G-XXIII: 1110

He vuelto, como siempre. Remansado, pero no conformado. Han transcurrido treinta días, que he medido a través de las veces que Saú, el vigilante del repositor de ozono, ha entrado y salido de su trabajo. Durante ese período he tratado de recobrarme. Puedo asegurar que si mi cuerpo reposaba en la cámara-dormitorio, o en un asiento del Fórum, o paseando cabe los jardines hidropónicos, mi mente no ha descansado tratando de asimilar mis conocimientos. Ha sido, pues, vana mi huida. Vuelvo tan cansado como me fui, tan inerte. Pero debo volver.

Ahora añado la nostalgia de los antepasados captada a través de escritos de aterradora ternura. Volveré, aunque no lo quiera, a ese dulce veneno, y mi corazón estallará algún día. Mi duda, en este instante, es si tengo derecho a llevar a mi generación tal impresión. A menos que ocurra un milagro, nuestro destino está sellado. Sólo el Supremo Ser llamado Dios podría interceder por nosotros. Debo consignar, a este respecto, que la idea de Dios es muy vaga entre los kros, lo mismo que el concepto de nuestro origen. Los dos términos. Dios y Tierra, tienen igual raíz para la inmensa mayoría que lo involucra en una mezcolanza de ignorancias y presentimientos. Dicen que somos hijos de la Nave, que la Nave es nuestro Dios y que la Tierra es el destino o premio de Dios para la Nave.

Sin embargo, la Nave tiene una historia. Una historia sencilla, que puedo contar en pocas palabras. Necesitaré muchas más especialmente para los conceptos y las ideas de los hombres. Pero, en síntesis, la historia de la Nave es la siguiente:

La Nave es un navío espacial que los habitantes de la Tierra lanzaron con destino a las estrellas el día 19 de setiembre de 2317, ocupado por tres mil personas de ambos sexos, elegidas entre los grupos humanos más fuertes y representativos. Por causas ignoradas, la Nave no pudo alcanzar lo que el primer Hombre de Letras (llamado entonces cronista) llama el «campo magnético» o «pasillo» y se perdió en el Espacio. Los técnicos y sabios trataron de ocultar este hecho a los embarcados, así como el que era imposible regresar a la Tierra. Quince años después, exactamente el 4 de mayo del año 2332, el descontento de los que veían que el viaje se eternizaba provocó un estado de ánimo que cuajó en la Primera Revolución, llamada el Día del Desengaño. Fueron muertos o despojados de sus cargos los dirigentes, y la llamada Nueva Generación prometió rehacer lo perdido o volver a la Tierra. En esta primera revolución se destruyeron importantes documentos e instrumentos de la Nave. No obstante, con engaños y considerando que habían nacido nuevos seres que no sentían la añoranza de la Tierra, pudieron gobernar —entre pequeñas alteraciones— hasta el año 2390. En esa fecha, el día 24 de diciembre, se produjo una nueva revolución, la Segunda, llamada el Día de la Ira. En tal fecha, desesperados, embrutecidos, los habitantes de la Nave, sin esperanzas de regresar, quisieron morir. Y para provocarlo, destruyeron todos, absolutamente todos, los libros, instrumentos y objetos científicos, tratando de detener la marcha de la Nave y determinar su caída en cualquier lugar. Se salvaron, por la abnegación y sacrificio de unos guardianes: los jardines hidropónicos, «La Carne» y el repositor de aire, más algunas pequeñas factorías. No debieron acertar con ningún órgano esencial de la Nave (no los tiene, en realidad) porque todo continuó como antes. Adivino una época de desesperación y hambre y en ella los habitantes de la Nave quedaron reducidos a poco más de tres centenares. El tiempo, poco a poco, hizo rebotar el instinto humano de la conservación. Se fueron perdiendo las nociones del tiempo, a raíz de la destrucción de relojes y esferas. En la generación XVI, hubo otra revolución, la Tercera. Los guardianes, al mando de su capitán Henry Faro, se apoderaron del gobierno, so pretexto de contener el relajamiento de las costumbres. Al parecer, los habitantes de la Nave eran demasiados y muchos morían por falta de aire. La dinastía de los Faro continúa en el poder.

Tal es la historia de la Nave, contada a grandes rasgos. No quiero repetir aquí las palabras de los cronistas, historiadores u hombres de Letras que la fueron escribiendo. Al parecer, ha sido la única tradición que hemos conservado. El relato de algunos de mis antecesores contiene un patetismo estremecedor; otros, parecen desinteresados y abúlicos; no pocos trataron de explicar científicamente lo sucedido; uno o dos se limitaron a decir: «Todo sigue igual. Todo sigue igual». Una enfermedad desaparecida ya en la Tierra, la tuberculosis, se convirtió en habitual en la Nave, atacando hasta el noventa por ciento de sus habitantes. El problema de los wit comenzó en la generación XII, en un núcleo de castigados, desterrados en las cámaras y cuevas del interior. Este problema de los wit ha sido una completa revelación para mí. Habré de dedicarles mucho tiempo y muchos esfuerzos. Comprendo ahora la actitud de Abul. Comprendo muchas cosas que atenderé en otra ocasión.

¿Por qué fue lanzada la Nave? ¿Por qué fracasó en su viaje? ¿Por qué no murieron todos sus habitantes…? Centenares y centenares de preguntas me vienen a los labios. Trataré, con el casi exclusivo fin de ordenar mis propios conocimientos, de contestarme yo mismo, desgraciadamente el único que lo puede hacer. Es mentira que haya un Consejo de Sabios. No tenemos a nadie, más que Mei-Lum-Faro y sus guardianes. Todo lo demás es un infinito y penoso desastre. La Nave, en cierto modo, ha justificado el tremendo, enorme orgullo que inspiraba a sus creadores y primeros habitantes. El paso del tiempo no la ha afectado; sigue vibrando y renovándose, siendo lo que ellos llamaban «círculo de energía». Somos nosotros los que hemos cambiado. No puedo apreciar la totalidad del cambio porque me faltan detalles técnicos; pero por ciertas observaciones de algunos antepasados se han producido alteraciones en nuestro organismo.

A este respecto recuerdo perfectamente una breve anotación de Hervé Moore, historiador de la cuarta generación, que el día 19 de setiembre de 2417, escribió las siguientes palabras: «Hace cien años. He estado calculando la fecha. Allá afuera, en un punto ignorado, está la Tierra. En ella, el hombre, que pese a existir desde hace trescientos mil años, es un infante todavía. Nosotros, aquí, con cien años, somos horriblemente viejos. ¡Dios mío!»

Si Moore reconocía viejos a los habientes de la Nave en la cuarta generación, ¿qué puedo decir yo de la mía, de estos humanos que hablan con monosílabos, que padecen de tuberculosis casi desde que nacen, que apenas tienen capacidad gonosómica, que tienen miedo a las tinieblas? Somos viejos, efectivamente, somos decadentes, y si bien yo no puedo predecir cuánto tiempo nos queda todavía para asirnos a la forma humana, entreveo horrorizado los balbuceos de la degeneración.

¿Por qué los sabios de la Tierra no fueron capaces de adivinar este futuro? No lo sé. A veces, leyendo el Libro, he podido intuir que los hombres han sido siempre aficionados a experimentar. Incluso algunos de mis antepasados de Letras lo confiesan también. Así, Andrés Soro (sin tiempo) cuando dice: «¿Seremos víctimas de un experimento? ¿Deberá rodar la Nave por los espacios durante quinientos, mil años, y volver luego a la Tierra para que los sabios de entonces puedan completar sus estudios sobre los viajes espaciales con nuestra experiencia? Si así fuera, Dios, los maldiga una y mil veces.» Yo no puedo maldecir porque apenas comprendo estos signos convencionales que son las palabras y los símbolos heredados, Comprendo, sí, a los hombres a través de los que tuvieron mi mismo deber y que unas veces con ternura, otras con ira, otras con resignación y las más con indiferencia, escribieron la historia de su tiempo.

¿Por qué fue lanzada, pues, la Nave? He podido comprender lo siguiente: La Tierra, en el siglo XXIV estaba superpoblada. Los adelantos técnicos eran considerables. El hombre había superado con velocidad inicial la atracción de la Tierra, y con naves pequeñas, exploradoras, había visitado todo el sistema solar, para descubrir que ningún planeta, excepto el suyo, tenía bendiciones para la vida Humana. Quedaban las estrellas, pero a tal distancia que la misma debía medirse en años-luz. Escribo sin comprender, pero resumiendo a mis antecesores, que lo hacían sobre valores sobrentendidos, lo que me hace suponer que éstas eran cosas sencillas. Al parecer, la luz corre a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo. Y un segundo… Me faltan palabras; debería explicar lo que es un segundo, un minuto, un día, un año; y lo que es un kilómetro, y lo que es la luz y por qué viaja. Seguiré usando estos valores sobrentendidos, porque estoy haciendo historia, no ciencia. La luz viaja a la velocidad anotada, velocidad que los hombres nunca pudieron alcanzar, ni siquiera en una milésima parte. ¡Y las estrellas estaban a años-luz, o sea que incluso viajando como la luz tardarían años enteros en llegar! Era imposible lograr una nave en condiciones para el viaje, en primer lugar, porque se oponían las propias leyes físicas; en segundo, porque para tan largo viaje las naves no podían cargar el combustible (alimento para motores, según entiendo) necesario. Así estaban las cosas en el siglo XXIV, cuando los hombres consiguieron vencer estos dos problemas: combustible y viajar a la velocidad de la luz.

Entendiendo vagamente el concepto, pero no el detalle, anoto las bases de estos descubrimientos. Un sabio del siglo XX, Einstein, había sentado la teoría del espacio-tiempo, una de cuyas constantes era la velocidad de la luz. Existían tres conceptos fundamentales: energía, masa, velocidad; la primera era la fuerza; la segunda, el cuerpo o materia, y la tercera, la proyección. La fórmula era: ENERGÍA = masa por el cuadrado de la velocidad, o bien, para darle velocidad era necesario una energía proporcional. Esto era así porque la «masa», o materia, era, y es, inerte, perezosa. Buani, cronista, llama a la inercia: La pereza de la materia. La materia, en la Tierra, tiende al reposo. No se mueve por sí misma. Hasta el hombre, para moverse, necesita gastar energía. A los habitantes de la Tierra les costó miles de años poner en movimiento la materia. Buani habla de unas horribles máquinas del siglo XX, llamadas locomotoras, que hervían agua en un horno para aprovechar el vapor, y de otras máquinas voladoras que quemaban líquidos para que el gas resultante empujara unas turbinas. Aunque fueron mejorando las técnicas y los combustibles, el problema seguía siendo el mismo: la materia no se mueve por sí sola. Moverla, pues, era lo que ellos llaman velocidad. La luz, que tenía velocidad, no era una materia (aunque tuviera nombre): era un fenómeno vibratorio electromagnético. Tenía acepción de «masa» porque era portadora de energía, pero no lo era realmente. Los hombres, la materia pura, no podían alcanzar su velocidad porque entonces la materia, el mismo hombre, desaparecería. Creo que esto es sencillo: si una masa era igual a masa por el cuadrado de la velocidad, una masa podía alcanzar cierta velocidad, pero no la misma velocidad base, porque entonces… se convertía en energía, o sea, en nada, en un cuerpo infinito, tan grande que era igual que si no lo fuera.

El descubrimiento fue el siguiente: algunas estrellas de la galaxia a que el sistema solar pertenecía, siendo una mínima parte, como Aldebarán, Próxima de Centauro, Vega, Sirio, Arturo, Proción, u otras sin brillo, pero registradas en lo que el cronista Buani llama «Paralelaje-segundo», además de una órbita, tenían un campo magnético, o «campo catérico». O lo que es igual, un supervacío de atracción magnética dentro del cual se anulaba la pereza de la materia. Es decir, allí la masa podría alcanzar la velocidad de la luz sin hacerse infinita, sin disgregarse. Éste era un fenómeno ya presentido; el descubrimiento fue el localizar exactamente el campo catérico que no seguía la órbita de la estrella, sino que era focal y tangencial a los polos. El inconveniente era que el campo catérico era muy estrecho, apenas un uno por mil del diámetro de cada estrella. Una nave, colocada allí (lo llamaron «pasillo» o «corredor») adquiría los fenómenos vibratorios de la luz sin dejar de ser «masa».

Ahora bien, dentro del «pasillo» sobraba, por decirlo así, el tercer enunciado de la fórmula einsteiniana: la energía impulsora. El problema técnico era colocar una nave sin propulsión propia en el pasillo, lo cual para cohetes o masas pequeñas era cuestión de cálculos. Pero una Nave habitada (y que debería estarlo por varios años, y que incluso de llegar debería servir de centro aclimatador y de factoría hasta que los humanos pudieran desenvolverse por sí solos) necesitaba tener vida propia, o lo que es igual, ser muy grande, cuanto más grande mejor. Empero, si era grande, enorme, ¿cómo lanzarla?

Aquí entra en acción otro invento humano. Un ingeniero astronáutico, llamado Costtock, inventó un sencillo aparato llamado «Transitador», que anulaba la autopropulsión. Las naves no necesitaban llevar en sí mismas la energía, lo cual era maravilloso, porque las máquinas hasta entonces conocidas necesitaban el noventa y ocho por ciento de su propio peso y volumen para un viaje a más de cien millones de kilómetros. El «Transitador» inyectaba (no lo entiendo, pero así lo dice Buani) la energía desde la misma Tierra. Era como si una nave se dejara los motores y el combustible en el suelo. Unos cables, una conducción, un «tránsito» o traslado y…

Me duele la cabeza, me duelen los ojos, me duelen los brazos. Parece como si llevara dentro de mí el peso entero de la Nave. No consigo entender cómo he podido escribir lo que antecede. Diríase que una fuerza desconocida me ha empujado. ¿Habré recibido el espíritu de mis antepasados en el Libro? Ellos no eran hombres de ciencia, por lo que he leído; eran «escritores», eran hombres que dominaban el significado subjetivo de las palabras. Por eso he podido acercarme a ellos. Ellos no escribían como técnicos, ni como sabios. Sembraban palabras que yo he recogido, palabras que me parecían sin significado, que incluso no comprendía, pero que han ido tomando su lugar cuando las deseo encadenar a otras. ¡Cuánta verdad encierra una frase del historiador Monte, de la X generación: Yo pongo las palabras; Dios, el talento! (El historiador Monte era poeta, y he encontrado una hoja suelta —usaba papel blanco, el inconsciente— con un poema suyo.)

No puedo más. Deseo marcharme a descansar un poco, a respirar sin necesidad de pensar, a pasear lentamente por la Nave, tratando de reconstruir su historia, la historia que estoy conociendo en signos y de la cual conozco los paisajes. ¿Paisajes?

Pero tengo miedo de que me desaparezca esta extraña lucidez, este comprender, sin comprender… Mis hermanos de Letras, desde sus páginas, me contemplan, y quizás estén riendo…