Aunque los muñones se le iban cicatrizando rápidamente, todavía le era doloroso el tacto con los objetos pesados. Y los pequeños y ligeros se le escapaban. Por todo ello, Sad era la que debía trabajar más. Él decía: «Dale otra vuelta», o bien: «Más alto, Sad», o mejor: «Más cerca de la luz, pero sin taparla.» Y ella lo hacía.
La cantidad de símbolos que tenía guardados Ylus era impresionante. En realidad, la opinión de ambos difería en cuanto a la apreciación de un símbolo; para Ylus, eran enviados por el Señor de los Símbolos; él, sin descartar la posibilidad de que algunos lo fueran, lo que buscaba era la huella de los antepasados. Sabía que los trajes, robots, estatuas o representaciones de la figura, los cables y cuerdas, las reproducciones sin volumen, eran objetos que habían servido a los antepasados. Desde este punto de vista, bastaba encontrar un pedazo de goma en una calle, o una rueda dentada en una cámara, para entender que eran objetos que habían tenido utilidad en la Nave. Y por extensión, la Nave misma era un cuerpo inagotable de símbolos. Por consiguiente, se imponía un tamiz más estrecho para apreciar las cosas que además de ser cuerpo de la Nave, podían dar un significado de lo perdido. Naturalmente, bastaba mirar con ojos curiosos el conjunto de materiales que informaban la estructura de la Nave para volverse loco buscando su significado. Todo había sido creado con anterioridad, y, realmente, todo era viejo, incluso para el uso cotidiano. El que la curiosidad y la nueva perspectiva les dieran unos nuevos contornos no impedía que fuesen desconocidos en cuanto a su estructura y significado objetivo.
Se veía obligado a un trabajo mental enorme. Necesitaba una triple dimensión. Cada objeto, cada símbolo que decía Ylus, requería un sistema de coordenadas para su triangulación (como había aprendido en el Libro que los antepasados medían la situación de las estrellas); primero necesitaba ver y reconocer el objeto; segundo, buscar el punto de apoyo del Libro para determinar su oportunidad histórica; tercero, y en caso de haber conseguido los datos anteriores, apreciar su utilidad.
Verdaderamente, no lo consiguió en ninguno. Era deprimente reconocerlo, pero no podía engañarse a sí mismo. Tal sucedió, por ejemplo, con unos símbolos que Ylus extrajo de una caja. El corazón le dio un salto en el pecho. ¡Eran papeles! No podía tocarlos ni reconocerlos al tacto, pero no había conocido en la Nave ningún metal tan delgado y flexible, o ninguna tela tan rígida y característica. ¡Eran papeles y estaban grabados con reproducciones y letras!
Reprimió como pudo su emoción. Trabajando su segunda coordenada recordó una anotación del cronista de la Nueva Generación, que decía: Y durante un registro hemos encontrado dos cámaras repletas de oro, plata y billetes. Es el tesoro nacional. Por lo visto vamos a establecer el mismo sistema económico. Solamente en billetes hay cien millones de créditos (un crédito=diez dólares). ¡Qué ironía! Y otra del historiador del Día de la Ira: En las rampas ardían los papeles azules, rojos y amarillos del dinero inservible. Y ardían mal, porque el dinero de la Federación es prácticamente indestructible…
—¿Conoces este símbolo? —preguntó Ylus.
—Sí.
Rogó a Sad que mantuviera los papeles cerca de sus ojos. Primero vio las letras, letras diferentes a las que él usaba cuando escribía, letras que no se unían las unas a las otras, pero que decían lo mismo. Aun sin comprender, leyó: «El Banco Federal Euro-Americano pagará al portador… la cantidad de… DIEZ créditos.» Y en las esquinas, la cifra cuatro veces repetida. Y en letras más pequeñas: «Estrasburgo-Washington, 10 de febrero de 2284.» Y muchas rayas, dibujos, y la cabeza de un hombre, ¡un antepasado! Sus rasgos eran muy parecidos a los wit, pero sin barba y los cabellos del cráneo cortos y apelmazados. Leyó: «Natto Glosson. Teoría ingravitatoria.» Dando la vuelta al papel, se repetían, los signos y las cifras; pero en vez de una reproducción humana, se veía una estatua, un niño subido a un pedestal, efectuando una necesidad con toda normalidad. Unas letras pequeñas decían: «Maneken pis.»
Todos los papeles eran por el estilo, aunque variaba en cinco ocasiones el valor, el dibujo y las reproducciones, incluso el tamaño de los papeles. Dentro de estas cinco variantes, Ylus poseía un centenar de billetes, algunos chamuscados, otros rotos y casi todos manchados por la humedad. El valor de las cifras era: cinco, diez, cincuenta, cien y mil. Y las figuras: «Cristóbal Colon», «Washington», «Einstein», «E. Fermi» y «G. T. Tomlhis III».
—Es dinero. Ylus —informó.
—No conozco esa palabra.
—No importa, Ylus, pero los antepasados los tenían y apreciaban mucho.
—¿Para qué servía?
—No lo sé exactamente. Tú, ahora, cuando quieres algo, se lo pides a Brisco, o a Hipo, o a Luxi, o bien les regalas algo a cambio, algo que tú tienes y que sabes que ellos desean. El dinero, para los antepasados, servía para eso.
—No lo entiendo.
—Es una de las cosas que se han perdido; puesto que seguimos viviendo, no era fundamental; pero imagino que el dinero tenía un valor convencional, al cual se sujetaban todos. Bueno, Ylus, pero ahora no nos rompamos la cabeza. Lo importante es que estos papeles tienen letras y tienen reproducciones de los antepasados. Me figuro que eran humanos importantes a los que la comunidad querría ensalzar de alguna forma. Y estos dibujos del lado contrario son, Ylus, reproducciones planas de la Tierra. Aquí tienes la Tierra, Ylus…
Ylus movió la cabeza.
—No, Shim, debes equivocarte. La Tierra no puede ser tan pequeña. Eso parece una casa, pero, ¿quién podría vivir ahí?
—Ylus, ¿no comprendes que son reproducciones en pequeño?
—No lo comprendo, Shim, de verdad que no lo comprendo.
—Mira. Ylus: si yo, ahora, te digo que me enseñes el camino hasta la familia Luxi, me dirás, ve por allí y luego baja por allá y tuerces por el otro lado. Y si yo te digo: «No te entiendo, ¿quieres dibujar el camino con greda en el suelo?», tú me harás el dibujo, ¿verdad?
—¡Claro que sí! ¿Quieres que lo haga?
—No, Ylus. Quiero que comprendas lo que es una reproducción.
—¡Oh, Shim! Si es muy fácil… Bajas por ahí, luego tuerces por donde está tu mano derecha y Luxi nos dará falux y luego vuelvo y te hago un dibujo. ¡Es muy fácil! Ya comprendo lo que es el dinero.
—Sí, Ylus, ya lo comprendes.
En una ocasión, cuando examinaba un nuevo símbolo, un objeto redondo, con doce números en una esfera, en cuyo interior existían gran número de pequeñas piezas, colocadas de una forma que parecía tener un fin premeditado, llegó a la cámara un púber de la familia Hipomix. Lo que dijo tenía gran importancia y de repente lo situó en un plano antiguo que, durante un tiempo que no podía determinar, había abandonado. El muchacho dijo que los hombres de la familia Kalr habían tenido un encuentro con los guardianes kros, a consecuencia del cual habían muerto tres wit y doce de ellos estaban heridos. Los guerreros de Kalr aseguraban que habían matado a diez kros y que tenían cinco cautivos. Los heridos habían sido llevados a Hipo, para que los cuidara.
Ylus parecía propicio a desentenderse del asunto, pero él, angustiado, insistió:
—Vamos, Ylus. Es más importante que los símbolos.
—Nada hay más importante que los símbolos —gruñó el padre de la familia.
Pero atendió su ruego y se dispuso a acompañarle, en unión de cuatro o cinco jóvenes y la inevitable Sad. El cortejo tomó por una rampa descendente. Por lo visto, la familia Hipomix vivía en un nivel inferior.
—Lo había olvidado, lo había olvidado —dijo.
—¿Qué olvidaste, Shim?
—La guerra.
—Guerra… ¿Qué guerra? Nosotros no tenemos ninguna guerra.
—¡Oh, tú y tu bendita simplicidad! ¿Quieres decirme, Ylus, qué es lo que ha hecho que la familia Hipomix tenga hombres heridos que curar? ¿Y por qué hay diez kros muertos?
Ylus pareció reflexionar.
—¡Ah, sí! Es cosa de Kalr…
Se detuvo en seco, para observar mejor al anciano.
—¿Quieres decir que el conflicto con los kros no obedece a una necesidad nacional?
—No te entiendo, Shim.
—Perdona, Ylus. Quiero decir lo siguiente: Vosotros enviasteis una embajada a Mei-Lum-Faro, con unas peticiones. El Señor de la Nave dijo que no y mató a los representantes wit. Entonces vosotros matasteis a unos guardianes kros y luego dejasteis el trabajo en las factorías de arriba. Eso es un conflicto. Ahora bien, ¿son todas las familias o es sólo la de Kalr la que mantiene el conflicto?
—Ya te dije que es cosa de Kalr.
—Hablaremos de ello, Ylus.
Atravesando unos corredores, tan estrechos como oscuros, erizados de tuberías y cuadros distribuidores de energía, desembocaron en una amplia explanada, a modo de anfiteatro, donde asomaban las bocas y ventanas de algunas cámaras residenciales. A la luz actínica de los antepasados, a un tercio de su intensidad, pero suficientemente fuerte como para suplir muchos cilindros de luz caliente, deambulaban varias parejas y unos niños jugaban, cogidos de la mano, formando un corro. Los niños, moviéndose, empezaron a cantar una tonadilla. Se detuvo y escuchó:
Mambrú se fue a la guerra
mirusi mirusi qué pena;
Mambrú se fue a la guerra,
y no sé cuándo vendrá.
Sabía lo que era cantar; era reproducir con la garganta, haciendo vibrar el aire de la respiración, un sonido musical. Como buen matemático, podía calcular la variada gama de combinaciones que podía hacerse con las siete notas de la escala de sonidos. Los kros eran aficionados a la música, y algunos, grandes concertistas, que componían sonidos nuevos en las audiciones del fórum; pero no sabían cantar. Sus pulmones no estaban capacitados para ello. ¡Y allí estaban cantando unos niños! No gritaban, ni se esforzaban; eran vocecitas blancas, pálidas y dulzonas…
Montado en una perra,
mirusi mirusi qué pena;
Mambrú se fue a la guerra,
Y no sé cuándo vendrá.
Eran voces sonámbulas, voces que hacían pensar en los símbolos de Ylus. ¿Quién sería aquel Mambrú? En el Libro, desde luego, no se le nombraba…
—¿Qué esperas, Shim?
—¿Desde cuándo cantan los niños wit?
—Desde siempre. Y no te entiendo, Shim. Sabes cosas profundas y luego te asombras de las sencillas, que saben hasta los niños.
Sin replicar palabra, siguió al anciano por una de las rampas, que terminaba en una cámara. Un olor peculiar sorprendió a su no demasiado sensible olfato. Olor a cuerpo enfermo. Los kros lo llamaban olor a fiebre. Nadie sabía su origen. Los médicos kros, que lo eran por haberlo sido sus padres y los padres de sus padres, administraban a los enfermos unas pastillas blancas. Con ellas, la fiebre, el calor no natural del cuerpo, se cortaba. A las pastillas para la fiebre y al vendaje de las heridas exteriores, se reducía todo el saber kros; bien que eran pocas las enfermedades. Abúlicos y estoicos, los kros se morían de la misma sencilla forma en que vivían; ocurría que no siempre la fiebre cortada sanaba al enfermo. En tal caso, el enfermo moría sin fiebre, pero moría, acurrucado en su litera, sin quejarse, sin molestar a nadie.
Hipo, rodeado de diez o doce wit de mediana edad, estaba sentado en una tarima. Se había quitado la túnica y estaba desnudo. Separaba las rodillas, y entre ellas, en el suelo, un recipiente recogía la sangre que chorreaba del muslo de un albino, fuertemente sujeto por otros cinco o seis, de modo que la pierna herida quedaba encima del recipiente. El herido daba unos gritos espantosos. Los restantes heridos, aunque en menor grado, también gritaban lo suyo. Era todo un ejercicio de lamentos, desgarros, quejas y maldiciones. El ruido era perfectamente insoportable. Mentira parecía que una garganta humana soltara aullidos semejantes.
—Ylus, ¿por qué gritan tanto?
—¿Qué dices?
—¡Que por qué gritan tanto!
—¿Qué dices…?
—Nada, déjalo…
Sad, indudablemente más ducha en semejantes menesteres, se le acercó y le introdujo en los oídos una materia blanda y correosa, que se amoldó en seguida y amortiguó en gran parte el insoportable concierto. Hipo, sonriendo a los huéspedes, siguió trabajando con el herido; vertió un líquido blanco en la brecha, que inmediatamente cortó la hemorragia; en seguida, con rápidos movimientos, juntó los bordes de la herida y los fue atravesando con una hila de metal dorado, fino hasta parecer invisible. Se quitó de encima al herido, al que un ayudante esperaba con un vendaje preparado, y pidió silencio. Es decir, hizo unos gestos con la mano, y los estropeados soldados dejaron de gritar. Se levantó de su asiento y se dirigió a ellos.
—Shim…
No le oía:
—¿Qué dices?
Sad, ruborizada, se apresuró a hurgar en sus orejas, extrayendo la materia que había sofocado los gritos. Los testigos, hasta los heridos, comenzaron a reír. ¿Comprendería de una vez al pueblo wit? Cuando pretendía conocerlo, bastaban incidentes pueriles para desconcertarlo. Para disimular su turbación, dijo:
—¿Por qué han dejado de gritar, Hipo?
—Porque lo he mandado yo.
—Así, ¿tú mandas sobre el dolor?
—Tú lo has dicho.
—No hagas caso de este viejo embustero —dijo Ylus—. Los hace gritar hasta volverles locos, porque mientras chillan es más fácil curarlos. No es que el dolor se vaya; es que se olvida.
Hipo pareció enfadarse.
—Te recuerdo, Ylus, que debes respetar mis secretos; es la ley de las familias.
—¿Tus secretos? Cuando me sacaste la muela grité más que todo ésos juntos; pero el dolor me subía desde el talón de los pies. Sospecho, viejo loco, que lo hiciste a todo empeño.
Intervino para cortar aquella tendencia tan wit de desviarse por conversaciones secundarías.
—Termina. Hipo, que nosotros podemos esperar.
—He terminado.
—Quedan dos, allí, en el rincón.
—Son cautivos de Kalr. Son kros. Dice que los va a matar; de modo que no es necesario quitarles el dolor.
Dejó a Hipo con la palabra en la boca y se acercó a las sombras que temblaban en el rincón. Cierto, eran cautivos kros. No le reconocieron; tenían tanto miedo, estaban tan fuera de sus elementos como si hubieran metido la cabeza en un recipiente de agua. Uno de ellos era guardián; lo denunciaban sus arreos militares; pero el otro era un ciudadano, de la clase superior, ligeramente amigo suyo; se llamaba Pal y era el consejero de Mei-Lum-Faro en cultivos hidropónicos.
—¡Pal…! —le llamó—. ¿No me conoces?
El kros le miró con una expresión de estupor en el rostro que hacía daño.
—¡Pal…! Recuerda; soy Shim… ¿estás herido?
No obtuvo tampoco respuesta. Se volvió a Hipo.
—¿No tienes una droga que le haga hablar?
—Mejor es que le dejes en paz. Pertenece a Kalr. El guardián tenía clavada una varilla en un hombro y chorreaba sangre a lo largo del cuerpo. Con las pupilas terriblemente dilatadas, permanecía rígido, pero tambaleante, produciendo la impresión de que bastaría un soplo para derribarle.
—Cura a este hombre, Hipo.
El aludido negó con la cabeza.
—No hace falta. No es de los nuestros, y mis mujeres trabajan mucho para destilar las plantas. Además, Kalr lo querrá mejor sin sangre.
—No te comprendo.
—Los cuerpos desangrados son más tiernos y…
Estaba sudando y tenía frío; apenas pudo preguntar:
—¿Quieres decir que Kalr se come a otros hombres?
Hipo, inquieto, temiendo haber ido demasiado lejos, se retorcía, deseando escapar.
—¡Oh, no, Shim; no he querido decir eso! La familia Kalr come y bebe lo mismo que nosotros, claro que sí; pero algunas veces, sus símbolos… ¡Cuernos; Ylus, explícaselo tú!
—No me hacen falta más explicaciones. Hipo… Quita el hierro a ese guardia y córtale la hemorragia.
Hipo, aliviado por el nuevo sesgo de la conversación, rió brevemente y se volvió a negar.
—No curo a mis enemigos.
La cámara estaba en silencio; hasta los heridos reprimían la respiración, perplejos por la extraña situación. Comprendió que Hipo, en su cámara de curas, estaba dotado de una doble autoridad: la que le confería su título de padre de la familia, y la que impartía la misma necesidad que de él sentían. No podía gritarle, reprocharle ásperamente, porque en virtud de su propio prestigio Hipo se mantendría en sus trece. Y buscó, desesperadamente, una solución.
—Hipo…
—Ése soy yo.
—Si yo fuera curador de hombres, ¿sabes lo que haría?
—No lo eres.
—No, no lo soy.
Se estableció una tregua, durante la cual siguió buscando…
—Bien, no lo eres; pero, dime, ¿qué harías?
—Tendría orgullo de mi profesión —tanteó.
—Yo lo tengo —respondió Hipo.
—Haces bien; es una profesión hermosa y buena. El cuerpo de los hombres se estropea y el curador lo arregla; quiere nacer un niño y el curador ayuda a la madre y al niño…
—Tienes razón…
—Yo estaría orgulloso, te repito. Se acercaría a mí un muchacho con un gesto de dolor y se lo cambiaría por otro de alegría… Es una profesión buena. Un buen curador necesita conocer a los hombres. Y conociendo a los hombres, Hipo, un curador debe saber que todos los hombres son iguales, que tienen el hígado en la misma parte del cuerpo y el corazón en la mitad del pecho. Y que el dolor ataca por igual al niño y al viejo, a la mujer y al hombre, al kros y al wit. Un buen curador sólo debe ver un enemigo: el dolor. El enfermo, el herido, no es amigo ni enemigo; es el cuerpo donde se ha metido nuestro enemigo. El curador no debe dejar que el amor le produzca lástima ni el odio indiferencia. Para él, los heridos no deben tener rostro, ni nombre diferente; sólo uno, siempre uno: Dolor. Si yo fuera curador, Hipo, nunca preguntaría al enfermo su nombre, ni si era rico o pobre, si blanco o negro, Le preguntaría: «¿Me necesitas?» Y si me decía: «Sí», le diría: «Pues aquí estoy.» Y haría más, Hipo: emplearía todos los días de mi vida en buscar al Dolor en los escondrijos en que se agazapa cuando no ataca; emplearía todos los días de mi vida en enseñar mi ciencia a unos discípulos, a los cuales daría una norma de vida: un curador no puede hacer daño con el empleo de su ciencia, ni siquiera cuando ignore la causa o el mal sea incurable; un curador acudirá siempre a la llamada del necesitado, aunque esté durmiendo, aunque esté cansado, aunque esté enfermo él mismo. El hombre que no fuere capaz de cumplir esta promesa podría ser músico, cortador de «La Carne», jardinero; pero no curador…
El silencio se fue llenando de palpitaciones. Hipo, congestionado, lo rompió, diciendo a sus hombres:
—Traed al herido.
Se lo acercaron; lo tendió sobre sus piernas; examinó la herida… Ylus, a su lado, decía:
—No resistas, Hipo; de verdad te digo que él es el mensajero que nos prometió el Señor de los Símbolos.
Y no oyó más, porque los heridos comenzaron otra vez con sus tremendos alaridos. Sad, a su lado, quiso colocarle otra vez la materia aislante. Se negó dulcemente. Necesitaba aquellos alaridos del hombre para encontrar al hombre en su dolor.
Alan, Tomi y dos de los hombres de Ylus desaparecieron en la oscuridad. Con ellos iban los dos kros. Los llevaban otra vez a las cubiertas superiores. En unión de Sad, Ylus e Hipo, había permanecido viendo cómo se marchaban.
—Déjame ver tus brazos —exclamó ásperamente el curador.
—Como quieras, Hipo.
Mientras el desconcertado Hipo maniobraba en sus mutilados miembros, Ylus puso en palabras el pensamiento de todos:
—Me gustaría ver la cara de Kalr cuando vuelva y…
Hipo rompió a reír; rió Ylus, rieron los heridos y hasta Sad, la triste, rió hasta que se le saltaron las lágrimas.
También rió él, mucho, para ocultar su preocupación.
—Grita, Shim. Cuando se grita se crispan los nervios y se cansan. Entonces no duelen tanto las heridas.
—No es necesario, Hipo; los kros no gritan. Pero yo gritaré cuando me hagas daño. Pero es que ahora, Hipo, no me haces daño.
—Bueno. Quiero que sepas, Shim, que me aprenderé de memoria lo que me has dicho y se lo enseñaré a mis hijos…
—Si tuviera manos te lo escribiría.
Ylus se debió de acordar de una vieja promesa.
—¿No podrías hacer algo en esas manos?
Hipo se ruborizó; miró en torno suyo y dijo, muy bajo:
—No es posible. He intentado hacerlo y no ha salido bien…
—¿Cómo lo hiciste?
—Con los muertos. Lo he intentado; con las manos, los ojos y el hígado. No ha salido bien.
Ylus se horrorizó.
—¿Con los muertos? ¿Lo sabe Mons?
—¡No! Necesito estudiar; ¿sabes? —Hipo se disculpaba—, para saber dónde están las venas, y el estómago, y… ¿Hago mal, Shim? Ellos ya no tienen dolor.
—Haces bien, Hipo. Yo también he buscado en el cuerpo muerto de todos nosotros.
Ylus, que, evidentemente, no comprendía, llevó la conversación a los cauces primitivos.
—Shim dice que haces bien y yo callo. Pero, ¿no podrías hacer algo por él?
Hipo meditó, o hizo como que meditaba profundamente. Tenía gusto por lo espectacular.
—No sé, no sé… Pero a Tit, hijo de Brisco, le corté una pierna, y los hombres de Elio le hicieron unas ayudas para que pudiera andar. En los brazos es más difícil, pero podría hacerse. Habla con Elio, Shim.
—Lo haré.
Y quedaron en silencio. Esperaban a Kalr; lo sabía, lo sabían todos. Podían marcharse, ignorarle; pero un nuevo sentido de la responsabilidad iba naciendo en todos. Él lo tenía, o bien era un riguroso sentido del orden. Obraba por instinto. En cierto modo se estaba volviendo wit. Kalr habría de venir y era necesario afrontar la responsabilidad de los propios actos.
—Dime, Ylus —preguntó—, ¿por qué me has dicho que la guerra es cosa de Kalr?
—Es verdad.
—Pero, ¿es que debe haber una guerra sólo para que Kalr haga su oficio?
—No, Shim…
—¿Entonces…?
—¡Oh, mensajero! ¿Tan difícil es que comprendas que dejamos a Kalr que pierda sus dientes mordiendo metal?
Hipo sonrió tan ligeramente que ni movió los labios. Pero sus ojos se burlaban y asentían…