Yo, Shim, hijo de Kanti y Torna, nacido en la Nave, ella debido, me acuso de haber abandonado mis deberes. Hace casi cien días que no hago anotaciones. Me refiero a mi deber de inscriptor, el que me obliga a decir lo que en ella sucede. Me disculpa el enorme proceso de asimilación que he debido recorrer y que, por lo menos en parte, ha minimizado lo que en torno mío ocurría. Hace doscientos, trescientos días, me hubiera parecido trascendental la muerte de un guardián kros a mano airada en los pasillos de la Nave inmediatos a la factoría de fermentación. Sin embargo, el otro día me olvidé de anotarlo. Y no quiero olvidarme hoy de inscribir que tres hombres más, un guardián y dos servidores, han desaparecido en las fronteras.
Se dice que han sido los wit; se dice que los tres hombres fueron atraídos por mujeres blancas, muy atractivas; se dice que los albinos utilizan a sus hembras para atraer a nuestros jóvenes que no han perdido su capacidad genética. No he podido comprobar esta monstruosidad. Pero ha sido prohibida la entrada de las mujeres wit en las factorías. En el Fórum se ha pedido la exclusión total de los wit; pero es imposible cerrar la frontera a los quinientos trabajadores que la cruzan todos los días, desempeñando oficios rudos en los hornos y estanques. Deberían ser sustituidos por guardianes y si así se hiciera, ¿qué pasaría? ¿Podríamos dejar desguarnecidas las fronteras?
El problema es de difícil solución. ¿Qué quieren los wit? Mi viejo amigo Ram me ha hecho la misma pregunta. Entonces, allí, en la cámara del ajedrez, no supe qué contestarle. Aquí, ante el Libro y sus secretos, experimentando el cambio que siempre experimento cuando abro sus páginas, debo reconocer que sé muy bien lo que son los wit y lo que desean, aunque quizás ellos mismos lo ignoren… ¡Dios mío, qué profundos e inescrutables son tus designios!
Compruebo que he vuelto al concepto de Dios, el mismo que me atormentaba cuando estuve inclinado sobre esta página la última vez que anoté mis impresiones, en este apresurado rehacer histórico que estoy emprendiendo. No necesito releer lo escrito para recordarlo. Lo tengo grabado en el cerebro. Nuevamente me acucia la idea de Dios. Y me asusta. Puedo hallar explicaciones, lógicas hasta cierto punto, en los puntos concretos de nuestro pasado; puedo identificar en la Nave aquellos objetos destrozados, aquella maquinaria de que me hablan los antepasados; puedo reconstruir los escenarios de las revueltas; puedo seguir el proceso de nuestra sangre. Pero, ¿dónde puedo encontrar a Dios?
Es inalterable norma humana buscar a Dios en la hora del Dolor. ¿Qué quiso decir Buani? ¿Es necesario estar sufriendo física o moralmente? Conozco el dolor físico, y creo comprender lo que es el dolor moral; puedo, incluso, provocar el primero; pero intuyo que el segundo ha de venir a mí por no sé qué caminos. ¡Oh, si encontrara puntos de apoyo, palabras clave! ¡Dios, Dios, DIOS…!
Mis antecesores —no todos— lo llamaban a veces, algunos con ira, otros con ternura, muchos con ira y desprecio. ¿Debo entender que a Dios se le encuentra en todos esos caminos?
Deberé releer el Libro otra vez. La primera buscaba la explicación de los fenómenos físicos y se ha necesitado la indudable importancia de su simbolismo para que yo, inconscientemente, incluyera su concepto entre las cosas importantes de la Nave. Pero no es suficiente. No lo es, por lo menos, en mi actual disposición, rebosante de sensaciones.
Sí, indudablemente, deberé buscar otra vez. Pero me asusta el enorme trabajo que me espera. Así, no acabaré nunca, nunca, de aprender todo lo que necesito. Si pudiera…
Si pudiera concentrarme, olvidar la presencia de la Nave y volver al pasado hasta aquellos puntos que me interesan… Sí, quizás; ahora rememoro algunos pasajes que deben estar en relación con Dios. André Chacot, el primer cronista de la Nave, en la narración que hace del Día de la Ira, entre otras cosas, dice algo parecido… Buscaré en el primer Libro…
No, no es esto… Más adelante… ¡No, no fue el Día de la Ira, sino antes, mucho antes, en la primera revolución llamada Día del Desengaño…! Veamos, quince, quince, quince años… ¡Aquí está! Dice Chacot: Nuestros sacerdotes se han enfrentado con la multitud excitada y han tratado de contenerla, invocando el nombre de Dios. La multitud no ha hecho caso de su carácter sagrado y los ha arrollado. Después…
Y más tarde, en el 3 de agosto de 2387 (otro día de confusión y tormento en la Nave), el cronista escribe: Hoy es un día de luto y tristeza. Ha muerto el padre Simón. Era nuestro único sacerdote. Católico, tenía noventa y siete años y era el humano más viejo de la Nave. Muchos no comprenden la trascendencia de esta muerte. Dicen que sí, que ha muerto el último vínculo de la Tierra (yo mismo soy una tercera generación); pero no comprenden que era un ministro de Dios y que su pérdida es irremplazable. Podemos, con nuestros libros, enseñar a nuevos médicos, ingenieros, mecánicos… Pero, ¿quién puede consagrar nuevos sacerdotes? El padre Simón, como si lo presintiera, o mejor dicho sabiéndolo, ha resistido. Ha resistido esperando el milagro que su condición de hombre de Dios le permitía alentar. Ha resistido hasta que su viejo corazón no ha podido más y se ha paralizado. Adivino días tristes, días pavorosos para la Nave. Su venerable figura, su ejemplo, era un freno para nuestra desesperación. ¿Qué haremos ahora?
Tenía razón el cronista. Tres años después, el Día de la Ira habría de arrasar la Nave. ¿Sucedió porque el sacerdote no estaba? ¿Lo habría podido evitar el que era llamado ministro de Dios? Los cronistas de aquella fecha no lo citan; por otra parte, en el Día del Desengaño los sacerdotes fueron arrollados. Eso parece indicar que los sacerdotes no tenían armas, no eran una fuerza propiamente dicha. ¿De dónde, entonces, les venía la autoridad? Creo comprender. Era una autoridad espiritual, de las que se ofrecen con su gesto al ejemplo ajeno. Por otra parte, el cronista le llama «padre». ¿Debo entender una paternidad humana? No; no puede ser… Debía ser un acatamiento tácito de una paternidad espiritual, pero expresada con amor humano. ¿Qué hacen los hombres cuando quieren y admiran a una persona venerable? Lo quieren como a un padre.
Tengo, pues, los siguientes elementos: sacerdote, ministro del Dios sin nombre, padre, carácter sagrado e irremplazable, autoridad espiritual, aplicados a algunas personas.
Lo primero prejuzga la existencia de un rito o ceremonia a realizar precisamente por dicha persona. ¿Objeto de la ceremonia? No lo sé; pero es fácil adivinar que debía de ser para pedir favores o pedir clemencia.
Lo segundo es de más amplio carácter; el sacerdote lo es en el rito; «ministro» quiere indicar una relación que perdura fuera de la ceremonia, a modo de embajador entre los hombres. Lo segundo, entiendo, no está reñido con lo primero.
Lo tercero, «padre», es un apelativo cariñoso; indica que los hombres admiraban y querían al sacerdote, o lo que es igual, siendo éste expresivo, como ministro, de su Dios, el Dios no era un Dios temido, sino amado.
Lo cuarto, carácter sagrado e irremplazable, no lo entiendo bien; mejor dicho, entiendo lo primero, que es consecuencia de su naturaleza, pero lo segundo se me escapa. ¿No era un hombre como los demás? ¿No tenía hijos que heredaban su cargo? ¿Era el mismo Dios el que los nombraba? Esto último parece factible, pero, entonces, ¿por qué los hombres de la Nave —por boca de su cronista— dan por hecho que sería el último, sin poderle remplazar? Dejémoslo para mejor ocasión.
El último concepto tampoco lo entiendo bien. ¿Autoridad espiritual? ¿Se puede tener autoridad sin guardianes que la hagan cumplir? Nunca lo he visto en la Nave, donde cada orden de Mei-Lum-Faro debe ser vigilada por su cohorte. Admito, sin embargo, la posibilidad de un nombre con mucho prestigio y sabiduría, capaz de hacerse respetar y obedecer. En este caso, quizá, por su carácter sagrado y su calidad de irremplazable.
Tengo, pues, situado al hombre. ¿Cuál, o cómo, habría de ser el Dios del que un ministro de dichas condiciones era un representante o testaferro? Dado que la Nave era y es una maravilla del ingenio humano, y entendiendo que la era de los sacerdotes se circunscribe a las tres primeras generaciones, entiendo que éstos, los sacerdotes, fueron embarcados con los primeros antepasados. Y puesto que los primeros antepasados fueron los creadores de la maravilla humana que es la Nave, es decir, hombres de una capacidad cerebral portentosa, infiero que Dios debía ser incluso superior a ellos mismos, tan fuera de duda que ellos mismos lo reconocían. El razonamiento me abruma, porque me descubre un Ser de infinitas posibilidades, un ser más sabio que los creadores del «repositor», el «transitador», los cerebros positrónicos…
Y dado que los hombres llamaban «padre» a su ministro, entiendo que era lo bastante humano, generoso y admirable en las virtudes humanas como para ser él también padre de los hombres…
Y dado que le invocan en su desconcierto, y en su dolor, hasta el extremo de asegurar «que es inalterable norma humana buscar a Dios en la hora del dolor», entiendo que era un ser consolador, necesario en las contrariedades.
Y dado que los sucesivos cronistas, sin sacerdote ya, y sin posibilidades de tenerlos, le siguen invocando, llamando, e incluso maldiciendo, hasta generaciones muy alejadas, entiendo que era un ser capaz de sobrevivirles, que es posible viva todavía, es decir, era inmortal.
Estoy asombrado y asustado; me resulta un Ser inmortal, invisible, generoso y bueno, padre de los hombres y mucho más sabio que éstos. ¿Es posible una concepción de tal naturaleza? Debe serlo, porque no puedo yo, mísero Hombre de Letras de la generación XXIII, degenerado, poner en duda lo que admitían mis sabios y audaces antepasados.
¡Dios mío…! ¿También yo lo digo? ¡Es curioso! Con qué fortaleza, con qué facilidad me surge esta expresión no aprendida. ¿Estaba latente en mí? Lo que no acaba de comprender mi inteligencia es por qué un ser de esa naturaleza abandonó a sus hijos de tal manera. Sin embargo, los hombres de la Nave, a través de las generaciones, parecen aceptar tal abandono, o mejor dicho, sin aceptarlo lo comprenden. ¿Qué quiere decir eso…?
Mucho temo que este problema sea demasiado para mi pobre y recién adquirida conciencia de las cosas. Experimento, casi, la misma sensación de vértigo que cuando me asomo a los ventanales del vacío. ¡Será posible! ¿Será el Espacio la residencia de Dios? Todo parece indicarlo: la Nave creada para surcarlo, el sacerdote como representante o embajador, el Espacio, con su vértigo… ¡Ay, mis nervios, mi cabeza, mis manos! Todo me duele, todo me asusta comparado con mis pobres fuerzas.
En mi intento de comprender la Nave, el tiempo, los hombres y su historia, se intercala y superpone esta idea de Dios. Presumo que mis pobres fuerzas no bastarán para llegar al final. Es más, estoy descubriendo un verdadero fenómeno: cuanto mayor es el radio de mis conocimientos, mayor es la circunferencia de mis ignorancias.
Entonces, ¿debo renunciar y volver a la indiferencia de mis amigos y hermanos? No lo sé… Voy cerrar el Libro y a marcharme. Estoy cansado, vuelvo a estar cansado. Quizá no me pueda nunca quitar mi cansancio de encima…