Seis - FAMILIA KALR

Por primera vez, en un tiempo que no podía precisar, pero que presentía largo, o cuando menos cargado de acontecimientos, Sad no estaba a su lado. Ni tampoco Ylus… Abul y la fiel Dina eran ya casi sombras en el recuerdo. Se hizo la promesa de no dejar pasar aquel turno, o día, sin verles de nuevo. Kalr había dicho: «No traigas a esta mujer. En mi familia son más hermosas. Además, no quiero que nadie de la familia Ylus se asome a mis cámaras.» Y era preciso complacer al guerrero, porque el asunto de los cautivos se había aplazado, pero no resuelto.

Kalr era un hombre alto, robusto, de enmarañados cabellos de color luz caliente. Sus vestiduras eran mucho más cortas que las de Ylus e Hipo, de modo que apenas le cubrían las rodillas. Calzaba sandalias; y un protector de metal le cubría la parte delantera de las piernas hasta la rótula. En las muñecas llevaba también protectores, y uno más, sobre el pecho, atado con correas a la espalda. Y prendida a la cintura llevaba una espada, una hoja de acero afilada y corta. En vez de niños, llevaba a su servicio dos jóvenes, uno con las luces y el otro para llevarle el escudo y la espada. En aquella ocasión debía de haberse olvidado de quitarse los arreos y sudaba copiosamente.

Cuando esperaban un estallido de insultos y reconvenciones, Kalr había aceptado la ausencia de sus cautivos con una extraña pasividad. De todas formas, Hipo remachó el asunto diciendo que los kros se habían abierto por dentro, a causa del miedo, y sus carnes se habían ensuciado con los excrementos. Kalr encontró plausible la explicación. Y había pedido que le dejaran al extranjero: «Lo estáis estropeando vosotros. Shim debe aprender cómo los hombres fuertes no tienen miedo a nada. Claro que está bastante estropeado, pero yo tengo manos para los dos. Que venga a mi familia.» Y él dijo que sí.

La familia de Kalr vivía muy arriba, casi inmediatamente a las fronteras. Era una zona de escasa luz actínica, porque en realidad eran las cámaras que los kros habían abandonado a medida que la perdían. En ellas volvió a experimentar el fenómeno del «repositor» renovando el aire, cosa que había olvidado en los pisos inferiores. Anotó mentalmente la necesidad de investigar por qué abajo, sin la renovación periódica del «repositor», existía mejor y más abundante aire. En todo caso, en aquellas cámaras de Kalr existía un cierto equilibrio. Se notaba la influencia del «repositor», y el mismo Kalr dijo que no podían tener muchos falux encendidos porque gastaban aire; pero era evidente que no se notaba el ahogo de los últimos instantes.

Las cámaras eran iguales o parecidas a todas las de la Nave. Era una zona intermedia y abundaban los corredores, los armarios, las rampas elevadoras y los centros de distribución. Las cámaras eran sencillas, sin ornamentación, con suelo de goma plástica, para recoger la energía estática, muy densa en aquella zona. Los wit de la familia Kalr vivían sometidos a los caprichos del padre de la familia; la más evidente diferencia era que los niños y las mujeres estaban separados de los hombres, en la parte más alejada de las fronteras. Eran sombras silenciosas, que cocinaban para los varones o jugaban con espadas pequeñas. Sus vestidos negros y su reserva producían una desasosegante impresión.

Los adultos dormían en las cámaras más cercanas a las fronteras y montaban guardia en los pasillos y montacargas. Éstos eran tan abundantes que sospechaba la inutilidad de cubrirlo todo. Los centinelas permanecían sentados en los rincones oscuros. Kalr, por lo que pudo observar, se tomaba grandes trabajos revisando fronteras. Despertaba a patadas a los que se dormían y no regateaba tampoco un buen golpe con el escudo.

Al llegar a la cámara de Mando, Kalr se quitó los arreos y los dejó en manos de un muchacho. Otro le trajo unos vasos de metal con una bebida.

—Toma, Shim…

—No puedo, Kalr.

—¿Lo desdeñas?

—No tengo manos, recuerda.

—¡Negros malditos! No me acordaba… Y yo no voy a estar dándote la bebida sorbo a sorbo. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Un guerrero debe tener ojos para ver y cabeza para pensar.

Kalr meditó sobre aquello.

—Tienes razón. ¡Bah! Lo arreglaremos en seguida… ¿Qué prefieres, un niño o una mujer?

—Tráeme a Alan.

—Está muy lejos. Confórmate con uno de los míos.

Y mandó a buscarle. Gruñó una orden y un guerrero le trajo un extraño y sencillo aparato.

—¿Sabes qué es esto?

—No.

—¿Lo tienen los kros?

—No recuerdo. Creo que no.

—Dices bien: no lo tienen. Es una idea mía.

Regresó el guerrero con un niño, un muchacho impertinente, que dijo nada más verle:

—¡Es un kros…!

—Eso no te importa —instruyó Kalr—. No tiene manos y tú tienes que darle de comer y beber. Y acercarle las cosas que te pida.

—Yo soy un guerrero, no un servidor —repuso el chico.

Kalr, orgulloso, le miró como pensando: «¿Has visto qué muchachos los de mi familia?» Pero en uno de sus característicos cambios de rumbo, le sacudió al niño un manotazo que le envió rodando por el suelo.

—Un guerrero obedece. ¡Dale la bebida!

El muchacho, tragándose el orgullo, se levantó para obedecer. La bebida olía mal y sabía a etílico. Debía serlo, con el aderezo de algunas plantas. Le abrasó la garganta y el muchacho se vengó no retirando el vaso, aunque debió de notar que se ahogaba. Reaccionó levantando la rodilla y alcanzando al servidor en el vientre. El arisco infante rodó por el suelo, entre alaridos. Kalr, con desgana, dijo:

—Debes tener cuidado con la bebida. Cuesta mucho destilarla y no se puede tirar por los suelos.

—Sí, Kalr, tendré cuidado.

—Bien, volvamos a lo nuestro. Te pregunto otra vez: ¿sabes lo que es esto?

—No.

—Mira.

El guerrero maniobró en el aparato. Era un trozo de madera, largo como un brazo; adosado tenía un resorte y ligado a éste unos hilos de metal. Kalr tensó el resorte, colocado en la punta, hasta casi tocar el otro extremo. Tomó entonces una varilla de hierro y la colocó en el tope del resorte.

—Fíjate ahora.

Levantó el instrumento, apoyando una punta en el pecho; maniobró en el resorte y la varilla de metal salió lanzada hacia una pared, rebotó en ella con estrépito y cayó al suelo.

Kalr volvió en seguida la cabeza, para ver el efecto que le había producido. Y no debió de quedar defraudado, porque, verdaderamente, sufrió una impresión muy intensa. Recordó inmediatamente al guardián kros, con una varilla clavada en un hombro y todo el horror de la invención se le presentó en toda su intensidad. Recordó sus anotaciones en el Libro: «Los wit han descubierto la manera de arrojar objetos…»

—Ylus y los demás imbéciles creen que no soy capaz de tener ideas. Ahí tienes la prueba de lo contrario. Ésta es un arma destinada a cambiar el curso de la Historia… ¡Y es idea mía…!

—Hazlo otra vez, Kalr.

—Te ha gustado, ¿eh?

Repitió la maniobra y otra varilla rebotó en la pared. Era, desde luego, un arma terrible. Los guardianes kros iban armados de lanzas, espadas y porras. Si el bruto e impaciente Kalr armaba a sus guerreros con aparatos semejantes, podría invadir la parte superior y ahogar en sangre al pueblo kros. Ylus no había calibrado bien al guerrero.

—Es magnífico, y tú eres un gran guerrero, Kalr —dijo.

—No estoy contento todavía —dijo el «gran guerrero».

«Todavía podemos salvar la Nave», pensó. Y aunque no tenía siquiera idea de lo que podría hacer, sí intuyó lo que debía hacer: embargar aquellas armas.

—No estoy contento, porque es difícil construirlas. Faltan materiales, que es necesario buscar por las cámaras y almacenes. Y no puedo confiar en las otras familias. Por otra parte, necesito instruir a mis hombres. Y yo mismo necesito desarrollar una nueva forma de batallar. ¿Qué crees tú que debo hacer?

Necesitaba ganar tiempo y ganarlo dentro de la confianza de Kalr. No debía mentirle, porque el guerrero tenía el instinto del combate, se llamase ciencia o reflejos.

—Tu ventaja, Kalr, está en la lucha a distancia. Tienes que aprender a no dejar que el enemigo se acerque… Ahora bien, en los pasillos de la Nave esto es difícil, porque son estrechos, cortos o llenos de escondrijos. Tienes que estudiar la forma de atraer al contrario al lugar donde mejor puedas hacer uso de tu arma.

Kalr, con la admiración pintada en el rostro, asintió.

—Ya sabía yo que eras un hombre importante. Escucha: tengo una propuesta que hacerte. Sé tú mi cabeza y yo seré tus brazos. Tú piensa y yo hago. Podemos ser los amos de todo…

«Cierto, y cuando no me necesites, una de tus varillas para mi espalda.» Pero se cuidó mucho de expresar tal opinión. Por el contrario, dijo:

—Puede ser una buena idea, Kalr; pero necesito meditar. La propuesta es importante y hay que meditarla.

—Bien; medita —concedió, magnánimo, Kalr—; y medita también cómo puedo aplicar mi arma. ¿Y cómo debo llamarla?

—Lanzadora.

—No es bastante. ¿Podría ser: lanzadora de la muerte de Kalr?

—Podría; pero se tarda demasiado en decirlo.

—¡Oh, eso no importa…!

Kalr se empeñó en que asistiera a la fiesta. Y allí estaba, sentado en el suelo, en una plaza interior, donde se congregaba toda la familia de los guerreros, mujeres y niños inclusive, salvo los guardianes de las fronteras. Vasijas con la bebida etílica corrían de grupo en grupo; hombres, mujeres y niños bebían grandes tragos y estallaban en risotadas. Los hombres levantaban las faldas a las muchachas y las golpeaban con el plano de las manos en las partes carnosas. Todos reían. La gravedad, la tristeza o aislamiento de la familia guerrera había desaparecido. Kalr mismo, congestionado, jadeante, tenía más de Brisco que del altanero soldado. Allí mismo vio lo que hubiera creído inconcebible: Kalr tomó a una muchacha, la arrojó al suelo y la poseyó a la vista de todos. Los guerreros tomaron el ejemplo y se arrojaron sobre las mujeres. Éstas se resistían, pero sólo en los casos en que el asaltante no fuese de su agrado. Los chillidos, las risotadas, el ambiente cálido y el olor de la bebida derramada le ahogaron. Cerró los ojos; pero allí no tenía una Sad que taponara sus oídos. Vomitó lo que había comido y bebido y se desvaneció.

No debió durar mucho su desmayo, o cuando menos nadie se asustó. Volvió en sí con una sensación de agobio, de sofoco, que le reventaba los pulmones. Sentía unos jadeos, un perfume y un sudor que no era el suyo. Pudo abrir los ojos y descubrió el rostro de una mujer inmediato al suyo, y una boca que le mordía. Kalr, muy cerca, reía como un loco. Y descubrió que la mujer estaba desnuda y que él mismo lo estaba parcialmente y que la mujer…

Pataleó desesperadamente, tumbó a dos o tres curiosos y se desprendió de la mujer. Se levantó como pudo y se oyó gritando:

—¡Basta!

Hubo un momento de desconcierto. Los derribados anteriormente se acercaron para castigarle. En aquel momento, Kalr, no tan loco como parecía, gritó también:

—¡Basta!

Cesaron los gritos y chillidos, esperando a no dudar la reacción del padre de la familia, castigando al extranjero. Pero Kalr, en vez de castigar al tonto interruptor de la fiesta, dijo:

—¡Basta, digo! ¿Qué vais a dejar para luego? Dejad en paz a las mujeres y respetad el kisy. ¿Dónde están los truhanes?

La multitud, caprichosamente, comenzó a gritar:

—Natto, ¿dónde estás? ¡Natto…, Natto…, Natto…!

Un wit, blanco y rojizo como todos, saltó al anillo de los cuerpos postrados. Fue saludado con un alarido:

—¡Natto!

—Ése soy yo —dijo.

Kalr, tomándole del brazo, lo acercó al sitial que ocupaba.

—Ven conmigo, Shim, y no te sofoques demasiado… Recuerda que eres mi cabeza. Si ese bellaco de Natto dice alguna mentira, dímelo y le corto la suya.

No aludió para nada al desenfreno impúdico de momentos antes. Nuevamente estaba desconcertado ante el pueblo wit. Ante Kalr y sus hombres parecía cobrar cuerpo la creencia kros de que los albinos se entregaban a prácticas abominables. Y no sabía qué le asustaba más: si el desenfreno de aquellas costumbres o la vitalidad que representaba. Aquélla no podía ser una raza decadente. Pero no pudo seguir reflexionando. Natto estaba hablando, con cierta arrogancia, en gran parte debida a sus abundantes libaciones. Kalr parecía divertido.

—¿Qué vas a ofrecerme, Kalr, a cambio de mis cantos?

—Tus cantos no valen ni una lanza, ni un vaso de kisy…

—¡Oíd, oíd, oh guerreros, lo que dice el padre de todos vosotros! ¡Que mi canto no vale nada! ¡Canta tú entonces, Kalr, hijo de tu padre…!

—¡Natto! ¡Natto! ¡Queremos a Natto!

—¿Oyes a tu familia, Kalr? Me quieren a mí…

—Basta, Natto. Te daré un cinturón amarillo.

—Quiero un muchacho…

—¡Asqueroso! Tendrás tu muchacho. Empieza, antes de que el kisy te tumbe.

Natto, gesticulando grandiosamente, dio una vuelta en torno a su auditorio.

—Oíd, oíd, noble familia de los guerreros. Natto, el mejor truhán de la raza, va a cantar las nobles hazañas del padre de todos vosotros, el invencible Kalr. ¡Venid, oh espíritus de la Nave!, para encender mi canto. Que se haga el silencio, porque nadie puede hablar donde Natto está cantando; que nadie duerma cuando Natto está, cantando; que nadie fornique cuando Natto está cantando.

—Es nuestro mejor cantor —susurró Kalr—. No vale para otra cosa. Se desmaya si ve sangre.

Natto, después de su exordio, se colocó en el centro del anillo:

—¡Escuchad, oh pueblo ilustre

de los guerreros, de los duros y serenos

guerreros de la Nave! Escuchad y preparad

vuestros ojos al asombro, vuestras negras vestiduras

al resplandor del asombro.

Kalr, el padre de los pueblos, el rey de la familia

ha ideado el exterminio,

ha dominado el acero y ha llevado la victoria

más allá de las fronteras.

Y ha derramado la sangre de los negros orgullosos,

y ha luchado contra el ciego impulso de los metales,

y ha querido que su brazo fuera más largo y más duro;

lo ha querido y así fue.

Eran siete las familias de los pueblos olvidados,

de los wit envilecidos en sus cavernas de acero,

de los blancos arropados en sus negras vestiduras.

Y de todas las familias, ninguna como la nuestra,

y ningún padre de las tribus tan osado como Kalr.

Ha llevado a su familia tan cerca de las fronteras

que ya vemos el temblor de las luces enemigas

y escuchamos el suspiro de sus hombres aterrados;

hemos dejado muy lejos los oscuros agujeros

donde los wit padecieron,

y ahora estamos cerca de los sueños que soñamos

en las noches en que hubimos de dormir en las tinieblas.

Los instantes de los kros están contados

y será Kalr el que nos diga, a nosotros, sus soldados

valerosos, el momento del asalto, el momento de la muerte.

El resorte de la muerte lanzará nuestros aceros

más allá de nuestros brazos.

El rojo licor de las venas enemigas teñirá

nuestras sandalias; dormiremos en el lecho de las bellas enemigas

y morderemos los pechos que tantas veces soñamos.

La victoria es del valiente que la humilla,

recuerda, Kalr, y no olvides el nombre de los hombres

que han de luchar a tu lado, el nombre de los hombres

que tienes a tu lado en este instante

Llama y te responderán. Dales el arma que has creado

y dejarán sus mujeres, las dejarán por seguirte.

Dales gloria, sangre y cantos, como en la fuerte

batalla por la que ahora celebramos, donde tantos

enemigos sucumbieron bajo el peso de tu brazo infatigable.

¡Oh, padre de los…!

El canto hubiera seguido, a no dudar; pero Natto, ahíto de gloria y kisy, se derrumbó estrepitosamente. Los guerreros, tras un momento de indecisión, prorrumpieron en aullidos y levantaron al truhán, paseándole en triunfo.

—Es una lástima que no haya terminado —gruñó Kalr—, porque era un hermoso canto.

Y tenía razón; eran palabras fuertes, extrañas, que hablaban de pasiones olvidadas, de odios y sueños dormidos en la sangre de las venas; eran palabras venenosas, palabras que recordaban un pasado de continuas batallas.

—Ahora traeré mis cautivos.

—¿Qué cautivos tienes? —preguntó, asombrado.

—Tantos como dedos en mis manos. Espero que no se hayan ensuciado por dentro, como aquellos que dejaste escapar.

—Espera, Kalr, déjame pensar.

—¿Necesitas pensar?

—Soy tu cabeza; no lo olvides.

Era extrañamente curioso que él, Shim, Hombre de Letras, hombre mutilado, se viera envuelto en la vorágine de acontecimientos que se sucedían. Nunca pudo haber supuesto que habría de ser capaz de ver lo que estaba viendo, y ser, en cierto modo, partícipe de todo ello. Y no tenía miedo. Descubría que también «aquello» —el riesgo, el juego de ajedrez con bazas humanas— le gustaba.

—No traigas a los cautivos, Kalr.

—¿Por qué?

—Si los traes, luego no se los podrás quitar a tus hombres…

—No se los pienso quitar.

—Los destrozarán, entonces…

Kalr se estaba impacientando.

—Peor para ellos. Son mí botín de guerra. Ya lo has oído a Natto.

—Natto estaba ebrio y tú también lo estás.

—Mira, Shim, vete de aquí antes de que te atraviese.

—Me iré. Pero tú no eres un gran guerrero. Tú eres un cortador de «La Carne»…

El rostro de Kalr se congestionó hasta lo imposible. Levantó la mano armada de la corta maza, y por unos instantes pareció dispuesto a machacar lo que se le pusiera por delante.

—¡Vete…! —logró musitar el guerrero.

—Me voy, Kalr —nunca podría saber de dónde le venía aquel desesperado y frío valor—, pero escucha unas palabras. Puedes ser un gran guerrero o un pequeño guerrero. Un gran guerrero necesita tener en cuenta muchas cosas. Por ejemplo, que tu lanzadora-de-la-muerte-de-Kalr todavía necesita ser construida para todos o gran parte de tus hombres; segundo, que hasta que eso sea posible, hay que evitar que el enemigo ataque; hay que evitar toda provocación; tercero, que un gran guerrero no es sólo valiente en el combate, sino generoso en la victoria. Matar a diez kros sólo para dar gusto a una banda de borrachos, supone declarar una guerra que hasta ahora no lo está, y para la cual no tienes el arma preparada; supone precipitar una lucha sin antes haber tomado todas las ventajas posibles; y supone una monstruosidad, porque si los kros saben que tú matas a los cautivos para devorarlos, eso les hará tener miedo de tal forma que lucharán como hombres desesperados. Y, te lo digo yo, que soy kros: los negros tienen cabeza y saben usarla. Además, ellos también tienen armas secretas. Mejor harías conservando esos hombres y preguntarles cuántos son y qué armas tienen. ¿O es que lo sabes ya, ¡oh ilustre guerrero!?

Dejó a Kalr con la boca contraída y el ceño asombrado, y se fue antes de que pudiera impedirlo. Porque no estaba seguro de si el guerrero le había dicho que se fuera de allí, de su vista, o que se fuera lejos de la familia. Y no estaba dispuesto a preguntárselo. Difícilmente se le presentaría mejor ocasión para alejarse.

No sabía a dónde ir, ni qué rampa tomar. Y tenía miedo a la oscuridad. Y no había un niño que le ayudara. Y no tenía manos con que agarrarse. Y no podía evitar el terror de su corazón:

Pero debía marcharse. Lejos, acurrucarse en cualquier rincón y esperar una ayuda. O gritar hasta que alguien acudiera. Todo, menos quedarse allí, siendo testigo del tremendo crimen que se avecinaba.

Comenzó a caminar, tambaleándose, tomando corredores ciegos que debía rehacer. Por dos veces volvió al lugar de la orgía, sus oídos ensordecieron con los aullidos de los guerreros embriagados y respiró el acre humazo de los falux. En la última vez se detuvo a observar si…

Distinguió a Kalr, meditabundo, buscando algo con los ojos —a él, sin duda—, pero sin dar la orden de llevar a los cautivos.

Suspiró, considerablemente aliviado. Y entonces, una pastosa y ceremoniosa voz dijo a sus espaldas:

—Tú eres Shim, ¿verdad? El kros amigo de Kalr.

—Ése soy yo.

Y reconoció al bardo, al hirsuto borracho que de forma tan melodiosa y fuerte dominaba las palabras.

—Era muy bueno tu canto a Kalr.

—Tú estás loco. ¿Desde cuándo son buenos los cantos a los tiranos? ¡Hip…! Perdona, Shim… ¡Hip…!

Deseaba de tal modo una compañía, antes de arrojarse al laberinto de las tinieblas, que deseó hasta la compañía de aquel truhán embriagado.

—Yo era Hombre de Letras…

—Hip…

—Natto…

—Ése, ¡hip!, soy yo…

—Voy a marchar a otra familia. No sé el camino. Ven conmigo.

—Hip…

—Haces mal, Natto, bebiendo así; haces mal permaneciendo en la familia Kalr…

—¿Bien, mal…? Escucha, extraño, mi canto, si es que puedes entenderme… ¡Oh maldito Kalr! Necesito respirar. Me duele la garganta tras haber escupido…

—¿Es el canto?

—¡Idiota, no! Escucha:

»Bien o mal, dos modos

de actuar en torno a tu muerte,

junto al mar opresor

esfúmate como un suspiro.

Rey de tu corazón, en los días sin luz,

ve llorando, hijo mío, a través

de las almas de todos los hombres,

hasta la inocente oscuridad

y la culpable oscuridad y la buena

muerte y la mala muerte, y entonces,

en el último momento,

vuela a la sangre de las estrellas[1].

Necesitó comprender primero, y luego el asombro se le aposentó en el corazón. ¿Cómo podía haber logrado Natto aquella prodigiosa síntesis de su problema, de su historia, de su presente, e incluso de su porvenir? No pudo preguntárselo, porque Natto se apoyó en una pared, comenzó a resbalar lentamente y cayó sentado, las ropas alborotadas, la cabeza caída, la respiración bronca, sucio, miserable y grandioso. Pensó, quizás equivocadamente, que aquélla era la destrucción de un hombre fuera de su lugar en la vida.

Se enfrentó decididamente con el caos de niveles, plataformas y corredores. Llevaba los dos brazos tendidos y eran como antenas de su sensibilidad. Durante algún tiempo, el ruido de la familia Kalr, los enormes alaridos de aquellas gargantas primitivas, le fueron guiando. No tenía más que alejarse de allí. Recordó una frase oscura de un cronista del Libro: Terminaremos siendo humanos de la Edad de Piedra en una maravilla científica.

Cuando quedó definitivamente solo, entre los ruidos ominosos del metal y sus ecos, entre zonas de oscuridad, donde tenía que ir tanteando con los pies, y cayendo y volviendo a caer, demasiado aterrado para saber siquiera si subía o bajaba, lo hubiera dado todo, hasta la vida de los diez kros, por estar al lado del bestial Kalr, sus guerreros, sus mujeres y sus luces humeantes.