12. LOS VENTANALES DEL ESPACIO

Un ventanal enorme de cuarzo cristalino

partía por delante la unidad del metal. La Nave

sus pupilas abría al campo más remoto que soñar

se podía. Los wit, acobardados, retuvieron el paso

y tampoco los kros siguieron demasiado. Los falux

temblaban en manos de los niños y sólo el ruido

de su fuego se oía. La cámara tenía distantes

las paredes y grandes los espacios, pero infundía

miedo. ¿Acaso no podía romperse su corteza?

El Navarca tenía ausentes los sentidos y grave

el ademán; anduvo por la sala hasta llegar al hierro

delante del cristal, azotea prendida del espacio.

Temblaba, y sus garfios asieron la baranda. A poco,

contuvo sus temores y volvió la cabeza, diciendo:

—Apagad los falux. Delante del espacio la luz

es un estorbo. Y venid todo lo cerca que el vértigo

os deje. También yo lo temía. La vida en las tinieblas

me ha curado en gran parte. Padres de las familias,

venid y estad conmigo, venid y ved conmigo

lo que mis ojos ven. Hermanos kros, sentaos.

Dijo, y calló; insatisfechos, los kros le contestaron:

—No apagues las luces. Ya sabes que nosotros

tememos las tinieblas. La luz nos es precisa.

—Meditad un momento. También yo he meditado.

Las tinieblas asustan porque en ellas no hay nada.

Lo que asusta es la nada. Se teme lo perdido,

lo que dejó vacíos nuestros mismos sentidos.

Es justo el pensamiento, mas falsa la razón.

Si las tinieblas fueran un acto voluntario

lo mismo que la luz, ¿sería el miedo vuestro un acto

razonado? Temed las tinieblas eternas, irremediables;

pero amad las necesarias, las que nos dejan solos

con nuestro entendimiento. Yo digo: «apagad»,

y las tinieblas vienen; pero digo: «encended»,

y las tinieblas huyen. ¿Por qué temer entonces?

Dijo, y calló, sin que, asombrado, ninguno contestara.

Los niños ciñeron las capuchas, y los falux

cesaron en su luz. Rodaron las tinieblas por la

callada estancia. A poco, un grito de sorpresa

corrió de boca en boca: los grandes ventanales

parecían un negro terciopelo sembrado de fulgores.

¡Se veía más allá de la Nave! ¡Existían estrellas!

Y la Nave estaba siendo apenas un sombra lanzada

por el hombre camino de los puntos brillantes

del espacio. Y una estrella brillaba por encima

de todas. Una estrella no más grande que un dedo,

pero con una luz difusa que recortaba enteras

las siluetas de todos los humanos testigos.

—Verdaderamente tú eres, Shim, el mensajero

del Señor de los Símbolos. Lo dijo: «Se anunciará

con la Gran Luz y la Luz lo llevará. Será

un hombre diferente, que morirá por salvarnos.»

Y tengo miedo, Shim. Vuelve al pasado, déjanos solos.

Hablaba Ylus, el padre de los Símbolos,

de emociones transido. Y dijo Shim Navarca:

—Es preciso que el destino se cumpla. A vosotros

os digo que ésta es la verdad. Lo que el Libro

cantó para vosotros, las estrellas repiten:

la Nave es solamente una morada humana camino

de esas luces, llamadas «las estrellas». La Nave

es una máquina perdida en el espacio. ¿Para siempre?

No lo sabremos nosotros, ni quizá nuestros hijos;

pero el hombre no rinde jamás su voluntad.

Algún día, esa estrella, o un mundo, o la Tierra,

se acercará a nosotros. Se abrirán las compuertas

y el largo viaje habrá terminado. Soñad conmigo.

Soñad frente al espacio. Soñad que recobramos

el mando de la Nave, que un ritmo de venturas

cadencia nuestro andar. O si queréis, mejor,

callad. Callad y ved conmigo los mundos del espacio.