El cantón de la familia Tershi, más conocida por el nombre del padre, Brisco, era mucho más reducido y al mismo tiempo más amplio que el de las restantes familias. Amigos de lo ostentoso, de lo que halagaba sus sentidos, buscaban siempre las cámaras y capillas que tenían colgaduras o gayos colores. Había una zona en la Nave, al Sur, y en los pisos intermedios, que debió de tener un fin no especificado, o cuando menos perdido en las nieblas del tiempo, pero que no consistía en viviendas, almacenes o factorías del círculo de energía.
Desgraciadamente para ellos, la luz de los antepasados se había perdido —por ello la debieron abandonar los kros— y solamente los cilindros de Luxi la alumbraban. Era una zona hermosa, de planos asimétricos y colores vivos; las terrazas se superponían sin esfuerzo aparente y las naves eran pequeñas, con excepción de una de forma ovoide, cuyo techo y frontis estaba cruzado por una serie de cilindros transparentes, que incluso a la luz de los falux despedían unos destellos maravillosos. No podía distinguir sus matices, su colorido, pero sí el brillo fugitivo, que en tono gris parecía ceniza iluminada.
En tal nave ovoide, cuyas paredes ascendían sin el apoyo de ninguna columna hasta reunirse en la altura, formando dos focos elípticos, se reunía la familia dos o tres veces al día, para el reparto de la comida. Corrientemente las restantes familias recibían también las algas, las proteínas, los aminoácidos y los comprimidos de manos del anciano, pero no en una determinada porción de tiempo. Los wit, generalmente, eran sobrios para comer y desmedidos para beber. La familia Brisco era la única, dentro de las características tribales, que se reunía para hacer el reparto del alimento. No quería decir que después comieran allí mismo, sino que los compuestos químicos e hidropónicos eran preparados por las ancianas en las cámaras pequeñas de la familia.
Después de una breve estancia con la familia Luxi, a fin de conocer el secreto de los falux, que el anciano padre de la familia no había tenido ni siquiera escrúpulos en descubrirlo, después que le hubo semi-desvelado el de la luz de los antepasados, había vuelto con Sad, en la familia Ylus. Y luego, a fin de preparar una gran fiesta, en la que participaban todas las familias, había querido ser huésped de la familia Brisco.
Poco a poco iba entrando en la sencilla y vital personalidad de los wit; conocía a casi todas sus familias, únicamente le faltaban las familias Elio y Mons, de las cuales hablaban poco los restantes wit, y con reservas, presumía que por los importantes derechos que se habían sabido reservar —quizá los más importantes, aunque no comprendía bien qué podía significar la tarea de la familia Mons— sobre los muertos. Ylus se mostraba reticente cuando le preguntaba sobre ello. En cuanto a la ocupación y privilegios de Elio, fácil era comprobar la posición de éste, cuyos tesoros y descubrimientos en las zonas de la Nave podían interesar a todas las familias: a Ylus, cuando fueran símbolos; a Kalr, cuando fueran metales o armas, o a Hipo, como material para sus curas… Por unas causas u otras, podía asegurarse que los restantes padres de las familias no confiaban mucho en Elio, que parecía ocultar cosas para su política personal.
¡Qué variada estructura, la wit, dentro de su elemental sencillez, comparada a la monótona vida del pueblo superior! Los wit eran elementales, pero vigorosos; sus virtudes parecían defectos, y sus defectos, virtudes. En realidad, nunca se sabía cuándo empezaban los unos o los otros. Eran incapaces de unir lógicamente los cabos rotos de un relé, pero cuando descubrían —desde el origen oscuro de las cosas— la utilidad práctica de un objeto, o movimiento, o sensación, lo administraban con un riguroso sentido de la propiedad. La impudicia de las mujeres, hermosas, ágiles, llenas de vida, que los albinos achacaban generalmente a las hembras de la familia Brisco —y que en realidad afectaba a todas las familias— le tuvo preocupado mucho tiempo, hasta que encontró también la oscura razón del instinto. Un instinto de amor, de proximidad, de calor, en las noches eternas de las cuevas, en la promiscuidad constante de las pocas cámaras alumbradas que iban quedando en las cubiertas interiores, en la poca duración de sus vidas en contraste con el estallido vigoroso de su juventud.
Luxi le había explicado que los falux habían sido descubiertos casualmente tres generaciones antes, por un antepasado que dejó un trapo abandonado junto a un cojinete; aunque los servomecanismos (la deducción era suya) tenían circuitos automáticos de control cuando alguna pieza se recalentaba, aquel día el trapo se había encendido; el wit lo sacó y arrojó a una cubeta de grasa, quedando sofocado el fuego, pero endurecido el tejido. Más tarde, casualmente, otra vez, una mujer lo había usado para remover los hierros al rojo que usaban para preparar la comida. Y el tejido había ardido, despacio, durando cuatro o cinco veces más que otros tejidos quemados. Así empezó, y luego, en incontables sueños, las pruebas, una y otra vez, hasta encontrar la forma de que la grasa se adhiriera al tejido, hasta solidificar la grasa, hasta redondear los cilindros. Las mujeres se reían y aplicaban al esfuerzo de sus hombres el sentido fálico que sabían los diferenciaba y los unía. El falux era calor y luz, alegría y consuelo. Indudablemente, los antepasados no habían considerado la posibilidad de que su luz, luz actínica, obtenida descomponiendo ciertos elementos bajo la presión de la energía eléctrica, se acabara alguna vez. En cierto modo, tenían razón: sus instalaciones eran prácticamente indestructibles, y en cuanto a energía, la Nave era un círculo constante de ella. Lo que no podían prever los antepasados era el fracaso de sus descendientes, provocado por su mismo fracaso; no podían prever el Día del Desengaño, y, sobre todo, el Día de la Ira. Y más tarde, cuando la población humana de la Nave casi llegó a un límite imposible, rotos todos los deseos de seguir viviendo.
Pensando con lógica, con curiosidad, intentando penetrar el secreto de las cosas, descubrían que el secreto era sencillo. Pero para llegar al secreto era necesario, cuando menos, acordarse, acordarse siempre, de que la Nave era el producto del esfuerzo y el talento de los antepasados. Pero esto era pedir un imposible. Podía la existencia de ciertos símbolos inducir a pensar en una fuerza extraña, podían las leyendas y recuerdos remotos hablar de los antepasados…, pero la Nave era una fuerza demasiado potente, demasiado cercana, demasiado acogedora.
Sin embargo, ¡era todo tan sencillo…! La luz tenía un secreto tan ingenuo como poderoso. Los antepasados, ciertamente —y ello podía haber sido descubierto por los wit, que apagaban sus falux cuando no los necesitaban— tenían que haber considerado la posibilidad de encender y apagar sus luces. Y así era. La instalación estaba oculta en las múltiples formas ornamentales, limpias y lineales como ángulos abiertos, y la voluntad de utilizar o no el alumbrado quedaba delegada en la única parte visible de la instalación: un cuadrado en la pared, casi siempre junto a las puertas de entrada, apenas una plaqueta, un tono de color más oscuro o más claro, que respondía al simple tacto. Tan elemental como aspirar el aire. Sin embargo, los hombres de la Nave lo habían olvidado. ¿Acaso no habían olvidado también que respiraban? Era fácil, y terrible al mismo tiempo, imaginarse el feroz abandono de aquellos seres de las primeras generaciones, buscando instintivamente la luz, dejando la luz siempre encendida, siempre presente como una ligadura a un pasado cada vez más lejano; era fácil y terrible imaginarse la hermosa, pero feroz luz de los antepasados dejando sin sombras ni matices los corredores, y, en ellos, los humanos deambulando. Y luego, con el transcurso del tiempo, un tacto equivocado, un golpe cualquiera… Era más fácil ir a la cámara vecina, era más fácil huir…
Brisco, obeso, calvo, sonriente, apenas se movía en todo el día de su cámara, reclinado en un lecho extraño y suntuoso. Brisco tenía muchas mujeres, pero el paso del tiempo había limitado su fogosidad. A veces se enteraba de que alguna de ellas amaba a un varón cualquiera; no se inmutaba, dejaba hacer, y de cuando en cuando llamaba a la ingrata para que le calentara el lecho. Tenía muchos hijos. Era el padre de la familia y nunca mejor dicho. Toda la familia era suya. Cualquiera de aquellos varones habría de sucederle. Brisco mismo, cuando se aburría, hablaba de sí mismo y los suyos. Lo llamaba junto a su lecho y le explicaba, siempre de igual forma, las características de sus mujeres. Las mujeres eran importantes en la familia Brisco. Ellas, cuando un padre de la familia moría, eran las encargadas de elegir su sucesor.
—Eligen siempre al que más capacidad tiene de amar. ¡Oh, no creas que me estoy burlando, o que estoy cantándote mis hazañas amorosas! Es así, y así sucede. Y creo, Shim, que hacen bien. Dime, kros frío e insensible, ¿qué piensas?
—Pienso, Brisco, que si la familia de los guerreros busca a su padre entre el más valiente y cruel, preferible es buscarlo entre el amador mejor. Pero, dime tú, Brisco, que tanto has amado, ¿qué es el amor?
Brisco se embarcaba en unas explicaciones reiteradas y sencillas. Ante ellas sentíase confuso y turbio. Por lo visto, el humano era un ser tremendamente complicado; el humano podía amar a los símbolos, a sus actos, a sus trabajos, a sus sueños. Y también, claro, a sus mujeres. El amar a las mujeres parecía sencillo y producía un placer físico inmediato. Para los wit, por lo menos para Brisco, era tan natural como sencillo, más sencillo que tomar una fruta de los jardines hidropónicos, donde el control riguroso de los primeros tiempos se había convertido en una naturaleza no menos rigurosa.
Realmente, la familia Brisco no hacía nada, no servía para nada; ni buscaba tesoros como Elio, ni guerreaba o guardaba fronteras como Kalr, ni curaba como Hipo. Se limitaba a existir. Era la razón, quizá, de la existencia misma del pueblo wit; sus mujeres no eran, en modo alguno, más bellas que las restantes mujeres blancas, aunque sí más alegres, más armoniosas, más poseídas de una importancia que… consistía en no hacer nada. Llevaban sus harapos con elegancia, con una desenvoltura eficaz para descubrir lo que pretendían cubrir. Caminaban erguidas, serenas, como si tuvieran conciencia de ser diferentes. Los cabellos, largos, sedosos, a cuyo cuidado dedicaban mucho tiempo, les bajaban por la espalda hasta casi la cintura. Sabían, sobre todo, permanecer juntas, y poseían una increíble capacidad para insultarse ferozmente durante unos instantes y besarse en los siguientes. Sad, que no había querido abandonarle, contemplaba a las mujeres de Brisco como fascinada, intentando a veces adoptar sus posturas. Se reían ante sus esfuerzos, y la muchacha se enfadaba.
Las mujeres de Brisco deambulaban libremente por la Nave, pero se reunían siempre a las horas de la refección, en la cámara ovoide; amaban a sus cachorros de manera estrepitosa y tenían ante ellos y para ellos un lenguaje que ni siquiera él podía interpretar. Cuando el amor a sus hijos —y no podía adivinar cómo cada una podía distinguirlos entre sí, siendo tan parecidos— las ocupaba, rechazaban áspera y crudamente al varón que se les acercaba. Por lo demás, no parecían tener otra ocupación que reír escandalosamente, batir las palmas de las manos con cierta armonía y dedicarse a los pequeños robos. Al llegar la noche, la familia se dispersaba. Prefería no meterse en averiguaciones, y él mismo buscaba una cámara solitaria, donde Sad se apretaba contra él hasta quedar ambos dormidos.
Apenas tenía tiempo para reflexionar sobre el lazo que le unía a la muchacha Ylus. Se sucedían, ciertamente, días tranquilos, amables; pero lo eran únicamente en apariencia. Sad significaba un lazo, una sensación que a veces le llenaba de alegría y a veces le avergonzaba profundamente. Su mutilación le cohibía tanto que hubiera preferido estar solo. Sad, callada —por lo menos en comparación con las mujeres de Brisco—, le atendía siempre, le introducía la comida en la boca, le limpiaba la cara, le colocaba y lavaba las vestiduras. Sad era suave y triste; apenas hablaba, pero escuchaba sin cansarse. En ocasiones llegaba a imaginarse que estaba inscribiendo en un Libro humano, sensible, donde las palabras eran tímidos latidos de la memoria.
Algunas muchachas de Brisco venían a su lado, cuando Sad no estaba, a ofrecerse, a besarle. Se las quitaba de encima sin enfadarse, agradeciendo en lo íntimo aquella prueba de aceptación; no era imposible irritarse contra aquellos animalitos, hermosos y orgullosos; pero no las deseaba, y así lo decía. Las muchachas no se enfadaban tampoco. Ni Sad. Realmente, eran muy pocos los rencores en aquellas cámaras de la familia Brisco, aunque fueran muchas las escandalosas peleas. Era sencillo y fácil vivir así…
Brisco, indudablemente, estaba preocupado. Se acercaba el día de la fiesta, y las mujeres cocinaban grandes cantidades de unos pastelillos dulces y agradables; otras, cantaban y se movían con cierto ritmo, muy diferente al que la familia Kalr imprimía en sus reuniones, jugando con sus vestiduras… Pero Brisco no estaba contento. Era tan transparente como una lámina de cuarzo.
—¿Qué te falta, Brisco?
—Se acerca la fiesta, y apenas podré ofrecer nada. Las cubiertas de arriba están cerradas para nosotros; no podemos robar tejidos; ni plantas, ni etilos para beber. ¿Qué puedo hacer, Shim?
—¿Necesitas hacer algo?
Brisco pareció enfadarse.
—¿Si lo necesito? ¿Quieres que Kalr se ría de mí y que Hipo se burle y que Luxi me niegue los falux?
—Perdona, Brisco, pero no olvides que yo no conozco todavía la importancia de tu familia. Porque tu familia es importante, ¿verdad?
—Muy importante, Shim; la familia más importante de la Nave.
—Así lo suponía, Brisco. Y dime, ¿qué hace tu familia?
Cierto como era calvo. Brisco no encontraba palabras para explicar debidamente la importante tarea de no hacer nada, de ser objeto y no ser nada, de amar y de seguir amando; nada, en total. Pero Brisco sacó el genio de la raza en un gesto altanero e ingenuo, en una mirada larga y amorosa a los rincones de la cámara, a las mujeres y a los muchachos…
—Las mujeres, Shim, cantan y bailan y saben ser dulces y suaves. Y cuando están con nosotros, los hombres de Kalr no se encuentran tan diferentes de los hombres de Mons como cuando se encuentran en una rampa. Los divertimos, creo, aunque te aseguro que me importa muy poco que se diviertan…
—Entonces, Brisco, ¿por qué estás preocupado?
Brisco amplió su gesto de pesadumbre.
—Mi padre, hermano Shim, me enseñó algunos juegos de magia. Pero ya los conocen todos: sacar una espada que eche chispas por la punta, cambiar el color del agua, andar por el aire… Ésta es la cámara de los juegos. Mi padre me decía que tenía una magia muy buena, pero que sólo se hace una vez por generación. He intentado saberla y he preguntado en voz baja en los rincones, como es costumbre, según sabrás, pero nada he conseguido.
—¿Y cómo es la magia, Brisco?
—¿Puedes ayudarme?
—Te pregunto solamente que cómo es la magia.
—No me hables alto, Shim; no olvides que soy el padre de la familia —gruñó Brisco.
—Está bien, callaré.
—¡No! Espera, Shim. Tú eres mi padre, mi hermano, mi hijo…
—¿Cuál es la magia?
—¿Por qué tienes tanta prisa?
—No la tengo. La tienes tú. De un momento a otro vendrán las familias…
—¡Es verdad! ¿Qué puedo hacer, Shim?
—Decirme de una vez lo que a ti te dijo tu padre.
—Es un secreto. No puedo decirte los secretos de la familia.
—Yo tengo, Brisco, secretos mejores que los tuyos. Me voy con Sad, padre de la familia, y luego me iré con Ylus.
Poco después acudió Brisco a la cámara, completamente deshinchado.
—Mi padre me dijo —comenzó de mala gana— que esta cámara tiene chispas de colores. El techo y las paredes se queman sin quemarse, y se vuelven azules y luego color de tierra y muchos otros colores, como los que tienen algunas cámaras…
Intentó recordar furiosamente; la cámara ovoide, indudablemente, no era residencia, ni almacén, ni fórum. Dada la estricta economía de la Nave, debía obedecer a un fin, a una regla en desuso, quizá para entretenimiento, para alguna emoción estética, que el instinto de la familia Brisco había olfateado, pero no descubierto. Uno de los cronistas de la Nave citaba como su distracción favorita los conciertos lumino-sónicos, en la cámara que él llamaba «Lusó» y se quejaba de que los habitantes de la Nave iban perdiendo la afición a tan hermoso espectáculo. Y es —decía— que la constante luz nos está cegando para los colores. Yo mismo necesito estar dos horas en la oscuridad para quitármela de encima y poder luego emocionarme. La profusión de tubos, planos, espirales y superficies que adornaban el techo y parte de los murales de la sala, sobre los cuales había creído sorprender unos bellos reflejos a la luz de los falux, ¿tendría alguna relación con lo que Brisco decía? En todo caso, el origen de todo estaba en la luz. No había querido descubrir a Brisco, ni a ningún otro padre de las familias en realidad, con excepción de Luxi, el secreto de iluminar las cámaras a voluntad; era un secreto demasiado importante, de una importancia política y humana excesiva para los vitales pero elementales wit. Incluso dudaba en llevar a Brisco, indolente y vicioso, al resorte mágico de la luz. Intuía un mal, cuya potencia y origen no podía descarnar.
Pero otra raíz de su sentido político le indicaba que Brisco podía convertirse en un aliado, en un amigo. Recordó brevemente cómo en cada visita a las familias había debido de enseñarles algo, o descubrirles un aspecto humano de sus vocaciones.
—Brisco…
—Ése soy yo.
—¿Puedes hacer que las mujeres y los niños se vayan de la cámara?
—¿Para qué?
—No preguntes.
—¿Es necesario?
—No has empezado, y ya estás dudando, Brisco; ¿por qué me llamas, entonces?
No fue fácil ni rápido expulsar de la cámara a la chillona y vociferante familia. O Brisco conservaba poco poder, o era costumbre familiar desafiarle con injuriosas alusiones a sus funciones varoniles. Brisco sudó, gritó hasta quedar ronco, lloró a veces y prometió un reparto de telas. Por fin quedó la estancia vacía, con unos cuantos falux arrimados a las paredes. Ayudado por Sad, con el nervioso Brisco como testigo lloriqueante, examinó las paredes. Le fue relativamente fácil hallar el cuadrado que encendía las luces actínicas, aunque dudaba mucho de que un solo resorte pudiera provocar otra cosa que una iluminación uniforme. Lo pulsó con el muñón endurecido, sin avisar a Brisco, irritado por su chinchorrería. Suponía el efecto que habría de producirle y deseaba saber si era posible acallarle. El resultado superó sus cálculos: un chorro de luz se abatió sobre ellos, casi con fuerza de vibración; Brisco y Sad cayeron al suelo, entre agonías de cerebros torturados, y él mismo quedó sofocado y ciego como si la luz hubiera nacido en sus mismos ojos. Se tambaleó y huyó, como le fue posible, con la única intención de apartarse de aquel infierno, aunque sabía la inutilidad de su huida.
Sin embargo, lo imposible fue hecho: el chorro de luz era verdadero y la intensidad se reducía alejándose de su centro. Desde una distancia de ocho o diez pasos pudo dominar el deslumbramiento y percibir cómo la luz se iba diluyendo. En el centro del horno lumínico, Sad y Brisco se retorcían atrozmente iluminados.
Dudó algún tiempo en adentrarse nuevamente en la luz, temiendo quedar preso en las redes, como antes; pero una sencilla deducción le enseñó que los antepasados no hubieran creado una luz imposible de resistir. Era una luz diferente, dirigida, en vez de la uniformemente repartida que había en las restantes cámaras. Con ella, la estancia quedaba fortísimamente iluminada y, vista desde alguna perspectiva, la luz se recortaba nítidamente formando un hexaedro irregular, con varios planos en profundidad. El resto de la cámara apenas se beneficiaba con alguna penumbra. Y dedujo que la estancia se iluminaba parcialmente. Todo era cuestión de ir encontrando resortes.
Sad, llamándole, le sacó de sus reflexiones. Era una llamada angustiosa, con el terror de muchas generaciones en su eco. Se lanzó al foco y pulsó el resorte. La oscuridad le pareció doblemente densa y quedó verdaderamente desorientado, con el único asidero de unos falux ardiendo a lo lejos. Sad le abrazó las rodillas, y Brisco, sin levantarse, unificó sus gemidos en uno largo y potente que pareció dejarle vacío.
Dejó que se tranquilizaran y luego les habló suavemente:
—¿Qué os sucede, amigos? ¿Os asusta el genio de la cámara? He sido yo quien lo ha llamado, Brisco, Sad amada; he sido yo, y es necesario que lo haga. ¿De qué modo, si no, podría complacerte, amigo Brisco, para que puedas ofrecer a tus huéspedes, las ilustres familias de la Nave, la más grande diversión de todos los tiempos? Pero date cuenta, Brisco, de que un genio de la luz es demasiado potente para que intentes comprenderlo. Yo no te digo que lo comprendas, ni siquiera que lo mires de frente. Cierra los ojos, inclina la cabeza y respeta su silencio. Pero no te asustes. El genio de la luz es mi amigo y no te hará daño…
—Te creeré si me lo dices así, ¡oh, mensajero! Pero reflexiona, Shim, que si tu genio hace lo mismo cuando la cámara esté llena con las familias, mucho me temo que el día de la fiesta los más fuertes maten a los más débiles, intentando escapar de tu genio.
—No dejas de tener razón, padre de la familia; pero también es cierto que apenas acabamos de empezar. ¿Quieres que sigamos buscando?
—¿Qué buscas, Shim?
—Creo que el genio de la luz hace mucho tiempo que está callado y desea cantar. Vamos a buscar el cantar de la luz.
—¿Puede cantar la luz?
—Tú mismo has seguido su voz más poderosa. No temas; tiene otros registros más suaves. Si me ayudas, podemos preparar una hermosa canción que recobrará para ti el prestigio de tus mejores días.
Brisco, subyugado, se levantó y hasta pareció recobrar el don natural que hacía de los padres de las familias auténticos jefes de su pueblo.
—Estoy dispuesto, Shim.
—¿Y tú, Sad?
—Iré adonde tú vayas; haré lo que tú hagas y esperaré cuando tú me digas que espere.
La cámara rebosaba de seres. Allá eran las familias, agrupadas, uniformes, dejando sentir en su masa el germen de la diferencia; los guerreros de Kalr habían llevado sus cortas lanzas y sus escudos cromados, y, agrupados, separados de sus mujeres e infantes, aparentaban una belicosidad que su jefe vigilaba desde el lugar preferente de los padres de las familias; los trabajadores de la luz habían acudido llevando falux especiales, pequeños, de escasa luz, pero multiplicados por cada niño, mujer y varón; y los hombres de Hipo, el curandero, tenían sus mujeres y niños agrupados en el centro, con los varones ofreciendo a los wit reunidos su sabiduría, bien para sacar una muela, bien para aliviar un estreñimiento; y eran también los silenciosos y sombríos mons, con sus negras —más negras— vestiduras, observando y callando; y eran las altaneras y jocundas mujeres de Brisco, dejándose pellizcar los muslos y ofreciendo sus labios; y eran los símbolos de Ylus, en manos de sus varones, en despliegue de riquezas; y eran los curiosos y tenaces hombres de Elio, ofreciendo nuevos tesoros a la curiosidad de las tribus…
El resultado del trabajo de cuatro ciclos de ozono iba a ser expuesto, sin que él, su descubridor, se hubiera repuesto todavía de su asombro. Había sido un trabajo abrumador, de locura, exponiendo el espíritu a tantos y tan encontrados contrastes que parecía mentira hubieran podido resistirlo. Brisco había terminado en un ser silencioso, tan profundamente afectado, que semejaba haber envejecido muchos ciclos. Sad, como siempre, le miraba y obedecía ciegamente.
Y habían trabajado, sin comer, sin descansar, mientras en los corredores la familia de Brisco aullaba ante aquella incomprensible interrupción de sus costumbres. Un tiempo dilatado subiendo y bajando planos, escrutando espejos, pulsando desniveles, probando al tacto y al instinto todo posible resorte. Un trabajo decepcionante muchas veces…, hasta descubrir, en una concavidad frontal, bajo un cristal opaco por un lado hasta semejar ser material idéntico a las restantes paredes, pero translúcido por la otra, hasta dejar ver el más mínimo detalle de la sala, un extraño aparato, una meta, una clave, uno de los tantos servomecanismos tan familiares como inexpresivos. Lo único que diferenciaba el mecanismo hallado eran sus dientes —como los había llamado Sad, con indudable fortuna—; unas superficies pequeñas, blancas, increíblemente suaves al tacto, colocadas simétricamente en varios niveles, en hileras. Al tocar una de ellas, un relámpago de color había brotado en la cámara repercutido en los espejos, recogido en las aristas de los poliedros, enroscado en los filamentos invisibles de unos adornos inconcebibles. Aquél era el secreto de la cámara, el cantar de la luz.
Y entonces, solos Sad y él en la concavidad oculta, viendo sin ser vistos, esperaban a que Brisco pudiera salir con bien del pequeño papel que le habían reservado. Cogidos de la mano, silenciosos, aguardaban. Ya se habían dicho lo que era necesario decirse: Sad pulsaría las teclas que promoverían la orgía de luces, siguiendo las indicaciones de él. El instante era trascendental. «Es la luz —pensaba— el origen y la fuerza de todo. Ahora es cuando empiezo a creer que la vieja Nave de nuestros antepasados nos está esperando, a nosotros, los hijos de los hijos que la crearon. Y creo que hay amor en su espera. Un amor indefinible, inmaterial, quizás hecho espíritu en su misma forma. Y bueno es que yo sepa si los hombres sabrán ser fieles a sus raíces.»
Y Brisco se levantó y dirigió al sitial ligeramente elevado que había en el frontal. Nadie pareció hacerle caso. El ruido era constante, bullicioso, dentro de una atmósfera viva, caliente, densa y cargada por las respiraciones y las luces de los falux. Brisco agitó sus cortos brazos y trató de hacerse escuchar. No consiguió nada y, a punto de desmoronarse, volvió hacia el lugar en que sabía estaban ellos, su rostro atribulado.
—Le ayudaremos, Sad.
Y pulsó con el muñón dos teclas, una, otra, y otra vez. Fueron tres chispazos radiantes, intensos, deslumbrantes; la luz cruzó la cámara de un lugar a otro y culminó junto a Brisco. Un aullido de asombro y terror les llegó, apenas amortiguado. Brisco volvió a levantar sus manos y entonces un silencio de muerte cruzó por la cámara.
—Escuchad, familias del pueblo wit. No temáis; Brisco os dice que no temáis. Os lo pide también Shim, que está conmigo para ofreceros el cantar de la luz. No os asustéis. ¿No es el oficio de la familia Tershi divertiros a vosotros, familias de los símbolos, curanderos, luces, guerreros, exploradores y guardianes de difuntos? Y Brisco nunca os ha engañado. No os engañará ahora. Abrid bien los ojos porque vais a ver un juego asombroso. Apagad todos los falux, no tengáis miedo. Brisco ha hablado y os ofrece el mejor juego de la Nave. Apagad los falux; el juego no podrá empezar hasta que todo esté oscuro y callado.
Tardó todavía algún tiempo en restablecerse el orden y en comprenderse lo que se pedía. Algunos obstinados no querían soltar sus luces. Pero la impaciencia de la mayoría acabó por ayudar a los deseos del pobre Brisco.
—Ahora —dijo a Sad.
Sad colocó sus manos sobre el teclado y, al azar, pulsó algunos dientes. En la oscura sala restalló un crepitar de falux amarillos y blancos, un cargazón de resplandores sin raíces ni origen, flotando a media altura, siendo luz y aire al mismo tiempo. Y antes de que se fundieran en el espacio, otros arpegios de luces brotaron bajo el pulso de Sad, azules, cromados, como signos misteriosos en el aire…
Porque el secreto era la maravillosa disposición de las luces para convertirse en algo vivo, para ser hermoso y fuerte. En la oscuridad de la cámara, sobre el fondo negro que disolvía las formas, los alaridos de la luz eran algo indescriptible que atacaba a todos los sentidos. La luz vivía, tenía forma, color, sonido; danzaba en arpegios de un bellísimo desorden. Sin duda, los antepasados tenían la forma de lograr una armonía en toda aquella belleza. Podrían descubrirla algún día, aunque no importaba demasiado; la belleza existía en sí misma, en la luz descendiendo y elevándose, siendo un tono total y desmenuzándose en cascadas de partículas luminosas; existía en las guirnaldas de fuego que se formaban en los rincones, en las espirales inmensas que recorrían una y otra vez su interminable sendero; en las largas líneas que temblaban y se rompían, en las tonalidades que vibraban en el aire y eran rechazadas de un rincón a otro, de un plano a otro plano. La belleza existía en la emoción que suscitaban aquellas gamas increíbles del carmesí, cayendo como goterones de sangre y que antes de llegar al suelo se uniformaban en una llamarada azul. Diríase que se formaban símbolos, «árboles», «montañas», «ríos», «soles», «mares» inmensos. Quizá fue tal el objeto de aquel tremendo esfuerzo de la voluntad humana…
Comprobó con placer que había perdido gran parte del defecto visual que le impedía percibir los colores. La ya prolongada estancia con el pueblo wit, las horas en tinieblas, la luz cambiante de los falux, la gradación misma de las oscuras simas de la Nave habían sido un maravilloso curandero para sus ojos. Y comprendió que los wit, en la plenitud de su visualidad, tenían mejor acceso que él a la maravillosa demostración. Sad misma, pulsando «dientes», hermosa y pobre bestezuela de un pueblo entregado a un destino de oscuridad y tristeza, estaba doblemente hermosa, transfigurada. Diríase que el corazón le temblaba en las manos y que apenas se atrevía a respirar. Aunque estaba tan cerca de ella que sus alientos se confundían, no podía asegurar que le viera; las manos de la muchacha descansaban en las teclas, obedeciendo apenas a algún oscuro mandato de su sensibilidad que le obligaba a oprimir algunas; pero su cabeza estaba soberbiamente levantada, y sus ojos, increíblemente quietos, absorbiendo belleza y luz, la luz de la cámara que volvía a ella, acariciando sus facciones. Una ráfaga de azules iluminados inundó, como una niebla, la estancia; a su reflejo, el rostro de la muchacha adquirió una suavidad fuera de toda ponderación. Murmuró:
—Otra vez, Sad; insiste ahí.
La muchacha obedeció, y por unos instantes el placer estético fue tan intenso que se resolvió en dolor físico. Sad debió de experimentar lo mismo, porque apartó las manos todo lo que pudo y un alarido de fuego y humo, en rojos y grises, como el incendio de una estrella, brotó en la sala, coreado por el ulular asustado de miles de gargantas. Insistió una y otra vez, como una rebelión, como un sollozo y un presentimiento. Luz en la cámara, rechazada por los espejos, retenida en las espirales inmensas, flotando sobre las cabezas, era trágica como una catástrofe ignorada por todos ellos.
—Basta Sad, por favor.
Y él mismo aplastó tres o cuatro teclas, dos planos más abajo, brotando entonces un punto verde que fue creciendo y suavizando su prepotente cromatismo. Sad siguió su indicación y colocó sus manos en el mismo plano. La gama de los verdes brotó, intensa y fragante, venciendo a los rojos resplandores; el ritmo era siempre igual: puntos luminosos que crecían y se desvanecían, para volver a empezar, para volver una y otra vez a dejar un germen de alegría.
—Ésta es la esperanza, Sad.
En la cámara se escuchaba el rebullir inquieto de la masa humana; algunos, muchos quizás, huían; otros gritaban su desconcierto, y no pocos gemían. Comprendió que era suficiente la dosis. Brisco había cumplido su palabra, y era ya tiempo de paralizar la nueva revelación. Una gratitud inmensa hacia los antepasados, capaces de crear un mundo semejante, le invadió. Se encontró buscando palabras ignoradas para agradecer aquel regalo a través de las generaciones. Y entonces Sad, cansada, retiró sus manos. La niebla anaranjada que flotaba a media altura fue subiendo hasta quedar concentrada en los focos helicoidales, parpadeó brevemente y se apagó.
La oscuridad de la Nave, la oscuridad del metal, era entonces mucho más intensa, mucho más triste. Un palpitar de pánico comenzó en la cámara. Afortunadamente, Brisco —era su voz— se impuso:
—¡No os mováis! ¡Traed falux!
No todos obedecieron. Un crepitar de lamentos, golpes y gritos fue acompañando el lento paso del tiempo. Cuando algunos falux rompieron las tinieblas, la cámara estaba casi vacía; pero eran muchos los cuerpos inmóviles en el suelo, abandonados. Pudo verlo bien, porque acompañado de Sad había abandonado la concavidad de las teclas y buscó refugio al lado de los padres de las familias, que habían resistido heroicamente la tentación de escapar.
—Hipo —demandó.
—Ése soy yo.
—Trabajo para tu familia…
—¿Eres tú, Shim? Me estaba preguntando si estarías detrás de todo esto.
—Siempre te has hecho preguntas tontas, Hipo —musitó Ylus.
—¡Sí! —gritó Brisco, quizá temiendo el reproche de aquellos cuerpos inmóviles—. ¡Ha sido él! Él y esa muchacha triste.
—Os pido perdón. Ha sido demasiado.
—Sí —dijo Ylus—. Ha sido demasiado.
—No —comentó la voz nueva de Mons—, ha sido poco…
—Ha sido una diversión soberbia, Brisco. Pero debes cuidar en lo sucesivo de que sólo sean hombres los que la presencien.
—¿Cómo tus guerreros, Kalr? Pero, ¿dónde están tus guerreros? —reprochó Ylus—. Fueron los primeros en escapar, y han usado sus armas. Pide a tus símbolos que haya sido por el revés, no por el filo…
—¿Me amenazas?
Entristecido, se interpuso entre los padres de las familias.
—¡Callad! Yo he sido el culpable. Me pongo en vuestras manos.
Ylus se le acercó y se inclinó para tomar su mano, que colocó encima de su pecho, cruzando a la vez la suya propia, en el saludo de los jefes de tribu.
—¿Quién eres tú, Shim? ¿Qué mensaje nos traes? Apenas puedo comprenderte, pero con lo que el tiempo me ha enseñado, con lo que soy en mi familia, yo te digo: soy tu hijo. Tómame y toma a los míos. La vida de los wit va a ser cambiada, y sólo tú podrás comprender la voz de los símbolos.
—Espera, Ylus —dijo Luxi, repitiendo el mismo gesto de saludo—, que yo también le debo a Shim una ofrenda. ¿Quién eres tú, Shim? ¿Qué mensaje nos traes? Yo tampoco te comprendo; pero te digo lo mismo que Ylus. Me has dado un poder demasiado grande para mí; no podría resistirlo sin que estuvieras a mi lado. No te vayas nunca de mi lado, Shim; toma todo lo que me has dado y déjame estar contigo.
Desde un lado de la cámara, Hipo levantó su cabeza y dejó por unos instantes el cuerpo inmóvil que atendía. Y gritó:
—¿Qué le hacéis a Shim? ¡Malhaya si le hacéis daño!
—¡Calla, Hipo! —contestó Ylus—. Le estamos pidiendo que sea el padre de las familias. ¿Lo quieres tú también?
—¿Que si lo quiero? ¡Oh, Ylus, mi corazón lo está pidiendo! Voy con vosotros…
Asombrado, conmovido, apenas acertó a decir:
—No, Hipo, no vengas; más te necesitan esos que están caídos.
Hipo levantó su mano:
—Otra vez me has enseñado, Shim. Estoy contigo.
Ylus, patético, iluminado, continuó:
—¿Qué dices tú, Brisco?
El aludido, sin hablar, se postró en el suelo e inclinó su cabeza hasta tocarle los pies. Hubo de tender sus manos inválidas, en un gesto de súplica, para que Ylus, comprendiendo, levantara al emocionado Brisco.
Y entonces fue Mons, el callado y taciturno, el que se acercó:
—Shim, ¿quién eres tú? ¿Eres acaso el Esperado? ¿El que volverá a mis muertos a la vida? En nuestras pinturas hay un ser que no tiene nombre, pero al que todos amamos y esperamos. ¿Eres acaso el Esperado?
—No, Mons; soy un hombre como tú, como Ylus, como Brisco, como Hipo, como Luxi, y como Kalr…
—Eres, entonces, el hombre igual a todos. Yo también te pido que no te vayas de mi lado.
Y se retiró, para dejar paso al suave Elio.
—Cuando vengas a mi familia, Shim, te enseñaré mis tesoros. Y tú me enseñarás tu secreto. He caminado mucho, y mucho he contemplado; mis ojos están cansados y apenas he comprendido. Ven conmigo; mi familia te espera…
—Iré contigo, Elio, y me darás otras manos. Hace tiempo que deseaba decirlo, pero yo podía esperar.
Elio se retiró y el arrogante Kalr se acercó.
—¿No me llamas, Shim? Sabrás que he conservado a los cautivos.
—¿Quién soy yo para llamarte, Kalr?
—Eres un hombre fuerte… Y… —gritó—: ¿Dónde está el bandido de Natto? ¡Natto, ven aquí, que yo no tengo palabras!
Natto, oliendo a etilo, tambaleándose, obedeció la llamada de su jefe.
—Ése soy yo.
—Dile a Shim que…
—… que te enseñe el camino de las cubiertas superiores, ¿verdad? No, le diré que el pueblo wit ha hablado por boca de los padres de las familias; y le diré que hable él también para nosotros. Y que si es capaz de repetir el cantar de las luces, yo cantaré para él. ¿Puedes hacerlo?
—Sí, Natto; el cantar de la luz se repetirá mientras haya hombres en la Nave.
—¡Hip! Eres un hombre fuerte y sabio, prudente y justo. Kalr quiere estar a tu lado. Y Natto quiere estar a tu lado. Lo que yo deba decirte, empezará ahora y terminará el día de tu muerte. ¿He dicho bien, padres de las familias?
Natto se retiró, y volvió Ylus.
—¿Qué dices, Shim? ¿Acaso somos poco para ti?
—¿Poco? Merecéis el dolor que me estáis costando.
Ylus se volvió a los padres de las familias:
—Ha dicho: «Merecéis el dolor que me estáis costando.» ¿Qué significa, Mons?
—Significa el dolor de lo que nace.
Brisco, recordando sin duda los ensayos anteriores, se escurrió a un lado y palpó la pared. Un chorro de luz, potente e insufrible, brotó de lo alto y abrasó la pequeña plataforma. La nueva sorpresa rompió definitivamente el dique de comprensión de los wit, y escaparon, saltando, rodando, aullando.
Sin fuerzas, anonadado, cerró los ojos y quedó inmóvil bajo la luz. Tenía la enorme soledad de los excesivamente iluminados.