Cuando despertaba, procuraba no avisar, no demostrarlo, intentando ganar tiempo. Durante los instantes equivalentes a centenares de latidos de la sangre en los muñones, espiaba a través de los párpados semicerrados el deambular de los niños. Escuchaba su inconsistente charla y trataba de comprender. Pero los niños usaban muchas palabras para pocas ideas.
En realidad, lo que intentaba era ganar el tiempo que se le había escapado después de estar casi a su alcance. Trataba de equilibrarse en la idea de que estaba en las cuevas wit y de que todo lo que le rodeaba pertenecía a los wit, o cuando menos formaba parte de su escenario vital. Ello le suponía un esfuerzo considerable. Generaciones enteras de separación, de repulsiones raciales, de miedos inconfesados, le obligaban a una lucha sin sentido. Y se cansaba. Su cerebro podía admitir lo que estaba viendo; podía razonar la causa de las acciones ajenas. Pero no todo era cabeza en su cuerpo. La animadversión, la sombra oscura de su impotencia, su incapacidad que le hacía inferior al más pequeño de los wit, todos estos factores se localizaban en su cuerpo, incontrolados; era su piel, estremeciéndose cuando Dina o los niños le rozaban; era su oído, hallando bárbaras y pueriles las palabras escuchadas; era la sangre de sus venas, negándose a aceptar la oscuridad voluntaria de los albinos.
¿Podría acostumbrarse alguna vez? Abul parecía estarlo; pero Abul había aceptado las tinieblas de la ceguera, el mal más terrible del pueblo kros después del vértigo. Si aceptaba (aunque su acción tuviera más de forzada que de voluntaria) la oscuridad plena, el resto no podía tener importancia para él. No obstante, no podía aceptar el ejemplo de Abul porque el ciego había sucumbido a la extraña dolencia llamada amor. Si razonaba por separado las distintas y distantes personalidades de Abul y Dina, resultaba inconcebible su unión; pero cuando les veía juntos, y cuando observaba la serenidad y sencillez del ciego, unida a la sencillez y serenidad de Dina, él mismo encontraba serenidad y sencillez en el lazo que los mantenía tan prieta y dulcemente sojuzgados.
No obstante, ¡él sabía lo ficticio de todo el ensamblaje social que había partido la Nave en dos campos humanos! Lo sabía, aunque a veces se olvidaba. Por tenerlo demasiado presente, por haber intentado que Mei-Lum-Faro le comprendiera, se encontraba ahora igualado a los seres que intentaba defender. ¿Por qué, entonces, seguía rebelándose ante el simple contacto?
Los niños estaban cuchicheando en un rincón. Decían:
—Es negro como los vestidos.
—No, Alan; los vestidos son más negros.
—Bueno, pero los vestidos son hermosos y él es feo.
—No tiene barba.
—Abul tampoco la tiene.
—¡No compares, Tomi…!
—Porque es que Dina es mi hermana, ¿sabes? Y no digas que Dina es fea porque te escupo…
—¿Túuu…?
—Sí. Y además subo más pisos que tú…
—Eso es mentira. Hace tres luces estuve… ¿Sabes dónde estuve?
—¿Dónde?
—No lo digo.
—¡Vamos, Tomi, dilo!
—¡Calla, no grites, que se despierta!
—No hace más que dormir…
—Tú también dormirías siempre si te faltaran las manos.
—¿Por qué le faltan las manos, Alan?
—Se las ha comido. Los de arriba no tienen comida y se comen las manos.
—No puede ser; duele mucho.
—Los kros no duelen, tonto. Lo he escuchado a las mujeres. Los kros se comen unos a otros.
—No lo creo; tienen «La Carne».
—¡Claro que la tienen! Pero son malos.
—Abul no es malo.
—¿Se pueden comer los ojos?
—¡A ver!
Una gran risotada ponía, por costumbre, el punto final a los juegos infantiles. Parecía como si despertaran a la realidad. Se ponían los dedos en los labios, miraban en torno y callaban. Hasta que empezaban nuevamente.
Lo que parecía deducirse de la incongruente forma de hablar de los niños albinos, era que no se consideraban inferiores a los kros; creían que los negros se comían unos a otros y que eran malos con los wit, no dejándoles salir a las terrazas superiores. Los kros eran feos y malos. En resumen, dada la poca potencia de la mentalidad infantil, las creencias tenían pocas complicaciones. Los niños siempre volvían a lo mismo: negros, feos, malos, y que eran capaces de comerse a sí mismos.
De suponer era que los mayores tuvieran otras razones, otras mentiras que alimentar, de las cuales las alimentadas por Alan, Tomi y compañía no eran más que derivativos simples. ¿Por qué pensaban así los wit, conociendo como conocían —por lo menos en parte— las costumbres y modo de vivir de los kros? Generaciones enteras de wit habían trabajado en las factorías, jardines y estanques de los pisos superiores; el trasiego había sido constante a través del tiempo, desde que la gran injusticia racial fue perpetrada. ¿Entonces…? Siempre que llegaba a este razonamiento, abandonaba los, por otra parte, no demasiado firmes pensamientos. Existía una razón simple: los wit, teniendo la misma raíz humana, tenían los mismos prejuicios que los kros. ¿Acaso no pensaban los de «arriba» que los albinos tenían costumbres disolutas, animales, y que en sus cuevas vivían como raza inferior? Él mismo lo había sentido muchas veces; en realidad, siempre que entraba en contacto con la división racial y social de la Nave.
Era necesario algo más que un razonamiento en solitario para alcanzar la parte sana del problema. Era necesario salirse de uno mismo, del cuerpo individual o colectivo y tratar de confundir todos los problemas en uno solo. No le gustaba la palabra «confundir», pero no hallaba otra.
De todas formas, le gustaba escuchar aquello. No era que le gustase precisamente oír falsedades, sino ir entendiendo cosas, palabras, gestos, actitudes mentales que le fueran introduciendo en el nuevo lugar donde, irremisiblemente, estaba condenado a permanecer. Se distraía —aunque resultaba pueril distraerse en su terrible situación— y evitaba pensar demasiado en su desgracia. Evitaba pensar en el Libro, en la tremenda añoranza de sus manos reposando en la blanca superficie del cilindro, mientras su mente trataba de abarcar el maravilloso panorama de descubrimientos que se le abría. ¡No quería pensar en ello!
Y lo conseguía, a veces, dejándose llevar por las múltiples y a veces contradictorias sensaciones que del mundo wit le llegaban, ¿Cuántos días llevaba allí? Empleaba el viejo término «días», cuyo sentido no había llegado a apreciar prácticamente, porque el cálculo antiguo de sueños no le servía, dado su estado anormal, ni tampoco le servía el cálculo infantil, que hablaba de luces, sin duda por las que se consumían. ¿Cuántos días llevaba así? Era imposible calcularlo. No mucho, ciertamente, porque todavía sus manos sangraban y los latidos del corazón se aumentaban en los muñones; pero los suficientes para añorar, para sufrir, para desear un contacto, unas palabras, una inteligencia completando la suya. En el fondo, quizá lo que deseaba era un depósito para sus confidencias. Los wit, simples, le aceptaban como había llegado. Por lo visto, no tenían una estructura siquiera cercana a las comunales kros. No tenían guardianes, los niños corrían de un lugar a otro y, por lo oído, hasta escapaban a lugares más allá de los habitados; las mujeres vivían de la misma forma que los hombres y no parecían tener una autoridad suprema sobre ellos. Abul y Dina pasaban mucho tiempo a su lado. La hembra le cambiaba a menudo los vendajes de la mano y le hablaba. O le intentaba hablar, porque él se encerraba en su silencio que luego le dolía. Era irrazonable, lo comprendía; pero cuando la hembra wit empleaba su charla, escasamente superior a la de los niños, se irritaba profundamente y deseaba que se fuera. Y ella, como si lo comprendiera, se iba. Lo malo era que tras ella se iba Abul, el sereno, sencillo y contento Abul. Le dejaban sus niños, el portador de la Luz, Tomi y el audaz Alan, que también se cansaban de estar quietos, sofocando sus gritos y risas, y se escapaban.
Como entonces, cuando deseaba escuchar más ruidos, más gritos, más signos humanos que le hicieran compañía… Y se encontraba solo, en la oscuridad…
Una de las veces, los niños se marcharon, sin duda por poco tiempo, porque se dejaron la luz en un rincón. Se sintió acompañado. Aunque el terror de los primeros instantes había decrecido enormemente, todavía la oscuridad era para él una negación del tiempo y la vida. Ver las cosas significaba entenderlas. Donde nada había, nada podía comprender. La oscuridad era el resumen del vacío, de lo incomprensible, de lo indigente. Hasta las cosas que existían y que era imposible se desplazaran, dejaban de tener un sentido, una realidad formal. La oscuridad lo arrasaba todo, hasta su cerebro.
La luz, el extraño cilindro, ardía en su rincón. El cilindro, grueso como la muñeca de un rincón y largo como el pie de un adulto, estaba colocado en una punta de una barra de metal. Los niños sostenían la barra, y cuando se cansaban o querían marcharse, la dejaban en el suelo; la barra se sostenía vertical, quizá por tener una punta o un contrapeso en la parte opuesta a la luz.
Trató de levantarse, evitando apoyarse en los brazos. Le fue difícil, porque la constitución física del pueblo kros tenía su debilidad en las piernas, atrofiadas, según la deducción que había hecho en tiempos anteriores. Pero lo consiguió, apoyándose en la pared. Una vez en pie, olvidados momentáneamente los dolores, se sintió mejor. Encontraba más difícil mantener el equilibrio; incluso su debilidad física, por los días de enfermedad y dieta láctil, era acusada; pero todo quedaba contrarrestado por la curiosidad.
Se fue acercando lentamente, observando de paso cómo iban quedando a su espalda las sombras. Sentíase un poco en ridículo; uno de los mejores cerebros de la Nave no comprendía lo que para unos chiquillos era un juego. Y tenía miedo, por añadidura. Apretó un poco los dientes y se acercó hasta que el calor suave de la llama le dio en la frente.
La luz, en las clases superiores de la Nave, excepto en aplicaciones directas cuyo uso se había perdido en el paso de los tiempos, quedaba oculta. El Libro decía que los ingenieros electrónicos habían hecho maravillas con la luz interior, con el fin de aprovechar al máximo el circuito de energía; pero esto no ayudaba nada a los ignorantes descendientes de la XXIII generación, que ni siquiera sabían lo que era electricidad, plurina o aplicación indirecta. Habían nacido y vivían bajo una luminosidad que parecía brotar de todas partes: del suelo, del techo, de las paredes; a través de cristales de hierro, aluminio transparente, cuarzo resistente y demás materias que componían la Nave. Ocasionalmente, sin que nadie pudiera descubrir la causa —sin que nadie, también, se preocupara de descubrirla— una cámara, un corredor, un montacargas, perdían su luminosidad; cuando sucedía tal cosa, los kros se marchaban a otra parte; reducían los lugares habitados.
El conglomerado de conocimientos asimilados en torno a la luz (y los kros sabían que existía porque conocían el valor opuesto: las tinieblas) le rondaban mientras el calorcillo del fuego la acariciaba el rostro. Presentía que el misterio de la luz debía de tener una explicación tan sencilla como la del tiempo objetivo; pero su experiencia le había indicado la dificultad de los principios elementales. ¡He ahí que los despreciados wit eran capaces de encender, trasladar y aprovechar un tipo de luminosidad! Ciertamente, la luz que ardía al cabo del cilindro era de ínfima calidad en comparación con la luz de los antepasados que todavía existían en la Nave. En realidad, ni siquiera había punto de comparación. La luz kros (por llamarla así, diferenciativamente, puesto que los wit también la tenían) era mucho mejor que la luz wit; pero ésta tenía a su favor la ventaja de que era producto de los hijos de la Nave, algo que habían creado ellos. Desde tal punto de vista era fascinante, enormemente significativo, pese a su tosquedad. Posiblemente ni los wit se daban cuenta de la enorme importancia de su luz-caliente.
El respeto que la luz le imponía, y por otra parte la conciencia de su inutilidad, le mantenía frente a la luz, abiertas las piernas para no perder el equilibrio. En tal situación, abstraído, no se dio cuenta de la entrada en la cámara de Abul, Dina y otros wit desconocidos, hasta que la mujer le tocó ligeramente en la espalda.
—Shim…
—Ése soy yo —respondió, adoptando la forma wit.
Abul, sorprendido sin duda ante una voz que escuchaba fuera del lugar habitual, preguntó:
—¿Qué pasa, Dina?
—Está levantado, mirando la luz…
Pero entonces, rota la coraza de nervios que le habían levantado para acercarse a la luz, se encontraba mareado y cansado. La debilidad le hacía tambalear. Dina, comprendiéndolo, tomó con cuidado uno de sus brazos y se lo pasó en torno al propio cuello. No pudo evitar un respingo de repugnancia al entrar en contacto su piel desnuda con la piel desnuda de la hembra wit. Pero lo cierto era que se encontraba mejor, más seguro. Dina le llevó poco a poco junto al lecho.
—No —dijo—. Quiero estar sentado.
Alan partió corriendo y volvió a poco con un asiento. Se dejó caer en él, agradeciendo íntimamente haber dejado de estar en contacto con la piel blanca.
Calmada un poco la agitación de su pecho, pudo darse cuenta de que por primera vez estaban presentes wit de mayor edad que los niños ayudantes. Eran mujeres; lo denunciaban sus rostros lampiños; y la gracia de sus formas indicaba su juventud. Algunas llevaban luces también, pero en seguida las apagaron, soplando sobre ellas, hasta dejar solamente dos. Nuevamente se sintió extrañado.
—¿Cómo lo hacéis? —preguntó.
—¿El qué?
—Matar la luz.
Dina, sonriendo, dijo.
—No la matamos, Shim. Mira cómo la enciendo de nuevo.
Y la joven hembra tomó un cilindro, lo arrimó a otro qué conservaba la luz e inmediatamente se inflamó su punta. Nació otra luz.
—Ya está, Shim. Ahora la apago.
Y sopló de nuevo. No comprendía, decididamente.
—¿Por qué la… apagas?
—Gasta el aire, Shim —dijo Abul, feliz por comprender.
—Déjame —pidió.
Dina repitió la operación y acercó el cilindro. Sintió de nuevo el calor de la llama. Sopló ligeramente y el fuego se tambaleó. Sopló más fuerte y se apagó, dejando un rastro oloroso, particularmente fuerte, pero no desagradable.
Las mujeres y los niños debieron considerar gracioso el soplido, porque comenzaron a reír como locos, como si estuvieran divirtiéndose mucho. Se sintió ridículo, ignorante, aniñado.
—Me gusta la luz —explicó, con las palabras más sencillas que pudo.
—También a nosotros —contestó una muchacha.
—«Arriba» no la tenemos.
—Arriba no la necesitan.
Dina ordenó a los presentes de modo que formaron un semicírculo. Fue diciendo los nombres de todas las jóvenes, que al tiempo de oír su nombre decían el ritual: «Ésa soy yo.» Eran nombres ligeramente parecidos a los kros, pero más musicales, más largos, incluso con significado o alusión a una función humana, como una, llamada Sonrisa, y otra, denominada Lucilla. Todas, ligeramente sofocadas, ahogaban risitas y comentarios. Dentro de su prevención encontraba agradable el grupo de mujeres. Nunca había visto tantas y tan cerca. Hasta podía distinguir el palpitar de sus senos, más grandes y hermosos que los pechos de las mujeres kros. A no ser por el color, podían ser consideradas francamente hermosas.
Abul, preocupado, dijo:
—¿Te encuentras bien?
—Mejor que antes.
—¿Las manos?
Se miró los brazos para contestar. Pero después de mirar, no pudo hacerlo. Dina, sin comprender, pero deseando ayudar a su hombre, dijo que estaban mejor y que no sangraban.
—¿Por qué te cortaron las manos?
La pregunta salió del grupo. Una joven que inmediatamente se ruborizó.
—Sería muy largo de contar y no me entenderías.
—Abul perdió los ojos porque miró a Dina…
—¡Mala! —regañó Dina, entre las risas de todas.
—¿Es verdad o no es verdad?
—Es verdad —dijo Abul suavemente.
—Entonces a Shim se las han cortado porque tocó a una wit. ¿Dónde la tocaste, Shim?
Un enorme estallido de carcajadas casi sofoca a las muchachas. Pero él no comprendía la razón de aquellas risas. No había tocado a ninguna wit, y así lo dijo, cuando la algazara se hubo calmado.
—Tócame a mí —dijo una de las muchachas.
Y acto seguido se acercó, apartó su vestido y le ofreció el pecho desnudo. La blanca carne tenía una forma perfecta, turbadora. Aunque rechazó inmediatamente la imagen, comprendió a Abul mejor que hasta entonces le había comprendido. Negó con la cabeza.
—No puedo —agregó.
La muchacha, conteniendo las lágrimas, se apartó. Sin comprender lo que podía haberla afectado, sintió lástima por ella. En todo el rato que siguió, durante el cual la caterva de muchachas habló sin parar y rió sin medida, observó disimuladamente a la mujer. Al cabo, Dina empujó a las entrometidas, que no querían marcharse y protestaban. «¿Es que quieres dos negros, Dina?» «Déjanos uno, Dina», decían, entre otras cosas que no comprendía. Siguió con la mirada a la que desnudó su pecho y vio que abandonaba la cámara sin mirarle de nuevo.
Abul y dos niños quedaron en la cámara. Los niños le ayudaron a recostarse en el lecho. Estaba contento, pero cansado. Se estaban acumulando muchas sensaciones y presentía que muchas otras habrían de llegar. Necesitaba estar fuerte para recibirlas. Volvió Dina, llevando una escudilla de comida, pero un caldo más espeso y oloroso.
—No debiera darte comida, malo —dijo—. Has ofendido a Sad.
—No comprendo, mujer.
—¿Eres tonto?
—No lo sé, Dina; pero no comprendo cómo pude haber ofendido a Sad. ¿Acaso no es cierto que no tengo manos? Además, es indecente que una muchacha muestre su pecho.
—¿Indecente? No comprendo. ¿Qué quiere decir, Abul?
—Las mujeres kros no lo hacen.
—¡Ah, me habías asustado! Mira, Shim. Tú has gustado a Sad, y ella ha querido que la tocaras porque creía que así la tomarías por mujer. Sad es mujer ya y puede tener hijos.
Confundido, abrumado por unos conceptos de los cuales estaba apartado y que ni siquiera eran importantes para los hombres de su raza, no supo qué contestar. Dina, tomando por aprobación su silencio, insistió:
—Sad me había preguntado cómo eras, y yo…
—Basta, Dina. No me interesa Sad. Yo no puedo casarme.
Conservaba la palabra «casarse» por herencia literaria. Lo que hacían las parejas kros era anunciar que deseaban unirse y luego pedir autorización a Mei-Lum-Faro, primordialmente para que les fuera concedido mayor espacio.
—¿No puedes querer a Sad? ¿Acaso no eres hombre?
—Soy hombre, ¿no lo ves? —repuso, de mal humor.
—¡Puf! No son hombres todos los que visten ropas de hombres. Para ser hombre hace falta dar placer y daño a una mujer.
—Déjame en paz.
Dina, con lágrimas en los ojos, se levantó y gritó:
—¡Eres un kros, ¿verdad?, y por eso no quieres a una wit! Pues no tienes manos. Nuestros hombres tienen manos. Eres malo y tonto. Vete con los tuyos.
Y se marchó, abandonando la escudilla en el suelo… Asombrado, intentó seguirla. Abul, que había permanecido silencioso, dijo:
—Déjala, Shim; ya volverá. Las mujeres blancas no son como las nuestras. No sé cómo explicarlo. Son diferentes. Tienen… más palabras que las… negras y más, ¿libertad se dice?, para decirlas. Pero no tienen malicia; no piensan. Son una fruta dulce que hablara y riera. Pueden ir desnudas, y a menudo lo hacen, y parece que van vestidas; conocen palabras que las nuestras ni siquiera saben que existen. No viven en beguinet, como las de arriba, sino donde quieren. Todos, aquí viven donde quieren…
Conturbado todavía más por las explicaciones del ciego, las cortó:
—Tú eres un wit, Abul.
—¡Oh, sí! Es decir, no sé. Tienes que conocerlos, Shim; no son como los de arriba. No razonan. Sólo tienen gusto. Les gustas o no les gustas. Tienen mucho corazón y poca cabeza. Cambian a cada momento.
—¿No tienen jefe? —preguntó, reconociendo que durante el tiempo pasado habíase interesado muy poco por el extraño mundo en que vivía.
—¡Claro, diez o doce! Uno por familia. Son familias, ¿sabes?, y aunque vivan en lugares distintos se conocen unos a otros, y se ayudan. Sad es de la misma familia que Dina.
—Sad… Tristeza. ¿Por qué la llaman así?
—Es una mujer triste, verdaderamente. No sé más…
Reaccionó violentamente:
—Está bien, Abul; dejemos las mujeres.
—Como quieras, Shim.
Tenía multitud de cosas que preguntar, y también muchas cosas que decir. Pero su misma multiplicidad le anonadaba. Quizás hubiera deseado que no fuera Abul su primer confidente.
—¿Cómo hacen los wit la luz-caliente?
Abul rió, divertido.
—Siempre te está preocupando la luz. Es sencillo. Las mujeres las hacen. Hacen falos. Los wit los llaman falos, y también falux. Los hacen con las grasas de la proteína, el ácido láctico y otras cosas. Es muy fácil. Ya lo verás. Lo echan en un molde, con una libra de amianto y lo dejan secar. Luego, no hay más que encender la punta.
—¿Consumen aire?
—Eso dice Dina. Si en una cámara enciendes varias falux, se empieza a toser y es que falta aire.
—Pero, Abul, yo he visto cómo apagaban la luz soplando. ¿Acaso el que sale por la boca no es aire?
—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Te asombran tanto los falux?
—Mucho. En estas cosas sencillas está el hombre, Abul.
Abul recapacitó y luego volvió su rostro sereno.
—¿Quién eres tú?
—Shim, ya lo sabes.
—Pero, ¿qué hacías tú arriba?
—Era Hombre de Letras.
—No te entiendo.
—Cuidaba del Libro.
Abul sacudió la cabeza, apenado.
—Debes perdonarme, Shim; soy muy torpe. No te comprendo. Me hablas del Libro. Nunca escuché esa palabra. Debes estar cansado, Shim, y si quieres, me marcho.
—No, no te vayas. Me haces compañía. Tú no tienes ojos…, yo no tengo manos… ¿Dónde están los niños para que nos completen?
Y rompió a reír absurdamente; y tanto más reía cuanto más le percutían en la piel los pinchazos del dolor; y tanto más cuanto más le pinchaba el recuerdo en el cerebro. Acabó sin poder respirar. Y sin poder llevar las manos a sus ojos.
Pero Abul, sin descomponer su serenidad, dijo:
—Yo también hice eso, Shim. Hazlo, si te consuela.
—Somos los únicos kros en las cuevas, y los dos mutilados…
—No somos los únicos, Shim; hay muchos kros entre nosotros.
La sorpresa le dejó mudo. ¿Mentía Abul para alentarle? No era posible.
—Verdaderamente —musitó—, el Libro no era toda la historia de la Nave.
—¿Qué dices?
—Ya me entenderás, Abul. Estoy mejor; mañana estaré mejor… ¿No puedo salir de la cámara?
—¡Claro que sí! Puedes ir adonde quieras.
Recapacitó a fin de hacer una pregunta cuya contestación no engendrase una nueva sorpresa. Estaba harto de sorprenderse, de ir comprendiendo a retazos o no comprender. Y por fin dijo:
—Únicamente he visto niños y mujeres, Abul. ¿Es que los hombres wit no quieren verme?
—¡Oh, sí! Es que quieren saber si les gustas a ellos, a los niños y a las mujeres. Dicen que están mejor preparados. Si ellos te aceptan, los jefes te presentarán a sus familias. Te aconsejo, Shim, que no tengas miedo a los wit. Son buenos, son…
—Son diferentes, Abul. Gracias, Abul. Quiero dormir.
—Duerme.
—¡Quiero estar solo!
—No es bueno estar solo. Pero si quieres, me iré.
Y el ciego se levantó. Comprendió lo que podía suponer el viaje por los corredores, sin lazarillo. Y, arrepentido, dijo:
—Espera que vuelva Dina y tu niño.
—No hace falta. Conozco perfectamente el camino.
—¿Te has acostumbrado?
—Antes casi no oía, y ahora oigo mucho; antes casi no olía, y ahora huelo mucho.
—Yo no me acostumbraré nunca.
Abul, sin responder se fue deslizando hacia la salida con admirable seguridad. Palpó el umbral, sonrió y desapareció.
Se dejó caer hasta quedar tendido y volvió el rostro hacia una de las luces. Miró fijamente hasta quedar deslumbrado.