He vuelto, estoy aquí, meditando sobre la forma en que debo escribir en el Libro. Necesito una norma, una razón humana, que creo puede resumirse en dos vertientes lógicas: querer y poder, esta segunda encerrando otra: deber. Puedo venir al Libro cuando quiera y cuando deba. Lo primero excluye el tiempo y lo condiciona a mi propia voluntad. Lo segundo indica una norma de difícil aplicación, porque, ¿puedo yo saber por ley exacta lo que es importante inscribir? ¿Puedo, siquiera, establecer un cálculo de tiempo?
Me atormenta el tiempo. Todos hablamos de él, y es una de nuestras palabras; pero si reflexionamos un poco vemos que es un símbolo sin aplicación. O cuando menos nosotros no lo aplicamos. Hasta donde abarca mi sensibilidad, mi recuerdo, mis hábitos, hallo una igualdad sin tiempo: los mismos procesos, las mismas claves, la misma necesidad que obliga a recoger las gotas de agua y aprovechar todas las briznas de proteínas.
Todo ello indica que las formas, la materia, la esencia de nuestra Nave se ha configurado —si puedo decirlo así— a unas necesidades rítmicas, establecidas las cuales, su regla se ha perdido. Y esto debe ser el tiempo. ¿Desde cuándo lleva «La Carne» creciendo? ¿Desde cuándo fermenta el hidrozono? ¿Cuántas veces hemos repetido nosotros los gestos de nuestros antepasados? ¿Hemos creado nuevas formas, nuevas necesidades, nuevos objetos? ¿Tenemos capacidad para esclarecer esas extrañas tinieblas que de cuando en cuando invaden una cámara? No; nosotros, los que actualmente ocupamos la Nave, nacidos bajo la implacable ley de los Hijos Limitados, somos incapaces de fabricar incluso el papel en que estoy escribiendo; nosotros, los habitantes de la Nave, los negros de las cubiertas superiores y los blancos degenerados y malditos de las oscuras cavernas interiores, somos un pálido reflejo de «algo» que fue, antes que nosotros, infinitamente inteligente, audaz, fuerte y constructivo. Al hablar así, en realidad, estoy volviendo a la leyenda que circula entre las mujeres y los niños; esa leyenda que se basa en unos símbolos llamados: El árbol, El río, El lago, La montaña, El bosque… ¿Son símbolos realmente? Las mujeres, los niños, incluso algunos de nosotros, tienen en la cabecera de su cama grabados y sucios cuadros a los que llaman por dichos nombres. Y dicen que son reproducciones de la realidad, que hubo un tiempo en que nuestros antepasados vivían en unos lugares donde los árboles, los ríos, los lagos, los bosques y las montañas no eran un símbolo, sino un objeto (o lo que sea) real. ¿Será posible? Me he negado siempre a admitir tal absurdo. No lo concibo, porque no lo comprendo. ¿Qué tamaño podría tener un árbol? ¿Mayor que una montaña? Y la montaña, ¿qué utilidad tendría?
En todo caso, verdad o mentira, yo mismo me he dejado ganar muchas veces por el indefinible encanto de uno de esos símbolos. Concretamente, mi amigo Arín tiene en su cámara uno al que llama El lago, y que representa una extensión de agua; tiene unas riberas o contornos verdes, con árboles (lo que parece indicar que los símbolos tienen una relación entre sí) casi dentro del agua. Lo mejor de todo es una luz, una luz anaranjada, apacible, suave, casi tan consistente como el agua. Es fácil abstraerse, dejándose ganar por la magia del símbolo. Uno llega a comprender que los hombres podrían quedarse dormidos, o sentados, junto al agua, junto a los árboles, en medio de la luz y la paz. ¡Oh! Es una sensación que me conmueve, que me anonada, que me obliga a pensar en cosas bellas. Pero en seguida, la razón me advierte que el simbolismo es falso. Si los hombres hubieran tenido alguna vez la posibilidad de acercarse a un lugar semejante, no se hubieran metido nunca en un lugar como la Nave… (Con todo fervor, con toda humildad, reconozco haber transgredido la Ley. La Nave es la suprema razón de todos nosotros; nuestra madre; ella nos acoge y alimenta; ella nos ampara del terrible vacío del Espacio. He pecado y me disculpo humildemente.)
Estoy demasiado confuso, más que por estas cosas —que en realidad forman parte de nuestra estructura—, por el rigor con que me obligo a determinarlas. Siendo Hombre de Letras, debiera haber hecho de antemano un círculo con las cosas que son mías, me pertenecen, me obligan. Verdaderamente, lo tenía; pero ahora he tropezado de bruces con la diferencia que hay entre línea y volumen, entre superficie y cuerpo. Debiera mirar en el Libro si estas dudas que me atenazan fueron también patrimonio de mis antecesores; pero tengo miedo. No debo volver la vista al pasado hasta que no haya concretado mi presente, hasta que pueda ofrecer un resumen de lo que sé, y, por extensión de lo que ignoro. Debiera seguir un método. No me siento capaz; siempre he sido incapaz de sujetarme a un rigor expresivo. Puedo sentarme aquí, con el Libro entre las manos, y dejar constancia de lo que estoy pensando. Puedo hacerlo, y lo hago, aunque no estoy seguro de que sea eso lo que la Ley ordena. La Ley es una y terrible: «La Nave es limitada; limítate tú.» Todo lo demás es comentario.
Pero debe existir alguna fórmula, algún símbolo que permita una escapatoria. ¡Yo estoy aquí, y mi cabeza me pide que razone, que me evada, que comprenda! ¡No quiero rebelarme, no quiero ofender a nuestra madre Nave; no quiero, no…!