En el recinto esperan los padres de nosotros
con el Navarca al frente. El cortejo, ha tiempo
que ha salido de las cubiertas kros. Iluminó
el Navarca con luz de antepasados el camino elegido.
El milagro se hizo, cuajando claridades y alejando
tinieblas, creando en las tinieblas un sendero
de luces, un túnel encendido por do pasará el cortejo.
—Dime, Mons, ¿qué materia estoy pisando, que cruje
bajo mis pies? ¿Qué son esos promontorios, esos
signos, esas negras envolturas, esa cruz?
Es Shim el que pregunta, desde tiempo asombrado.
—Se llama tierra, y debajo están los muertos.
El asombro del Navarca apenas tiene respiro:
—Bien dije que vuestro pueblo tiene sencillos
secretos para asombro de mi mente. Habrás de explicarme,
Mons, lo que encierra tu familia. Presiento
una soberbia grandeza escondida en tu negrura.
¿Tierra dices? ¿La hiciste tú? ¿La creaste
cual Luxi sus cilindros? Responde pronto, levita.
—No es mía la palabra ni recuerdo su origen.
Pero es tierra y no ha sido creada en esta Nave.
Es todo lo que sé, o mejor quizá debiera decirte
que es un secreto antiguo, de los antepasados.
Dijo, y calló, dejando que el Navarca meditara lo dicho.
—Ya entiendo, Mons. Es suave y tan sencillo
como cerrar los ojos. Es tierra de la Tierra
y los antepasados querían que en la Nave hubiera
una preciosa semilla del planeta. Querían una
morada de descanso, un último reducto de la añorada
Tierra. Lo entiendo, Mons, y me duele el recuerdo,
la fe de aquellos hombres que crearon la Nave.
Querían en su muerte volver a las praderas,
al río, a la montaña, al viento y a los mares;
querían mantener el hilo del recuerdo, el fuego
de los días y el manto de la noche, la lluvia
y la tormenta. Y se llevaron tierra. Llenaron
con su tierra un vasto cementerio. No hagas caso
si lloro. Hazme un favor. Toma un puñado de tierra
y guárdalo en mi vestido. Gracias, Mons, y dime ahora
las razones de tu oficio. ¿Acaso tú presentiste
el deseo de los hombres de ser un cuerpo sin tierra
en la hora de su muerte? Lo hicieron como un retorno
a la inmensa lejanía. Fueron sabios, eran hombres.
Se escuchaban a lo lejos cantos de las plañideras
y un eco de pasos golpeando los metales, latiendo
por el sendero de luces abierto en la Nave entera.
—Yo no sabía, Navarca, la razón que tú has contado.
Mi familia vivió siempre cerca de los enterrados
y su muda presencia nos grabó. ¿Quiénes eran los
callados, los dejados tan a solas? Estudiamos
su presencia. Supimos que la muerte no es eterna,
que es un sueño prolongado, un descanso, como dices,
a la sombra del pasado. Y que los cuerpos enteros
están mejor preparados al recuerdo y la memoria.
Espero que tú me enseñes, Navarca, ¡no me defraudes!
Un hombre no puede ser de materia aprovechable,
como los kros lo demandan revertiendo los cadáveres.
Tal es mi ciencia, Navarca: apenas un vago impulso,
un sueño, un duelo de eternidades. Y ayudo, desde
mi angustia, a los dormidos, que un día despertarán.
Llegaron los primeros cilindros encendidos,
los inquietos varones de la familia kros,
los viejos compañeros del fallecido jefe.
Levitas ayudantes los fueron ordenando, colocando
en hileras, al tiempo que cantaban liturgia misteriosa
y el aire exorcizaban con signos de la mano.
Llegaron los mancebos que portaban al muerto
en unas angarillas de púrpura y dorada cubierta,
seguidos por los gritos de las hembras lloronas;
llegaron los guerreros, los kros vestidos de blanco,
los wit vestidos de negro; llegaron los asombrados
ancianos de los Consejos y una legión de criados.
Mons, con la cara afilada y los ojos encendidos,
se detuvo ante el féretro en tierra depositado.
Levantó sus brazos, cantó un saludo y pidió
la paz para el bien llegado. Levantó unos atalajes
y una cámara pequeña descubrió su entrada franca.
—Ésta será tu morada, Mei-Lum-Faro, Señor
de las superiores cubiertas de la Nave.
Cuidaremos tu cuerpo para que se guarde entero,
pintaremos tus manos, tu cara, y en torno tuyo
tus símbolos guardaremos. Los artistas funerarios
llenarán estas paredes con la historia de tu paso
por la Nave. No perderás tu materia, ni tu
sangre, ni el recuerdo de tu nombre. Los espíritus
del sueño visitarán tu recinto, aprenderán
tus signos y apuntarán el día de tu renacimiento.
Sabrás entonces quién eres, lo que fuiste y serás.
Conservarás tus joyas, tus lienzos, tus mujeres
si ellas quieren venir a tu morada. Descansa en paz.
Se apagaron las luces, excepto los cercanos
residuos amarillos de un fuego terminado.
Cantaron los levitas. Mons dio luz temblorosa
a pequeña vasija. Un artista avanzó y un signo
dorado creció en la pared blanqueada. Primero,
el nombre… Callaron los levitas, y Mons habló:
—Espíritu del sueño, acoge en tu morada al dueño
de la Nave. Estaba cansado y dijo: Quiero dormir.
Sus ojos están cerrados y su boca callada.
Se le escapó del pecho la voz que lo animaba;
pero tú sabes que nada se ha perdido, que la materia
aguarda. Déjale descansar. Déjale descansar.
Dijo, y calló, al tiempo que cerraba la entrada
a la cámara y la luz renacía y el canto se alegraba.
Unas mujeres danzaron cubiertas de negros velos,
cerrados ojos y boca, callados los instrumentos,
más lejano en cada instante el eco de los eternos
corifeos de la Nave. Todo era negro y oscuro,
todo tristeza y silencio, todo presagio y sustento
de ignorada eternidad. Sonó lejano un metal
de sencilla melodía, golpe y sonido quebrado,
latido apenas cantado de un ritmo buscando origen.
Salió un tropel de muchachas vestidas de blanco y oro,
como un gritar de esperanza, como un renuevo
de aire, mientras callaba el metal y volvían los levitas
a cantar sus melopeas. La voz de Mons predicó:
—Volverá después del tiempo a renacer la blancura
de las cosas iniciadas. En tu morada escondida, aguarda
Faro la callada señal de tu despertar. Un mensajero
vendrá liberando tu dormida materia y volverá
tu memoria a recobrar el pasado para jamás perecer.
Así dijo, y calló, y se encendieron los falux
y se acallaron las palabras de la muerte, y volvieron
los sonidos de la vida en boca de los humanos.