9. LOS CORREDORES DE LA NAVE

Volvieron a sus cámaras los negros superiores,

volvieron las familias a sus ritos antiguos. Después

de tanta historia, cantada en corto plazo, descansar

se imponía. El Navarca quería hablar con los amigos,

respirar un momento hasta el cercano instante

de una nueva victoria, amar sencillamente, respirar

la ternura del gozo conseguido y dejar que en silencio

durmiera el corazón. Hasta el cantor durmió.

Los gritos infantiles resonaban lejanos, sus juegos

eran pauta de la constante esencia de la Nave. Medida

no tenían, el espacio era suyo y suya la escapada

al cantón olvidado, a la cámara oscura, al pozo

y la abertura. Escuchando su grito repetido

el Navarca medita. ¿Gritarían de igual forma

los niños en la Tierra? Le duele la ignorancia, la

triste cercanía de los muros y el ritmo de la Nave.

Y dice a los amigos, los hijos sucesores. Favila,

Blanco, Ylor, Luxó, Simón y Karlo, más el hijo de Hipo:

—Vayamos de viaje; bajemos al fondo de la Nave

más allá de los gritos y juegos de los niños.

Quiero encontrar tres cosas. Adivinad cuáles son:

tres juegos, tres joyas, tres sombras del pasado,

tres locas aventuras del ser llamado humano.

Estaban ya creadas. Sin ellas, la Nave no estaría

flotando en el espacio. Imagino que son cosas

sencillas, más cerca de vosotros que de las viejas

sangres: Dios, el tiempo y libros de la Sabiduría.

Presiento a Dios, existe el tiempo, y los libros

fueron en tiempo de la Nave abundantes como luces

mismas de los antepasados. Os contaré algún día

la historia de nosotros y sentiréis conmigo

el ansia de llegar al punto del recuerdo, borrando

las distancias, en que la Nave sea un símbolo

creado por el hombre, ayudado por Dios, el tiempo

y los libros. La Ira y la Tristeza cambiaron

la memoria, y apenas hoy tenemos un punto de partida.

Sin embargo, la Nave existe y nosotros vivimos:

no todo está perdido, empecemos de nuevo.

Dijo, y calló, señalando a lo lejos con su mano

quebrada, su mano torturada por el mismo que honró.

—Vayamos. Conozcamos la Nave. ¿Queréis acompañarme?

Dieron señal de alegría poniéndose en pie. Y dijo Ylor:

—Iremos contigo. Encontraremos cosas, y tú, Navarca,

las entenderás. Estamos deseando que nos cuentes

tu historia, Shim, y nos hables de Dios, los libros

y el tiempo de los antepasados. Vayamos en seguida.

Sad la compañera espera retenerle con su queja:

—Espera todavía. Es demasiado pronto. Apenas

has tenido un instante de paz. Estás débil, amado.

—Es necesario que el destino se cumpla: vayamos.

Es fuerte la embajada. Todos quieren marchar

y es preciso ordenar, tajar, cumplir. El Navarca

viaja para conocer su Estado, razón nunca sentida.

Los padres de las tribus formulan sus reparos.

Elio pide y Kalr ofrece, mientras Brisco prepara

provisiones y Luxi escoge sus cilindros. Al cabo,

Mons bendice y el cortejo viaja. Son muchos y van

alegres, menos Sad, que llora mientras Dina consuela.

Van con ellos hasta el primer descanso. Se despiden

y la Nave se abre como una fruta rota. Pronto cesan

los adioses y los audaces callan su jactancia.

Comprenden de repente que todo es diferente,

que todo está empezando con una nueva fuerza.

Y temen, y esperan, y miran con ojos de asombro temeroso.

Ya bajan las simas profundas, ya cruzan desiertas

callejas. ¿Es posible cantar la inmensidad dormida?

¿Acaso es aprensible la soledad furiosa? ¡Temed!

¡Qué densas las tinieblas! ¡Qué triste la callada

profundidad perdida! ¡Qué grande la grandeza

del silencio dormido en la memoria! ¡Callad y amad!

Aunque Shim y Luxi tienen de la luz el secreto,

apenas lo utilizan. Solamente, para indicar el regreso,

iluminan un punto en la distancia, un hito del recuerdo.

Un nuevo puente nace, una sombra se ahuyenta.

El Navarca apenas habla, parece obsesionado.

Atiende a los rumores y rompe las tinieblas.

Hace abrir las cámaras cerradas. En muchas se ha podrido

una oscura materia; en otras, la soledad las colma.

Las máquinas enormes extienden sus murallas,

sus nidos de metal y negra pesadumbre. Están mudas,

apagadas, corrompidas. Son calles ellas mismas

con sus propias paredes. El Navarca no quiere

examinarlas y busca solamente las máquinas pequeñas.

A la luz de los falux la escena es deprimente

y cuando estalla la luz de los antiguos, la soledad

espanta. El hombre es muy pequeño, y muy torpes

sus manos. Ningún jardín, ninguna fuente, ningún grito

de niño. Todo son almacenes, centrales, baterías

y cavernas de acero. El vértigo se asoma

al borde de los huecos oscuros. En cámaras pequeñas

se adivina el humano; entonces, Elio y Shim la encienden

y buscan sus tesoros. Hablan bajo y guardan piezas

de ignotas maquinarias. Llega el primer descanso.

Kalr dispone sus guerreros para montar la guardia.

La soledad es plena, pero ha nacido un miedo

cuyo nombre se ignora, un miedo a los vacíos

dejados por el tiempo, al eco que gotea en las simas

calladas, al viejo recuerdo sin memoria cercana.

No es posible bajar más la pendiente, termina

la escalera. Los planos son muy bellos. Encendidos

colores y alfombras engomadas, enseres desconocidos

y símbolos colgados. El Navarca medita:

—Es el plano de la entrada. Hace setecientos años

se cerró. No es eso lo que importa. ¿Dónde está

la puerta? ¿Se abrirá otra vez? ¿Podremos contemplarlo?

Mi sueño me consume. Si el alma de la Nave

abriera sus dinteles, si la puerta se abriera,

nuestra enorme aventura habría terminado. Deseo

terminarla. Anhelo ese momento en que una luz distinta

asombre nuestros ojos, en que la voluntad dormida

de la Nave cerrada levante sus fronteras y diga:

«Salid. Terminó la enorme desgracia de los siglos,

el secuestro del hombre. Habéis sobrevivido

y conservado la fe. Sois dignos de ser llamados

los hijos de la Tierra. Salid. Afuera esperan

la luz, el aire, la fuente y la montaña, los soles

presentidos y la llanura cierta de un mundo

sin cavernas, sin vértigo, sin máquinas. Salid.»

Así dijo, y lloró. Sin entenderle, lloraban a su lado

los hijos de la Nave. La puerta no se abrió.