Las mujeres de Brisco tuvieron mucho empeño
limpiando la miseria de los exploradores. Cortaron
los cabellos, las uñas, las barbas más crecidas,
lavaron los vestidos del polvo del pasado.
Pero estaban contentas, igual que los varones,
igual que Sad, que Abul, que Shim Navarca mismo.
Se encontraron tesoros: alfombras, pieles, un almacén
entero de lienzos de colores, alambres para Kalr
y máquinas pequeñas que Elio y Shim guardaron.
El reino de los wit tenía treinta planos, enormes
almacenes y unas cubiertas bellas abiertas
al espacio. Enorme y triste, sí, mas intacto.
De Shim cuidó su amada, a nadie cededora, la Sad
sin ambiciones que siempre repetía la misma cantinela:
—Has terminado, elegido Navarca, para desdicha mía;
has terminado, digo, de andar por corredores.
Te quedarás en casa y engordarás un poco
que apenas tenga lugar para abrazarte.
Shim, de risas repetido, contestaba al momento:
—De escuchar a las hembras las batallas del hombre
serían en la cama. Perdona, Sad, la burla.
Es tan corta la vida, amada, que un solo instante
nulo es peor que una herida. Tal es mi herida cierta.
—¿Y adonde irás de nuevo, Navarca apaleado, huesos
sin carne, torrente de palabras para desgracia mía?
—Lo ignoro, Sad. No existirá descanso mientras la sombra
dure del miedo y la ignorancia. Estoy cansado, dices,
y es cierta tu palabra: me duelen las heridas,
me duele la profunda ruptura de la ausencia
y la terrible conciencia dolorosa del sueño
cuando es cansancio sin huella. No puedo detenerme,
amada, ni siquiera a tu lado. Cuando haya recobrado
un poco de mi aliento empezaré de nuevo un poco
de lo mucho que está sin terminar. Se cumplirá
el destino. El pueblo kros espera. Está madura
la unión y es cierta la ventura. ¡Ay, Sad, si lograra
unir a los que sueñan y viven en la Nave…!
No fue largo el descanso: apenas un suspiro de Sad
la silenciosa, apenas una hermosa canción o un grito
de alegría, apenas una pausa para que los tejidos
se volvieran vestidos. A Shim le fue entregada
una veste azulada orillada de blanca platería;
y los padres de familia tomaron los colores
para todos los suyos: verdes, amarillos, rosas, blancos…
de forma que las tribus cruzaban sus colores
al modo de las luces que Shim hizo cantar.
Para lucir más lienzo de tan gaya alegría
más largos sus vestidos hicieron las mujeres
y para no mancharlos andaban siempre erguidas.
Pero ésta es otra historia que contaré algún día.
Nervioso, Shim aguarda para cruzar de nuevo
los largos corredores, las antiguas fronteras
y llevar a los suyos a campos inexplorados.
Por el ruido avisados, los negros esperaban
al pie de la frontera marcada por la luz,
apagado el semblante, de blanco sus vestidos
y escasa su palabra. A Shim le acompañaban todos
los jefes wit y sus más claros varones, cien
muchachos con antorchas y diez más con los regalos
que el pueblo wit hacía: símbolos, lienzos, plantas,
metales de hermosa hechura y falux bien acabados.
—Salud os deseo, hermanos. ¿Permitís el regalo
que para vosotros traigo? Es fruta de la Nave
tomada por nosotros en sencilla armonía. A vuestra
voluntad os queda. Si la ofrenda es pequeña, grande
en cambio es la alegría de todos los que ofrendan.
Dijo Shim, y calló, para que un kros le saludara.
—Gracias, Shim, por tus palabras y tu sencillo tesoro.
Ya sabes que nosotros medimos hasta el aire. No podemos
hacerte igual regalo. Dinos, ¿quiénes vienen contigo?
—Son siete las familias del pueblo wit formadas
y siete sus patriarcas. Conmigo vienen, y con ellos,
sus hijos. No en vano dije siempre que el pueblo
wit no era la raza abandonada. Juzga tú mismo.
—No es ocasión ahora de hablar. ¿Qué quieren?
—¿No lo adivinas, Baro? Vienen conmigo y quieren
visitar la parte de la Nave que les fue prohibida.
Vienen en paz, después de tantos ciclos, después
de haber vivido en las tinieblas y haber casi olvidado
que existen ventanales y cámaras hermosas, cerradas
a los suyos. Vienen, sencillamente, a encontrar su pasado.
—Nos hablas con razones más viejas que nosotros.
Quizá no sea justa la ausencia de los wit, pero siempre
creímos que ellos lo querían y siempre así lo vimos.
Ahora vuelven, dices, en paz, contigo, su Navarca.
Se rompen las costumbres y un engaño tememos.
¿Vienen sin armas? Si nos engañaras y ofendieras,
Shim, destruirías un pueblo que es tu pueblo.
¿Qué debemos hacer? ¿Qué garantía ofreces?
—Te escucho con tristeza, Baro; pero te disculpo.
¿Acaso no viniste al funeral de Mei-Lum-Faro?
¿Te cerré las fronteras? ¿Fui entonces enemigo?
Lo que deseo, anciano, es todo lo contrario. Deseo
que los hombres de la Nave no necesiten fronteras,
ni se escuden tras las armas para hablar. ¿Entiendes?
Si tú quieres, si te atreves, vuelvo atrás. Entonces,
serás el responsable de haberme despreciado.
Dijo, y calló, aguardando las palabras de Baro.
—Pasad. Aceptamos tu ofrenda. Apagad las luces
porque el ozono es poco para todos. Venid al fórum
y allí conoceremos a tus acompañantes. Venid.
Dijo, y calló. Shim saludó a los ancianos a la
manera kros, posando la cabeza en el hombro de todos,
con ligera presión. Y fue correspondido. Y luego,
se juntaron los pueblos. El rico colorido de las
huestes albinas era un chorro de fuerza en la blancura
kros. Unidos y mezclados, los hombres caminaban.
La luz de los antiguos alumbraba la escena.