Volvieron a sus cámaras los negros superiores,
volvieron las familias a sus ritos antiguos. Después
de tanta historia, cantada en corto plazo, descansar
se imponía. El Navarca quería hablar con los amigos,
respirar un momento hasta el cercano instante
de una nueva victoria, amar sencillamente, respirar
la ternura del gozo conseguido y dejar que en silencio
durmiera el corazón. Hasta el cantor durmió.
Los gritos infantiles resonaban lejanos, sus juegos
eran pauta de la constante esencia de la Nave. Medida
no tenían, el espacio era suyo y suya la escapada
al cantón olvidado, a la cámara oscura, al pozo
y la abertura. Escuchando su grito repetido
el Navarca medita. ¿Gritarían de igual forma
los niños en la Tierra? Le duele la ignorancia, la
triste cercanía de los muros y el ritmo de la Nave.
Y dice a los amigos, los hijos sucesores. Favila,
Blanco, Ylor, Luxó, Simón y Karlo, más el hijo de Hipo:
—Vayamos de viaje; bajemos al fondo de la Nave
más allá de los gritos y juegos de los niños.
Quiero encontrar tres cosas. Adivinad cuáles son:
tres juegos, tres joyas, tres sombras del pasado,
tres locas aventuras del ser llamado humano.
Estaban ya creadas. Sin ellas, la Nave no estaría
flotando en el espacio. Imagino que son cosas
sencillas, más cerca de vosotros que de las viejas
sangres: Dios, el tiempo y libros de la Sabiduría.
Presiento a Dios, existe el tiempo, y los libros
fueron en tiempo de la Nave abundantes como luces
mismas de los antepasados. Os contaré algún día
la historia de nosotros y sentiréis conmigo
el ansia de llegar al punto del recuerdo, borrando
las distancias, en que la Nave sea un símbolo
creado por el hombre, ayudado por Dios, el tiempo
y los libros. La Ira y la Tristeza cambiaron
la memoria, y apenas hoy tenemos un punto de partida.
Sin embargo, la Nave existe y nosotros vivimos:
no todo está perdido, empecemos de nuevo.
Dijo, y calló, señalando a lo lejos con su mano
quebrada, su mano torturada por el mismo que honró.
—Vayamos. Conozcamos la Nave. ¿Queréis acompañarme?
Dieron señal de alegría poniéndose en pie. Y dijo Ylor:
—Iremos contigo. Encontraremos cosas, y tú, Navarca,
las entenderás. Estamos deseando que nos cuentes
tu historia, Shim, y nos hables de Dios, los libros
y el tiempo de los antepasados. Vayamos en seguida.
Sad la compañera espera retenerle con su queja:
—Espera todavía. Es demasiado pronto. Apenas
has tenido un instante de paz. Estás débil, amado.
—Es necesario que el destino se cumpla: vayamos.
Es fuerte la embajada. Todos quieren marchar
y es preciso ordenar, tajar, cumplir. El Navarca
viaja para conocer su Estado, razón nunca sentida.
Los padres de las tribus formulan sus reparos.
Elio pide y Kalr ofrece, mientras Brisco prepara
provisiones y Luxi escoge sus cilindros. Al cabo,
Mons bendice y el cortejo viaja. Son muchos y van
alegres, menos Sad, que llora mientras Dina consuela.
Van con ellos hasta el primer descanso. Se despiden
y la Nave se abre como una fruta rota. Pronto cesan
los adioses y los audaces callan su jactancia.
Comprenden de repente que todo es diferente,
que todo está empezando con una nueva fuerza.
Y temen, y esperan, y miran con ojos de asombro temeroso.
Ya bajan las simas profundas, ya cruzan desiertas
callejas. ¿Es posible cantar la inmensidad dormida?
¿Acaso es aprensible la soledad furiosa? ¡Temed!
¡Qué densas las tinieblas! ¡Qué triste la callada
profundidad perdida! ¡Qué grande la grandeza
del silencio dormido en la memoria! ¡Callad y amad!
Aunque Shim y Luxi tienen de la luz el secreto,
apenas lo utilizan. Solamente, para indicar el regreso,
iluminan un punto en la distancia, un hito del recuerdo.
Un nuevo puente nace, una sombra se ahuyenta.
El Navarca apenas habla, parece obsesionado.
Atiende a los rumores y rompe las tinieblas.
Hace abrir las cámaras cerradas. En muchas se ha podrido
una oscura materia; en otras, la soledad las colma.
Las máquinas enormes extienden sus murallas,
sus nidos de metal y negra pesadumbre. Están mudas,
apagadas, corrompidas. Son calles ellas mismas
con sus propias paredes. El Navarca no quiere
examinarlas y busca solamente las máquinas pequeñas.
A la luz de los falux la escena es deprimente
y cuando estalla la luz de los antiguos, la soledad
espanta. El hombre es muy pequeño, y muy torpes
sus manos. Ningún jardín, ninguna fuente, ningún grito
de niño. Todo son almacenes, centrales, baterías
y cavernas de acero. El vértigo se asoma
al borde de los huecos oscuros. En cámaras pequeñas
se adivina el humano; entonces, Elio y Shim la encienden
y buscan sus tesoros. Hablan bajo y guardan piezas
de ignotas maquinarias. Llega el primer descanso.
Kalr dispone sus guerreros para montar la guardia.
La soledad es plena, pero ha nacido un miedo
cuyo nombre se ignora, un miedo a los vacíos
dejados por el tiempo, al eco que gotea en las simas
calladas, al viejo recuerdo sin memoria cercana.
No es posible bajar más la pendiente, termina
la escalera. Los planos son muy bellos. Encendidos
colores y alfombras engomadas, enseres desconocidos
y símbolos colgados. El Navarca medita:
—Es el plano de la entrada. Hace setecientos años
se cerró. No es eso lo que importa. ¿Dónde está
la puerta? ¿Se abrirá otra vez? ¿Podremos contemplarlo?
Mi sueño me consume. Si el alma de la Nave
abriera sus dinteles, si la puerta se abriera,
nuestra enorme aventura habría terminado. Deseo
terminarla. Anhelo ese momento en que una luz distinta
asombre nuestros ojos, en que la voluntad dormida
de la Nave cerrada levante sus fronteras y diga:
«Salid. Terminó la enorme desgracia de los siglos,
el secuestro del hombre. Habéis sobrevivido
y conservado la fe. Sois dignos de ser llamados
los hijos de la Tierra. Salid. Afuera esperan
la luz, el aire, la fuente y la montaña, los soles
presentidos y la llanura cierta de un mundo
sin cavernas, sin vértigo, sin máquinas. Salid.»
Así dijo, y lloró. Sin entenderle, lloraban a su lado
los hijos de la Nave. La puerta no se abrió.