Siete - FAMILIA LUXI

¿Cómo podía saber si estaba vivo o muerto, despierto o soñando…? Sin embargo, sabía que estaba con los ojos abiertos. Lo sabía, aunque no pudiera tocarse con las manos. Lo sabía, aunque no percibiera el menor signo de claridad. Lo sabía porque notaba tensa y dilatada la piel de sus párpados, tratando de taladrar las tinieblas.

Cuando, por lo menos, comenzó a disiparse el terror irracional, para quedarse con el otro terror, con el sabido, con el que había luchado tanto en los últimos tiempos, comenzó el dolor. De mayor a menor, comenzó a dolerle la punta roma de sus brazos; y era un dolor tan viejo como su recuerdo, tan agudo como la punta de las varillas que el arma de Kalr arrojaba. Fue luego un dolor sin precisión, extendido, confuso, en la cabeza. Sintió que tenía la piel reseca y quebradiza. Consiguió tocarse con el antebrazo y hasta que la razón le dijo que era sangre seca, llegó a pensar que una coraza le cubría la cara. Creyó luego que los huesos de una pierna le habían roto la carne y la piel. Tanteó también y percibió desgarraduras, pellejos desgarrados, tactos dolorosos.

Recordó vagamente haber caído al apoyarse en una barandilla, haber rodado por una rampa, haber chocado con infinitas aristas, haber gritado como aquellos heridos que Hipo («¿Dónde estás, Hipo? ¿Dónde tú, Ylus? ¿Qué haces, Sad, que no me ayudas…?») remendaba. Y, entonces, al despertar, la crueldad del silencio y la oscuridad.

Sintió tanta piedad de sí mismo que estuvo a punto de sollozar. No pudo, sin embargo. Había comprobado que los ojos se le humedecían fácilmente ante la evocación, ante las oscuridades del pasado o los fulgores del presentimiento; pero no lo hacía ante el dolor físico, ante el miedo, que oprimía su garganta y secaba sus fuentes.

—¡Sad! —gritó—. ¡Ylus!, ¡hermanos, ayudadme!

Le respondió un eco vibratorio que le dejó esperanzado. Parecía mentira que él solo arrancase aquellas resonancias. ¡Si vislumbrase un poco de luz…! ¡Si escuchase un sonido ajeno…! Los antepasados tenían un método para distinguir la noche del día. Y la noche era para el silencio, el descanso, la recuperación de fuerzas. La noche equivalía a las tinieblas. Pero el que se perdía, el que tenía miedo a las tinieblas, «sabía», podía esperar la llegada de la luz, que, indefectiblemente, había de llegar. En la Nave todo eran tinieblas; en la Nave no existía el tiempo ni era conocida la esperanza.

Recostado en la pared, esperaba. El dolor se había ido calmando, pero se sentía miserable, triste, desgarrado. Esperaba, siquiera, un sonido. Y el sonido llegó. Eran unos gritos lejanos, tan diluidos, tan suaves, que creyó haber soñado. Recordó los niños wit, tan audaces, acostumbrados a visitar por su cuenta las zonas desconocidas de la Nave. Esperanzado, se fue levantando. Sin separarse de la pared, para no perder su único punto de apoyo. Crujían todos sus huesos, lastimados; sus nervios, agarrotados; su piel, reseca; pero se fue levantando. Y entonces le llegó el tremendo, insoportable, latigazo de la luz. Fue como si se le metiera en los ojos la llama de los falux, pero más fuerte, más insoportable. Cayó al suelo, entre convulsiones.

Y la luz no desapareció. La luz existía. Seguía siendo insoportable, pese a tener los párpados caídos. Gritó, sin llamar a nadie, en un puro alarido de desesperación. Y se desvaneció nuevamente.

Lo debieron de encontrar así los niños, pues varios de ellos intentaban incorporarle. Y en seguida llegó Sad, ¡la dulce Sad, la triste!, que se arrojó al suelo para abrazarle. Y luego Ylus, y muchos otros wit.

La forma brusca, precipitada, de cogerle y trasladarle le hacía mucho daño; pero se contuvo, feliz por haber llegado, por estar otra vez entre aquellos que le amaban.

Recobróse a una nueva consciencia cuando Hipo terminaba de limpiarle y aplicarle un ungüento fresco en los muñones. Supo que era Hipo porque le llegó su voz. Decía:

—Este kros es algo asombroso. La próxima vez que aparezca, ¿tendrá algún hueso sano? Nunca he visto a nadie al que le sucedieran tantas cosas y en tan poco tiempo…

—Es un mensajero. Hipo, recuerda —decía Ylus.

—¡Cuernos! Ya podría tu Señor de los Símbolos enviar otro mensajero más completo. Y más duro.

No pudo evitar una sonrisa, que fue advertida por todos… La voz de Sad le llegó en seguida.

—¡Shim…!

—Ése soy yo —dijo, difícilmente, pero lo dijo.

—Bien —comentó Hipo—, ardo de curiosidad, pero es mejor que le dejemos solo. Ylus, por tus símbolos, cuídale un poco, porque en la próxima no sabré qué hacer…

No abrió los ojos para no verse obligado a responder las preguntas que indudablemente haría. Esperó a que todos se fueran. Todos, menos Sad, cuya proximidad presentía.

—¡Sad! —llamó.

—Ésa soy yo.

Abrió los ojos y la vio muy cerca. Hubiera deseado tener manos para acariciar su cabello. Lo intentó aun sin ellas. Sad respondió con una caricia que no pudo rechazar. Pegó los labios a los suyos y le comunicó su aliento, su alegría. Le besó, claro. No podía rechazar aquella caricia…; estaba muy débil, claro.

—No te asustes, Sad.

—No me asusto. Toma, negro estropeado y tonto, bebe.

Le acercó un líquido refrescante y suave, que le dejó la garganta limpia. Después de la soledad pasada, del miedo y las tinieblas, no quería moverse, ni hablar siquiera. Sin embargo, necesitaba saber a quién se debía el daño último, el de la luz. Preguntó:

—¿Quién me encontró?

—Mi hermano Ylis y cuatro o cinco como él.

—Quiero hablar con él.

—Ahora no; duerme.

—Dormiré, Sad; ¿puedes cantar tú lo mismo que cantaban las niñas de la familia Hipo?

Abul debía de estar esperando pacientemente a que le viera, ya que él no podía ver. Fue lo primero que vio, cuando abrió los ojos, sintiéndose extrañamente confortado. Por lo visto, había sufrido más por el miedo a las tinieblas y las soledades que por las caídas, indudablemente amortiguadas por la protección de la energía estática, especialmente fuerte y bien conservada en aquella zona. Sus magulladuras, aunque dolorosas, no tenían importancia.

Abul, aunque ciego, debió saber, por su respiración, que estaba despierto. Y preguntó:

—¿Shim?

—Ése soy yo.

—Pronto te olvidaste de nosotros.

—Tienes razón, Abul. ¿Cómo está Dina?

—¿No lo sabes? ¡Vamos a tener un hijo!

Resopló. ¡Buena noticia! Miró al ciego con interés, con afecto:

—Y los wit no tienen leyes de hijos limitados. Me alegro, Abul, porque así tendrás un niño enteramente tuyo.

—Es verdad —dijo Abul sencillamente.

—¿Qué dice Dina?

—Nada. Calla y llora. La escucho cuando nos acostamos para dormir. ¿Estará contenta? ¿Me querrá menos cuando tengamos el hijo?

—Igual, Abul; vamos, creo yo. Y atiende, negro estropeado y tonto —sonrió, recordando que usaba la misma expresión que Sad—, busca mi veste y busca también a Ylis. Y no digas nada a Sad, porque te arranco las orejas.

Abul, pensativamente, preguntó:

—¿Quién eres, Shim? Yo soy kros, como tú, y ciego, mientras tú no tienes manos; pero a mí nada me han dado, aparte de Dina. A ti te buscan todos los padres de las familias y hasta Ylus dice que eres un mensajero. ¿Quien eres, Shim?

—Yo, Abul, estoy aquí para que mi destino se cumpla. Lo malo es que no sé cuál es mi destino. Búscame a Ylis, y que nadie lo sepa.

Abul, acostumbrado a la obediencia, salió de la cámara.

Al quedar solo se colocó la veste, cosa nada difícil, porque únicamente debía meterla por la cabeza y dejar que resbalara. La sandalias tampoco ofrecían dificultad…, excepto que alguien, seguramente Sad, las había escondido. Podía prescindir de ellas. Procuró levantarse y caminar. Los primeros pasos motivaron agudas protestas de sus nervios y huesos. Descubrió la jarra de la bebida y bebió hasta saciarse, dándose cuenta después de que había asido la jarra sin prevención y casi normalmente. «Me voy acostumbrando», pensó. Paseó un poco hasta que el ejercicio y la bebida amortiguaron considerablemente sus molestias.

Abul penetró en la estancia, seguido de cuatro muchachos más, casi adultos.

—¿Ylis?

—Ése soy yo —dijo uno.

—¿Recuerdas dónde me encontraste?

—¡Oh, sí! Fue cerca de las buromáquinas y más allá de la rampa colectiva.

—Entonces, sabrías volver, ¿no es cierto?

—Sí…

Creyó notar cierta reticencia en la voz del joven.

—Llévame allí. Es importante.

El muchacho se encogió de hombros, y sin esperar más se dispuso a cumplir lo ordenado. Uno de sus compañeros tomó un falux y lo encendió en una luz de taza. Seguidamente, se dispusieron a partir. Abul dudó, esperando sin duda una invitación que no llegó. Lo sintió, pero recordó lo que había sufrido y no estaba dispuesto a que el ciego sufriera igual.

—Debes quedarte, Abul, para decir a Sad que he salido y que volveré pronto.

Y volvió la espalda, para no ver la mueca triste del invidente. Ylis ya había comenzado a andar. Lo alcanzó y, tras pasar por algunas cámaras habitadas, varias terrazas donde jugaban los niños, salieron a una zona deshabitada. Podía caminar bastante aprisa, aunque tenía un miedo cuya raíz conocía muy bien. Los muchachos caminaban con admirable seguridad entre aquella maraña de barandillas, escaleras recortadas, columnas y azoteas; pasaron por una rampa ascendente y cruzaron algunos corredores débilmente iluminados. En seguida se metieron en una zona de absoluta oscuridad, salvo la luz que prestaba el cilindro, luz movible, que hacía más estilizadas las absurdas siluetas de las máquinas y transformadores.

—¿Cómo puedes encontrar el camino, Ylis? Yo no podría.

—Es fácil —gruñó el interpelado.

—Creo que no vienes contento. ¿Qué te sucede?

—Nada.

Por fin, tras ascender a un nivel superior, llegaron a una rampa de amplia perspectiva, igualmente en tinieblas. Pero con una variante. Uno de los pasillos laterales ofrecía una luminosidad. Hacia él fueron los guías. La luz salía de una cámara y alumbraba buena parte del corredor.

—Aquí es —dijo Ylis—. No hay duda. Te encontramos ahí dentro.

—¿Con la luz? ¡No es posible!

—Lo es. Y has de saber que hemos pasados muchas veces por aquí y nunca vimos luz. Pero tú estabas allí.

No quería perder más tiempo. Entró en la cámara. Le sorprendió la intensidad de la luz, luz oculta, luz de los antepasados; intensa, ciertamente, sobre todo después de viajar en las tinieblas. Vio una cámara grande, seguramente un almacén, con unos restos que no pudo identificar, saqueados, por otra parte.

Buscó el lugar donde había permanecido tanto tiempo. Lo encontró en seguida. Era junto a la entrada. En el suelo se notaba un rastro de sangre seca. Nada sobrenatural. ¿Por qué, pues, había sufrido aquella enorme impresión? Debía de haber una explicación lógica. Mayores dificultades había experimentado para descifrar el lenguaje arcaico del Libro y los conocimientos convencionales de los antepasados. Y lo había hecho. Después de aquello, era cuestión de serenidad y lógica.

Lo que le aterró primero fueron las tinieblas. Y… le hizo daño la luz, en contraste. Luego, la luz no existía y llegó de repente, encontrándole desprevenido. Sabía perfectamente, porque era una de las plagas del pueblo kros, que las luces de los antepasados se apagaban misteriosamente y entonces era necesario emigrar. Lo que nunca se había conocido —quizá por no haberse investigado— era el fenómeno contrario: que se encendiera o naciera una nueva luz. ¡Y allí había sucedido! La prueba era aquella luz y la afirmación de los muchachos de que antes no existía. ¿Había provocado él el fenómeno? ¿Por qué? ¿Qué había hecho? Por hacer…, se había levantado, apoyándose en la pared, así…

Sin aviso, sin ningún signo delator, la luz de los antepasados se apagó. Pese a haber esperado o temido algo parecido, sintió que el corazón se le paralizaba. Y comprendió perfectamente que Ylus y sus amigos salieran corriendo y gritando, llevándose el falux. Cuando recobró la respiración y el pulso, se asomó, tanteando, a la puerta, cara al pasillo. No se veía nada, pero a los lejos continuaban los gritos de los jóvenes. Sintió miedo. ¿Habría de quedar abandonado nuevamente, cuando estaba a punto de descubrir un importante secreto? Y llamó, llamó desesperadamente, sacando a sus pulmones una potencia que desconocía.

Cuando empezaba a desesperar, creyó notar como si la luz del falux se fuera acercando. Reprimió entonces la urgencia de su llamamiento y procuró hallar un acento más optimista.

—¡Vamos, Ylis! ¿Es que tienes miedo? Se lo diré a Sad, se lo diré al padre de la familia.

El portador del falux, el mismo Ylis, apareció al final del corredor. Caminaba con visible repugnancia y su mano temblaba visiblemente.

—¡Date prisa, Ylis! ¡Tráeme el falux, y después, si tienes miedo, te marchas!

—No tengo miedo —gritó Ylis—. Pero tú has ofendido al espíritu de la luz. Nos castigará.

—Si traes el falux y aguardas un poco, verás cómo el espíritu de la luz vuelve.

Por fin accedió Ylis a penetrar en la cámara. Siguiendo sus indicaciones, paseó el falux pegado a la pared, sin descubrir nada. Apeló entonces a rastrear con un muñón.

Y por segunda vez, la luz de los antepasados volvió a la estancia, quizá después de centenares de años. No la dejaría escapar ya, Ylis había vuelto a salir corriendo, pero ya no le importaba. La luz actínica era tan potente que descubría hasta las huellas de los arañazos. Examinó dedo a dedo la pared que había tocado. Y descubrió a la altura de su cabeza una pequeña prominencia, de un color ligeramente más fuerte. Oprimió.

Satisfecho, consciente de haber hecho el descubrimiento más importante de su generación en la Nave —se acordó del arma de Kalr— salió al corredor. Ylis y los suyos, temerosos, le esperaban un poco más allá. Los saludó alegremente.

—Bien, hijos de la familia Ylus… Kalr diría que no podríais ser guerreros y le daría la razón. Ya estoy aquí, y no me ha sucedido nada. Ahora, una advertencia. No digáis a nadie lo que hemos hecho. No importa que lo comprendáis o no. Ha sido algo importante, y el padre de la familia creará una fiesta en su recuerdo. Pero hasta que yo hable, callad vosotros. Volvamos a la casa de la familia. Sad nos va sacar los ojos.

—Es lo que te faltaba, Shim —replicó Ylis, en un rasgo de humor valeroso.

Deshicieron el camino, dejando a las espaldas la cámara alumbrada. Ylus, Sad, Abul, Dina y toda una cohorte de wit estaban esperando.

—¿En qué nuevas andanzas te has metido?

—Había perdido algo y fui en su busca.

Ylis calló y sus amigos le secundaron. Tentado estuvo de buscar la luz en aquella misma cámara, pero se contuvo; si los wit habían vivido varias generaciones en tal forma, bien podían esperar un poco más. Necesitaba antes reflexionar sobre si el descubrimiento podría resultar favorable o desfavorable. Lo que iba descubriendo de los albinos le desconcertaba cada día más.

Sad se le acercó, le palpó y aun lo olisqueó. No comprendió gran cosa de aquel gesto ni de las risas que suscitó. Para acallarlas, o para desviar la atención general, dijo:

—Quiero ver cómo la familia Luxi trabaja los falux.

—Muy bien, iremos…

Pero nadie se movió de su lugar.

—Ahora —insistió.

—¿Qué es ahora? —preguntó Ylus, recostándose en su lecho favorito.

Comprendió que el anciano no tenía muchas ganas de complacerle, quizá celoso de que otro padre de la familia se llevara a su huésped. De todas formas, estaba cansado. Se sostenía en pura tensión nerviosa, y cuando ésta cesaba le temblaban las piernas y en los muñones volvían a pincharle los latidos del corazón.

—Y tenemos que encontrar a Elio, para que busque en sus tesoros si tiene algo que pueda sustituir mis manos.

—Tienes razón, Shim.

—No me des la razón siempre, Ylus, y haz lo que te pido.

—¿Qué quieres?

Levantó los brazos en un gesto desesperado, que hizo reír a la familia.

—¡Muy bien, Ylus! Quiero dormir. Pero no aquí, sino en otra cámara donde no haya tanta gente.

—Como quieras, Shim; vete por allí —y le indicó una puerta pequeña, al fondo de la estancia.

Se dirigió, seguido de Sad. Antes de entrar, Ylus gritó:

—Shim. ¿Es que ya no tienes miedo a la oscuridad? Llévate un falux.

—Tienes razón, Ylus: ya no tengo miedo. Prefiero dormir a oscuras.

No comprendió las risas estentóreas que acogieron su respuesta. Es decir, no las comprendió hasta que comprobó que Sad había entrado también y cerrado la puerta. Y entendió definitivamente cuando la muchacha se le acercó, posó sus labios en los suyos y le besó largamente. Sintió una emoción nueva, tan extraordinaria, tan potente que le pareció que anulaba a las anteriormente sentidas. Quizá fuera que le enturbiaba, le anulaba los sentidos. Y ante ella no tenía ninguna experiencia, ninguna defensa.

Sad, en la oscuridad, murmuró:

—No tienes palabras para mí, Shim —su voz era suavemente plañidera—; tienes palabras para todos, y todos me dicen que dices palabras maravillosas que les conturban; pero yo nunca tengo palabras tuyas. Dime palabras para mí. Shim, las palabras que dicen los kros a sus amadas.

—No sé qué les dicen los kros a sus amadas, Sad, porque la Ley me ordenaba permanecer célibe. Pero dudo mucho que tengan palabras. Estoy seguro de que los wit saben palabras más hermosas. Y yo, Sad, no puedo dar lo que no tengo. Me han arrojado con vosotros y voy, y vengo, y vuelvo otra vez, como si estuviera loco. Y quizás esté loco, Sad, porque quisiera saberlo todo y modificarlo todo, y apenas me levanto, caigo otra vez. Déjame que me serene, Sad, y buscaré palabras para ti…

—¿Tardarás mucho, Shim?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

En la cámara de Luxi le sorprendió el ver a muchas mujeres trabajando. Hacía calor, olía intensamente y conoció una sensación poco común en la Nave: el sudor. Luxi había recibido la visita con evidente orgullo.

—¿Qué quieres, Shim?

—Deseo ver cómo trabajas los falux.

—Has hecho bien en venir, porque en otra estancia cualquiera no podríamos trabajar. Lo he probado y solamente en ésta es posible hacerlo. No podemos respirar, ¿sabes?

Recordó cuánto le había extrañado la existencia de un aire no regulado por el «repositor». Era una cuestión que todavía no estaba en condiciones de desentrañar, pero que no podía ni debía olvidar. Evidentemente, Luxi tenía razón; entre las mujeres, los falux encendidos para alumbrar, los que se probaban, existía siempre una atmósfera densa y sofocante que, antes de conocer la cámara, hubiera jurado que era imposible mantener en ningún lugar de la Nave.

Las mujeres trabajaban entre risas, sin método; Luxi trataba de darle explicaciones, que prefería no escuchar, guiándose por su misma curiosidad. De todas formas, después de su descubrimiento, el asunto de los falux, la luz caliente de los wit, había perdido la mayor parte de su interés. Subsistía, ciertamente, la prueba de una actividad humana, de un descubrimiento tan eficaz como para haber permitido la recuperación de la raza blanca. Bajo tal aspecto, el investigador que latía en él no podía omitir la importancia de la familia Luxi. Pero presentía que habrían de plantearse otros problemas cuyo alcance desconocía, y ante los cuales su falta de experiencia era total.

Las mujeres sostenían una plancha, pesada al parecer, pendiente de un andamio o esqueleto, de forma que podía ser subida y bajada verticalmente, con ayuda de unos cables. De la planta pendían unas fibras, colocadas simétricamente; cuando las mujeres soltaban los cables, poco a poco, con indudable destreza, la plancha bajaba; entonces, las fibras se sumergían en una caldera que otras mujeres colocaban debajo. Tiraban, levantaban la plancha y las fibras aparecían chorreantes de la sustancia. Era quitada la caldera y puesta otra y nuevamente la plancha era abatida hasta que las fibras se sumergían otra vez. Y así, alternando las calderas varias veces. Observó que unas veces la materia de la caldera estaba caliente y otras fría, casi pastosa. Y que, tras cada baño, el cilindro iba quedando más grueso, más firme. Al final dejaban enfriar el cilindro, y otras mujeres los tomaban uno a uno y los hacían pasar por unos orificios redondos de otra plancha.

—Lo hacen para dejar los cilindros igualados, sin asperezas. Es muy difícil, ¿sabes?, fabricar falux. Primero hay que fabricar las fibras y procurar que no dejen residuos, o que no se quemen demasiado de prisa. Y luego, hay que cuidar la proporción, porque el falux no hace otra cosa que alimentar la fibra, Y si no tiene la proporción, por faltarle, arde demasiado de prisa. Y si tiene mucha materia y poca fibra, el calor de la fibra no alcanza los bordes y la llama se va quedando más honda que los bordes del cilindro, hasta que se ahoga.

Ardiendo en deseos de preguntar, hubiera querido antes tomar un cilindro para palparlo, para comprobar la materia empleada; desgraciadamente, tan sencilla operación no le estaba permitida por su mutilación. Tocó, sí, con el muñón desnudo uno de los cilindros dado por terminado y notó un calor propio y una sustancia resbaladiza, desagradable al tacto.

—¿Qué materia empleas, Luxi?

Luxi dudó, luchando entre el orgullo de deslumbrar al extranjero y la conciencia del secreto que permitía a su familia tener gran importancia entre las wit.

—A ti te lo puedo decir, Shim; pero prométeme no decir nada a ningún padre de otra familia. Los falux nos pertenecen a nosotros, lo mismo que los símbolos a Ylus, y no podría yo, el padre de la familia, destruir su secreto. Sería un mal terrible para el pueblo wit, pues has de saber que en otros tiempos, cuando las demás familias querían conocer el secreto, hubo contiendas espantosas, de modo que murieron muchos wit, y tal es la razón de que nuestra raza no sea mucho más abundante, pues todavía en el tiempo de mi padre éste recordaba las luchas sostenidas y el acuerdo final de dejar a nuestra familia la fabricación de las luces.

—Ylus no me ha dicho nada de esas luchas, Luxi.

—Ylus, como todos los padres de las familias, cuando hablan, dice que la suya es la mejor y más grande. Y procura olvidar lo que no es honroso. Incluso es posible que lo haya olvidado de verdad. Pero no te miento, Shim.

Reflexionó rápidamente, como si estuviera jugando al ajedrez. Y dijo:

—Tu secreto, Luxi, no tiene importancia para mí, porque yo tengo otro mayor. Yo conozco el secreto de los antepasados.

—Los antepasados tenían muchos secretos, Shim; diciéndome eso no me descubres nada nuevo.

—Ven conmigo. Tú solo. Y trae un falux.

Luxi, perplejo, obedeció. En el corredor, le dijo:

—Despide a todos y prohíbe que nos sigan. Y luego llévame a una cámara deshabitada y que haya perdido la luz de los antepasados.

Luxi rechazó vivamente a los niños y adultos que intentaban seguirles y luego precedió a su huésped por una intrincada red de escaleras, azoteas y túneles, hasta llegar fuera de los límites de la tribu.

—Aquí mismo —indicó Luxi, señalando una cámara-habitación, que tenía un número en la puerta.

Entraron en la cámara. La luz caliente del falux alumbraba débilmente la estancia, de grandes proporciones. Pero una vez dentro sintió vacilar su fe. El temor a un posible fracaso le conturbó de tal manera que se sintió desamparado, ridículo. Había obrado con evidente precipitación y sintió ganas de abandonar la experiencia. Se contuvo con un esfuerzo. Le dolía la cabeza, reflexionando. La mejor solución, la única, era inducir a Luxi, predispuesto para ello, a creer que su acción era sobrenatural, debida a los espíritus de los antepasados. Y hasta era posible que lo fuera verdaderamente…

Pero el tiempo estaba pasando y Luxi esperaba, preocupado y receloso. Le ordenó acercar el falux a la puerta. Necesitaba cerciorarse de que en aquella cámara el sistema de encendido de la luz era igual a las tres que había experimentado. Era fácil saberlo, conociendo el secreto del cuadrado de pintura ligeramente más oscura, más acentuada. Le temblaban las piernas… ¡Sí, allí estaba! ¿Se ofrecería el milagro? Era tan reciente su experiencia, que conociendo incluso el sencillo secreto le conturbaba su posesión… Si fracasaba, diría a Luxi que los espíritus no se mostraban propicios y que era necesario buscar otra cámara. Cabía en lo posible que la luz no estuviera apagada, sino estropeada.

—Luxi, mira hacia la parte más oscura, o cierra los ojos, si quieres…

Y cuando el padre de la familia hubo obedecido, presionó el cuadrado; fríamente, con su silencio y su impresionante rapidez, la luz actínica llenó hasta el último resquicio de la cámara. Luxi cayó de rodillas, abandonando el falux en el suelo, que no se apagó por una casualidad, y comenzó a gemir.

No pudo soportarlo y salió al corredor. Él también necesitaba serenarse en la penumbra. Y permaneció allí durante largo tiempo, mientras Luxi, en la cámara, gemía, suplicaba, oraba al símbolo mágico de la luz. Las imprecaciones y balbuceos del asombrado padre de la familia de la luz le llegaban con claridad, y escuchando adquirió de la raza wit un conocimiento mayor, si cabe, que los obtenidos anteriormente. Luxi, entregado a fuerzas superiores a su experiencia y razonamiento, vertía en lamentos y balbuceos todo el miedo ancestral, todo el júbilo del hombre que vuelve a encontrar «algo» que su instinto presentía, algo cuya posesión había creído perdida para siempre.

Un kros hubiera reaccionado de otra manera; tras el asombro inicial, habría tratado de comprender. No consiguiéndolo, hubiese aceptado el hecho con la misma pasividad con que aceptaba el signo contrario: la oscuridad.

Pero un wit era un hombre diferente. Alguna vez habría de ocuparse de estudiar a los albinos, de sondear sus posibilidades. Por lo que iba entendiendo, un wit había descendido mucho más bajo que el pueblo kros; pero habiendo llegado a un límite, una fuerza, un instinto, había sobrevivido, obligándole a luchar de nuevo, bajo otros caminos, otros valores físicos y morales. Tenía mucho de pueblo ciego, impulsado a tientas por otros senderos; pero poseía una fuerza que no podía ignorarse, que quizá le viniera de aquel desatentado afán de vivir, de gozar la vida, de hallar un objeto a la vida.

Todo eso, y mucho más, aleteó por su mente y su corazón mientras el padre de la familia Luxi permanecía, anonadado por el júbilo y el miedo, en la cámara donde tras muchas generaciones de tinieblas había vuelto la luz de los antepasados.

Y cuando, tras un tiempo muy largo, el anciano Luxi apareció en la puerta de la cámara, tambaleante y enrojecidos sus ojos por el deslumbramiento y las lágrimas, supo que amaba al pobre viejo, al pueblo wit, a su ciego impulso hacia el destino. Y cuando Luxi se postró a sus pies, y le besó las sandalias, y sobre todo cuando le tomó con dulzura el cordón de su veste para guiarle en el regreso, supo entonces, sí, fuera de toda duda, que también era amado en una forma y proporción que, presentida, anegó sus ojos de ternura.