La brisa del mar empujaba las olas contra los bajíos y levantaba altas murallas de espuma, pero la nave de ligero casco y tres velas rojas las remontaba fácilmente. Tan pronto la nave apuntaba al cielo como su timón salía del agua por completo.
La inercia y las diestras manos que manejaban las escotas y la caña del timón consiguieron mantener el rumbo. Al poco tiempo estaba voltejeando en las tranquilas y profundas aguas del otro lado del banco de arena. Las tres velas se convirtieron en cinco, dos cuadradas en cada uno de los mástiles de proa y una triangular, en solitario esplendor, en el tercero.
Lady Eskaia, que contemplaba la nave desde la terraza de villa, se dijo que sólo era la brisa lo que arrancaba lágrimas de sus ojos. Se las secó con el dorso de la mano. Sin duda, su doncella hubiera preferido que utilizara un pañuelo de seda, «como corresponde a vuestra condición, mi señora».
¿Qué sabía una doncella —que nunca había visto el mar abierto antes de entrar al servicio de Eskaia— acerca de la verdadera condición de su señora? Eskaia era hija de un hombre que había navegado en sus propios barcos de joven, cuando todavía se estaba amasando la fortuna de la casa Ecuintras. Ella era madre de cinco hijos, dos de ellos marinos: un hijo enrolado como aprendiz en aquella esbelta nave que se hacía a la mar, y una hija, cuyo dominio del arco le había facilitado un puesto en la guardia armada de un comerciante de la Casa Bulus.
Eskaia también era esposa de Jemar el Blanco, un caudillo entre los bárbaros del mar, experto mercader, patrón de barco, guerrero, consejero, amante…
Eskaia cerró los ojos. Se negaba a aceptar que era «viuda». Para ella, Jemar seguía vivo, aunque habían pasado años desde el naufragio del Espada del Viento sin que ningún resto hubiese llegado a la orilla arrastrado por las olas. La ley, los hombres e incluso los dioses podían llamarla viuda, pero ella no aceptaría ese nombre, ni permitiría que las dependencias de Jemar estuvieran desatendidas, ni despediría a los antiguos sirvientes de su marido.
Sin duda, su cuerpo había desaparecido y ya no le daría más hijos. Pero su espíritu permanecía cerca y así seguiría hasta que ella fuera a hacerle compañía y viajaran juntos una vez más, como le habían hecho durante los diecisiete años en que habían compartido sus vidas.
No era una manera de pensar muy ortodoxa y Eskaia, por lo tanto, la guardaba para sí. ¿Quién sabía dónde tenía ojos y oídos el Príncipe de los Sacerdotes?
Después de conocer a Jemar, había aprendido a luchar. Poco consiguen quienes no están dispuestos a luchar, aunque lo hagan con la pluma o la lengua en lugar del acero. Por eso había advertido al mundo, al Príncipe de los Sacerdotes e incluso a los dioses que se necesitaba algo más que la ausencia temporal de Jemar para poner fin su naturaleza de luchadora.
A aquellas alturas, cinco velas hinchadas por el viento empujaban la nave a mar abierto. Torvik habría concluido el trabajo de asegurar las velas y estaría ocupado en su siguiente tarea, probablemente comprobar que el lastre no se hubiera desplazado al rebasar el banco de arena. Kilmygos era un capitán meticuloso, además de un astuto comerciante: podía ser un buen maestro para cualquier joven con cualidades para convertirse en un buen marino.
Eskaia se inclinó sobre la barandilla de la terraza de su villa hasta que pudo ver el puerto de punta a punta, al igual que la ciudad acurrucada a su lado y las colinas escalonada, de detrás. Una racha de viento gimió a su alrededor; Eskaia desprendió las peinetas de colmillo de morsa del cabello y lo dejó volar libremente. Todavía era largo, por debajo de media espalda, y más negro que plateado. Se sentía orgullosa de él incluso ahora, cuando no había dedos que lo recorrieran por las noches en su cama.
La ciudad se llamaba Vuinlod y apenas si merecía el nombre de ciudad. De hecho, se levantaba apiñada junto a su puerto, en el norte de Solamnia, desde antes de que ese territorio recibiera ese nombre. En una crónica de los tiempos del propio Vinas Solamnus se decía que sus ejércitos compraron pescado y reclutaron pescadores de una aldea que había en este puerto natural. Era imposible atribuir la descripción a ningún otro puerto u abrigo de la costa septentrional de lo que, con el paso del tiempo, se convirtió en Solamnia.
Vuinlod había alojado a los artesanos necesarios para mantener en buen estado las embarcaciones y las casas. Rara vez necesitaba lady Eskaia enviar a alguien fuera de la ciudad en busca de algo para mantener a flote las naves que había heredado de Jemar y que algún día legaría a Torvik y sus otros hijos.
Al mismo tiempo, Vuinlod era lo bastante pequeña, y estaba lo suficientemente alejada de las atestadas ciudades de los dominios de Istar como para que un forastero fuese identificado en el acto, y sólo instantes después interrogado acerca de sus asuntos. Era lo mejor. Eskaia deseaba pasar sus últimos años de vida sin problemas con los esbirros del Príncipe de los Sacerdotes, cuyo brazo cada año se alargaba más, a pesar de las ocasionales victorias de la justicia. Después de todo, el Príncipe de los Sacerdotes no tenía motivos para pensar bien de lady Eskaia, en otro tiempo de la Casa Ecuintras, de Istar.
Las cosas podían haber ido muy mal tras la muerte de Josclyn Encuintras: una gran parte del poder de su casa de comerciantes había muerto con él. Pero a los pocos meses de su defunción, también murió el anterior Príncipe de los Sacerdotes, y su sucesor era un hombre con más justicia en el alma, o quizá con más pereza en el cuerpo. En cualquier caso, había fomentado la injusticia con el celo de su predecesor.
Así mientras Eskaia y los demás herederos de Josclyn Encuintras pugnaban por su herencia en una discreta pero implacable campaña, la amenaza del Príncipe de los Sacerdotes parecía disminuir. Los Siervos del Silencio seguían estando proscritos, o al menos silenciados; pocos habitantes de Istar, y menos de otras partes, juzgaban prudente proteger la virtud con bandas de asesinos. Los sacerdotes de Zeboim, con el nuevo Príncipe de los Sacerdotes, no recuperaron la posición que habían perdido con el viejo. (En cualquier caso, eran muy pocos; tal vez la mitad de los sirvientes istarianos de la terrible diosa del mar había muerto en una batalla naval cerca de la costa septentrional).
Sin embargo, aunque el nuevo Príncipe de los Sacerdotes no utilizaba su poder contra sus enemigos, había más de un puñado de servidores del anterior Príncipe de los Sacerdotes resentidos. Además, eran muchos en Istar los que buscaban la manera de servir al Príncipe de los Sacerdotes, tanto si él deseaba ser servido como si no, con la esperanza de ganarse su favor.
Por último, y quizá fueran los peores, estaban los que, en Istar y en muchas otras tierras, creían que la virtud, fuera eso lo que fuese, era más propia de los humanos que de otras razas. Todos éstos —que para Eskaia merecían realmente el nombre de «bárbaros»— odiaban a una raza no humana concreta más que a las demás. Ninguno estaba dispuesto a vivir en paz con los no humanos si podían esperar una victoria sobre ellos con la guerra.
Gracias a los dioses Vuinlod daba cobijo a pocos de tales bárbaros. Ésa era otra virtud de la cuidad. Esta tolerancia había impulsado a los kenders, enanos y elfos qualinestis y semielfos a establecerse en Vuinlod. Más que ningún humano, estos colonos permanecían en guardia ante posibles visitantes hostiles.
Ahora, si ciertos amigos de Eskaia pudieran ser convencidos de la conveniencia de que se enfrascaran menos en sus propios asuntos, o de que atendieran sus negocios desde Vuinlod en lugar desde el interior de las fronteras de Istar…
—Mi señora. —Era la voz de su segunda doncella— Vuestro baño está preparado.
—Gracias —dijo Eskaia—. Que lleven útiles de escritura y una copa de vino a mi cámara.
Fue la doncella jefe quien habló, o mejor dicho, gimoteó. Los dioses le habían dado esa voz; el gemido no era culpa suya. Pero era el sino de Eskaia escucharlo diariamente, o bien echarla a ella y a su numerosa familia a la calle para que se murieran de hambre.
—Mi señora, no podemos mandar a un escriba mientras os bañáis. No es…
—¿Apropiado? —terminó Eskaia por ella—. Y ¿no sería impropio que escribiera yo personalmente la carta?
Ninguna de las doncellas respondió. Eskaia confió en que su silencio fuese duradero y que la mayor de las dos estuviera demasiado sorprendida y la menor fuera demasiado ingenua para preguntarse por qué insistiría una dama en que sus ojos fueran los únicos que vieran una carta.
La silla crujió bajo el peso de sir Marod de Ellersford cuando el caballero se revolvió en su asiento. Siempre había sido alto y delgado, y encorvaba menos la espalda que la mayoría de los hombres a los setenta años. Su delgadez, no obstante, había desaparecido poco después del accidente de equitación que había le dejado rígida una rodilla y débil un tobillo.
O por lo menos ése era el rumor que él había propagado. Lo había hecho en contra de los dictados de su conciencia; un Caballero de Solamnia había jurado no faltar a la verdad. El juramento de un Caballero de la Rosa era aún más estricto, y uno de la edad de sir Marod más que ningún otro. Pero quienes concibieron el Código en los días de Vinas Solamnus no habían previsto que un caballero como sir Marod necesitaría a engañar a enemigos infiltrados en las propias filas de los caballeros.
Sir Marod quería estar seguro de que el hombre que tenía delante era un amigo en el que podía confiar, un enemigo al que debía engañar o simplemente una persona neutral en cuya presencia había que ser discreto, sin necesidad de mentir. Había rezado pidiendo iluminación, pero no había recibido ninguna. Ahora rezaba sólo para que, si sir Lewin de Trenfar era un enemigo, los dioses dieran al anciano caballero las fuerzas necesarias para soportar la traición de su discípulo.
«Un hombre ha vivido demasiado si entierra a sus hijos», era un dicho en varias tierras. Sir Marod creía que podía traducirse por: «Un caballero ha vivido demasiado si ve el deshonor entre sus discípulos».
Sir Lewin frunció el ceño y el caballero de más edad cayó en la cuenta de que tenía el aspecto, o algo peor, de no estar escuchando. Su posición podía sobrevivir al anquilosamiento de sus articulaciones, pero no al de su mente.
—Mis disculpas, sir Lewin —dijo el anciano caballero—. Intentaba calcular la distancia que pueden haber recorrido nuestro amigo sir Pirvan y compañía.
—Ya estarán al alcance de los bárbaros del desierto, a menos que se hayan visto retrasados por el mal tiempo o un accidente —replicó sir Lewin—. Yo mismo me he preguntado si no hemos enviado a unas buenas personas para resolver un mal asunto… y, por lo tanto, a un peligro innecesario.
—¿Y eso? —preguntó sir Marod.
Sir Lewin volvió a fruncir el ceño. Dos veces en tan poco tiempo significaban que el caballero más joven tenía en la mente algún asunto de peso. Más aún, lo más probable era que se tratase de algo que ni siquiera Marod consideraría que merecía la pena discutir estando sobrio.
La lealtad y el honor de sir Lewin podían estar en entredicho hasta cierto punto, pero no su inteligencia. Si era un amigo, merecía respeto y respuestas; si era un enemigo, seguía mereciendo respeto, e incluso respuestas.
—Supongo que es cuestión de qué derechos legales tiene Istar sobre los silvanestis —respondió Lewin. Alzó una mano cuando Marod abría la boca—. Por favor, dejadme terminar. Sé que el lenguaje de los tratados y convenios es razonablemente explícito en cuanto al monto de los impuestos que Istar puede recaudar de Silvanesti. Al menos comparado con lo que está escrito sobre recaudar impuestos de los kenders.
Ambos caballeros sonrieron. Pocas autoridades humanas se habían molestado nunca en recaudar de los kenders nada que éstos no ofrecieran libremente. La mayoría ni siquiera mencionaba a los kenders en sus leyes tributarias. Los que lo hacían, solían consignar, para desaliento de los oficiales de mar con exceso de celo, un consejo que podía resumirse en las siguientes palabras: «Ni se os ocurra cobrar impuestos a los kenders. Sólo conseguiréis perder el tiempo y provocar su enojo».
—Así pues, estamos de acuerdo en que los elfos silvanestis no son kenders, ni de hecho ni de derecho —dijo Marod—. Supongo que vuestro interés se centra en qué son en realidad.
Lewin se sonrojó como si aún fuera un joven Caballero de la Corona, reprendido por el anciano a quien más respetaba. Marod juró procurar que el sarcasmo no asomara a su voz, pero sabía que sería un juramento en vano, a menos que se seccionara las cuerdas vocales, si Lewin seguía divagando.
Lo que le inquietaba hasta tal punto debía ser como mínimo catastrófico.
—Los silvanestis están obligados a satisfacer ciertos pagos —continuó Lewin, adoptando el tono que reservaba para el salón de actos—. Deben recaudarse internamente y entregarse a funcionarios istarianos en cuatro puntos de las fronteras previamente establecidos. Sin embargo, en los últimos diez años, los silvanestis habían rehuido cada vez más el contacto con humanos. Esta retirada había incluido el abandono de los puestos fronterizos donde pagaban sus impuestos, violando abiertamente las leyes. Los pagos, cuando se efectúa alguno, se dejaban simplemente de noche. Si los istarianos reparaban en ellos antes que los forajidos, tanto mejor. Si no…
—Sí —dijo Marod, intentando que en su voz no se trasluciera ni un asomo de impaciencia—. En eso estamos de acuerdo, así como en que el cobro de los impuestos va un poco retrasado.
—La tesorería istariana exige atrasos de casi tres millones de piezas de plata. Eso aparte de lo que se debe a las arcas del Príncipe de los Sacerdotes.
—Lo que se considera que se debe al Príncipe de los Sacerdotes —lo reprendió Marod suavemente—. Recordad las razones que arguyeron los silvanestis para retirarse de los acuerdos con los humanos. El protagonismo del Príncipe de os Sacerdotes en la abierta hostilidad hacia los no humanos era una de ellas.
—La obligación sigue formando parte de la ley.
La obligación hacia el Príncipe de los Sacerdotes puede pagarse en especie o servicios, además de en metálico —puntualizó Marod—. Reconozco que sería más fácil calcularlo si fuera exigido en metálico. Pero los silvanestis tienen derecho a efectuar el pago como quieran y la obligación del Príncipe de los Sacerdotes es aceptarlo.
—Empezamos a hablar como asesores legales ante un caso dudoso —dijo Lewin sin poder disimular su irritación.
Marod decidió no recordarle que era él quien había aludido a las cuestiones legales.
—¿Estáis sugiriendo una solución que no se le ha ocurrido a ningún otro? Si tenéis algo semejante, el Código, la Medida, los dioses y el sentido común exigen que habléis de inmediato.
Lewin inspiró profundamente.
Pienso que los silvanestis han infringido gravemente la ley. Mientras la acataban, Istar mantuvo su acuerdo de dejar que todos los impuestos fueran cobrados por funcionarios públicos y no enviar recaudadores a la propia Silvanesti. Al dirigirse hacia el sur para investigar los rumores de que en la frontera se estaban congregando «soldados fiscales», ¿está Pirvan interfiriendo en el derecho de Istar de cobrar sus impuestos? ¿No está, de hecho, tomando partido por el ladrón en contra el propietario? ¿Es éste el estilo de los Caballeros de Solamnia?
Marod pensó brevemente que había deseado con demasiada intensidad que Lewin hablase enseguida. Como obra maestra de reducir a simples lemas los asuntos complejos relacionados con la justicia manteniendo un delicado equilibrio en cada lado, el discurso de Lewin era digno de un alborotador callejero.
Era tentador expresarlo en voz alta y preguntarle si incitar a un motín era el estilo propio de un Caballero de Solamnia. No obstante, el Código insistía en resistir la tentación en todas las negociaciones, fueran éstas con reyes o con enanos gullys.
Además, Marod no tenía intención alguna de convertir a Lewin en un enemigo antes de que el joven lo hiciera por sí mismo.
—Confío en que no estéis sugiriendo que los caballeros viajen con los «soldados fiscales». Reconozco que ya hemos librado antes batallas de Istar contra los bárbaros, pero los silvanestis no son bárbaros. Preguntad a cualquier hombre que haya intentado expulsarlos por la fuerza de sus bosques natales sin pensar en su conocimiento del bosque y en sus arqueros. Es decir, si encontráis alguno vivo.
—Los mercenarios necesitarán disciplina, sin duda —respondió Lewin, haciendo un gesto de negación—, y supongo que los caballeros podrían inculcársela. Pero Istar también tiene hombres de sus tropas regulares en la frontera, a las órdenes de Gildas Aurinius.
Lewin pronunció el nombre del general istariano como si fuera una novedad para Marod. El anciano caballero se limitó a hacer un gesto de asentimiento.
—Eso he oído. Un buen hombre, aunque hay quien cree que fue degradado cuando asumió su actual puesto en las fronteras.
—Es posible que así sea —dijo Lewin—. Y supongo que lo es, por su fracaso en la Guerra de Waydol.
—Si así fuera, sería un castigo muy tardío por parte de los señores de Istar, considerando el tiempo transcurrido desde que el cadáver de ese minotauro llegó al mar. Tiempo más que suficiente me temo, para que ya haya llegado a su hogar.
Lewin no pudo disimular lo que sin duda era impaciencia por los desvaríos del anciano, o quizás una avidez surgida de las sospechas de que sir Marod pronto rendiría su cordura y poder a los estragos del tiempo…
«Asegúrate de que el oso lechuza está muerto antes de ensartar sus garras en tu cinturón, joven cazador».
—Todo eso podría ser muy cierto —repuso Marod vivamente—. Pero sir Pirvan es el mejor hombre que tenemos para averiguar qué es verdad y qué no lo es. Incluso su pasado enfrentamiento con Aurinius le proporciona un conocimiento particular de ese hombre.
—También proporciona a Aurinius motivos para odiar a Pirvan —observó Lewin. Parecía a punto de implorar—. Al margen de lo que consiga averiguar sir Pirvan, ¿vivirán él y sus compañeros para contárnoslo?
«No sabes ni la mitad de a lo que Pirvan y Haimya han sobrevivido», pensó Marod. Por no mencionar a sus compañeros, en este caso incluidos el Caballero de la Espada sir Darin —el heredero del minotauro y un guerrero de los más recios que han jurado obedecer el Código— y un par de puñados de otros avezados guerreros.
—No puedo apremiar al Gran Maestre para que forme en orden de batalla a los caballeros en nombre de la expedición de recaudación de impuestos de Istar —respondió con sequedad—. Pero es posible que tengáis razón, que necesitemos que dos grupos observen lo que ocurre en Silvanesti. Pirvan y sus compañeros se dirigen allí por el norte, cruzando el desierto. Sería prudente que vos dirigierais un grupo, igualmente bien escogido y entrenado para luchar o espiar, por el sur o el oeste.
—Si desembarcamos en la costa, nos perderemos en pocos días y nos coserán a flechazos en pocas semanas, sin descubrir secreto alguno, ni de los elfos ni de Istar —dijo Lewin—. Disculpadme si esto os parece falta de valor, pero creo que nuestro objetivo es conseguir que uno o incluso los dos grupos regresen con lo que han averiguado.
—Exactamente.
—Entonces puedo presentarme en el alcázar de Bloten con una reducida compañía, reunir más voluntarios y provisiones por orden vuestra y partir hacia Silvanesti. Tan al sur, las montañas ofrecen otros caminos distintos de los pasos defendidos.
Conocidos sólo por los guías locales, pensó Marod, la mayoría de los cuales eran semielfos y todos estaban de parte de los silvanestis, por supuesto. Pero descubrirlo sería parte de la educación de Lewin, aunque difícilmente era un conocimiento exigido por el Código o la Medida.
Puedo poner en marcha hombres, monturas y suministros en grandes cantidades sin preguntas —dijo Marod, levantándose con precaución y torciendo el gesto cuando descargó el peso sobre la pierna dañada—. Hacedme saber al final del día qué necesitaréis, y podréis poneros en camino pasado mañana al alba.
—Sois generoso, sir Marod. Sólo espero poder devolveros el favor de alguna manera.
—Acrecentad vuestra reputación y el esplendor del honor de los caballeros, eso será suficiente. —Se estrecharon la mano y Lewin se marchó.
«Mejor aún —pensó sir Marod—, demostrad que no os juzgué mal, hace muchos años, y que no os habéis pasado a los que ven a los silvanestis como ovejas que esquilar».
Sir Marod sabía que en esa batalla luchaba en retaguardia contra demasiados pensamientos sobre lo estúpido que había sido.
El jabón de lady Eskaia estaba perfumado, pero no el agua de su baño. La casa aún podía permitirse el mejor jabón, pero no el perfume a jarras.
El espejo situado sobre la bañera —uno de los regalos sorpresa de Jemar— mostraba a una mujer que podía declarar muchos menos años de los cuarenta que en realidad tenía. Las hebras plateadas que iban intercalándose entre sus cabellos lo hacían con tanta dignidad que ella les daba rienda suelta, pero, por lo demás, los años y cinco hijos sólo le habían cobrado un modesto tributo.
Eskaia hizo girar una perilla; el agua jabonosa gorgoteó ál irse por el desagüe y una asombrosa cantidad de sopor mental pareció irse con ella. La mujer tiró de la cadena y dejó que el agua de lluvia calentada por el sol la lavara, pasándose los dedos por la larga melena para asegurarse de que penetrara hasta el cuero cabelludo.
Por fin se sintió limpia y volvió a llenar la bañera. Se envolvió el cabello en una toalla, se secó las manos y los antebrazos con otra y se acercó el carrito de baño. Asió una pluma con mango dorado, un tintero de cristal y varias hojas del pergamino más ligero.
Eskaia mojó la pluma en tinta y empezó a escribir.
Queridos amigos:
Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que escribí, y sin la excusa de que algún problema o aflicción no me haya dejado tiempo de escribir. Todos estamos bien. De hecho, acabo de ver a Torvik zarpar en el que me parece que es su décimo viaje. Pronto habrá un marinero curtido donde antes había el niño que recuerdo ver dormirse en el regazo de Haimya.
Condensaré los asuntos de la Casa Jemar para que me permitan escribir más a menudo. No obstante, desespero de encontrar nunca el tiempo para emprender el largo viaje a Tirabot, sobre todo con los niños, a los que creo que no habéis visto desde hace tres años.
Espero que los caballeros y vuestra hacienda sean más indulgentes. Me gustaría mucho ver a Gerik y a mi tocaya antes de que él se desvanezca en las fauces de los caballeros y ella elija un marido o la espada, o si tiene la suerte de su madre, ambas cosas. Además está Rubina, a quien dudo de que pueda reconocer ahora. Recuerdo lo que les pasó a mis hijos entre los siete y los diez años.
Eskaia parpadeó para ahuyentar las lágrimas; lo que había pasado en aquellos años fue la muerte de su hijo Roskas. Los árboles que rodeaban su tumba ya eran lo bastante altos para darle sombra, pero el recuerdo del día en que lo llevaron sin vida del estanque todavía era tan doloroso como una antigua herida cicatrizada por fuera pero abierta por dentro.
Ahora venía la parte más difícil de la carta, por no hablar de las palabras más peligrosas si las veían ojos extraños.
También me gustaría hablar con vosotros en privado de cómo van las cosas en Istar. Puede que Istar sólo se crea que es el mundo, pero cuando estornuda, seguro que el mundo busca un pañuelo.
¿Es verdad que el actual Príncipe de los Sacerdotes es honrado y virtuoso, pero está coartado por los sirvientes de su predecesor? Hay que guardar silencio, incluso por carta, acerca de ciertos asuntos. Pero los no humanos que han encontrado un hogar más seguro en Vuinlod que en cualquier otra parte dicen que el odio a los no humanos sigue aumentando a medida que pasan los meses.
¿Es ésa la razón oculta del rumor sobre una campaña en Silvanesti, o realmente los elfos deben a Istar más de lo que los señores de la Ciudad Poderosa pueden permitirse pasar por alto? Aquí, en Vuinlod, parecemos estar lejos de la verdad y del peligro.
De hecho, hace ya tanto tiempo que no necesitamos defendernos de los piratas del mar o de los bandidos de tierra que toda la guardia es de mediana edad, algunos son gordos y perezosos, y pocos luchadores consumados. Dentro de poco, Pirvan, Haimya o Darin —hasta Gerik o Eskaia— podrían enseñarles mucho de lo que han olvidado o que nunca aprendieron.
Eskaia releyó los últimos párrafos y suspiró. Deseó poder ser más explícita, poder decir: «Desnudas están las espaldas cuando no tienen hermanos, y con vosotros aquí en Vuinlod, podríamos guardárnoslas mutuamente».
Pero el viejo dicho de los bárbaros del mar era verdad sólo a medias. Pirvan y Haimya no necesitaban que ella los defendiera, pero sí alejarse de Istar, de sus intrigas y ambiciosos señores y de los Príncipes de los Sacerdotes que quizá no obraran mal personalmente, pero no podían impedir que otros sí lo hicieran.
Necesitaban esto. Un día, el Juramento de la Vaina de la Espada no bastaría para mantener la paz entre Istar y Solamnia. Con el tiempo, Istar daría una orden deshonrosa y los caballeros tendrían que negarse a obedecerla o aceptarla, perder el honor y encontrarse con que todos los enemigos de Istar también lo eran suyos.
Pirvan tendría demasiados problemas en el primer caso, él y cualquier caballero que estuviera al alcance de los ejércitos de Istar. Tirabot era una mansión fortificada, no un alcázar; no harían falta máquinas de asedio para abrir brecha en ella y reducirla a ruinas pobladas de espectros, como un viejo castillo.
En el segundo caso, Pirvan era hombre muerto. Ni siquiera una orden directa de los caballeros lo haría caer en el deshonor o el mal. Entonces tendría enemigos a muerte entre sus propios camaradas.
Haimya y Darin nunca lo abandonarían; al igual que Gerik. Los cuatro estarían condenados. Pero Eskaia, Rubina, la hacienda… merecían una esperanza de salvarse.
Pero ¿cómo se le dice a un Caballero de Solamnia que diera la espalda a sus enemigos si ni siquiera tenía tiempo para eso?
No se le decía; se insinuaba… y se rezaba.
Eskaia volvió a leer la carta. Había insinuado lo suficiente y rezaría más tarde, por la noche, en sus aposentos. Ahora…
Tocó la campana para llamar a las sirvientas:
—Necesito cera y una saca de correo —gritó. Después escribió apresuradamente:
Si no tenéis tiempo para satisfacer vuestra curiosidad acerca de Vuinlod, quizá yo encuentre el necesario para satisfacer la mía acerca de Tirabot. Que así sea y que los dioses os protejan hasta que llegue ese día.
Eskaia
Apenas tuvo tiempo de aplicar papel secante y doblar los pergaminos antes de que las doncellas entraran en tropel.