Tres - LOS PADRES DE LAS FAMILIAS

Siete eran los wit que sentados en el suelo, en derredor de su camastro, lo contemplaban. Le costaba distinguirlos, hacer diferentes sus facciones. Todos parecían igual, angulosos a la luz de los cilindros: blancos, esbeltos —casi esqueléticos—, peludos de cara y cabeza, de limpia mirada. Únicamente uno se distinguía porque su vientre tenía más de convexo que de cóncavo, y porque su cabeza relucía, falta de cabellos.

—Bien, kros-manos-cortadas —empezó a decir uno de los siete—; nosotros somos los padres de las familias del pueblo wit.

—Brisco es madre nada más —argumentó uno, riéndose.

—Elio, me las pagarás por eso. Te haré tragar el falux más grande que fabriquen las mujeres de Luxi.

—¿Por dónde…? —dijo otro.

La broma debía de ser buena, porque todos rieron largo rato. Al cabo, cesaron las risas. El más anciano pareció preocuparse por el estado de sus manos, y hubo de retener el fuerte impulso que le obligaba a retirarse. El wit examinó las vendas.

—¿Por qué lo hicieron?

—Sería largo de explicar.

—No tenemos prisa.

Reprimió un gesto de impotencia. No estaba seguro de si haría bien divulgando secretos que no le pertenecían. Siempre que le colocaban en semejante tesitura, violentaba su forma natural de ser.

—Cuando Arón volvió de arriba, antes que el Tirano lo matara, dijo que un kros lo había defendido. ¿Lo sabes?

—¿Arón? ¿El anciano que debía volver después de contaros?

Todos se pusieron a reír nuevamente. Quedó tan asombrado que por un tiempo se olvidó de quién era. ¿Se reían los wit del anciano que había sabido morir con gallardía?

—Ylus, ¡si tuviera que contar todos tus hijos! Jo…, jo…, jo…

—Mons, ¡si hubieras de contar los que crees que son tus hijos! Ja…, ja…, ja…, jiiiii…

—¡Basta! —gritó—. ¡Sois unos cerdos!

Los padres de las familias, sorprendidos por el gesto, retuvieron las risas.

—Te advierto, kros, que Arón se reía más que nosotros.

—Perdonadme —dijo, avergonzado—. Me gustó aquel anciano. Era digno y noble.

—Todos los wit lo somos.

—Desde luego, muy nobles y muy dignos.

Duros para la ironía, los albinos interpretaron literalmente sus palabras. El llamado Mons intervino:

—El kros no tiene manos, pero tiene lengua: ¿verdad, padres de las familias?

En la puerta comenzaban a agruparse hombres, mujeres y niños, pugnando por entrar. Tanto pugnaron que acabaron cayendo en la estancia diez o doce, en posturas poco airosas. Pudo comprobar que las muchachas no llevaban ninguna prenda debajo de la túnica. Los varones patriarcas se montaron por tercera vez en el carro de la risa y fueron secundados desde afuera. ¿No acabaría nunca aquello? Nunca hubiera supuesto que los wit fueran tan jocundos. Abul, a su lado, se inclinó para murmurar:

—Déjalos reír; es bueno…

Por fin, uno de los padres reclamó silencio:

—Nos diviertes, kros; pero no contestas.

—Se llama Shim —dijo Dina.

—Éste soy yo —repuso.

Les agradó la adopción del modo wit para el saludo. Parecían ingenuos, jocundos, buenos; pero, fijándose bien, creyó advertir miradas inteligentes escudriñando cada uno de sus gestos.

—Bien, Shim. ¿Qué decías de Arón?

—Cuando Arón dijo que vosotros los wit habíais asaltado la parte superior de la Nave, dije que no era cierto…

—Sigue…

—Y cuando dijo que los wit no trabajarían en las factorías, yo dije al Señor de la Nave: «Perdónalos, Señor, porque los wit son iguales a nosotros y los necesitamos.»

—¿Dijiste eso?

—Sí.

Un silencio total, sin matices, llenó la cámara. Empezó a arrepentirse de haber hablado. Pero ya no tenía remedio. No estaba dotado para lidiar con aquellas mentalidades pueriles. Ocurría que, deseando acallar sus risas, deseando ser comprendido —quizá por menospreciar sus inteligencias—, iba más allá de lo que quería.

—Explica eso un poco mejor. Los wit no son iguales a los kros; todos lo sabemos. Tú no eres igual que yo.

—Hace centenares de años todos los habitantes de la Nave eran blancos.

—No es cierto.

—Tú preguntas y yo te contesto.

—Nadie sabe una cosa tan importante. ¿Por qué lo sabes tú?

—Lo he leído en el Libro.

—¿Qué es el Libro?

—La historia de la Nave. Un hombre por generación iba apuntando en el Libro lo que sucedía en la Nave.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿Cómo lo sabes tú?

—Yo era el Hombre de Letras de esta generación.

—¿Letras?

—Para escribir hace falta hacer con la mano unos signos llamados letras. Lo que hablamos ahora nosotros puede escribirse en un cilindro, y luego, dentro de muchos años, hacerlo resucitar.

—No puede…

—Espera, Mons; los kros son hombres con cabeza y todos lo sabemos. No perdamos tiempo ahora preguntando a Shim lo que son las Letras. Lo importante es saber por qué los wit son blancos.

—Me duelen los brazos y la cabeza. ¿No podríamos dejarlo para otra ocasión?

—No. Contesta.

—No haces bien la pregunta, anciano. Los wit son blancos porque se conservan como eran sus antepasados… Han sido los kros los que han cambiado.

—¿Qué diferencia hay?

Reflexionó antes de contestar. En su evidente simplicidad, la pregunta del wit tenía una difícil contestación.

—No lo sé, padre de la familia. Lo que yo quiero decirte es que yo mismo, antes de ser Hombre de Letras, pensaba, como todos los kros, que vosotros, los wit, erais una raza degenerada y malvada, a la cual era necesario mantener en las cuevas interiores.

—¿Ya no lo piensas?

—Pienso que somos diferentes de color y temperamento; pero todos somos humanos.

El más anciano de los padres de las familias se levantó y dijo:

—Ya has dicho bastante. No está bien que los hijos de las familias escuchen también lo que te hace falta decir. Calla, pues, y cuando hayas recobrado las fuerzas ve al Ring, que allí te esperaremos los que podemos oír.

El Ring era una cueva, como las demás, como toda la Nave. ¿Qué otra cosa que cuevas eran las cámaras, los corredores, los almacenes, mil y mil huecos, escaleras, rampas, sótanos que agujereaban el vientre enorme de la Nave? Pero era muy grande. Enormes columnas se elevaban hasta un techo tan distante que se perdía en la oscuridad. No todo el inmenso local era oscuro. Las luces invisibles de los antepasados lucían en algunos puntos, creando focos luminosos. Por uno de los lados el salón era aplastado. Una plataforma, desnuda de ropajes, se extendía como una planicie. Enfrente, hasta donde alcanzaba la vista, las columnas y los huecos lo llenaban todo. Existían diferentes pisos, o planos, o huecos escalonados en torno a la forma oral.

No tuvo demasiado tiempo para examinarlo todo, pero sé prometió volver para verlo mejor, para tratar de comprenderlo.

Ellos, los padres de las familias, Abul y él, estaban en la parte delantera, en la enorme explanada con suelo de madera; enfrente quedaba la enorme oscuridad, punteada de luces de la cueva llamada Ring.

Sabía lo que esperaban de él, pero dudaba de sus fuerzas. Sus manos, o lo que fueran sus manos, ya no le dolían. Una vieja que Dina había traído le aplicó dos días antes algo que parecía una masa de algas aplastadas. Sintió primero mucho calor, luego una sensación de frescura que había matado el picor y la sutil hemorragia que empapaba las vendas. Trató de olvidarse de sus manos.

Y dijo, tratando de resumir sus palabras:

—Hermanos wit, padres de las familias, queréis que os hable, y yo no sé si sabré hacerlo. Allá arriba descubrí que la palabra hablada podía grafiarse, esconderse en los hilillos de una pluma sobre la masa blanda del papel. Y descubrí que muchas palabras habladas podían encerrarse en las palabras escritas. Me pregunté qué utilidad podía tener eso, cuando todos tenemos lengua y podemos hablar. Pero no tardé en descubrir que la palabra escrita, sabiendo ser interpretada, se vuelve sonido otra vez. Y que se conserva total y enteramente, aunque pasen los años y hayan muerto los que las grabaron. Y descubrí que se pueden transformar en sonidos una y otra vez, muchas veces, porque no se pierden, porque son eternas: Lo descubrí, porque descubrí que yo podía hacer lo mismo. Nosotros, los kros, allá arriba, casi hemos perdido la palabra hablada. Hablamos poco porque lo que tenemos que decirnos ya está dicho antes de decirlo. Por eso yo, kros y Hombre de Letras, me expresaría mejor escribiendo las palabras y luego haciéndolas sonidos.

Levantó los brazos para que vieran sus manos mutiladas.

—Pero el Señor de la Nave me cortó las manos. No volveré nunca, nunca, a escribir palabras, palabras con ideas, con pensamientos, con lógica relación entre ideas y pensamientos. Y sé que ahora estoy siendo torpe, desdichado. Me cortaron las manos por haber faltado a mi deber de Hombre de Letras. Debo creerlo así. Pero es que yo descubrí que por encima de mi deber de Hombre de Letras, mi deber del silencio, estaba mi deber humano. Y el Señor de la Nave me cortó las manos. Yo había descubierto cosas, palabras, acciones, historias que estaban escritas por hombres que habían vivido antes que yo. Había descubierto la historia del hombre en la Nave. La historia de la lenta muerte del hombre en la Nave. Había descubierto la raíz de nuestra historia y el modo de que los hombres volviéramos a recobrar la iniciativa por tantas generaciones abandonada. Me castigaron; me cortaron las manos; me dejaron sin destino para vivir. Pero no creáis que me acerca a vosotros el despecho, la venganza. Me acerca a vosotros el haber descubierto que los wit todavía son capaces de tener iniciativas. Habéis encontrado la forma de crear y mantener una luz caliente. Pudiera ser una idea sencilla, elemental. Pero he reflexionado y creo que dominar el fuego, el calor y la energía es una de las bases de la reconstrucción humana. Otra, es el dominio del tiempo. Luego, otro día, cuando estéis en condiciones de comprenderme, os hablaré del tiempo. Hoy quiero deciros una cosa, la mejor de las cosas, o quizá la más tremenda de las cosas.

—Dínosla…

Sonrió tristemente. ¿Sería capaz de hacerlo? De todas formas, le conmovía la solicitud de aquellos hombres, tantas veces despreciados por inferiores.

—Descubrí que la raza humana, vosotros y nosotros, kros y wit, no tenía su origen en la Nave. La Nave era un mundo, pero no el mundo origen de la raza. La Nave había sido construida por remotos antepasados nuestros y lanzada al espacio, para viajar, para llegar a un lugar, para dar satisfacción a la iniciativa humana. La Nave, enorme, grande, arrolladora para nosotros, era apenas un grano de arena comparado con el mundo origen de la raza. En aquel mundo, los símbolos que llamamos Río, Montaña, Lago, Casa, eran realidades, lugares y objetos al servicio del humano. Y construyeron una Nave porque desde la Tierra veían las estrellas y deseaban llegar a ellas. La Nave es esto, lo que estáis viendo, lo que podéis encontrar a cada paso. Pero los hombres también fracasan. Y la Nave se perdió. Y pasó una generación, y otra, y otra, y muchas otras. Y en cada una, el humano fue perdiendo la memoria, fue perdiendo el recuerdo y la iniciativa. Fue retrocediendo. Lentamente, porque el hombre es duro, resistente y cruel. Hubo rebeliones, muertes, miserias y desesperaciones. Y en cada generación, nos hundíamos un poco más en el olvido. He vivido, fase a fase, esta descomposición, y sufrí demasiado para querer que vosotros sufráis. No, no quiero que sufráis vosotros; quiero que estéis orgullosos de vuestros antepasados, de vuestra condición humana. Los wit empezaron a decaer a partir de la tercera generación. No es cierto, enteramente, tal forma de hablar. Los primeros habitantes de la Nave y los constructores eran blancos. No eran exactamente wit, pero eran blancos, como vosotros, viejos de miles de generaciones de antepasados blancos como ellos. Los kros, o negros de la nave, empezaron a brotar a partir de la tercera generación. Ocurrió que la Nave, fuera de los espacios solares, bajo otros aires, otras luces, otras energías radiales, iba siendo quemada, transformada, adaptada. Tampoco es enteramente cierto esto. Las radiaciones, las influencias del Espacio en la estructura humana habían sido previstas. Unos sabios, llamados panatrópicos o panatropos, habían conseguido adelantos muy importantes en la ciencia llamada genética. Podían acelerar una mutación, que por lo que entendí es el lento cambio humano para adaptarse al ambiente. Los panatropos sabían que el hombre de la Tierra, incluso dentro de la Nave, no podría sobrevivir a las radiaciones espaciales, por lo menos, los más expuestos a ellas, los que por sus cargos o funciones estaban condenados a habitar la parte más expuesta de la Nave. Los mutaron, es decir, los prepararon de modo que los rayos ultravioleta, los descubiertos en el espectro de las estrellas, no los mataran, sino que los desfiguraran. Y así sucedió, a partir de la segunda o tercera generación. Nacieron los kros, de piel gruesa y negra, labios abultados, sin vello, sin fuerza muscular; pero de amplio tórax y fuerte mentalidad. Eran pocos: un centenar; pero se fueron cruzando, a medida que la conciencia del largo viaje o estancia eterna se iba apoderando de las conciencias. Eso es todo.

—¿Y los wit?

—Los wit son los blancos primitivos, los que vivían en las cuevas, en las terrazas y cámaras interiores, trabajadores especializados, pero no sabios, colonos o técnicos para ser usados «después de llegar». Los wit se han conservado como eran los antepasados, porque hubo un tiempo —sin tiempo, sin memoria— en que los kros dijeron: «Somos bastantes.» Y fueron obligados a permanecer en sus cuevas. Y ahora, padres de las familias, estoy cansado de tanto hablar.

Uno de los padres —tendría que aprender sus nombres— se levantó y dijo:

—Has dicho la verdad, Shim.

La sorpresa apenas le dejó hablar.

—¿Acaso sabías ya…?

El wit movió la cabeza.

—No, por lo menos en la forma que tú lo dices. Pero nosotros, que no tenemos Libro, que no tenemos sabiduría, tenemos unos símbolos que pueden hablar. No; no es eso; pueden ser hablados, pueden ser explicados por uno de los nuestros que a su vez aprendió de sus padres y éstos de los suyos. Una de nuestras familias es la depositaría de los símbolos. Ylus es el padre.

—¿Símbolos? El río…, la fuente…, la montaña.

—Ésos son.

—¿Vosotros los habéis llevado arriba?

—Sí.

Se detuvo para reflexionar lo que debía decir. Pero no acertaba con las palabras exactas. El Ring, con su inmensidad, con su plataforma, con sus luces…, y los ancianos padres de las familias, sentados en semicírculo, envueltos en sus negras vestiduras, le conmovían y aplanaban al mismo tiempo.

El llamado Ylus se acercó a él y puso la mano encima de sus hombros.

—Shim. Conocerás al pueblo wit y conocerás otra historia de la Nave. Yo te lo prometo. No sufras por la palabra escrita que no podrás utilizar nunca más. Nosotros tenemos palabras, y sabemos cantar, y sabemos recordar lo que dijeron nuestros padres. Tenemos símbolos que comprendemos, y otros que no comprendemos. Si tú quieres, te llevaré a mi familia y nos ayudarás…

—¡Alto, Ylus! —exclamó otro wit—. No le engañes. En tu familia coméis palabras y viento. Yo le ofrezco la mía. Mi familia, Shim, es la familia de la luz y el fuego, que tanto te ha interesado.

—¡Muy bien, Luxi! Tu familia es importante, pero supongo que no la habrás comparado con la mía. Mi familia, Shim, cuyas mujeres…

Carcajadas y fuertes palmadas.

—… y cámaras te ofrezco, es la importante familia Hipomix. Nosotros tenemos el secreto de la vida. Sabemos curar a los enfermos. La vieja que ha calmado el dolor de tus manos pertenece a mi familia.

—Me gustaría, Hipo —se interpuso otro anciano—, que fueras más verdadero y le dijeras a Shim que únicamente curas a los que se curan por sí mismos. ¡Si lo sabré yo, que doy tierra a los que se mueren y aplaco sus lamentos! Te ofrezco mi familia, Shim. En ella está la verdad, lo que dura más que la muerte.

El wit rechoncho y calvo se le acercó para tomarle de un brazo y apartarle de allí.

—No hagas caso de esos locos, Shim. ¿Te vas a meter en el reino de la muerte, como quiere Mons? Ni soñarlo. La que te conviene es la mía, la familia de la alegría y la danza. Lo que yo te diga, Shim, claro es, puedes decir que es interesado; pero no por eso deja de ser cierto. Las mujeres de la familia Tershi son las más alegres, las que mejor saben amar. Al lado de ellas nunca estarás triste… Hasta te harán olvidar, ¡ejem!, que no tienes manos. Ellas saben agarrarse por dos, te lo aseguro. Y saben cantar hermosas canciones, tan bellas como los símbolos de Omar. Ven con nosotros.

Aturdido, cedió a la presión de otro padre de las familias, que materialmente lo arrancó de las manos de Brisco.

—Brisco olvida, Shim, y perdóname por recordarlo, que los kros no… ¡Hum…!, no estáis bien dotados para el amor, salvo excepciones que debo reconocer. ¿Qué te pueden importar esos muslos calientes de Brisco? Ven conmigo. Nosotros tenemos cabeza. Es decir, sabemos usar lo que hay dentro de las cabezas. Nosotros exploramos los rincones desconocidos y guardamos lo que encontramos, esperando hallar un día la explicación necesaria. Tenemos tesoros, verdaderos tesoros para un hombre curioso. Tú, que leíste el Libro, podrías comprender nuestros tesoros.

Mientras discutían entre sí lo que le habían ofrecido sus familias, mientras sentía que sus ojos se humedecían de emoción por la ternura brusca y regañona que le ofrecían, una mano más le asió para llamar su atención.

—¿De qué le valen sus tesoros a Elio? ¿De qué sus símbolos a Ylus? ¿De qué sus mujeres bailantes a Brisco? ¿De qué sus cuidados a los muertos a Mons? ¿De qué la luz a Luxi? ¿De qué sus curanderos a Hipo? Yo te lo diré: de nada. El pueblo wit está escarnecido y humillado, condenado a vivir en las cuevas inmundas aplastadas por suelos y suelos de metal, sin aire casi para respirar, sin derechos humanos. Mi familia es familia de soldados. Yo te ofrezco la venganza. Te ofrezco conquistar la parte de arriba, llevar el pueblo wit al Fórum y los ventanales del espacio, y a ti a la cámara del Libro otra vez. Me llamo Kalr, y mi familia es recia y valiente. Ven con nosotros. Nosotros «sí» que tenemos conciencia de hombres.

El discurso lo cortó Ylus, seguido de los restantes padres de las familias, que se interpuso entre los dos.

—¡No escuches a Kalr! Está lleno de pasión y envidia. Habla con palabras extrañas a nuestras costumbres. ¿Acaso no has oído a Shim que los kros son hombres desfigurados por los rayos del espacio? ¿Quieres que el pueblo wit, no preparado, muera?

—He meditado sobre ello, Ylus, pero no me he convencido. ¿Es que todavía han de perjudicarnos esos rayos? ¿No han pasado muchas generaciones? La Nave está lejos, muy lejos. Ya no habrá ese peligro que decía Shim.

—Haya o no haya peligro, nosotros hemos sido felices aquí abajo, Kalr. Tenemos nuestros símbolos y nuestra luz, y nuestras mujeres son bellas, y nuestros hijos, alegres.

—¡Y las ratas suben de los sótanos y muerden los pies y las manos de nuestros hijos y mujeres! Y nuestros vestidos son siempre negros. Y no hemos visto nunca las estrellas. ¡Y debemos obedecer a unos hombres que sabemos inferiores a nosotros!

—¡Basta, Kalr! Por haberte escuchado hemos abandonado el trabajo, y los guardianes de los kros ocupan las fronteras y matan a todos los nuestros que se acercan a ellos; y nos hemos metido en un callejón sin salida. Bastante te hemos escuchado ya…

Kalr, congestionado, furioso, hizo un esfuerzo por contenerse.

—He tenido mucha paciencia, Ylus. Se me está acabando. Yo quiero salvar a la patria, aunque vosotros, entregados al placer, os neguéis. Algún día mandaré mis hombres contra vosotros y seré el único padre de las familias.

Ylus, tristemente, dijo:

—Te creo, Kalr. Siempre los que eran más fuertes se han creído los mejores. Mandarás a tus hombres y nos matarás, para quedarte solo. Pero con ello destruirás la raza wit, que somos nosotros, este equilibrio de alegría, luz, respeto a los muertos y curiosidad por el pasado. Puedes hacerlo, si quieres, Kalr; pero sabe que la sangre trae sangre y el odio sólo engendra odio. La fuerza nunca ha sido una razón. Las armas que tú tienes las hemos hecho nosotros, Luxi con su luz de fuego, yo con mis símbolos y Elio con sus materiales que él llama tesoros. Y tus heridos los cuida Hipo y los entretiene Brisco.

—¡Déjame en paz!

—¡Déjale, Ylus! Es un fanfarria. A sus soldados los desarman mis mujeres…, en… ¿cuántos asaltos, Kalr? Jo, jo, jo, jo…

Las carcajadas, el rasgo más acentuado de los wit, el resorte que siempre saltaba cuando menos se lo esperaba, brotó de nuevo. Irreprimible, violento, pleno. Los padres de las familias reían como si en aquellas carcajadas les fuese la misma vida.

Kalr dudó, empezó a reír con risa de labios y dientes. Pero terminó a carcajada limpia, como los demás. De todo lo que estaba viendo y comprendiendo, era lo que más le sorprendía. Los wit, indudablemente, habían descubierto el secreto de reírse de sí mismos. Y lo que más gracia le hacía eran las alusiones a las mujeres, a la sexualidad, a la vida latente. Lo que tenía de kros y lo que tenía de hombre entregado a una tarea que había excluido a las hembras de su vida, le impedían comprender aquel humor grosero, pero de evidente vitalidad.

Rió también, pero con risa de labios y dientes.