Me acerco por quinta vez al Libro y escribo. Han transcurrido ocho sueños, y durante los mismos he deambulado por la Nave, desde las terrazas superiores a las rampas que descienden a las tinieblas centrales donde viven los albinos. De hecho, he estado más cerca de ellos que otro hombre alguno de mi generación y de mi clase. Los guardianes me advertían el peligro, y por las últimas rampas y planos me acompañaban. Sin embargo, no llegué, ni con mucho, a penetrar en las cavernas malditas. Encontré a mi paso algunos individuos de la raza maldita, blancos, de aspecto repugnante, cabellos largos y lacios, vestidos negros y pies descalzos. Al pasar nosotros se volvían de espaldas, de cara a la pared, como es Ley. Sumisos, serviles, no me parecieron particularmente peligrosos. Dicen los guardianes que a medida que se adentran en la masa central e inferior de la Nave se vuelven más numerosos e insolentes. Viven, o pueden vivir, en la oscuridad. Me dicen que sus mujeres son muy bellas, especialmente cuando son jóvenes. Si se marchitan después, debe de ser por su vida disoluta y animal. No he seguido el tema, porque, como hombre obligado a no tener descendencia, no me interesa. He notado que crece el peso y en seguida se cansa el que se atreve a subir y bajar las innumerables escaleras metálicas. El aire es pesado y se reemplaza mal. Hay pocas luces, y en algunos puntos ninguna, de modo que a veces se dobla una esquina sin haber esquina, o no se dobla habiéndola… Es necesario caminar cautamente, tratando de adivinar dónde se ponen las plantas. El vibrar característico de la Nave se percibe más intensamente. Se siente un poderoso corazón latiendo cerca. Se comprende mejor a los que dicen que la Nave es un cuerpo vivo y que nosotros somos sus parásitos. Un vago rumor de gritos, choques y llantos trasciende en los huecos de algunos montacargas, que desde hace generaciones no funcionan. Es feo y triste todo, pero con cierta grandeza.
Cuando volví a la cámara de Ajedrez, a la terraza llamada de Sem-Faro, estaba en buenas condiciones para apreciar el cambio. La soledad y la tristeza de aquellas encrucijadas y cámaras desiertas era un puro contraste ante nuestros reducidos y aprovechados espacios; tenemos más luz, más calor, más aire; pero, tenemos menos lugar. La terraza se me antojó ridículamente pequeña, pese a que las líneas curvas aumentaban su perspectiva. Y nuestros hombres, los orgullosos miembros de la raza kros, negros, de cabello crespo y fuerte, dientes apretados y nariz prominente, me parecían indiferentes y ausentes, silenciosos y apagados. Traté de fijarme en las mujeres; pese a ser terraza mixta, únicamente había tres, las cuales se diferenciaban muy poco de los hombres. No vi niños.
Estoy hablando de todo eso, aquí, en el Libro. Porque intenté hablar a mi amigo Rein y me miró, asombrado. No comprende nada; no tiene ninguna curiosidad. Y la curiosidad fue lo que me empujó a mí al interior de la Nave. Buscaba las huellas de los que estuvieron antes que nosotros; buscaba una señal, un método, una fórmula que me permitiera comprender mejor. ¿Lo he encontrado? No lo creo. Conservo en la cabeza una extraña mezcla de olores pesados, aire sofocante y oscuridades llenas de misterios. Pero no he visto nada que me ayude.
Seguramente me sucede que nada puedo ver porque no es lo que quiero ver. He bajado a las capas inferiores con los ojos que llevaría mi amigo Rein, si fuese capaz de sentir curiosidad. Es natural que la curiosidad sola no baste. Sin embargo, tengo la sensación de que todo sería más fácil si nos acuciara a todos de la misma forma.
Debo anotar y anoto que el polvo espacial sigue rodeando intensamente a la Nave. Aunque la enfermedad que padecemos todos nos impide acercarnos a los ventanales, el polvo es como una blanca sembradura que nos sale al paso. ¿Sale al paso? Si bien algunos dicen que la Nave marcha a una tremenda velocidad por el espacio, no menos cierto es que otros aseguran que estamos quietos, varados en la Nada absoluta. Son problemas técnicos que no puedo resolver. La enfermedad a que antes aludía es el vértigo, palabra muy vieja, lo que indica que nuestra impotencia para ver de cerca la negrura del espacio es congénita.
Debo anotar, y anoto, que el desaparecido Abul ha vuelto a la cámara, pero se niega a dar explicaciones. Ha sido trasladado al trabajo más duro —trabajo en realidad de hombre wit— que se realiza en la plantación de «La Carne». Ha muerto Cuba, encargado de luces. Su muerte permitirá a las parejas que quieren hijos aspirar a uno. No son muchas. Me dicen que solamente cinco. Entre ellas elegirá el hombre Bios la más apta. Es la ley.
Dicen que los hombres wit han descubierto la forma de arrojar objetos a distancia —aparte de la forma simple de arrojarlos con la mano—; por lo menos, un guardián de la escalera 72 ha sido herido en la cabeza. No se sabe si el hecho obedece a un fin premeditado o es un accidente. El objeto es un pedazo de metal recortado.
He seguido meditando sobre las dos palabras bases que en mi anterior meditación tanta confusión me trajeron: tiempo, libros. Parece increíble que haya desaparecido de la nave toda referencia a los mismos. Confieso que iba buscando precisamente algo que me orientara. He descubierto los pequeños armarios, pero completamente vacíos. He descubierto muchos, infinidad de aparatos o restos de aparatos cuya utilidad no me es posible comprender. He desechado todo lo que no tuviera signos, o letras, como símbolo posible del libro, y lo que no tuviera números, símbolo indudable del tiempo. El tiempo, como abstracción, es aquello en que vivimos. Lo interesante es poder repartirlo, aprovecharlo, y para eso debe de haber una medida. Lo interesante es poder medirlo. He llegado a esa deducción. Y debe poder hacerse. Hay aparatos, esferas, que tienen números; están rotos, chamuscados, abandonados en cámaras infectas y sucias, cubiertos por capas de polvo. No puedo precisar enteramente lo que está roto y lo que se conserva entero. En las terrazas hidropónicas, donde se cultivan las algas, la glucosa y los cereales, existen máquinas complicadas, y muchas esferas tienen números. Dado que es preciso mantener allí una temperatura tres veces superior a la del resto de la Nave, pienso que debió de haber mecanismos para determinar la temperatura. Es una suposición. Lo cierto es que desde que existe la Memoria, el cultivo de las granjas se hace por hombres blancos, bajo la vigilancia de guardianes negros, y que todos lo hacen por instinto. Por instinto, o por herencia, conocen la temperatura exacta, y la mejor época para la poda, y el punto exacto de sequedad de las hojas. Por lo demás, la corriente vital de agua y calor que abastece a las granjas llega por conductos escondidos, de los cuales sólo se sabe por el punto de desagüe.
No he podido reducir el tiempo. Ni tampoco he encontrado libros. Habré de acudir al Libro; habré de saber, por lo menos, si siempre ha sido igual. Ciertamente, ya sé que «no siempre ha sido igual», y que la dinastía Faro sólo cuenta doce generaciones; pero exactamente, yo pretendo otra cosa. El Libro está aquí, como una incitación y un peligro. Y yo, Shim, hijo de Karin y Torna, Hombre de Letras de la XXIII generación, me siento infinitamente desgraciado. Hubiera sido mucho mejor que no me correspondiera esta ocupación. Hubiera sido mejor que la curiosidad no me molestara y doliera. Presiento infinitos males. Me asombra esta idea de la Nave, inmensa mole, perdida en el espacio. Lo mismo que siento el vértigo si me asomo a los ventanales, siento ahora el vértigo oscuro de la duda. Pero hay una sensación, un orgullo: la Nave. Sea lo que fuere, tema lo que tema, la Nave existe. Yo soy parte de la Nave. Y las escaleras y pasillos, y las terrazas y cámaras… Todo este conjunto es la Nave. Si tiendo la mano, toco la masa de acero; ésta es la Nave. Y respiro el aire de la Nave. La Nave es nuestra cuna y nuestro pulmón; lo es todo. Nosotros no somos nada, ni siquiera sabemos lo que somos. La Nave tiene un enorme corazón, siempre latiendo; la Nave nos alimenta y da calor; la Nave nos ampara contra el terror de la noche; la Nave tiene una Ley que nosotros seguimos. Tal es la Nave, y yo, Shim, hijo de Karin y Torna, apenas soy una parte insignificante de ella. Fuera de la Nave es imposible vivir, y nada hay, fuera de ella, que nos obligue a vivir.
Me he levantado para dejar que se serenen mis ideas. Si, ciertamente, amo, estoy amando a la Nave. No es lícito que sienta otro amor, y en él deben refugiarse mis caudales afectivos. Debo serenarme. Debo justificarme ante la Nave, como una pieza que quizá no cumple su destino. Me siento diferente a mis hermanos de raza, porque estoy aislado, porque estoy dudando, porque estoy temiendo. Tengo, sin embargo, un objeto poderoso entre mis manos: el Libro. Soy el XXIII Hombre de Letras que ha tenido el Libro entre sus manos. El Libro; siempre vuelvo al Libro como resumen de la Nave.
¡Si por lo menos comprendiera por qué no hay libros en la Nave…! ¡Si comprendiera por qué no podemos medir el tiempo mecánicamente…! ¿Cuántos ciclos lleva luciendo esta luz que ilumina la cámara? Es fácil comprenderlo en abstracción. Han existido XXII Hombres de Letras… No soy matemático, pero la obligación de jugar al Ajedrez me ha familiarizado con algunos cálculos sencillos: una generación equivale a cuatrocientos ciclos femeninos; diez generaciones son cuatro mil; veinte, el doble; el resto, mil más. Nueve mil ciclos, suponiendo una uniformidad, una dedicación asidua; pero pueden ser menos, o más, en todo caso, demasiados, sin que ello, por otra parte, indique que desde esa fecha exista algo más que el Libro. Pero, ¿es anterior la Nave al Libro? ¿Nació antes el Libro que la Nave?
Vuelvo a pensar que sería fácil, muy fácil, leer el contenido del Libro y enterarme de todo. ¿Qué utilidad tendría? Yo, Shim, sabría; pero lo aprendido, ¿tendría utilidad para la Nave? La Nave, este enigma; la Nave, esta realidad. Todo es la Nave. Los ciclos que el Libro presupone, ¿significan algo para ella? Indudablemente, nosotros hemos nacido en la Nave, y nuestros padres, y los padres de nuestros padres. El acero y la materia dura pero flexible de algunas partes de la Nave, como los peldaños de las escaleras, como el suelo de las cubiertas, está gastado, señal de que incontables seres han repetido el mismo gesto. Pero ahora vamos descalzos y cubiertos apenas por la veste; en aquellas partes en que los aceros están pulimentados podemos contemplarnos. ¿Qué veo cuando Shim, Hombre de Letras, se asoma a la superficie de un acero brillante?
Un hombre bien proporcionado: mi piel es negra y escamosa; la cabeza, ancha y fuerte, con mandíbulas firmes, ojos salientes que saben mirar sin fijeza —por las noches debo bajarme las pestañas para dormir, o colocarme la venda—; cuello corto y pecho muy ancho, vientre en triángulo, extremidades cortas y delgadas, sobre todo los brazos, prendidos a los lados del pecho. Estoy en la edad de los primeros cabellos blancos, y cada vez me cuesta más conciliar el sueño. La falta de sueño es la enfermedad de la Nave, la señal del envejecimiento.
Soy, en fin, un hombre normal; mis pulmones son fuertes porque respirar es el trabajo más pesado de la Nave, y por eso ellos son casi la cuarta parte de mi volumen. El corazón es también muy potente y adaptado al ritmo de la Nave. Mis músculos cumplen su función de trasladarme o acercarme los objetos. Dicen que los wit, los albinos, tienen los músculos mucho más desarrollados que nosotros y que sus extremidades no son como las nuestras. Ahora reparo en que no siendo raro el encuentro con un albino, siempre que he tropezado con alguno lo he mirado indiferentemente; si acaso, recuerdo su color, su cabello largo y el vello que les cubre la barbilla; es decir, me he fijado instintivamente en lo que ya sabía que era diferente de lo nuestro: nosotros somos negros, nuestro cabello es corto y no tenemos vello en la cara.
Nuestras hembras son muy parecidas a nosotros, excepto en sus órganos sexuales y el pequeño desarrollo de sus pectorales. Los wit tienen, justo es consignarlo, el mismo principio vital y los mismos órganos que nosotros; son hombres, evidentemente, pero de raza inferior, como a medio formar; no tienen nuestra inteligencia, ni nuestro reposo, ni nuestra serenidad.
Si se exceptúan algunas especies de mamíferos pequeños, ingobernables, en estado salvaje, que habitan las cavernas y los rincones deshabitados, cuyo origen es un misterio, nosotros, los kros (y en cierto modo los wit) somos los únicos habitantes vivos de la Nave. ¿Tenemos todos el mismo origen? Todo lo que existe en la Nave, ¿tuvo su razón de ser en la utilidad? Dado que existen muchas, muchas cosas y objetos cuya practicidad desconocemos, y entendiendo que los roedores y animales extraños que infestan las bodegas no tienen justificación en un lugar donde todo es limitado, ¿debemos entender que ahora sólo es útil una pequeña parte de lo que era en un principio? Y concretando más: si a nosotros nos basta con lo que tenemos y usamos, ¿debo entender que la mayor complejidad de los objetos y vida animal incomprensible es señal de un hombre mucho más complicado que nosotros, o cuando menos con más necesidades?
Me duelen las Ideas. A las dos incógnitas de tiempo y libros añado ahora otra, también perdida en la bruma: el hombre. Y centro de todo: la Nave, incógnita suprema. ¡Oh, Nave! Soy tu hijo, y ante ti me postro. Pero yo te pido, ¡oh, Nave!, que si has dejado crecer en mi pecho esta planta de la duda y la curiosidad, le des un fruto. Pero si no es tu ley, sécala, ciégame, mátame.