Un ventanal enorme de cuarzo cristalino
partía por delante la unidad del metal. La Nave
sus pupilas abría al campo más remoto que soñar
se podía. Los wit, acobardados, retuvieron el paso
y tampoco los kros siguieron demasiado. Los falux
temblaban en manos de los niños y sólo el ruido
de su fuego se oía. La cámara tenía distantes
las paredes y grandes los espacios, pero infundía
miedo. ¿Acaso no podía romperse su corteza?
El Navarca tenía ausentes los sentidos y grave
el ademán; anduvo por la sala hasta llegar al hierro
delante del cristal, azotea prendida del espacio.
Temblaba, y sus garfios asieron la baranda. A poco,
contuvo sus temores y volvió la cabeza, diciendo:
—Apagad los falux. Delante del espacio la luz
es un estorbo. Y venid todo lo cerca que el vértigo
os deje. También yo lo temía. La vida en las tinieblas
me ha curado en gran parte. Padres de las familias,
venid y estad conmigo, venid y ved conmigo
lo que mis ojos ven. Hermanos kros, sentaos.
Dijo, y calló; insatisfechos, los kros le contestaron:
—No apagues las luces. Ya sabes que nosotros
tememos las tinieblas. La luz nos es precisa.
—Meditad un momento. También yo he meditado.
Las tinieblas asustan porque en ellas no hay nada.
Lo que asusta es la nada. Se teme lo perdido,
lo que dejó vacíos nuestros mismos sentidos.
Es justo el pensamiento, mas falsa la razón.
Si las tinieblas fueran un acto voluntario
lo mismo que la luz, ¿sería el miedo vuestro un acto
razonado? Temed las tinieblas eternas, irremediables;
pero amad las necesarias, las que nos dejan solos
con nuestro entendimiento. Yo digo: «apagad»,
y las tinieblas vienen; pero digo: «encended»,
y las tinieblas huyen. ¿Por qué temer entonces?
Dijo, y calló, sin que, asombrado, ninguno contestara.
Los niños ciñeron las capuchas, y los falux
cesaron en su luz. Rodaron las tinieblas por la
callada estancia. A poco, un grito de sorpresa
corrió de boca en boca: los grandes ventanales
parecían un negro terciopelo sembrado de fulgores.
¡Se veía más allá de la Nave! ¡Existían estrellas!
Y la Nave estaba siendo apenas un sombra lanzada
por el hombre camino de los puntos brillantes
del espacio. Y una estrella brillaba por encima
de todas. Una estrella no más grande que un dedo,
pero con una luz difusa que recortaba enteras
las siluetas de todos los humanos testigos.
—Verdaderamente tú eres, Shim, el mensajero
del Señor de los Símbolos. Lo dijo: «Se anunciará
con la Gran Luz y la Luz lo llevará. Será
un hombre diferente, que morirá por salvarnos.»
Y tengo miedo, Shim. Vuelve al pasado, déjanos solos.
Hablaba Ylus, el padre de los Símbolos,
de emociones transido. Y dijo Shim Navarca:
—Es preciso que el destino se cumpla. A vosotros
os digo que ésta es la verdad. Lo que el Libro
cantó para vosotros, las estrellas repiten:
la Nave es solamente una morada humana camino
de esas luces, llamadas «las estrellas». La Nave
es una máquina perdida en el espacio. ¿Para siempre?
No lo sabremos nosotros, ni quizá nuestros hijos;
pero el hombre no rinde jamás su voluntad.
Algún día, esa estrella, o un mundo, o la Tierra,
se acercará a nosotros. Se abrirán las compuertas
y el largo viaje habrá terminado. Soñad conmigo.
Soñad frente al espacio. Soñad que recobramos
el mando de la Nave, que un ritmo de venturas
cadencia nuestro andar. O si queréis, mejor,
callad. Callad y ved conmigo los mundos del espacio.