Como primera providencia de este día, inscribo que los hombres wit han enviado a Mei-Lum-Faro una embajada. Me ha sido permitido estar presente. Incluso he podido aclarar al Señor de la Nave algunas palabras y conceptos de los albinos, porque, para mi sorpresa, resulta que los wit tienen más claridad de expresión que nosotros, los kros; hablan mejor y más claro, y hasta con cierta belleza y profundidad mental. Pudiera ser debido a que la presencia de Mei-Lum-Faro les impresionaba y procuraban superarse, o a que venían especialmente instruidos en su discurso.
Como fuere, los albinos han hablado delante de Mei-Lum-Faro y han pedido tres cosas: más espacio para vivir, puesto que sobran corredores, rampas y cámaras en la Nave a medida que la falta de luz hace que los kros las abandonen; permiso para acercarse a los ventanales exteriores y menos tiempo de trabajo, con un mejor trato.
En su razonamiento, aducen que la división entre wit y kros es injusta, puesto que unos y otros tienen las mismas necesidades, y además ellos trabajan más y en los peores lugares, sin recibir más proteínas, agua o consideración. Dicen que los kros tienen muchos guardianes, en proporción a su número total y piden que muchos de ellos sean destinados a otros puntos o trabajos. En consecuencia, de no ser atendidos, se negarán a trabajar en las factorías kros y no saldrán de sus cuevas.
Uno de los cinco miembros de la comisión, el más joven, ruborizándose, ha dicho también que las mujeres wit desean más tejidos sintéticos; precisamente ellas son las que trabajan en los talleres del orlón y el sodión, sin que ninguna de las hermosas telas vaya a parar a sus manos y sin que puedan utilizarse todas, estando llenos los almacenes. La absurda petición ha hecho reír a todo el mundo, hasta al mismo Mei-Lum-Faro y, lo que son las cosas, por lo que puedo adivinar dado el carácter del Amo, ha salvado la vida a los osados. Sin duda, bajo la impresión de las mujeres albinas vestidas con ricas telas, Mei-Lum-Faro se ha inclinado por el humorismo. Ha dicho que lo único que puede conceder es que los hombres hagan el trabajo de las mujeres, y las mujeres el trabajo de los hombres. En cuanto a las restantes peticiones, dice que primero necesita saber cuántos habitantes wit tienen las cuevas. El más viejo de los albinos ha respondido con evasivas, que no lo sabía, que no estaba seguro. «Ve y cuenta», ha dicho el Amo, dando por terminada la audiencia. Pero se ha quedado con los cuatro restantes wit como rehenes.
Yo, Shim, testigo de todo, he sentido muchas veces la necesidad de hablar por mi cuenta, para explicar todo lo que sé. Me ha detenido la repugnancia, que es instintiva en nosotros. Pero durante todo el tiempo no he dejado de observar a los albinos. Pálidos, demacrados, de largo cabello y negras vestiduras, son dueños, sin embargo, de una extraña vivacidad. ¿Por qué se llaman wit? La mejor explicación que he encontrado es que, en nuestro idioma degenerado, wit es la primera sílaba de white, palabra del anglo-hispano que significa blanco; del mismo modo que nuestro nombre, kros, parece derivarse de la palabra necros, o sea, negros, del mismo idioma. Aclaro que los cronistas del Libro aluden repetidas veces a su lengua, denominándola anglohispánica, vocablo imposible de repetir por nuestras gargantas actuales y que parece se originó por la fusión de dos importantes idiomas de la Tierra a partir del siglo XXII.
El asunto de los albinos está dividiendo la opinión pública, hasta donde es posible que nosotros nos interesemos. Después del incidente de los cinco wit arrojados al estanque, y de los cuatro guardianes muertos, la actual situación se interpreta en el sentido de que los habitantes de las cuevas intentan alterar el orden natural de la vida. Como siempre sucede, los kros están divididos en dos partidos: uno de ellos es intransigente, y el otro, tolerante. El primero se niega a considerar siquiera como humanos a los wit y pide una expedición punitiva que los arrase totalmente; los segundos, aducen que verdaderamente las condiciones de vida de los wit son malas y que nada se perdería mejorándolas. A esto, refutan los intransigentes que la menor tolerancia sería interpretada como una debilidad y que lo verdaderamente necesario es el rigor, incluso el exterminio. De todas formas, hasta que el viejo regrese, si es que regresa, la situación se mantiene en calma.
Yo callo y observo. No sé en qué condiciones vivirán los wit; pero sí sé que las nuestras no son envidiables. Muy posiblemente, en los tiempos anteriores al Día de la Ira, pertenecer a la clase superior podía tener sus ventajas, por acceso a los libros, a las salas proyectoras, a los divertimientos automáticos y alimentos escogidos; pero la destrucción de todos los libros, cámaras de televisión, observatorios, comunicadores, fermentos y cultivos especiales, luces y juegos, redujo el nivel de vida a sus límites esenciales, los mismos que tenemos ahora, cuando únicamente tenemos el Ajedrez, algunos juegos infantiles y los alimentos básicos. Por no tener, no tenemos espacio. Discurriendo en los últimos días por la Nave he comprobado la enorme desproporción entre el que ocupamos y el que permanece inhabitable. Huimos de las tinieblas y por tal causa vivimos hacinados, las muchachas en los beguinet, los jóvenes en los celibatorios llamados mayores; las parejas, cuatro en cámaras de una, y los restantes en diversos apartamentos estrechos como cámaras descompresivas. ¿Y ésto es lo es lo que nos envidian los wit?
Como nunca he bajado a las cuevas, ni hay noticias de que ninguno de nosotros lo haya hecho —con excepción de Abul, el cortador—, no puedo anotar las condiciones de vida de los wit en sus profundidades. Desde luego, más de la mitad de los sesenta pisos o niveles de la Nave les pertenece. Naturalmente, nosotros tenemos las partes nobles: los grandes ventanales y paseos de la segunda cubierta; las cámaras enormes y variadas de la tercera y las residencias exteriores de la cuarta; tenemos los jardines, los observatorios, el Fórum y la nave desmantelada llamada cha-pell; tenemos cinco montacargas que funcionan y la mayor parte de los almacenes.
Discurro ahora, mientras intento hacer inventario de lo que poseemos, que en realidad conozco muy poco de la Nave, esta gigantesca estructura de dos kilómetros de largo, uno y medio de ancho y un tercio de alto. Acostumbrado a los corredores, a las cámaras con las puertas siempre abiertas —según es ley—, a los jardines hidropónicos, sentía pocas apetencias de ir más lejos, sabiendo, como sabía, que todo lo más que podía encontrar serían otros corredores, otras cámaras, otros almacenes y otros jardines eternamente repetidos.
Los constructores de la nave —ellos mismos lo han dicho— atendieron primordialmente al aprovechamiento minucioso de todos los rincones, de todas las materias. Quizá nuestros antepasados, con mayor libertad de movimientos, conociendo mejor los rincones, podían obtener ventajas que nosotros ignoramos. Hasta es posible que la encontraran cómoda (debía serlo, en cierto modo, dado que iba a ser residencia por largo tiempo) y bella. Existen restos de pinturas en las paredes, cuyos colores únicamente pueden distinguir los niños (y los wit, a deducir por la petición del joven albino) y algunas formas de cierta belleza cuya utilidad no es manifiesta, restos posibles de un adorno que ha perdido su significado. El cronista de la primera generación, en una de sus anotaciones, dice: La Nave es potente y bella. Todos los artistas de la Tierra quisieron que fuera el exponente máximo de la Moderna Estética. Los arquitectos han sido liberales en sus formas dentro del funcionamiento de su trabajo. Y hemos almacenado los mejores libros de la Humanidad, y los licores más nobles, y los más cómodos utensilios. Allá, donde llegue, la Nave será una digna embajadora de la Tierra.
En contraposición, un historiador de no recuerdo qué generación, dice: Esta horrible fortaleza, esta prisión, este mundo sombrío y triste que nos ahoga. ¿Cuál de los dos tiene razón? Posiblemente el llamado Calmo, cuando dice: Mundo eficaz y terrible, que nos protege y alimenta, pero que nos encierra y anula. Yo, ante ellos, apenas puedo opinar por carecer de puntos comparativos. Los cronistas hablan de colores vivos; yo sólo distingo negros, blancos y grises; ellos anotan la belleza inerte de la materia, yo no veo más que líneas y superficies; ellos hablan del hombre, rey de la Nave, y yo siempre he visto que la Nave nos domina a nosotros.
Con estas divagaciones me estoy apartando de mi historia. Empero, ¿cuál es mi historia? ¿Debo seguir anotando mis reflexiones en torno a los wit? ¿Debo continuar —puesto que presiento que en mis manos está gran parte del futuro— mi revisión en torno a las circunstancias históricas de la Nave?
No sé, verdaderamente, qué hacer. Me encuentro tan solo que mi soledad me aplasta. Incluso tengo la sensación de estar quebrantando la Ley, de estar haciendo algo prohibido. Quisiera apartar tal sensación, y mis razonamientos están cargados de lógica: efectivamente, debo continuar adelante, puesto que la sabiduría nunca ha estorbado. Pero basta que abandone la cámara, me siente con mi amigo Ram, para que la lógica me abandone y tenga miedo.
A veces me lleno de orgullo al pensar que mi memoria, mi pensamiento, tiene hondas raíces que me unen al pasado. Recuerdo, por ejemplo, que mis primeras deducciones (sin haber leído el Libro) me inclinaban a buscar el tiempo objetivo; y adiviné la existencia de los libros. Ahora sé que uno y otro estaban al servicio del hombre, que el humano puede controlar el tiempo y fabricar utensilios y libros. El que haya perdido esa facultad no quiere decir que no esté latente, en alguna parte, esperando la armonía de esfuerzos que caracteriza toda creación. Es justo mi orgullo. Sé que los libros eran la suma de unos conocimientos, y que empezaron siendo de papel, luego, microfotografías, y más tarde, cilindros fonovisados, con una máquina clave para grabarlos. La Nave los tenía de las tres clases, y todos ellos —excepto el Libro— fueron destruidos el Día de la Ira.
Y sé que de la misma forma el tiempo fue destruido subjetivamente al destruirse los aparatos con que el hombre lo controlaba. Lo dice el cronista: los relojes, diales, audiómetros, termómetros, calendarios, cerebros contadores, esferas y, en general, todos los servomecanismos destinados a calcular tiempos, distancias, gravedades, atmósferas, intensidades lumínicas o resumir cálculos complicados, fueron destruidos, machacados, arrancados los relais, los contactos, las conexiones, y arrojados a los estanques.
Dudo que la destrucción fuera total. Algún aparato, algún reloj, algún libro debió de quedar intacto o medio inservible. Pero después del Día de la Ira se sucedieron seiscientos años de abandono y desesperanza, de verdadera y real renuncia a ellos, lo que, al fin, es peor que una destrucción. Primero fue el deseo furioso de destruir; más tarde, la alegría morbosa de haber destruido; y luego, la sensación de lo irreparable. Las siguientes generaciones, aprobaran o no la conducta de los iracundos, no tenían más remedio que cargar con las consecuencias e ir admitiendo como verdad irrefutable la no existencia de objetos útiles. Y con los años, la incuria, la ignorancia y la rutina fueron destruyendo los pocos restos que se salvaron. Con todo, me niego a pensar que «todo», absolutamente «todo», haya desaparecido. Alguna máquina debe de haber, ligeramente averiada, o algún libro escondido o a medio quemar; o algún reloj golpeado y roto, pero con las piezas dentro de su caja…
Seduce este caminar por la cuesta abajo de las deducciones. Sin embargo, nada he hecho que justifique mi optimismo. No tengo norma de conducta. ¿Deben pensarse las cosas antes de hacerlas? O bien, ¿es mejor hacerlas y luego meditarlas? Mi raciocinio me dice que ambas cosas son posibles. Para saber que sentiría dolor no es necesario que me muerda un dedo; sé que existe el dolor y que éste vendría a continuación de mi acción.
¡Qué sencilla y grande es, al mismo tiempo, esta deducción! El talento, la inteligencia es, pues, la capacidad de predecir las consecuencias de ciertos actos meditados previamente y de los cuales debe resultar el fin lógico que los agentes empleados determinan. Y más todavía: puede llegarse a consecuencias desconocidas, pero previsibles, alterando las proporciones de los agentes provocadores…
¡Es todo un mundo lo que se abre ante mí! Pero, vuelvo a decirlo, cada vez es mayor mi cansancio, mi temor, incluso mi desconsuelo. La Nave está acomodada a una Ley y sin duda yo alteraría…
He aquí que un guardián está en la puerta, diciendo que Mei-Lum-Faro me llama. Debo acudir al mandato del Señor de la Nave.