Debo de llevar encerrado en mi cámara desde hace unos sesenta días, aproximadamente (ahora uso el término «día»), y he terminado. Terminado, aunque no comprendido. Estoy enfermo de ideas y conceptos. He llegado hasta mis propias palabras y debo anotar el curioso fenómeno de haberme parecido escritas por mano ajena.
He terminado, he reclinado la cabeza en mi asiento y me he desvanecido. Tengo el confuso recuerdo de haber sido buscado, de que han golpeado la puerta y me han traído y llevado por los pasillos. La Ley exige que las puertas nunca deben estar cerradas. He infringido la Ley, cierto. Quizás ello tenga algo que ver con el confuso recuerdo. Pero siempre he vuelto. Posiblemente me haya convertido en un sospechoso. Me ampara el respeto y el miedo que el Libro inspira y el que Mei-Lum-Faro no está en su sano juicio, ni siquiera con energías para una larga entrevista.
Muchas ideas me han acuciado. Necesito ponerlas en claro. No podré cambiar el destino de la Nave, pero sí enseñar a mis hermanos el camino de la regeneración a través de unos símbolos de fácil manejo y comprensión. Si no en esta generación, ni en la siguiente, cabe la esperanza de que en un futuro no lejano podamos hacer algo diferente a este vegetar inhumano.
Repito que estoy loco de ideas. Pero estoy muy débil. Habré de reposar corporal y espiritualmente. No se recibe impunemente un impacto como el que yo acabo de recibir. Saldré afuera y volveré cuando la necesidad de volver me acucie, estando fuerte y libre. Tengo la vaga idea de que afuera (hablo como si mi cámara fuese una unidad independiente de la Nave) se dice que la claridad espacial ha aumentado, hasta permitir que algunos adultos la perciban. Ellos no lo comprenden, pero yo sí, por lo menos en parte. Volveré a esa rutina…
Las palabras escritas han hablado. El fenómeno que yo presentía y que dejé anotado (XXIII -10) se me ha confirmado en las palabras ajenas. Soy receptáculo de su expansión, y habré, ahora, de sujetarme al proceso inverso: hallar nuevas palabras que concentren las anteriores. ¿Cuánto tiempo necesitaré? No lo sé. Poco. Si he resistido hasta ahora, mejor resistiré en el futuro.
Voy a marcharme, hasta que haya descansado. Pero quiero anotar primero que he comprendido la idea del tiempo. Los antepasados de la Nave utilizaban el tiempo de la Tierra. La Tierra, tercer planeta del sistema solar, daba vueltas en torno al Sol y en torno a sí misma. Ello producía unas constantes: luz y oscuridad, según que la parte que giraba estuviera frente al Sol o en la parte opuesta. Este ciclo corto era llamado día. El ciclo largo, de traslación en torno al Sol, era llamado año. Los hombres idearon dividir al día en veinticuatro horas. De estos días de veinticuatro horas, la Tierra tardaba trescientos sesenta y cinco días en dar la vuelta al Sol. Los hombres tenían unos aparatos automáticos llamados «reloj» sumamente sencillos, para contar las horas. Sé ahora por qué no hay relojes en la Nave. Y comprendo por qué, sin relojes, nosotros hemos perdido la noción del tiempo. Un hombre en la Tierra, sin relojes, siempre podía calcular el tiempo por los turnos de noche y día, por la altura del Sol. Nosotros, dentro de la Nave, girando en la noche implacable del espacio, no tenemos alternativas de luces y sombras. Exteriormente, todo es negrura; interiormente, las luces son artificiales, mortecinas; en la Tierra, el calor o el frío —conceptos que comprendo literariamente, pero que me cuesta mucho trabajo asimilar— indicaban unos ciclos llamados verano e invierno. Nosotros no tenemos más que una atmósfera artificial, siempre igual. Ellos, en fin, tenían un mundo pluriforme y desconcertante; nosotros tenemos la Nave, que nos ampara y cobija, pero que también nos anula en todas las sensaciones que han ayudado el constante vigilar del hombre.
No tengo apenas fuerza para sostener la pluma. Necesito apartarme de aquí. Pero no quiero hacerlo sin dejar un pensamiento al símbolo llamado Tierra, Los hombres de la primera y segunda generación hablaban de su planeta con un amor extraordinario, un amor fuera de mi capacidad emocional, pero que me ha enternecido profundamente; los restantes, hasta que se perdió el recuerdo y, en ocasiones, fue sustituido por el odio, con añoranza y tristeza. La Tierra era —y debe ser— un mundo maravilloso perdido en el espacio; existían «árboles» y «lagos» y «montañas» y «mares»… Estoy llorando, ¡Dios mío! A través de veintitrés generaciones he percibido el aliento de la Tierra. Nunca, nunca podré reposar junto a un árbol; nunca, nunca podré ver el cielo azul y las montañas nevadas. Soy una forma inteligente de vida, engendrada en la Tierra, cuya forma original nació conformada a las exigencias de la Tierra. Pero nunca, nunca, respiraré el aire para el cual estaba destinado, ni mis ojos contemplarán aquello para lo cual fueron creados. Estoy llorando.