2. LA PROCLAMACIÓN

Volvieron las familias al Ring agrupadas.

Al frente, sus padres vigilan, las hembras apartadas

cual manda la costumbre. Los ancianos sonríen

y el ciego Abul escucha sorprendido. En el centro,

callado, Shim espera. Se han juntado los símbolos.

Mons sonríe, Kalr mira sus armas, el tenaz Elio

medita, mientras Hipo arregla sus vestidos. Brisco

suda e Ylus se levanta esperando y pidiendo silencio.

—Audición y silencio. Ylus está hablando y anuncia

la nueva de este día. Pueblo wit, escucha al padre

de los símbolos. Nunca sino ahora habían los albinos

juntado sus familias. Estábamos unidos, pero cada

familia vivía en su cantón, alejada y temiendo.

Había de llegar el mensajero, que siendo como nosotros

no fuese como nosotros, que siendo para todos

no fuese para ninguno. Estaba anunciado. Las tribus

necesitan que un hombre solitario las ordene.

Necesitan al prudente, al justo, al recogido varón

que tenga fe en los ojos y el don de amar en ellos.

Necesitan al que no inspire miedo, pero tampoco

risa; al que no sea por joven alocado, ni por anciano

inmóvil; al que no inspire recelo al poderoso,

confianza al humilde, envidia al temeroso;

al que traiga la palabra de los tiempos perdidos

y un nuevo y fresco aliento al aire que nos llena.

Continuará la vida y las familias han de unirse,

ahora, no más tarde, cuando la unidora sea la más

fuerte bajo el peso de las armas. Las familias

han de unirse siendo iguales, cuando es tiempo

todavía para evitar la querella. Éste es Shim,

el esperado. Llegó en las sombras, con las manos

quebradas y tan débil que un niño lo venciera.

Tenía miedo; no sabía quiénes éramos nosotros,

pero estaba destinado por la generaciones y era

prudente y justo, iluminado y curioso. Me dijo

cosas nobles que me hicieron amarle y a las otras

familias les dio palabras justas al alma de su

oficio: consejos al guerrero, a Hipo normas suaves,

y al viejo Luxi un don que lo tiene enfebrecido.

Y nosotros, los que nunca obedecimos, cuando Shim

habla, soñamos, y cuando teme, tememos. Y para que

no falten los signos de la sangre, es el amado

de Sad, mi hija. Y digo: «¡Hagámosle Navarca!»

Así dijo, y calló, y Kalr, impetuoso, a su lado saltó:

—Me dio consejos sabios. La guerra no es tan sólo

la fuerza de los brazos; es también la cabeza,

la espera y el descanso. Shim me ha dado en norma

la prudencia de mi necesidad: Elio explorará.

Hipo cortará la sangre, Mons preparará mis muertos.

Si tus símbolos hablaron, Ylus, los míos también

dijeron que Shim es diferente. Quiero a Shim.

Shim no engaña. No desconfío de Shim y eso es todo.

Gritad, los mis guerreros: «Hagámosle Navarca.»

Dijo, y calló, y aullaron sus guerreros apoyando

su grito: «Hagámosle Navarca.» E Hipo se adelantó:

—¿Quién enseñó al mutilado la esencia de mi arte

cuando yo no la sabía? Dijo: «Si yo fuera curador

orgulloso estaría.» He meditado. Mi ciencia, pueblo,

es el consuelo de los hombres que sufren. Nunca

preguntaré a los que me demanden si son míos

o ajenos, ni causaré dolor innecesario. Enseñaré

mi ciencia al que se acerque a mí. Hagámosle Navarca.

Así dijo, y sus hijos cantaron: «Hagámosle Navarca.»

Y Luxi salió al frente, llevando un falux nuevo.

—Vivían los albinos en sus cámaras oscuras

y como cuerpos eran apenas sin palabras. Las ratas

nos mordían. Descubrimos la Luz. No vivirá más.

Shim la matará. Sin embargo, yo digo que otra luz

más nueva y fuerte nos iluminará: Hagámosle Navarca.

Dijo, y apagó su luz, acatando la nueva profecía.

Y Mons tomó el relevo de los proclamadores:

—Mi familia apenas sabe lo que en la Nave pasa.

Llevamos a los hombres más allá del olvido

y no sé bien por qué lo hacemos. Cumplimos, sí,

la norma de que volverá otra vida por donde

los muertos vuelvan a ser más de lo que fueron.

Shim tiene una norma: Dios. Yo la vislumbro y sueño

sin alcanzarla nunca. Espero. Hagámosle Navarca.

Y detrás de la máscara su voz acalló,

cuando Elio pidió la palabra en seguida:

—La Nave es una enorme caverna de aventuras,

y mis hijos lo saben. Somos ricos en huellas,

potentes en tesoros, enormes en constancia.

Pero no comprendemos la lengua de los signos.

Luxi rompió las sombras y dice que su luz

es vencida. ¿Tiene Shim la de los antepasados?

Si nos lleva adelante, si nos mantiene unidos,

curiosos y alados, yo digo: «Hagámosle Navarca.»

Así dijo, y calló, entregando una rueda.

Y Brisco, el calvo y divertido amigo del placer, cantó:

—Sabéis el signo de mis hijos. No riáis, hermanos,

que es razón poderosa la razón del instinto.

Mi familia es amor, y amor es cercanía. Nosotros

no reñimos. Y con voz del amor os digo la verdad:

Shim es amor. Tal es la mueca de sus tiernas encías

y el pasmo de sus ojos. Voto: «Hagámosle Navarca.»

Y, bebiendo en su taza, calló, anunciando su dicha.

E Ylus de nuevo salió para hacer la pregunta,

por todos ya esperada, por todos ya entendida:

—Los padres de familias han hablado. ¿Qué decís?

Vosotros, hijos de la sangre, ¿qué decís? ¿Qué decís?

Y el pueblo gritó: «¡Navarca! ¡Hagámosle Navarca!»

Los padres de familias vinieron al nombrado,

al Shim prudente y triste que callado se había.

Limpiaron sus vestidos, enjugaron su llanto

y dieron sus ofrendas. Era Navarca y sufría.

Lo que estaba naciendo pesaba. Levantó sus brazos

sin manos y al pecho los puso. Acató las palabras

oídas con gesto callado y sumiso. Abul sonreía,

y el pueblo wit gritaba: «¡Navarca! ¡Navarca!»