6. LA EMBAJADA

Do va la embajada, diez hombres y su capitán.

Ya cruzan los campos oscuros y suben las rampas

de acero y tiemblan las luces de los portadores

—mintiendo el que diga que es por temblar ellos—;

quizá no comprendan lo que intenta el Navarca

y el miedo de diez siglos les suba a la garganta,

mas tienen el orgullo de estar siendo testigos

de un hecho singular. Caminan en silencio, pero

pisando fuerte y hondamente pensando. Atrás quedó

el reducto de Kalr y sus guerreros, las cámaras

oscuras, las fronteras creadas y el ruido sin nombre

de la Nave. Es penosa la marcha por tantos escalones

algunos destruidos por manos defensoras. Shim

no puede asirse a los metales y su pecho es más

débil, pero sonríe y marcha delante del cortejo.

Kalr el guerrero detiene al Navarca y le dice:

—No entiendo lo que pasa. Hace ya tiempo que estamos

en campo enemigo. No vemos a sus hombres y tienen

sus luces sin guarda. ¿Será el cebo de la trampa?

Dijo, y se detuvo, esperando el consejo de Shim:

—Tampoco yo comprendo. Recuerdo estos jardines,

la rampa con raíles y el plano discontinuo

de aquellos almacenes. Recuerdo haber buscado

señales del pasado y haber visto guardianes.

Sigamos adelante. El Fórum no está lejos y allí

estarán los hombres. ¿Trampa, dices, hermano?

Presiento una desgracia mejor que una mentira.

Dijo, y calló, tomando nueva marcha por el plano inclinado.

Do va la embajada, diez hombres y su capitán.

La luz es poderosa, tremenda e insufrible para

los ojos wit. Los falux son apenas la línea

de una sombra. Derraman las pupilas el agua de

sus cuencas y deben las cabezas mantenerse abatidas.

El corazón apenas puede sostener su latido.

Entonces, aparecen los hombres elegidos, los dueños

de la Nave, los kros envanecidos. Kalr recela

y busca las armas que no tiene. Mas ellos tampoco

van armados. Se apartan en silencio y dejan

pasar al grupo mensajero. Arregla Shim el manto

y sigue su camino sin volver la cabeza.

Crece el silencioso gentío. Los wit van caminando

entre filas de kros. Nadie pregunta o habla

ni Shim parece requerirlo. Los ánimos se turban.

Los falux encendidos son signos de la raza

y caminan erguidos. Ha cambiado el ozono y cumple

la embajada. Al fin se llega al hueco de una plaza

y allí espera un grupo de notables. El Navarca

sonríe y su andar encamina al bando que aguarda.

—Salud, Aro, ¿no recuerdas al Hombre de Letras

que contigo aprendía ajedrez y fue castigado

por Faro? Yo pedí la tregua y traigo la embajada.

Dijo, y calló, esperando respuesta de Aro:

—Te recuerdo, Shim. Algunos cautivos y espías

han dicho una rara aventura. Como Abul has amado

a una blanca y has sido elegido Navarca

del pueblo escondido. No puedo creerlo y espero

lo niegues, aunque sin duda su amigo sí eres.

Así dijo Aro, y calló, y nuestro Navarca explicó:

—Es cierto. Aro. Es larga la historia y el tiempo

pequeño, mas te diré en seguida la sencilla verdad:

los padres de las familias me hicieron Navarca

y el pueblo wit me quiere. ¿Dónde está Lum-Faro?

—En buena o mala hora vienes, Shim; ¿por el Señor

preguntas? Ven conmigo y podrás contemplarlo.

Dijo, y calló, señalando un testero cercano.

Sorprendido, el Navarca de Aro siguió el gesto.

Se apartaron las masas, quebró el silencio un suave

murmullo y el corto camino quedó rebasado.

Sobre un juego de lienzos, oscuros y amarillos,

sobre un dosel de plata, tendido y consumido

un hombre kros, un muerto, un inaprendido residuo

de la vida: apenas nada. Y aquel muerto había sido

el dueño de la Nave. Mei-Lum-Faro, el nunca visto

del oscuro cantor, nunca visto y sí temido.

Y ante la vaga sombra de su oscura querella

en Shim temblaba inerme el sincero recuerdo

prendido en la memoria, o acaso reviviera

palabras ya perdidas, o estuviera olvidando

el perdido pasado. Pasó muy lento el tiempo

y todos esperaban el fin de la embajada,

cortejo al fin cumplido delante del cadáver.

—Mei-Lum-Faro, no puedes escucharme y acaso

no supieras mi anunciada llegada. Traía conmigo

el olvido, la paz y un cauce recobrado de la Nave.

¿Por qué no me aguardaste, Señor de las abiertas

ventanas al Espacio? Yo no soy enemigo, ni quise

tu desgracia. Te lloro con tu pueblo y espero

que tu sombra me vea y admita mi tristeza.

Venía con los hijos de las siete familias

a darte mi embajada. La cumpliré, no obstante,

y la diré a tu pueblo: los wit no quieren guerra

y yo soy su Navarca; los wit no son el pueblo

maldito que creías. Están naciendo ahora y su vigor

les viene de una rara virtud: haber sobrevivido.

Y debes entenderme: su esfuerzo es necesario.

La Nave es muy pequeña para dos enemigos;

borremos las fronteras, quememos el pasado

y empecemos ahora la nueva coyuntura, y…

Así estaba diciendo cuando Aro le detuvo.

—Basta, Shim; no era querido, ha muerto y hartos

problemas dejó. Háblanos claro a los vivos.

¿Quién eres para hablar en nombre de los albinos?

—Soy Navarca y ante Faro he rendido mi embajada.

—Faro ha muerto. Ya lo has visto y le has hablado.

¿Esperas que te responda, Navarca de los albinos?

—Responde sin arrogancias, Aro; respóndeme como amigo.

¿Quién será nuevo Señor de los kros y sus dominios?

—Vayamos fuera de aquí. Son delicadas razones.

Perdona, Shim, el recelo; la causa es tan evidente

como increíble tu anuncio. Navarca, ¿qué significa?

Dijo, y pidió paso franco a los callados testigos;

callada, sí, y apagada muchedumbre sin pasión,

bocas sin lengua, ojos sin brillo: raza extraña

sin vigor y sin palabras, como su luz sin calor.

Antes de ir, miró el Navarca al cadáver; luego

marchó, y tras él fueron los hombres de su embajada.