—Y me hablaban de una manera infantil. Todos querían llevarme consigo. ¿Por qué, Abul? Todas esas familias, ¿son, verdaderamente, tan diferentes entre sí? ¿Es que puedo haberles conmovido hasta desear todos que vaya con ellos? ¿Me escuchas, por favor?
Abul, que parecía escuchar a Dina, respirar a Dina —que mientras ellos hablaban se movía en derredor, preparando la comida—, estaba, sin embargo, lo suficientemente atento para entender.
—Te escucho y entiendo, Shim, del mismo modo que entiendo a los padres de las familias sin escucharles. Tú, Shim, acabarás comprendiendo a los wit; pero no hasta que te olvides de que eres un kros. Un wit es sincero cuando te habla así. Un wit no razona con lógica. Ya te lo he dicho: piensa con el corazón. Son como niños, Shim; yo mismo, que soy clase sirviente de los kros, tengo más inteligencia que ellos. Pero, ¡cuidado!, no es necesario decirlo o aparentarlo. Un wit no quiere que nadie le diga que es superior a él. Si le dejas la creencia de que eres inferior, no importa que seas superior. Yo soy inferior porque no veo. Por ello, y porque amo a una mujer blanca, me quieren…
—¿Me quieres de verdad, Abul?
—Te quiero, Dina. Tú eres la luz de mis ojos y el aire de mi boca. Te quiero, Dina; tú eres el calor que me alegra en los sueños helados y el frío que aparta mis sudores. Te quiero, Dina; pero ahora déjame hablar con Shim. ¿No ves que lo necesita?
—¡Malo! También necesita comer. Vamos, Shim, abre la boca.
—No quiero comer, Dina.
—¡Tienes que comer! Bastante trabajo tengo atendiendo a dos negros estropeados para que encima digas que no. ¡Abre la boca!
—Dina, ¿por qué no dejas que lo haga Alan? Es su niño…
—¡Valiente tramposo es Alan! Ni siquiera lo he visto en todo el turno. Lo estuve llamando y no apareció.
Abul sonrió y dijo:
—No es cierto. Oí cómo le decías que no viniese hasta más tarde. Estoy celoso, Dina. ¿Es que quieres a Shim y por eso alejas a los niños?
Dina, sin transición apreciable, cayó en un llanto amargo y caudaloso. Las lágrimas fluían de sus ojos y su pecho se agitaba desacompasadamente. Hubiera deseado tener manos para acariciar su pelo y decirle que callara, que no llorara de aquella manera. Pero Abul no parecía muy preocupado y calló, para ver en qué paraba aquello.
—¡Malo! —dijo ella—. Yo sólo te quiero a ti.
—¿Por qué quieres dar tú la comida a Shim?
Incapaz de inventar una historia, la muchacha confesó:
—Sad me lo pidió. Quiere que el extranjero se acostumbre a las mujeres y que sepa cómo solamente ellas pueden ser capaces de cuidarle. Es por eso, Abul. No quiero que dudes de mí.
—No dudo de ti, Dina; ya lo sabía. Pero deseaba que Shim me comprendiera y te comprendiera a ti. Te quiero, Dina, y sé que tú sólo me quieres a mí. Bésame.
Los dos amantes se entregaron a tiernos gestos amorosos. Sorprendido por aquel derroche de ternuras, de sensaciones apenas entrevistas, quiso apartar los ojos. Pero no podía. Le enternecía la mágica comprensión de aquellos seres tan diferentes. Las manos del ciego acariciaban el cabello de la hembra, y ésta tendía las suyas hacia los ojos desamparados. De repente, la ternura, la emoción, le hizo daño, Y gritó:
—¡Dame de comer, Dina, o si quieres acariciar a tu amado llama a mi niño!
Dina, en vez de obedecer, salió corriendo. Comprendió lo inadecuado de su grito y pidió a Abul que le perdonase.
—No tiene importancia, Shim.
—Me duelen estas manos que no tengo, Abul, estas caricias que yo no podré hacer. Dime, Abul, ¿es suave el cabello de la hembra amada?
—Muy suave, Shim.
—¿Como el de la rara tela llamada seda?
—Mucho más suave, Shim.
—¿Como el titanio pulimentado?
—Mucho más suave, Shim.
—¿Como el metal del Libro, Abul? Pero, no; no puede ser tan suave.
—Por lo menos tan suave, Shim, de verdad te lo digo. Reconozco, sin embargo, que yo no he tocado el libro.
—Dices bien: tú no has tocado el Libro.
El peso de la tristeza apagó las palabras. Ninguno sabía como romperlo. Entonces entró la muchacha llamada Sad.
—Shim… —dijo.
—Ése soy yo.
—Yo te daré la comida, quieras o no quieras. Abul…
—Ése soy yo.
—Harías bien en buscar a Dina. Está llorando.
—Iré en su busca, Sad.
—Muy bien; está en…
—No; no me lo digas. ¿Acaso no comprendes lo maravilloso que es buscar a la amada con los ojos cegados, y buscar, y sufrir, y esperar, y temer, y seguir buscando por lo ignorado y temido hasta encontrarla y saber que ella es la luz que esperábamos?
Había terminado la comida —unas pocas proteínas y unas frutas hidropónicas— y Sad no se marchaba. Se acurrucó en el suelo, sin dejar de mirarle. No le importaba la muchacha, pero estaba agradecido.
—Sad…
—Ésa soy yo.
—Cuando Abul dijo a Mei-Lum-Faro que prefería ser ciego a vivir sin su hembra no sabía lo que hacía.
—Sí lo sabía, Shim.
—No; no podía saber que había derrotado la más cruel de las leyes, la que dice: «Los wit son una raza maldita.» Sólo el amor puede vencer a la ley, Sad.
—Cierto. Nosotros lo sabemos desde que nacemos.
—¿Vosotros…? Antes de venir tú, Abul me estaba explicando cómo sois vosotros. Pero se ha marchado. Dímelo tú, hermosa niña.
—¿Cómo puedo saber lo que tú quieres? Ven conmigo y apréndelo por ti mismo.
—¿Cuál es tu familia, Sad?
—Ylus es nuestro padre.
No necesitó reflexionar. Su mente ejercitada le recordó en seguida al anciano que, muchas veces, parecía el jefe de todos los padres de las familias.
—¿Ylus…? Ya recuerdo. Me dijo que tenía los símbolos de los antepasados. Sad, ¿quieres llevarme a tu familia?
—He pasado mucho tiempo detrás de esa puerta esperando que me lo dijeras.
—Vamos, Sad, y no me hables así.
—¿Es que no puedes amarme?
—No lo sé. ¿No comprendes que no lo sé y tengo miedo?
Sad, sin pronunciar más palabras, le ayudó a incorporarse. Tomi estaba en la puerta y se apoderó de la luz. Sad, sin hablar, debió darle la indicación oportuna, porque se puso a andar delante de ellos. Por segunda vez desde su estancia entre los wit, recorría sus pasillos y cámaras, sus rampas y escaleras. Era un mundo diverso y fascinante, un mundo que habría de explorar más despacio. Atravesaban zonas de luz y zonas oscuras, calles, incluso, con rieles como si en otro tiempo las hubieran atravesado vehículos, a las que se asomaban puertas entornadas, de las cuales se escapaba olor a comida, gritos y llantos, risas infantiles y parloteo incesante de las mujeres. Mientras ellos pasaban, una ola de curiosidad les acompañaba. Los niños, las mujeres y los hombres se asomaban, hacían corro, preguntaban, chillaban y reían. Las bromas a Sad eran atroces y lo menos que se decía era que lo llevaba para acostarse con él. Nuevamente el ingenuo libertinaje, el desenfreno verbal que tanto le repelía. El temor y la vergüenza acabaron con su curiosidad y terminó andando como un robot. Y cuando Sad le tocó, se detuvo. Habían llegado.
El lugar no ofrecía demasiadas diferencias con lo ya conocido: la misma teoría de pasillos o calles estrechas, un cruce, huecos de ascensores, rampas y ventiladores. Luces indirectas en algunas partes y luces calientes en otras. Y la misma turbamulta de chiquillos y mujeres mirándole como si fuera un objeto extraño.
—Espera —dijo Sad.
Esperó, digno, con sus inútiles extremidades colgándole a los costados, ridículamente cortas. Esperó, torturado, lamentando haber venido… ¿Habría de pasarse lo que le restaba de vida encerrado en la cámara, temiendo un instante como aquél?
Ylus, apareciendo ante él y despachando mediante unas enérgicas órdenes a los curiosos, le salvó de su desfallecimiento.
—Ylus…
—Ése soy yo.
—No sé lo que me sucede. No me puedo acostumbrar, Ylus. Quisiera morir antes que sentir… lo que siento.
—¿Has comido, Shim?
—Sad me ha dado de comer, pero no sé si he comido.
—Has comido, pues; el estómago no sabe de repugnancias. Creo, Shim, que contigo habremos de darnos prisa. Tú no eres Abul, o por lo menos no tienes el consuelo qué él tiene.
Sad salió corriendo, para ocultarse. Le dolió el gesto. Ylus, duro de ademanes, contuvo su enternecimiento.
—Déjala. Se llama Tristeza y diría que es feliz así. Volverá. Importas más tú.
—¿Por qué, Ylus?
—Eres el primer kros de raza superior que ha venido a nosotros y puedes ayudarnos.
—¿Lo necesitáis?
—También tenemos nuestros problemas.
—¿Piensas, como yo, en «La Carne» abandonada y en los jardines sin limpiadores?
—Pienso.
—¿Piensas en la raza humana, condenada a vivir en la Nave y, sin embargo, dividida y enemiga?
—Pienso.
—Estoy contigo, entonces, y te ayudaré, Ylus.
—Ven conmigo.
No necesitaron andar mucho. En una rampa de suave pendiente, sobre el centro, vio un edificio pequeño, pero de nobles proporciones. Su arquitectura no era la funcional, común a casi toda la Nave, sino otra fundida en una exacta simetría de las proporciones. Cuatro columnas, con capiteles floridos, formaban ante la puerta de entrada; arriba, sobre las columnas, creyó distinguir unas letras de metal, pero la escasa luz no le dejó descifrar su significado, caso de tenerlo.
La puerta estaba desgajada, apenas sustentada en los goznes. Dentro, la oscuridad era completa. Aguardaron hasta que seis o siete niños se colocaron a los lados, llevando gruesos cilindros de luz. La llama caliente alumbraba en círculos temblequeantes, de un tono amarillento, que para su no percepción de los colores se reducía a un blanco sucio. El edificio parecía tener por dentro las mismas proporciones que por fuera: una sola cámara, rectangular, de nobles proporciones, silenciosa y sombría. Una galería transparente cubría los laterales superiores, delante quedaba una enorme pared pulimentada, de cromo-litio, con profundas incisiones a modo de grabados.
—Ven —dijo Ylus.
Y lo arrastró hacia una de las paredes. Distinguió, a la luz de los falux, una serie de objetos, alineados junto al muro. Lo primero que le llamó la atención fue una representación humana, en metal, bronce seguramente; estaba parcialmente mutilada, pero la representación estaba clara: dos humanos se estaban estrechando la mano. Ambos iban vestidos por el estilo; uno tenía un águila a sus pies, y el otro un león. Es decir, unas figuras convencionales que aparecían grabadas en muchos objetos de la Nave y cuyo significado ignoraba. Suponía que eran animales domesticados por el hombre. En el basamento de la representación pudo ver unas letras, que inmediatamente identificó con el lenguaje arcaico de los primeros antepasados. Decía: «Lionel S. Goodman-Louis Delpre. Año MMCLXXVI. Federación Euro-americana.»
Habría de reflexionar sobre el descubrimiento, pero su adiestramiento idiomático y la suma de conocimientos adquiridos le permitía, cuando menos, situar temporalmente la época del hallazgo. Le bastaba una fecha o los giros del idioma, para establecer, cuando menos, una cercanía.
—¿Lo entiendes? —preguntó Ylus.
Asintió, pero indicó que deseaba seguir adelante. No podían pararse a discutir cada hallazgo. Empezaba a sentir una opresión en el pecho, producto, sin duda, de las excesivas luces. La segunda reproducción, igualmente mutilada, representaba una hembra. Era una figura muy bella, que atrajo inmediatamente su atención…, porque no tenía manos, ni brazos siquiera. Era un desnudo; la mujer ofrecía a la vista un torso admirable, sereno y bello en su impudicia. La ropa le había descendido hasta casi caer al suelo y posiblemente las manos y los brazos que faltaban debían estar sujetándola. El rostro era bello, de nariz recta y frente espaciosa, con el cabello atado en un rodete vertical. La materia no era metal ni madera, y parecía la misma sustancia de las baldosas que cubrían el Fórum de las cubiertas superiores. No tenía ningún grabado.
Toda aquella parte estaba destinada a objetos mutilados, representando figuras humanas. De muchas sólo existían trozos, golpeados, chamuscados, retorcidos; metal, piedra y madera, incluso pintada. Recordó el Día de la Ira. Allí estaba la prueba, aunque bien pudiera ser que tantas generaciones de ignorancia, de niños inconscientes hubiera destrozado más los objetos.
Dentro de una caja, después de las reproducciones humanas en volumen, la familia Ylus había guardado lo que era fácil de identificar como prendas de vestir, algunas de tejidos desconocidos, pero en general fácilmente reconocibles. El cambio más apreciable parecía contraerse a la prenda interior, las bombachas, que en el presente seguían utilizando los trabajadores, mientras las clases superiores las habían desterrado por las cómodas túnicas o vestes. El calzado también había variado notablemente. El pueblo wit, generalmente, iba descalzo; los kros metían las extremidades en una sandalia sin correas. El calzado de los antepasados parecía más complicado; alguno era flexible, alto hasta cubrir los tobillos; otro era más duro y bajo, con piso de materia plástica y broches metálicos. Fácil era distinguir el calzado femenino del masculino, no sólo por el tamaño, sino también por cierta gracia inexplicable.
La enorme pared frente a la puerta reflejaba tan intensamente la luz, que hacía daño a los ojos mirarla de frente. Distinguió muchos surcos mordiendo el metal, muchas rayas cruzándolo en todas las direcciones, gran parte de las cuales no podían seguir porque la luz no alcanzaba. Al tacto, el metal era frío, suave y resbaladizo; las incisiones eran tajantes. ¿Cómo habrían podido los antepasados horadar un metal tan duro? Creyó reconocer algunas letras, pero tan desproporcionadas que no podía descifrarlas, sin una perspectiva adecuada; empero, ¿cómo alejarse, si la luz no lo permitía?
Tuvo miedo. Presentía que se encontraba ante uno de los grandes misterios humanos. Miró a Ylus, esperando alguna ayuda; pero el gesto atento y desamparado del padre de la familia superaba el suyo, incluso. Se dio cuenta de lo que esperaban de él y estuvo a punto de desfallecer. Desfalleció, incluso. Sus miembros lacerados tocaron el metal, las estrías; pero falto de un tacto adecuado no podía seguirlas. No le cabía, siquiera, el recurso de reproducir aquellas señales en una materia más blanda que, más tarde, podría ser estudiada.
Le abrumaba aquella pared cubierta de signos. Hubiera querido alejarse, huir, pero al mismo tiempo estaba fascinado. Descubrió un recuadro más pequeño, en el ángulo inferior derecho.
—¡Luz! —gritó.
Los niños se acercaron. Ordenó cinco o seis hasta que las luces hicieron tolerable el examen. Le ayudó la existencia de ciertas manchas, ásperas al tacto, que si bien cubrían el cromolitio dejaban abiertas las estrías. Colocándose a unos pasos, estudió el grabado, en letras que ya sabía eran de imprenta y latinas. Estudió sin comprender, pero obstinado en grabarlas en su cabeza. Pudo componer la siguiente frase, sin sentido: «GRAPHIA MVNDANI MAICI», y en caracteres más grandes: «PLANISFHERIUM ORBIUM.» Corrió al otro lado, para comprobar si en el ángulo izquierdo existía algo parecido. Jugó con las luces hasta que consiguió un reflejo tolerable. Efectivamente, existía un grabado: «ASTRONOMICAL ATLASES. NOMENCLATURE AND CHARTS.»
Fatigado hasta el desfallecimiento, doloridos los ojos, despidió a los niños y hasta deseó la oscuridad. Ylus se puso a su lado, esperando, sin duda, sus palabras. Aunque estaba demasiado impresionado, no quiso defraudarle.
—Es muy importante, Ylus. Es una representación de las estrellas.
—¿Qué estrellas?
Comprendió que Ylus tenía de los símbolos otro concepto. Quizá no pudiera hacerle comprender nunca lo que él entendía, o pretendía saber en sus enunciados principales. Pero, ¿acaso sabía algo? Deducía que los antepasados habitaban en un planeta llamado Tierra y que conocían bastante bien las leyes de la mecánica celeste. Se deducía por sí solo ante las cifras y nombres que manejaban, de los cálculos que daban por seguros. Ateniéndose a ello, era fácil comprender que los hombres tenían una idea aproximada del espacio, que para ellos debía de ser lo que veían desde la Tierra. Luego, el grabado de la pared debía de ser una reproducción, en escala mínima, de la idea que los humanos tenían de las estrellas, sus órbitas y campos catéricos… Muy importante, pero casi imposible de comprender, y, desde luego, de explicar. Dijo:
—Vamos fuera, Ylus; estoy cansado.
Ylus, impaciente y al borde de la ira, estuvo a punto de responder groseramente; pero se aguantó y se adelantó hacia la salida. Fuera, les aguardaban los ruidos, olores y vibraciones tan conocidos, y tan amados, aunque poco antes le hubiera parecido mentira. En aquel instante, junto a la entrada del edificio, adelantó más en su adaptación que en todos los días anteriores. Hizo lo que nunca había hecho, lo que creía no poder hacer. Pasó su brazo por el hombro de Ylus, y dijo:
—Perdona, Ylus; pero todavía soy kros. Tengo piernas, ojos y pulmones más débiles que los tuyos. Mi cabeza es fuerte, pero también está cansada. Pero puedo decirte que tus símbolos son muy importantes y que puedes estar orgulloso de que tu familia haya sabido apreciar su valor.
El elogio enterneció al anciano, pues infló el pecho con orgullo.
Levantó su mano hasta tocar el brazo amigo y dijo:
—Te comprendo. Ven a mi cámara y descansarás. Podré darte comida y una bebida que alegrará tu corazón.
La cámara de Ylus era amplia, situada junto a una rampa, desde la cual se divisaba todo un nivel horizontal de la Nave. La avenida estaba bien alumbrada, con luces eternas. Pero la cámara no las tenía. Tenía, en cambio, multitud de luces pequeñas, no ya cilindros, sino tacitas pequeñas, colocadas a lo largo de las paredes. Telas y planchas decoraban los muros, incluso dividían el espacio en otros menores. Por el suelo, multitud de lechos, almohadones, utensilios desconocidos. Muchos niños y mujeres, pero mantenidos a respetuosa distancia. Observó que sus niños. Alan y Tomi, querían acercarse y no podían, obstaculizados por otros infantes. Entre todos promovían un ruido sofocado, pero entrañablemente humano.
—¡Mujeres —gritó Ylus—, comida y bebida para nuestro hermano! Y tú, Shim, siéntate.
Obedeció, sentándose en un cómodo semilecho. Observó las luces. Comprendía su pueril empeño, pero todavía seguía sin comprender cómo los wit habían dominado la luz. Dijo:
—Hay cámaras con luz fría, Ylus. ¿Por qué no vives allí?
—Nos gusta más la luz caliente, Shim. Se puede apagar cuando se quiere. Basta soplar.
Y comenzó a reír, secundado por las mujeres y niños. Sin duda, otra faceta del humor wit. Calló y reposó hasta que varias mujeres se acercaron con unas escudillas. Una voz, que reconoció como la de Sad, le dijo:
—¿Quieres la comida de mi mano?
—Quiero, Sad.
Ylus, como si recordara algo, dijo, al tiempo que tomaba los brazos de su amigo:
—No podremos hacerte crecer las manos, Shim, porque ni Elio ni Mons tienen esa magia. Pero podríamos ponerte en su lugar algo que te permitiría tomar cosas de poco peso. Recuérdamelo, si es que quieres volver a tener largos los miembros.
El asombro le hizo dar un salto.
—¿Podrías hacerlo?
—Yo, no; pero Elio siempre fantasea con sus tesoros, y el charlatán de Hipo siempre está alardeando de que sus curanderos son los wit más importantes de las cuevas. Kalr, el guerrero, te diría que te pusieses ahí un hierro afilado. En realidad, todos te dirían algo.
—¿Y tú? ¿Qué me darías tú?
—Te pondría en la mano una luz para que estudiases mis símbolos. No hables ahora. Bebe.
Y le ofreció una bebida oscura. Bebió. Era agradable y reconfortante. Sintió cómo sus fatigados pulmones agradecían la ayuda, y cómo su corazón espaciaba las pulsaciones.
—¿Qué tiene la bebida que me has dado, Ylus?
—Agua, miel y hojas de efedra. Hay un jardín de plantas raras, que todos usamos; Hipo, para sus ungüentos; Brisco, para sus afrodisíacos; Kalr, para su alcohol, y los demás, para hacer perfumes o bebidas.
—¡Es…, es asombroso, Ylus! ¡Y los kros que os tienen por una raza maldita!
Ylus quedó pensativo.
—Quizá lo seamos, Shim. No pienses nunca que por tener mucho se tiene lo mejor. Pero dejemos eso. Háblame de mis símbolos. Sad, no pongas esa cara de estúpida y ofrece este bocado a Shim.
—¿Es hija tuya Sad?
—Eso dice su madre —repuso el anciano, indiferentemente—; pero dejemos las mujeres y háblame de los símbolos.
Meditó intensamente antes de contestar. ¿Podía empezar a explicar lo que sabía, sin tener antes la certeza de ser comprendido? Podía, ciertamente, pero ello significaba embarcarse en una tarea engorrosa. O no le entendería Ylus, o bien, para ser comprendido, derivaría a detalles insulsos. Y dijo:
—Mejor es que tú empieces. Así podré apoyarme en ti, sabiendo lo que tú sabes. Pero no me hables ahora de los símbolos, sino de las cosas que tú sabes de los antepasados, los padres de vuestros padres que vivieron en estas mismas cámaras. Y a ti, Sad, gracias; no quiero comer más. Dame más bebida y quédate a mi lado.
Ylus, disgustado al parecer, pero resignado, mandó traer una luz de taza. Se la puso delante, y se concentró cerrando los ojos. Admiró al anciano, mientras Sad, a su lado, apenas osaba respirar.
—Me pides que hable, Shim, y apenas sé lo que tengo que decir. Pero el símbolo de nuestra familia me ha hablado y me dice que puedo confiar en ti. Me ha dicho cosas tristes, que te afectan, pero que no voy a decirte. Tengo miedo, por las cosas que he visto. Sin embargo, la luz me dice que puedo confiar. Nuestra familia, la familia de los símbolos, no debe tener miedo. Hasta ahora hemos vivido y amado en este nivel de la Nave. Mi padre me dejó la familia, y yo habré de dejarla a aquel de mis hijos que mejor comprenda los símbolos. No quiero ningún cambio que no sea razonable. No lo quiero, Shim, y espero que lo comprendas.
Estaba emocionado escuchando a Ylus. Nunca hubiera supuesto que unas sencillas palabras le afectaran tanto y con tanta fuerza. Era un lazo más de unión con el pueblo wit. Las palabras habladas también tenían emoción y verdad. No eran simples monosílabos para conceder o negar, para pedir y entregar. Eran palabras producto del cuerpo humano, parte de la piel, de los ojos, del corazón y el cerebro. Con ellas se comunicaban sus emociones los hombres que no sabían escribir, pero que necesitaban hacerse comprender dentro de sus limitaciones. Algo había aprendido escuchando a Dina una sola palabra: «Abui»… pero había creído que la emoción era privativa de lo amoroso. Ahora empezaba a comprender que todas las emociones humanas podían dar una forma distinta a las palabras, enriqueciendo su significado.
—Sigue, Ylus —dijo—. Te comprendo; eres el padre de la familia y no quieres daño para tus hijos. Pero tampoco es necesario estar teniendo miedo, dejar de hacer por temer las consecuencias. Eso es mucho peor que saber afrontar con prudencia las situaciones.
—Prométeme, de todas formas, que nunca harás daño a los hombres y mujeres del pueblo wit, que guardarás sus secretos y respetarás sus símbolos, que no harás burla de sus costumbres y sabrás escuchar siempre las palabras de su recuerdo de los tiempos.
—Te lo prometo, Ylus.
El padre de la familia colocó la luz a un lado y dijo:
—Todo empezó en el tiempo en que los hombres eran una sola raza y vivían en el país de los símbolos —comenzó a decir pausadamente.
Se inclinó en el lecho, para dejar que las palabras le llegaran a través de la penumbra, acariciando sus sentidos con el perfume de los tiempos. Eran las palabras de la Memoria recordando a los antepasados.
… y los hombres eran orgullosos y altaneros. El País de los Símbolos era maravilloso. No tenía un techo sobre él. El aire no era negro, sino azul, y a partes iguales era de agua y de tierra. Los hombres vivían igual en el agua y en la tierra. Pero, no tenían bastante, querían vivir en el cielo, a pesar de que el Señor de los Símbolos les había dicho que sólo podrían vivir en el aire estando muertos. Ellos creyeron, en su soberbia, que el Señor de los Símbolos trataba de impedir que fuesen tan poderosos como él. «Tú eres uno —le dijeron— y nosotros somos muchos, más poderosos que tú.» El Señor de los Símbolos, entristecido, calló. Y los hombres empezaron a poner techo a su mundo, para que al vivir en el aire no se escapara nada de lo que su mundo poseía. Y tomaron la fuerza de algunos símbolos para hacer que el mundo se moviera, unos símbolos que eran los padres de esta luz, pero mucho más fuertes y peligrosos. Al ir cubriendo el cielo, se fue apagando la luz que enviaba el Señor, y los hombres inventaron otra; al ir cubriendo el cielo, se fueron muriendo los hermanos menores del hombre, más pequeños y sin el don de la palabra, que vivían en las aguas, la tierra y el aire; pero fueron naciendo esos otros pequeños, que nos muerden cuando estamos dormidos; al ir cubriendo el cielo les fue faltando agua y tierra, y entonces idearon trabajar hacia abajo, hasta cubrir todo su país de calles, túneles, cámaras y rampas, de arriba y abajo, de un lado a otro lado. Y así siguieron trabajando durante incontables generaciones. El Señor de los Símbolos, de cuando en cuando, les enviaba un mensajero, un símbolo nuevo, para advertirles de su locura; pero los hombres no hacían caso y aprovechaban los símbolos para lo que estaban haciendo. Al fin, lograron terminar su labor. Pusieron un techo de metal a cada parte de su País y por dentro lo dejaron hueco. Así terminaron con casi toda la tierra y casi toda el agua, con la luz y otras cosas que a nosotros nos es imposible imaginar; pero estaban contentos, porque en verdad habían logrado una maravillosa máquina. Cuando estuvo terminada, no todos estaban conformes en salir al aire, pero ya era imposible volver atrás, porque habían cambiado su país, y los hombres descubrieron que la materia no puede ser recreada. Y así, los hombres que eran buenos en el fondo, se volvieron egoístas y duros. Empezaron a reñir por los mejores puestos de la Nave, empezaron a sufrir enfermedades que antes no conocían. No obstante, eran fuertes y duros y decidieron seguir adelante, después de matar a los débiles y adversarios. El Señor de los Símbolos, que los vigilaba desde el aire, envió su último mensajero para decirles: «Sea, humanos, ya que lo queréis, que se haga; pero yo os dije que sólo podríais vivir en el aire estando muertos y muertos en vida seréis mientras vayáis por el aire. Ni vosotros, ni vuestros hijos podréis acabar el viaje, ni hallar otro país. Yo taparé mis ojos con mi manto, cerraré mi boca y mis oídos a vuestros gemidos. Pero no os abandonaré totalmente. Os dejaré algunos de mis símbolos, y al cabo de mucho tiempo, os enviaré otro mensajero. Será un hombre diferente a vosotros, un hombre que os dará lástima, os amará, pero al que terminaréis matando. No importa. Será necesario que muera por salvaros. Se anunciará con la gran luz y la luz se lo llevará.» Y el Señor no quiso decir más. Los humanos se rieron, cerraron todas las puertas e impulsaron la Nave. Y salieron al aire. Y empezaron a morir estando muertos, porque se escondió pronto en un aire que era negro, negro totalmente. Los hombres no podían volver al pasado, porque habían olvidado cómo se hacía. Se empezaron a matar entre sí y hubo revoluciones, hambre y muerte. Trataron por todos los medios de recrear la materia, destruyendo lo que habían hecho; pero les fue imposible. Lo malo es que destruyeron también los símbolos que habían llevado, y entonces cayeron en el olvido y la tristeza, en el sueño y la oscuridad. Los kros nacieron arriba y dividieron la Nave en fronteras. Los wit fueron profundamente desgraciados, y en la oscuridad clamaban y lloraban. Tanto lloraron, que el Señor los escuchó y mandó algunos símbolos. Así pudieron formarse las familias, una por cada símbolo.
Ylus calló, como si tratara de recordar otras palabras, otras ocasiones perdidas. No pareció hallarlas, o no quiso, y dijo, en un tono de voz sencillo, casi suplicante:
—Eso es todo lo que sabemos de nosotros, Shim. Supongo que las mujeres podrían adornar más la historia, incluso algunos ancianos te podrían decir algunas historias secundarias. También podría decirte cómo vivimos, amamos y morimos. Pero todo eso lo podrás observar por ti mismo, sin preguntar. Y Siento no saber hablar mejor y no haber aprovechado mejor nuestros símbolos. Te aseguro que he meditado mucho ante ellos; pero el Señor de los Símbolos no quiere, sin duda, que yo pueda descifrarlos. Debe de estar enfadado todavía…
Abrumado por el dolor del anciano, sintió que todos sus escrúpulos se disipaban. El Libro, sin duda, también era un símbolo, potente y fuerte. Y dijo:
—Es verdad todo lo que me has contado, Ylus. Todo, menos una cosa. El país de los hombres todavía existe y se llama Tierra. Los hombres no cubrieron de metal el país, ni secaron sus aguas, ni horadaron sus tierras. La Nave fue construida como una máquina, muy pequeña en comparación con su país. El país de los hombres todavía existe, ¡te digo que existe! ¿No me escuchas, Ylus?
Ylus estaba llorando, arrojado en el suelo, extendido como si quisiera atravesar el suelo de metal. Quiso levantarle, consolarle; pero no podía, ¡no podía! Sus manos. ¡Oh, Dios, sus manos! Lloró también. Y lloró Sad. Eran llantos incomprensibles, llantos de corazones renacidos, de hombres en comunicación con el secreto de su origen. ¡Oh, fuerte origen, fuerte memoria!
Pero Ylus se levantó, se arrodilló ante él y dijo:
—No, tú no llores, Shim. Tú eres el mensajero del Señor de los Símbolos. Ahora lo comprendo. Lo sospeché cuando te vi. Te he estado mirando cuando sufrías y gemías en sueños, y mi corazón se ha cansado esperando este momento. No llores, Shim, que no puedo sufrirlo.
Se calmó con un esfuerzo.
—No, Ylus, yo no soy el mensajero anunciado por el Señor de los Símbolos. Soy un kros, hijo, como tú, de los antepasados. Lloro porque he comprendido que el hombre puede renacer cuando parece arrasado. Está atado al origen de una forma maravillosa e incomprensible. Pueden olvidarlo muchas generaciones; pero bastará un instante de emoción para descubrirlo nuevamente. Bastará con tener amor. El amor es la cercanía. Nosotros estamos amando tan desesperadamente al país de nuestros antepasados que su sangre ha renacido en nosotros. Ya no somos el producto de veintitrés generaciones, sino partículas de la Tierra misma. Y viviremos mientras la Tierra viva. Mientras el país exista, existirá esta tremenda fuerza que nos une a ella. No te lo puedo explicar mejor, Ylus, porque el amor no puede explicarse. Pero sí te puedo explicar lo que sé de la Tierra y la Nave y voy a hacerlo, aunque no me comprendas, aunque vaya a causarte dolor.
Y durante mucho, mucho tiempo, estuvo contando al anciano padre de la familia de los símbolos la remota y bella historia de unos hombres que crearon una Nave para viajar a las estrellas; y le contó las maravillas que el hombre fue capaz de acumular; y le contó la historia de los primeros desengaños, de los desengaños postreros y la cuenta de la terrible enfermedad del olvido que hizo ajenos a los hombres ante las maravillas que ellos mismos habían construido; le habló del Día del Desengaño, del Día de la Ira y la furia destructora de los que eran desgraciados por sentir la tremenda añoranza de la Tierra.
Y le habló, sobre todo, de la misma Tierra. Lo que no sabía, lo inventó; creó todas las maravillas que pudo imaginar y las situó en la Tierra; creó un planeta con árboles, tierra, montañas, ríos, mares y valles, dorado por la luz de un sol, iluminado por el espejo llamado luna, asomado a las bellas estrellas. Y situó al hombre, dormido, a la orilla de un río, o respirando el aire fuerte de una montaña, o mojándose bajo un agua llamada lluvia, que era enviada por el Señor de los Símbolos para hacer germinar los alimentos del hombre. Y le habló del frío y del calor, de la diversidad magnífica de la Tierra, grande como muchas, muchas Naves, y sin capas de metal que cerraran su cielo ni obstaculizaran el paso de la luz.
Y habló durante mucho tiempo.