G-XXIII: 1111

Deseaba volver. Contrariamente a lo que esperaba, no he perdido esta rara comprensión que me anima. Diríase que estoy dando vueltas a una rueda sin fin, sin estar dentro ni fuera, lejos o cerca, pero formando parte de ella. Quizás esta imagen haya nacido de mi conocimiento de la Nave y su estructura, patente en su funcionalismo, o del mismo aire que respiro, siempre igual, siempre renovado, como un fragmento de mi círculo.

Sin embargo, me estoy escapando de «algo» —de la misma Nave, si es posible compaginar esta idea con la anterior— al acariciar la posibilidad de que exista para nosotros una redención. Jugando ayer (he adoptado esta fórmula de tiempo) al ajedrez con Ulo, he creído intuir que dicho juego nos ha librado de perecer totalmente. No tenemos casi palabras, casi fuerza, casi valor, casi esperanza; pero nuestro cerebro permanece, diríase que dormido, aletargado, esperando el acicate que lo haga vibrar. Cuando los kros mataron el otro día a los cinco wit, respondían, igualmente, a un oscuro reflejo: al miedo. ¡Ah, si yo pudiera injertar otros estímulos!

A veces me emborracho de pensamientos. Debo contenerme; debo resumirme. He jugado al ajedrez; he paseado por la Nave; he espiado cerca de los cristales la claridad espacial (ahora sé que puede ser una nebulosa) que los preadultos anuncian. Pero he callado, nada he dicho. Primero quiero verme resumido, comprendido en mí mismo. Cuando lo consiga, iré a ver a Mei-Lum-Faro y le diré: «Señor, tenemos esperanza. Empecemos a salvarnos.»

Pero estoy divagando demasiado. Debo curarme de esta manía de pensar que las cosas, y las ideas, y los hechos, pueden aguardar a que nosotros vayamos a ellos, inmutables, eternos, ¿Y si se cansaran de esperarnos? Tampoco por aquí llegaré a ninguna parte.

Antes de seguir adelante, debo anotar que hay una atmósfera rara en la Nave. Posiblemente no sea así, y soy yo el que encuentra un significado distinto en las mismas cosas. Pudiera ser; a la luz de mis nuevos conocimientos encuentro cambiados a mis amigos y compañeros. Ayer mismo me sorprendí tratando de seguir los genes de mis amigos en la turbamulta de nombres y apellidos que el Libro conserva. No cabe duda; durante siglos nos hemos estado repitiendo. Yo, como Hombre de Letras (y debo confesar que no he encontrado una razón lógica para ello), debo permanecer célibe; no tener hijos. Mi sangre se extinguirá en mí; pero no sucede así con todos…

¡Basta de circunloquios! (¿Tendré miedo de que se me acabe la tarea y deba luego volver a la rutina de lo imposible?) Estoy en la Nave, la Nave se encuentra en un punto ignorado del espacio. La Nave lleva consigo unos habitantes hijos de los hijos de quienes la tripularon por primera vez. La Nave se mantiene intacta y nosotros hemos perdido la memoria de los antepasados…

Tengo cuerpo y base para todas las doctrinas, como lo tuvieron los que la enviaron a la Nada. ¿Por qué lo hicieron? La explicación, en principio, es sencilla: el hombre de la Tierra se caracterizaba por su espíritu rebelde; nunca pudo estar quieto, y su inquietud, su curiosidad, le llevó a buscar constantemente nuevos horizontes. Calmo Berlhengui, cronista de la V generación, dice que el hombre se dividía en cuatro etapas: descubridores, aventureros, colonizadores y habitantes… Para volver a empezar otra vez, un poco más lejos. Y decía Calmo: Nosotros somos descubridores, Y lo decía cuando eran ya cinco las generaciones que habían brotado. ¿Debo decirlo yo, después de veintitrés? En todo caso, estoy donde estaba Calmo, donde estaban los hombres que sufrieron el tremendo desencanto que provocó el Día de la Ira.

¡Y basta ya! Debo continuar mi resumen. Dije en mi anterior anotación que el ingeniero astronáutico Costtock había inventado un aparato llamado «Transitador», el cual parecía permitir la aventura espacial en gran escala. Las primeras pruebas, con navíos pequeños, fueron prometedoras. El «Transitador», por lo que he podido entender, consistía en lo siguiente: un aparato receptor que permitía recibir la energía de los motores dejando éstos y el combustible en tierra. La fuerza era fabricada y acumulada por una pila de plutonio; convertida en energía eléctrica, aceleraba una corriente de iones de nitrógeno que podía ser condensada por millones de millones de caballos fuerza. De haber instalado en su propio cuerpo este enorme complejo, la Nave hubiera necesitado todo el espacio disponible. El «Transitador», pues, operaba como la maquinaria que podía dejarse en tierra; únicamente requería una reproducción a escala mínima, como estación receptora, que permitía recibir e irradiar a la masa la energía que le llegaba.

La Nave, pues, recibía la energía exterior; se convertía en un campo unificado y saltaba materialmente al Espacio, rota la pereza de la materia. Colocarla dentro del «pasillo» o campo magnético era la segunda fase de la maniobra y debía ser llevada a cabo automáticamente por una serie de aparatos que podían efectuar cálculos y ecuaciones imposibles para el hombre. La primera parte del vuelo salió a la perfección. Recuerdo perfectamente la anotación de André Chacot, hecha el primer día de vuelo: ¡Hemos saltado! ¡Hemos vencido! La enorme masa de «La Nave» (él lo entrecomillaba) se encuentra en el vacío. La emoción es inenarrable entre aquellos que se han repuesto de los horrores de la aceleración. La Tierra es apenas una bola brillante y nos alejamos de ella rápidamente. Dentro de «La Nave» el nivel de gravedades funciona perfectamente. El espectáculo del firmamento es algo grandioso. Las estrellas no se ven como desde la Tierra, formando una unidad a modo de telón de fondo, sino que se observan escalonadas en profundidad. El fenómeno es impresionante, único; están arriba, abajo, por los lados. DESDE AQUÍ SÍ QUE SE TIENE NOCIÓN DE LO QUE SON LAS DISTANCIAS. Anoto, sin embargo, un extraño fenómeno. Asomarse a los ventanales es como colocarse boca abajo en un precipicio sin fondo, teniendo además la sensación de la caída. El resultado es un vértigo espantoso que deja los cuerpos enervados e inútiles por algunas horas. Ello amarga algo nuestra sensación de triunfo. Pero no importa. ¡Adiós, viejo planeta; tus hijos te saludan…!

Pero la segunda fracasó. Por lo menos tal cosa se deduce de los resultados. Sin embargo, antes de seguir adelante, es mejor que diga lo que he comprendido yo de la Nave. Es curioso comprobar que he aprendido más de nuestro mundo en unas semanas de estudio que en toda una vida de residencia, y ello demuestra lo ciegos que somos los hombres.

La Nave es un monstruo de metales raros, acero y plásticos, de forma ovalada (aunque no falta cronista que asegura ser en delta, forma que no puedo explicar por ignorarla); su eje longitudinal tiene dos kilómetros, y el transversal, uno y medio; su altura central —confluencia de los ejes— trescientos cincuenta metros, que descienden a doscientos en los bordes. El citado historiador André Chacot dice: Se comprende nuestro orgullo. En «La Nave» caben: el Empire State Building, el edificio Chrysler y la Fundación Rockefeller… Y es tan compleja y laberíntica como el viejo Pentágono. Cita que no puedo apostillar por ignorar a qué puede referirse mi antepasado, aunque deduzco se refiere a unos edificios donde vivían los hombres, suposición que abre ante mí un mundo de posibilidades.

Una nave de estas dimensiones era algo impresionante, muestra indudable del maravilloso ingenio humano. Si nuestros antepasados fueron capaces de construir una cosa semejante, no me queda más que expresarles mi admiración sin límites. Porque tan enorme y costosa masa no tenía su mayor importancia en su volumen, con ser tan enorme, sino en la compleja estructura que la convertía en un mundo habitable, apto para cualquier contingencia: largo viaje, larga estancia y lenta aclimatación en otro mundo. La Nave no tenía esas dimensiones por puro capricho: debía alojar, alimentar y proteger a diez mil personas; a los cerebros electrónicos; a los aparatos del «Transitador»; a las factorías reversibles; a los jardines y granjas hidropónicas, y a los mil automatismos auxiliares que la convertía en un círculo de energía. Era, y es, un portentoso conjunto de las mejores conquistas humanas en el campo de la física, la genética, la electrónica, la cibernética, la química y la termodinámica. El cronista de la segunda generación dice que estaba basado en el principio del mismo universo: Nada se crea ni nada se destruye, sino que todo se transforma. Lo que en Física era, por ejemplo, la conservación de la energía, tuvo aplicación similar en todas las ramas del saber humano. La Nave, despojada del enorme peso muerto de motores impulsores y sus combustibles, era una «convertidora-repositora de la materia». Todo su complejo mecanismo tendía a este fin. Nada creaba originalmente; pero todo aquello que le era entregado lo conservaba, reponiendo su desgaste mediante el aprovechamiento de sus moléculas y elementos descompuestos, vueltos a su primitiva esencia en una cadena sin fin: el «Transitador» repartía y recogía la energía; los cerebros electrónicos calculaban; «La Carne» suministraba las proteínas; los jardines hidropónicos, las algas, la glucosa, la fécula, la clorofila; las factorías químicas, los aminoácidos, los fertilizantes, el hidrógeno líquido… Y así, en cadena sin fin, de la cual nosotros somos una palpable demostración, los distintos elementos se combinaban. Y el hombre mismo, eslabón de enlace, servía y era servido por los singulares mecanismos.

En estas condiciones, la Nave fue lanzada al espacio el día 19 de setiembre de 2317, como he dicho repetidas veces. Todas las garantías estaban tomadas y el éxito estaba asegurado. Sin embargo, hubo un tremendo y trascendental fracaso, del cual nosotros somos igualmente una demostración. ¿Hubo un fracaso realmente? En todo caso, ¿cuál era el destino de la Nave?

Ninguno de los cronistas, historiadores, Hombres de Letras me lo ha podido decir. No eran estrictamente hombres de ciencia, aunque tuvieran los conocimientos generales de su época y sólo podían hacer suposiciones recogiendo los comentarios generales y sus propias apreciaciones. Por razones comprensibles, los verdaderos técnicos u hombres de ciencia ocultaban el destino, primeramente por no descubrir un secreto científico y posteriormente tratando de paliar el desastre. Por lo que infiero, los habitantes de la Nave, aunque cultos y preparados en general, no eran sabios propiamente dichos; eran a modo de compartimientos estancos en sus respectivos cometidos y además se habían tenido en cuenta más las razones físicas (buena constitución, fertilidad, carácter reposado, sociabilidad) que las científicas. Procedentes de un mundo cómodo, alegre, del cual habían sido desterradas la mayor parte de las enfermedades, iban a encerrarse en cubículos estrechos, sometidos a una disciplina casi militar. Estos hombres y mujeres, por temperamento y adaptación, no podían ser propensos a la curiosidad ni al desorden. Si el Día del Desengaño se enfurecieron y cambiaron, debemos tener en cuentas las especiales circunstancias que concurrían. «Ellos» tenían todavía los paisajes de la Tierra en el recuerdo. Y tenían miedo…

En fin, en otra ocasión hablaré de las tres fechas cruciales en la historia de la Nave: el Día del Desengaño, el Día de la Ira y la Tercera Revolución. Me gustaría ahora poder descubrir la causa del fracaso de la Nave y su posible destino; empero, ¿cómo puedo descubrirlo, si ellos no supieron hacerlo en su día? La causa evidente, palpable, es que los cálculos fallaron; no se pudo colocar la Nave en el pasillo requerido. ¿Por qué? ¿Fallaron los hombres o fallaron los cerebros electrónicos? Posiblemente, los hombres; la aceleración primera fue tan brutal que ocasionó la pérdida del conocimiento a todos los habitantes de la Nave. Aunque los cálculos estaban hechos desde la Tierra, podían ser necesarios ciertos ajustes mínimos que no se hicieron. Tal es la teoría del primer anotador. En cambio, el segundo (no olvido que éste, pertenecía a la revolucionaria Nueva Generación) apunta otra teoría: dice que si los cálculos fallaron fue porqué éstos fueron tomados a base de las teorías de Einstein sobre el «espacio curvo», aceptable para el sistema solar, pero inadecuado más allá, donde el espacio no es curvo, sino quebrado. Esta teoría es muy difícil; por lo que he entendido, sobre los campos unificados del magnetismo universal hay interferencias, pliegues, cuñas. Por ejemplo: sobre lo que se cree a la infinita distancia que es campo magnético de determinada estrella, se interfieren zonas oblicuas de otras, en las cuales las constantes de espacio-tiempo se quiebran, de modo que la estrella «propietaria» de la cuña oblicua, en vez de aparecer «detrás» de la otra, está a un lado y mucho más cerca. Esto ocasiona saltos bruscos, ganancias o pérdidas de años-luz en un solo segundo. Según el cronista citado, la Nave debió atravesar «una oblicua» y dentro de ella perdió el pasillo. Dicha teoría, de ser cierta, como asegura el interesado, portavoz de su Nueva Generación, significaría perdida la Nave solamente por el tiempo necesario para que se calculara la nueva situación del pasillo. Ello equivaldría a la posibilidad de rehacer la ruta, tras la pérdida de algún tiempo a la velocidad inerte de la Nave. Sin embargo, dado que la Nueva Generación no supo enderezar lo torcido, es evidente el nuevo fracaso. El cronista de la cuarta generación, que debió leer el Libro, dice respecto a esta teoría que bien pudiera ser cierta; pero que las esperanzas de rehacer el camino eran bien pocas. Por lo visto, las estrellas no se están quietas; se desplazan a una velocidad radial superior a la velocidad de la misma Nave. En dicha tesitura, la Nave se convertía en un ratón persiguiendo al gato, cada vez más distanciado, con la única posibilidad de que la estrella o grupo de estrellas, en su viaje elíptico, «alcanzara ella a la Nave». Pero tal suposición implicaba un número pavoroso de años.

Compruebo que no he dicho el destino de la Nave. Nada he encontrado en firme que lo atestigüe. La data más significativa corresponde a Louis Buani, de la IV generación, que habla del grupo de las Hiadas, estrellas situadas a 120 años-luz. Buani las llama estrellas viejas, con un sol, Aldebarán, y por viejas aptas para haber permitido en sí el proceso mismo de la Tierra. Ignoro más. Después de Buani y del Día de la Ira, perdidos los instrumentos, destruidos relojes y mecanismos, a punto de extinguirse la vida humana de la Nave, ningún cronista volvió a recoger teorías de esta clase. El sistema solar fue atravesado y abandonado, según el cronista de la Nueva Generación, a los doce años de navegación. Durante el mismo, y posteriormente, se registraron muchos fenómenos que alteraron la genética humana.

A todo esto, anoto que no he indicado la edad actual de la Nave. Se han sucedido, efectivamente, XXIII generaciones, puesto que yo soy el veintitrés Hombre de Letras. Ello sirve para un elemental cómputo de tiempo, que ahora puedo hacer conociendo la medida humana y la vida media de las generaciones. Mi cálculo puede servir a los efectos literarios, por decirlo así; pero no, ni muchísimo menos, a los efectos científicos, si sobre ellos hubiera de edificarse un nuevo trabajo, otra teoría que nos permitiese renacer de nuestra degeneración. Habré de trabajar sobre ello. Ahora, de forma elemental, anotando lo que me parece vivieron mis antecesores, puedo indicar una fecha: la Nave lleva setecientos años perdida en el espacio.

No quiero comentarlo; no quiero lamentarme. Seiscientos o setecientos años terrestres perdidos en el espacio es una cifra que en sí misma lleva el estigma de lo pavoroso. Sin duda alguna, como se desprende de los comentarios de mis antecesores, dicha cifra es ridícula en comparación con la edad de la Tierra, incluso del mismo hombre en su planeta; pero aplicada subjetivamente, sobre nosotros mismos, es tan triste como para justificar el Día de la Ira. Es triste como esta oscuridad que nos rodea. Es triste como nuestra soledad. Es triste como nuestra carencia de porvenir…

Recuerdo ahora una frase de Buani, apostilla de sus desesperanzadas conclusiones. La llevo clavada en el cerebro, este cerebro mío que se ha convertido en un laberinto de sensaciones superpuestas, incomprensibles muchas, pero todas simbióticamente aglutinadas; decía Buani: Cuando paso revista a nuestras maravillas, muchas de ellas inimaginables, creo que posiblemente los hombres estuvieron muy cerca de imaginarse ser unos nuevos Prometeos; creo que, incluso, escucharon las palabras de Satanás: «Serás igual a Dios.» Y no es cierto. Aunque bastó que una mano apretara un botón para que nuestra Nave saltara a los espacios, el hombre sigue siendo en ella la desdichada criatura que siempre ha poblado el Valle de Lágrimas. Necesitamos a Dios como todos los desgraciados. Es inalterable norma humana olvidarse de Dios en la soberbia y buscarle en la hora del Dolor.

Esta frase, que no puedo olvidar, me ha encadenado a otras similares, todas ellas mencionando a Dios. Y han revivido en mí extrañas apetencias, sueños no soñados, lejanas ternuras. Quizá debiera dejar a un lado tantos detalles técnicos como voy explayando y hablar un poco más del Dios de los hombres.

Pero estoy muy cansado, y hablar de Dios es doloroso y difícil a la vez. Otro día. Quizá mañana…