Uno - LOS NIÑOS

En vano intentaba levantar la cabeza, Se mareaba, se volvía loco. El dolor no tenía medida; cuando disponía de un instante fugaz, cuando creía que podría ordenar sus pensamientos, el dolor y el vértigo le aplastaban de nuevo. Gracias a ello, el alarido de terror que la oscuridad le inspiraba quedaba roto antes de nacer. Arrojado en el suelo, con la cabeza forzada al apoyo, con una fuerza misteriosa agarrotando sus brazos, estaba completamente inerme. No podía defenderse.

Empezó a sentirse mejor cuando notó, o creyó notar, que su cabeza estaba ligeramente más alta. El vértigo —siempre lo había padecido cuando se acostaba boca arriba— desapareció, casi; apretando los dientes, cerrando los ojos, respirando fuerte, lo iba conteniendo. El dolor persistía; lo tenía en la frente, en los dientes —notaba el sabor de la sangre—, en los ojos y en los brazos. Hubo un momento en que desapareció el dolor…

Recobró el conocimiento parcialmente aliviado. El vértigo había desaparecido; tenía la boca abierta y respiraba un aire cargado de extraños y fuertes perfumes. La relajación del desmayo dio descanso a las fibras de su cuerpo, pero no aplacó el dolor. El dolor continuaba allí, al final de sus brazos.

Intentó cambiar de postura, y al apoyar las manos en el suelo un latigazo inaguantable le hizo prorrumpir en alaridos. Y entonces recordó. Por lo menos en parte. Sabía que no tenía manos. ¡Se las habían cortado! Reprimir la sangre que se agolpaba en el corazón, contener la respiración desbordada, le costó un enorme esfuerzo. Clarividentemente, supo que estaba a punto de morir si no dominaba el conjunto de palpitaciones, terrores, dolor y sofoco que le invadía. Un calor nunca sentido comenzó a extenderse a partir del pecho. Al final de los brazos, la sangre comenzó a latir, a un ritmo fuerte y seguro. Eran latidos hondos, marcados, como pinchazos; sentía hasta la vibración que despertaban en el aire, fuera de la carne que los contenía. Hasta los escuchaba. Entre latido y latido, el dolor.

Poco a poco la sangre se le fue retirando de la bomba cardíaca y pudo respirar mejor. Se sorprendió contando con increíble facilidad el número de latidos que, allá, en la punta de los brazos, percutían en la piel. O quizá fuera en los huesos astillados. Levantó los brazos —pudo hacerlo, por lo menos en parte— y recordó entonces un poco más: no tener manos significa no poder usarlas. ¿Y por qué necesitaba él sus manos? Abrió los ojos, a fin de contemplar su desgracia, y nada pudo ver. Tardó en comprender. Creyó que no había conseguido levantar los párpados y probó nuevamente, una y otra vez, dilatando las pupilas. Y no pudo ver. El alarido que se le escapó le asustó a él mismo. Quiso huir, y nuevamente apoyó las manos en el suelo. Vuelta a empezar, vuelta a gritar animalmente y vuelta a caer en la sima del sofoco, el dolor y el miedo. Aplanado contra el suelo, sus gemidos parecían estertores de un moribundo. Gemía al compás de los latidos de sangre, monocorde, rítmico, perdido…

El ruido de los pasos le estaba siendo transmitido por el temblor del suelo. Tragó la sangre que tenía en la boca y, simultáneamente al esfuerzo para conseguirlo, los oídos se le destaparon, como si un hierro lo hubiese traspasado. Escuchó los pasos desde otra dimensión, y unas voces agudas, sofocadas. Pero no abrió los ojos: él, oscuridad por oscuridad, prefería la natural, la que comprendía, la que sabía existía teniendo cerrados los ojos. Generaciones enteras indefensas ante la oscuridad le estaban amarrando con los hilos del miedo.

Pero el signo de vida que los pasos significaban pronto rompió la barrera de su abandono. Era imposible dejar de comprender que alguien se le estaba acercando. ¡Y, había tenido tanto miedo de estar completamente abandonado! El interés, la atención que pudo despertar a su cerebro cansado casi apagó su dolor. Entonces, los pasos se detuvieron. Y una voz dijo:

—¿Qué hace?

—Está muerto.

—Está quieto.

—¿Dónde está?

—Allí…

—¿Dónde…?

—Allí…

Las voces agudas, finas, que respondían, iban quedando lejos, como si no quisieran acercarse. La voz preguntaba, con voz que le era conocida, tanteaba, acercándose. ¿Por qué preguntaba y por qué las restantes voces le iban diciendo: «Allí…» «Un poco…» «Ahí…»?

Quiso hablar y le salió un gemido. Intentó incorporarse, y nuevamente el dolor le hizo aullar como si su garganta no fuera humana. Tres tentativas y tres inaguantables latidos de dolor le incapacitarían eternamente para repetir el gesto. Al comprender la enormidad de su reflexión, se echó a llorar. Inmediatamente sintió el calor de un cuerpo humano. Unos dedos, nerviosos, palparon su pecho y llegaron hasta su cara. Se detuvieron en la frente. Notaron el sudor y el llanto y se retiraron. Un instante después, una tela enjugaba las humedades.

—¿Me oyes? ¿Me oyes? ¿Quién eres? ¿Quién eres?

Reprimió hasta los gemidos a fin de recuperar fuerzas. Debía recuperar fuerzas antes que el ser que había limpiado su rostro se marchara.

—¿Me oyes? ¿Me oyes? Decidme, ¿qué hace?

Las voces agudas, suaves, llegaron de lejos.

—Está quieto.

—Está muerto.

—Está desmayado.

Y la voz —tan cerca que notó el calor del aliento— dijo:

—No está muerto.

Y a él.

—Responde. No tengas miedo. Soy Abul.

El intenso esfuerzo del cerebro halló su fruto. Abul, el ciego, el sin ojos, el desterrado como él. Pero dejó la cadena de sus razonamientos para murmurar roncamente:

—Abul…, mis manos. ¡Tengo m-i-e-d-o…!

—Ellos también tienen miedo.

—¿E… llos?

—Sí. Los niños. ¿Tienes…?

—¿Qué?

—¿Tienes… ojos?

Abul —lo comprendió— le creía castigado igual: cegado. No, no estaba ciego. ¿O sí lo estaba? No razonaba bien, pero una chispa de su entendimiento le estaba diciendo que había perdido algo tan valioso como los ojos para Abul. Dijo:

—Sí.

—¿Puedes ver?

—Sí. Mis manos, Abul…

—Ya lo sé. Dina me lo dijo.

—¿Dina?

—Dina es ella. Me dijo: «No tiene manos.» Yo soy Abul, ¿no me ves?

—No.

—¿Por qué, si tienes ojos?

Sintió, por unos momentos, un ramalazo de pánico. ¿Y si estuviera ciego también? ¡No, no era posible!

—No hay luz —dijo.

—Pero, ¡sí que hay luz! La tienen ellos…

No pudo evitar una sonrisa. Abul estaba loco.

—Abre los ojos, por favor. Los niños tienen la luz.

Abul hablaba despacio, marcando las sílabas. Y había tal acento de sinceridad, que abrió los ojos. Y ya no los pudo cerrar. Al fondo de una cámara, junto a la puerta, cuatro o cinco niños estaban agrupados, sosteniendo dos luces. ¡Dos luces! ¡No; no eran luces! Eran dos llamas, dos fuegos en la punta de un cilindro. Eran luces extrañas, que hacían sombras; luces que tenían profundidad; luces que olían.

Abul, como si comprendiera, dijo:

—Los wit saben hacer fuego y tienen luces pequeñas. Yo no las veo… ahora.

¿Los wit? Y de repente, el peso total de su desgracia se le mostró en toda su realidad. Recordaba, sí, que le habían cortado las manos. Después, todo se le había desdibujado. Y comprendió que, al igual que al cortador Abul, le habían arrojado a las cuevas. Estaba en las cuevas; Abul se encontraba a su lado. Y unos niños blancos, terriblemente blancos, sostenían luces en las manos. Los niños, asombrados, no perdían detalle de lo que pasaba. Los veía bien. La luz los recortaba contra la oscuridad metálica. Y entonces vio también a Abul, que estaba esperando. Que estaba esperando a que fuera comprendiendo, él, que tantas cosas había comprendido. Y dijo:

—Abul. Abul…

—Ése soy yo —dijo el kros ciego, sonriendo.

—Veo. Mis manos, Abul.

—¿Duelen?

—No las tengo.

—No, no las tienes.

—No puedo levantarme; no puedo apoyarme…

—Podrás, luego, más tarde.

—Abul…

—Ése soy yo. Y tú, ¿quién eres?

Dudó antes de contestar. En circunstancias normales, un cortador no podía interrogar a un Hombre de Letras, clase superior. Pero intuía que aquello se había acabado para siempre. Y dijo:

—Soy Shim, hijo de Kanti y Torna.

—¿Shim…?

—Ése soy yo —pudo sonreír al decirlo.

Los niños, al fondo de la cámara, escuchaban como si en ello les fuera la vida. Las luces, en sus manos, oscilaban. Conocía cómo oscilaban los objetos colgados; pero nunca pudo suponer que oscilaran objetos o formas de abajo para arriba.

—Déjame tus manos —dijo Abul.

—¡No!

—Déjame, Shim. Es bueno que las vea…

—No.

—Como quieras. Dina te colocó una plasma y rompió su vestido para envolverlas.

—¿Dina?

—Dina es ella.

Parecía mentira, pero el dolor estaba remitiendo mucho. Como si de golpe se le hubiera quitado el dolor del cerebro, el dominante, y sólo le quedara el latido constante de los muñones. Abul, sentado a su lado, aguardaba pacientemente. Se fijó en él: tenía el cabello largo como un wit, e iba vestido con sus ropas negras. Inmóvil, sereno, mantenía la cabeza levantada, siempre en actitud de aguardar. Era sencillo, noble y paciente. Todavía, por lo visto, le dominaba la extraña pasión que lo había condenado a las tinieblas eternas.

Y allí estaba, aguardando. Abul aguardaría siempre las preguntas ajenas, feliz, sabiendo la contestación. Comprendió que sería misión suya hacer constantes preguntas para que el ciego fuese feliz al contestarlas. Y también tuvo miedo de no vivir lo suficiente para hallar respuesta a todas las cosas que deseaba saber. Y preguntó:

—¿Me matarán, Abul?

—¿Matar?

—Sí, ellos, los wit.

—No…, no lo sé; Dina dice que no.

—¿Dónde están?

—¿Los wit? No lo sé. No trabajan, ¿sabes?

—¿Por qué no vienen?

—No quieren que te asustes. Primero mandan a los niños. Igual hicieron conmigo. Pero yo tenía a Dina —añadió, orgulloso.

—¿Por qué los niños? ¿Quiénes son los niños?

Abul levantó la mano y señaló a los pequeños albinos. Dijo:

—Alan…

—Ése soy yo —respondió uno.

—Tomi…

—Ése soy yo.

—Bula…

—Ésa soy yo.

—Joe…

—Ése soy yo.

—Calo…

—Ése soy yo —respondió el último.

—Ésos son ellos —dijo Abul—. Hay más, muchos; pero ellos son los míos y los tuyos.

No comprendía nada; pero era agradable escuchar aquellas voces. Muy pocas veces en su vida había tenido ocasión de hablar tanto y de escuchar tantos sonidos humanos. Por lo visto, entre los albinos se hablaba más que entre los kros. ¿Por qué? Ya lo sabría. Dijo, para seguir escuchando aquellas explicaciones que le ahuyentaban el dolor y el miedo:

—¿Míos, Abul…?

—Sí. Los wit tienen muchos niños. Son medio hombres. Los viejos y los enfermos también son medio hombres. Y los jefes los juntan para que sean hombres enteros.

Abul hablaba muy lentamente, y a veces era penoso seguirle en sus explicaciones. Pudo entender que los jefes wit asignaban cuando menos dos niños a cada inválido, uno para llevar la luz y otro para suplir sus sentidos caducos. Antes de que terminaran las explicaciones, Abul inclinó la cabeza como si escuchara; sonrió y dijo:

—Ella viene.

Asintió, sin comprender. Pero a poco también él escuchó una voz de hembra que llamaba: «Abul…, Abul…»

—Alan.

—Ése soy yo.

—Dile que aquí.

El llamado Alan desapareció. Abul parecía haber perdido todo interés por hablar, esperando, sin duda, o quizá feliz por recoger los menores sonidos que indicaran la llegada de la hembra. Y la mujer llegó, llevando en las manos una escudilla llena de algo que humeaba.

—Dina —dijo Abul, no sabía si para él, por el placer de nombrarla.

—Ésa soy yo.

La hembra depositó la escudilla en el suelo y después de un leve titubeo se arrodilló junto al ciego. Los niños, tranquilizados por la llegada de uno de su raza, se fueron acercando. Notó más intensidad en la luz, e, incluso, un agradable calor. La hembra era joven y… Nunca había estado lo bastante cerca de una hembra, fuera wit o kros, o cuando menos nunca se había detenido a examinarla para apreciar sus cualidades. Por otra parte, se encontraba demasiado dolorido y desmoralizado para establecer comparaciones. Con todo, la llamada Dina era delgada y flexible; era blanca hasta —lo hubo de reconocer— la repugnancia. Su incapacidad para distinguir los colores no le impedía apreciar ciertas gradaciones más oscuras, especialmente en el cabello, largo y suave, y en los ojos, grandes y de dilatada pupila. Los dientes eran más blancos que la piel, y los labios, más oscuros. Iba vestida con una túnica, apretada a la cintura con otra tela de diferente color.

No pudo seguir observando, porque la mujer se inclinó hacia él y dijo:

—Toma.

Le ofrecía la escudilla, con ácido láctico. Siguiendo un instinto no perdido, levantó los brazos. Y… Los muñones no llegaron siquiera a tocar el recipiente. Rompió a llorar, ahora sin dolor físico; pero con el dolor de sus miembros acortados. La hembra, confundida, dijo:

—Perdóname, perdóname…

Abul, angustiado, comenzó a palpar con manos inquietas.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa…?

Continuó llorando, y la mujer, asustada, abrazó al ciego. Los niños, asustados también, emprendieron la huida hasta la puerta. La oscuridad pareció avanzar hacia ellos, distorsionada, grotesca. El ciego seguía preguntando, cerca también del llanto.

Hizo un violento esfuerzo para contenerse. Indudablemente, aquellos seres eran de simple constitución. Podían obrar según su instinto —generoso al parecer—, pero eran incapaces de sobreponerse cuando algo les desconcertaba. Dijo:

—Dina…

—Ésa soy yo.

—Ya ves, no tengo manos.

—Lo sé. Yo las cuidé cuando…

—Cuando me encontraron los vuestros. ¿Por qué lo hiciste?

Los ojos de Dina demostraron una sincera sorpresa.

—Tú, como Abul, has sido castigado porque nos querías. Los wit también te quieren.

—Me llamo Shim, y lo que dices es verdad.

Dina, recobrada, se mostró eficiente de nuevo.

—Tomi, ven, acá y no tiembles.

—¿Qué pasa? —el pobre Abul seguía preguntando.

—¡Oh, Abul! Es que Shim no tiene manos y no puede tomar la taza.

—Es verdad —dijo el ciego, comprendiendo.

—No tiembles, Tomi.

—No tiemblo, Dina.

—¿Quieres que tenga yo la luz?

—¡Metón! ¡La luz es mía!

—¡Oh, callad! La luz para Tomi; y tú, Alan, ayuda a Abul.

—¿Qué debo hacer? —preguntó el ciego.

—Levantar un poco a Shim. Yo le daré el lecto.

Durante unos instantes los poco prácticos ayudantes le zarandearon, renovando su dolor y su vértigo; pero se aguantó, viendo que deseaban hacerlo bien. Evitó tocar nada con sus brazos, y al cabo, conteniendo sus náuseas, fue sorbiendo el contenido de la taza que la mujer aproximaba a sus labios. El brebaje estaba tibio y dulce, con un sabor diferente al que siempre había encontrado en la dieta normal.

Lo mejor, lo que le sorprendía y despertaba en él nuevos y desconocidos sentimientos, era aquella torpeza, aquel calor humano hacia él, un réprobo inútil, condenado a la extinción y el aprovechamiento. Los wit… Aquéllos eran los wit, los malditos, los inferiores… Sin embargo, no eran elementos representativos de los wit; apenas eran unos niños, una hembra joven y un kros, convicto como él.

Oyó, como entre sueños, que la muchacha decía:

—Las manos…

—No quiere —respondía Abul.

—Ahora quedará dormido. Tomi, acerca esa luz.

Después, las voces se fueron convirtiendo en un eco confuso, en una música extraña. La luz, el fuego que oscilaba en la punta del cilindro, le atraía como un imán. Un niño blanco, sucio, temblón, la sostenía. ¿Qué mundo era aquel en que un niño podía dominar y sostener una luz? Aquel mundo era la Nave, su Nave. Y los niños eran la avanzada de los wit, enviados para que el nuevo contacto no fuera demasiado brusco.

¡Oh, Dios, qué gran descubrimiento! Lo anotaría en el Libro, el amado Libro. Niños y Libro… Blancos los dos; él destinado al Libro, y los niños destinados a él.

Pensando en ello cayó en una dulce sima de olvido.