G-XXIII: 100

Yo, Shim, Hombre de Letras, nuevamente ante el Libro, retorno a la reflexión, ya que no a la sabiduría. Quisiera comprenderme y hacerme comprender. No es justo, ni siquiera legal que yo, Hombre de Letras, no comprenda problemas sencillos. Nuestra comunidad está viviendo entre problemas sencillos que nos han dominado.

Por ejemplo: el tiempo. Calculo que he vuelto al Libro después de veinte sueños. Para mí y para casi todos es una medida de tiempo. Hay sueños y sueños; pero el grande, el que nos dura más y que se reproduce periódicamente, es el que nos señala la inconcreción llamada tiempo. Pero es absurdo pensar en una forma tan primitiva e imprecisa. ¿Tenían los antepasados una fórmula para medir el tiempo? ¿Era natural, diferenciativa en signos externos? ¿Era mecánica, basada en unos principios externos, básicos? Dado que ningún signo exterior nos diferencia el paso de nuestro tiempo, ya que la Nave surca un espacio invariable y de insondable negrura, no es difícil comprender que ellos, los antepasados, debían medir el tiempo de una forma mecánica, artificial. Y nosotros no lo tenemos: eso es todo.

Mejor dicho, tenemos algunos métodos. El mejor, el de nuestros cuerpos, nuestras necesidades. Tenemos el ciclo femenino, o período de fecundidad de las hembras, exteriorizado en períodos regulares. El flujo femenino es invariable, y cuando cesa equivale a la gestación, al final de la cual nace un nuevo habitante de la Nave, el cual, rigurosamente seleccionado, es muerto o dejado vivir. Por comparación con otras mujeres, se ha determinado que la fecundación dura diez ciclos femeninos; el plazo hasta que el nacido echa el primer diente es variable entre diez y quince ciclos; para andar, el niño necesita de quince; a veinte ciclos, y algunos, treinta. Después, es más difícil medir los progresos humanos: el hombre va creciendo muy lentamente. Las pruebas de aptitud señaladas indican que hasta los cien ciclos un muchacho no es apto para saltar una determinada distancia. De hecho, la madre tiene la obligación de medir los cien ciclos e indicarlo a los regentes. Pero, en rigor, tal medida se cumple mal, porque los cien ciclos señalan la época en que los niños son separados de su madre para ingresar en la Cámara Común de Preadultos, y como por incomprensibles razones las madres no quieren la separación, las fechas son falseadas. De algunas niñas se ha dado el caso de ocultar su madre que habían entrado, las niñas, en su época de sangre, lo cual era señal de un engaño patente, puesto que la fecundidad en las hembras llega entre los ciento cincuenta y los ciento ochenta. Tales falsedades, evidentemente, trastornan todo el sistema de los regentes, y aunque son severamente castigadas, no ha sido posible desterrarlas.

En líneas generales, se ha comprobado que la vida de un habitante de la Nave equivale a ochocientos ciclos femeninos. La media es mucho más baja, porque los enfermos e inútiles son eliminados, pero, como módulo generacional, la cifra de cuatrocientos ciclos femeninos parece bastante acertada. Es decir, aunque un hombre viva ochocientos ciclos, solamente la mitad es modulable, siendo el resto infancia, juventud y decadencia.

Otros han adoptado el método «físico», o varonil, en el cual los cómputos se hacen estableciendo determinadas pruebas de agilidad y fuerza. Es un proceso muy elaborado, que estableció un llamado Purtus, hace siete generaciones, o por lo menos es llamado Método Purtus, basado en la evolución normal del organismo humano, determinado en cinco estados, que admiten otras divisiones parciales: germinal, floreal, savial, plenal y declinal. No es ésta la ocasión de extenderme sobre las fiestas y costumbres que señalan el Primer Paso, o el Primer Salto, o el Primer Hijo, porque son costumbres de sobra conocidas, incluso también en decadencia; pero sí debo señalar hasta qué punto dependemos de nosotros mismos para hallar esa vaga abstracción llamada tiempo.

¿Tiempo? Con sorpresa, quizás amargura, lo reconozco. ¿Por qué nos debe preocupar el tiempo? ¿Nos sirve para algo? Todos, absolutamente todos los instantes de nuestra vida son iguales. Si es cierto que se tiene lo que se necesita, ¿qué necesidad tenemos nosotros de medir el tiempo? Nunca había meditado sobre ello, pues igual que todos había aceptado lo inevitable, y había hecho lo que era razón de hacer y era lógico que hiciera. Después de cada sueño, de cada alimentación, todo se repetía, y se repite. He sido yo el que se ha evadido, o intento hacerlo, de la inercia de los instantes repetidos. Me confunde y enorgullece este no saber qué hacer, pero sabiéndome libre para empezar o terminar cuando quiera. Aquí, en la cámara del Libro, estoy viviendo otra vida. Cuando la abandone, la Nave me acogerá con toda su potencia; tomaré el mismo alimento, me alumbrará la misma luz, escucharé el mismo ruido y veré las mismas cosas en el mismo sitio colocadas…

¿El tiempo…? ¿Debo intentar comprenderlo? ¿Debo mirar en el Libro si existe una explicación al hecho de que nosotros, los hombres de la Nave, no sepamos medir los instantes de nuestra vida? ¡No; no lo haré!

Debo consignar, porque es la Ley, un suceso que ha suscitado muchos asombros y que ha desordenado algo el ritmo de la Nave. Ha desaparecido de su cámara —de los célibes— el llamado Abul, hijo de Han y Jeni. Trabajaba en la corta de glucosa para el alimento de la proteína y hace tres sueños que no se presenta en el trabajo. Y se ha descubierto, también, que no ha dormido en la cámara, sin que nadie sepa dónde está.

¿El tiempo…? Me duele esta obsesión, esta curiosidad. La curiosidad está prohibida por la Ley. ¿Por qué? Muchas, demasiadas preguntas me estoy haciendo. Y lo peor es que las escribo aquí, ¿dónde lo haría? El libro es mío; me pertenece…

No; no es mío; rectifico. El libro pertenece a la Nave. Todo pertenece a la Nave y yo soy su más humilde servidor. Debo servir a la Nave, debo servir a la Nave, debo servir a la Nave. Cumplo la Ley y escribo: por los ventanales espaciales se observan síntomas de que la Nave está penetrando en una galaxia; un polvo —debe serlo— se adhiere a los cristales y como una mancha tenue rompe la insondable negrura del espacio. Hacía mucho… TIEMPO que no se observaba una cosa así. El polvo debe recoger o reflejar una luz, ¿Una luz en el espacio? El hecho parece increíble. Nadie se explica el fenómeno?; ni siquiera Mei-Lum-Faro, porque, de ser así, me hubiera mandado que lo anotara en el Libro.

Releyendo lo anterior, veo bien claro que no domino todavía la forma escrita, Todo es impreciso, destartalado, y, desde luego, no refleja ni siquiera en parte lo mucho que me bulle en el pensamiento, lo mucho que intento decir. Estoy descubriendo que así como el leer o interpretar la palabra escrita descubre todo un cosmos de sensaciones, escribir, o sea, invertir el proceso, equivale a casi luchar contra lo imposible. Yo no estoy satisfecho de la forma en que mi palabra escrita refleja lo mucho que intento decir, mis confusiones, mis dudas y curiosidades. Sin embargo, puesto que la palabra existe, es decir, ha sido escrita antes, ¿debo considerar que se concentra tanto más cuanto más tiempo reposa? Como sea, me encuentro torpe, impreciso, culpablemente inútil para expresar siquiera de forma mínima lo que estoy experimentando y pensando. Como soy el único Hombre de Letras de la Nave, no puedo preguntar a nadie. Incluso me causa risa el pensar la cara que pondrían Luba, o Karo, o Fanti, si yo fuera a preguntarles estas cosas. No saben escribir. Sólo hay dos hombres en la Nave que sepan leer y escribir. ¿Por qué?

Una pregunta más sin contestación, aunque, posiblemente, mal formulada. Sólo hay dos hombres que sepan leer y escribir en el Libro. O lo que es igual, que sepan inscribir e interpretar su escritura. Escribir manualmente, trazar signos e interpretarlos lo saben todos los hombres y mujeres kros. Pero hacer lo que hago yo, solamente yo puedo hacerlo y el que me ha de suceder. Los restantes habitantes de la Nave leen sus signos; pero no leen nada relacionado con sus antepasados, porque los antepasados no dejaron signos para ellos.

(¡Estoy ebrio de ideas!) Me parece que estoy descubriendo algo en relación con nuestros antepasados. Yo, Shim, Hombre de Letras, soy diferente a los hombres de mi tiempo, porque puedo encontrar una sustancia en unas palabras escritas… (¡Me alegran mis ideas!) Reflexiono: si yo establezco una diferencia entre nuestros signos habituales y las palabras del Libro, es que debió ser establecida así. Hay signos para ser utilizados en el momento y ser después borrados como los que dejan mis amigos en la puerta de mi cámara cuando no me encuentran, signos que las mujeres enseñan a los niños. Eso es leer en su función simple. Pero inmediatamente el razonamiento me lleva a la conclusión de que debieran existir signos más perdurables, a modo de memoria de los conocimientos adquiridos, para trasladarlo a los ausentes. En suma: unos signos imborrables.

Pero, ¿dónde están? Y me digo: en el Libro. Ciertamente, el Libro es un conjunto de signos imborrables y translaticios. Nada más hay en la Nave que permita ejercitar tal función. ¡Nada, excepto el Libro! ¿Será por eso su condición sagrada?

Debiera detenerme, pero no puedo. (¡Estoy excitado de ideas!) Estoy ante el Libro y estoy escribiendo; y puedo leer y escuchar lo escrito cuando quiera. ¡Pero el Libro no es un solo cuerpo, un solo volumen! ¡Son doce cuerpos, doce volúmenes! ¿Un libro…? ¿Doce libros…? ¿Doce partes del Libro? (¡Estoy loco de ideas!) Comprendo que haya doce partes del Libro, o comprendo que sean doce los Libros, puesto que si XXIII Hombres de Letras han escrito en él, a lo largo, cada uno, de cuatrocientos ciclos femeninos, han necesitado (¡Estoy herido de ideas!) decir lo que pasaba en la Nave, o lo que ellos quisieran decir, como lo estoy diciendo yo, son muchos sueños y muchos ciclos que, aunque sólo fuera a una hoja por ciclo, suponen muchas cosas dichas, muchos cilindros rellenos de signos. Y comprendo que si todo se fuera acumulando en un solo Libro, éste habría de ser enorme, sin posible manejo por un Hombre de Letras.

La consecuencia es sencilla: el Libro está repartido en distintos cuerpos para su más fácil manejo. Pero ello no lo es todo: la inteligencia me dice (mis ideas me están fatigando) que no se desarrolla un arte tan hermoso y difícil como el de leer y escribir si únicamente existiera un Libro, oculto además. ¡Debe-haber-otros-libros-no-sagrados-para-escribir-o-para-leer! Incluso, ahora que recuerdo, algunos de los cuadros llamados Símbolos, representan cámaras al fondo de las cuales se observan volúmenes vagamente parecidos a estos del Libro; están colocados unos junto a otros, y son muchos, en forma simétrica, colocados en huecos de la pared. Y más todavía: en la Nave, en casi todas las cámaras, y especialmente en la del Ajedrez, existen huecos o armarios sin puertas, poco profundos y demasiado pequeños. Pero están vacíos. Nadie recuerda siquiera que en ellos hubiera nada. Esto es inadmisible en una nave en que está aprovechado hasta el mínimo palmo, donde nada se pierde, donde hasta los que mueren son aprovechados y revertidos, porque así lo exige la Ley.

Y si nosotros somos incapaces hasta de sentir la necesidad de estos volúmenes, es indudable que fueron ellos, nuestros antepasados, los que para poder leer tuvieron libros no sagrados. El pueblo, los habitantes de la Nave, aceptan como norma de fe que la Nave ha sido siempre así y que somos parte de ella. Es cierto. Yo también, Shim, Hombre de Letras, siento que la Nave tiene una potencia, una ley, una grandeza. Lo siento y lo proclamo, ¡oh, Nave! Pero si la tradición ha recogido el oscuro rumor de que fue construida por hombres y lanzada al espacio, no infrinjo la Ley suponiendo que los hombres que la construyeron eran mucho más sabios y fuertes que nosotros. Y siendo así, su ciencia y su grandeza debieran estar reflejadas en lo más grande e importante: libros.

Pero el hecho cierto, indudable, terrible, es que en la Nave no hay libros, o un volumen cualquiera en objeto de tal. ¿Por qué no hay libros en la Nave, siendo así que mi recién nacido pensamiento me indica que son indispensables?

¿Por qué no tenemos tiempo? ¿Por qué no tenemos libros?