. Llevare mi silbato —añadió el hijo del jefe—. Espero que la edad no haya debilitado tu memoria hasta el punto de hacerte olvidar todas nuestras antiguas llamadas.
Una Oreja agarro a Hermano Halcón por una de sus trenzas y fingió arrancarle la oreja opuesta de un mordisco.
—¡Insulta a los que de verdad sean demasiado viejos para desafiarte, gusano! Con los demás, no desperdicies el tiempo ni el aliento.
Hermano Halcón identificó en el renuente tono de Una Oreja la aceptación de su propuesta. Ahora fue el quien se desabrocho el cinturón.
El barranco se prolongaba varias millas en ambas direcciones. Los puntos más alejados quedaban ocultos a la vista por el crepúsculo y la bruma. Pirvan contempló los tonos de la roca de las paredes del barranco: ocre y rojo, azafrán y un azul sobrenaturalmente oscuro que era casi negro, y una docena más.
A su derecha, la madera raspó la roca. Un trineo cargado de odres llenos de agua apareció por el borde del barranco. Serafina susurró algo a la primera mula de su reata y las cuatro dejaron de tirar. Pirvan alzó ambas manos, la señal para el grupo de recogida de que el trineo había llegado arriba sano y salvo.
Había sido bastante sencillo decidir no bajar por el barranco hasta donde la sombra, el refugio y el agua fácil atraerían a los transeúntes hacia lo que fácilmente podía convertirse en una trampa mortal. Sólo había sido cosa de un poco de ingenio idear maneras seguras de aprovisionarse de agua para la compañía.
El trineo desmontado y embalado para utilizarlo en las montañas fue desembalado y montado. Un recio arnés lo sujetaba a cuatro mulas. Cuatro hombres lo bajaban hasta el manantial más próximo; otros traían todos los odres de agua vacíos. A la misma velocidad con que se llenaban los odres, eran atados al trineo. Entonces era el turno de la hábil persuasión de Serafina, reforzada con algún ocasional restallido de látigo, y la fuerza de las mulas hacía lo demás.
Darin estaba al mando de los centinelas, Gerik del grupo de aprovisionamiento de agua y Alatorva y Eskaia de los que montaban las tiendas. Tarothin mantenía una vigilancia mágica, en la medida en que sus fuerzas se lo permitían, aunque tenía el aspecto de un hombre que debería guardar cama.
Pirvan y Haimya se encontraron casi ociosos. En cuanto su dama se sentó en la roca a su lado, Pirvan deslizó un brazo a su alrededor.
—¿Vamos a ver si el manantial forma algún estanque barranco abajo? —propuso con una sonrisa.
Haimya apretó aún más el brazo que le rodeaba la cintura y oprimió la mano, luego recostó la cabeza sobre el hombro de su marido. Podía hacerlo fácil y grácilmente, aunque apenas era el ancho de un cabello más baja que él.
—Te agradezco la idea, pero soy demasiado vieja para eso —respondió ella.
—No, y en absoluto demasiado vieja para inspirarla. Cuando sueño en bañarme bajo la luz del sol o las estrellas, sueño con…
—¿Sí?
—Contigo.
—Adulador.
—Sólo visionario.
Haimya volvió la cabeza para besar a Pirvan ligeramente en la mejilla y la oreja, y luego volvió a acomodarse a su abrazo.
En verdad, Haimya no parecía tan vieja como para tener un hijo preparado para entrenarse con los Caballeros de Solamnia y una hija que legalmente ya podía casarse. De hecho, ya había recibido tres veladas proposiciones de matrimonio honorable para Eskaia, por no hablar de algunas descaradas y menos honorables, que Eskaia había resuelto por sí misma, sin implicar a sus padres en deudas de sangre.
Pirvan ya había cumplido los cincuenta y Haimya sólo era cuatro años más joven. Esta primera misión en familia bien podía ser la última, aunque todos sobrevivieran. Rubina, su hija que acababa de cumplir los diez, podía salir con sus hermanos, pero no con sus padres, aunque había aullado tomo un dragón con dolor de muelas cuando se enteró de que la dejaban.
No pasará mucho tiempo antes de que las órdenes de sir Marod de inspeccionar las pistas de montaña y los caminos secundarios de Krynn las reciban hombres más jóvenes. Gerik podía ser uno de ellos si por fin se decidía a alistarse en los caballeros. Mientras tanto, estaba Darin, tan firme en su honor como sus músculos, y tan fértil en imaginación como terrible en combate.
Waydol lo había educado bien, y los caballeros cosecharían lo que tan bien había cultivado el minotauro.
—¡Sube el último cargamento! —gritó Gerik desde abajo.
Pirvan hizo la señal con la mano de que había recibido el mensaje y añadió otra para ordenar silencio, repetida tres veces para mayor énfasis. Gerik respondió con su propia seña de acuse de recibo y Pirvan no transmitió ninguna otra. Su hijo era a veces más ansioso que prudente, nada raro a los diecinueve años, y probablemente se le pasaría con el tiempo y el ejemplo de Darin.
De pronto, el trineo apareció chirriando ante sus ojos, y pisándole los talones venía el grupo de aprovisionamiento; Gerik empujaba un poco para acelerar el ritmo, hasta que Serafina le lanzó una mirada funesta que habría congelado una infusión de brearándanos humeante en su cacerola.
Pirvan miró la tabla de cuentas de Serafina. Todas las bolsas de agua estaban llenas, y al alba tendrían tiempo de rellenar las que se vaciaran durante la noche. Un día más, habían superado las agresiones del arsenal de calor y sed del desierto.
Más días así y llegarían a las tierras fronterizas en condiciones de enfrentarse a enemigos vivos. Pirvan esperaba encontrarse casi descansado.
Hermano Halcón estaba lo bastante cerca del campamento de los extranjeros para ver el final del abastecimiento de agua. Eso y mucho más de lo que vio demostraba que aquellas personas sabían caminar por el desierto. ¿Cómo era posible?
Aparte de los Jinetes Libres, pocos conocían bien el desierto. Los hombres de las llanuras estaban acostumbrados a la abundancia de agua y pastos; sus cosechas crecían más altas y sus rebaños estaban más gordos. Podían aventurarse por la arena y en ocasiones regresar, si eran valientes y afortunados, pero no siempre.
Los enanos de las montañas del oeste se acercaban a veces hasta el mismo borde de la arena, en busca de minerales metálicos para sus fraguas. Lo más frecuente era que los Jinetes Libres comerciaran con ellos, carne seca a cambio de metal acabado, bayas silvestres a cambio de aguardiente enano, etc. Los enanos y los Jinetes libres no tenían nada que reprocharse, y lo normal era que mantuvieran la paz.
Los elfos silvanestis no mantenían tan buena predisposición hacia los Jinetes Libres, ni hacia nadie más, incluidos sus hermanos qualinestis y kalanestis. Además, vivían muy lejos de las arenas. La distancia mantenía la paz entre el reino elfo y los Jinetes Libres, cuando la fuerza de voluntad no lo conseguía. Los Jinetes Libres se tropezaban con casi todas las demás razas en forma de cuerpos momificados por el sol o picoteados por las aves hasta dejar sólo huesos blanqueados por el sol sobre la arena. Así les había ido a la mayoría de los istarianos, excepto a un puñado de valerosos comerciantes (y corrían rumores de que éstos tenían sangre de guerrero del desierto con impulsos viajeros, o de la ocasional doncella raptada cuando se aventuraba demasiado cerca de las poblaciones). Ciertamente, así les había ido hasta ahora a los soldados fiscales istarianos.
Entonces, ¿quiénes eran estas personas?
Si Hermano Halcón hubiera sido aficionado a las apuestas (a sus diecinueve años, el menor de cuatro hermanos tenía poco con que apostar), habría dicho que varios de los hombres eran Caballeros de Solamnia. Los Jinetes Libres tenían poco trato con los caballeros, excepto cuando, varias generaciones atrás, éstos combatían a los «bárbaros» por la gloria y el oro de Istar. Muchos caballeros o sus huesos se convirtieron en ornamentos de lejanas dunas de arena.
Pero estos caballeros iban a la cabeza de una numerosa compañía. Había varias mujeres entre ellos, todas como mínimo de buen ver y una, la más joven, una rara belleza. También había una veintena al menos de mozos de cuadra y guardias, todos ellos armados con espadas a la vista y con el aspecto de saber usarlas.
Colarse en este campamento a rastras, furtivo como una serpiente, sería una hazaña notable. Tan notable, de hecho, que si no se apoderaba de nada para demostrarlo, ni el hecho de ser hijo del jefe impediría que lo tildaran de fanfarrón.
Eso podía terminar en un derramamiento de sangre, algo que los Grifos harían bien en ahorrarse para mayores batallas.
Por eso se aseguraría de llevarse algo que acallara todas las dudas. ¿La mujer más bella? No; con toda seguridad, sus hombres la buscarían hasta que la rescataran y la sangre de Hermano Halcón bañara su acero.
Habían desensillado y descargado sus monturas, pero la mayor parte de su equipo estaba apilada cerca de donde pacían ruidosamente los animales inmovilizados. Además, los habían rodeado —de hecho, todo el campamento— de centinelas, mandados ahora por un gigante que probablemente era uno de los caballeros.
Para un Jinete Libre, todo esto era un desafío, no un obstáculo. Hermano Halcón entraría, cargaría un animal con lo que pudiera reunir y saldría a galope tendido antes de que los centinelas se dieran cuenta de que se acercaba.
Hermano Halcón miró al cielo. La noche engullía los restos del ocaso y las estrellas y las lunas desfilaban por el cenit y seguían su camino por el techo del desierto. Después miró hacia atrás, donde debía estar apostado Una Oreja, a cuatrocientos pasos.
Bien. El guerrero de más edad no era visible para nadie cuyos ojos no conocieran el desierto. Pero Hermano Halcón lo veía con toda claridad. El hijo del jefe se deslizó por detrás del peñasco que lo ocultaba de los extranjeros y levantó la mano izquierda.
A la mortecina luz del anochecer, la joya de su ancho brazalete destelló tres veces, dos largas y una corta. Al cabo de un interminable momento llegó la respuesta, la misma señal seguida por dos destellos cortos.
Una Oreja sabía lo que planeaba Hermano Halcón, lo aceptaba y estaría preparado. No sería necesario volver a utilizar las joyas o el silbato para nada.
Aparte del brazalete de la joya parlante y el silbato, que podían reproducir las voces de decenas de mamíferos y aves del desierto, Hermano Halcón iba ligeramente vestido y armado. Llevaba un taparrabos y un cinta en la cabeza, con el signo de los Grifos teñido en el cuero, una faja y una daga enana de estilo solámnico.
Sin embargo, ni siquiera había pensado en su cántico funerario, y mucho menos lo había cantado. No tenía intención alguna de morir aquella noche.
Para el caso, Hermano Halcón tenía una voz que cualquiera que lo oyese cantar pediría su vida, para devolver un decente silencio integral a la noche del desierto.