INTRODUCCIÓN

«Et alias oves habeo que non sunt ex hoc ovili.»

Evangelio según San Juan. Versículo XVI. Cap. X.

ANTECEDENTES GENERALES

Muy poco amigo de pasar a la historia literaria como escritor apriorístico, a modo de excepción quebranto mi costumbre para dirigirme a ustedes antes de que se embarquen en La nave. La calidad, el escenario, la técnica y la temática que he empleado en esta novela se aparta tan radicalmente de los modos literarios al uso, incluso de mi propia «forma literaria», que creo necesario esta introducción. No es estrictamente necesario que lean mi prólogo ahora mismo, pero sí entiendo que les irá siendo necesario a medida que vayan avanzando en la lectura, para serles imprescindible al final. ¿Por qué?

En forma máxima, porque se trata de una novela de Fantasía-Científica; en forma mínima, porque juego también con la caducidad, o si lo consideran mejor, con el nacimiento de un lenguaje. Construyo este discurso (que diría Natto) porque si bien existen novelas traducidas al castellano, creo ser el primer escritor español que toma el género con densidad y altura, es decir: en un intento de aclimatación literario digno, luchando contra el sentido peyorativo que no pocos le quieren adjudicar.

¿En qué consiste una novela de Fantasía-Científica? O mejor dicho, ¿qué criterio hace viable la unión de dos conceptos tan reñidos en apariencia? Sin extenderme hacia campos de alta Filosofía, déjenme decir que la Ciencia es la realización matemática de la curiosidad humana. Ahora bien: ninguna verdad científica es definitiva. Todo, en la Ciencia, es provisorio, evolutivo. Desde que los sabios comenzaron sus investigaciones, la Humanidad ha aprendido a examinar con espíritu crítico las afirmaciones demasiado rotundas. Tal es la cara y cruz de la Ciencia. No hay ninguna verdad científica completamente inatacable.

Sucede así porque la mente humana es elástica. En progresión infinita, admite las variantes de la Ciencia lo mismo que admite las variantes musicales (realización matemática del sonido). Pero sucede que sometido a tal tensión, a dicho deambular, el hombre se cansa de tanta evolución. Llega a desear un alto, una fórmula estable, y entonces… Entonces pueden ocurrir dos cosas: prima, que el hombre crea haber llegado al máximo y construya, en torno a las conquistas de la Ciencia, todo un complejo politicosocial, cultural, económico y filosófico, encerrándose dentro para descansar; secunda, que el hombre prescinda de la Ciencia, vaya «más allá» —sin que suponga esto una aceleración de los progresos científicos— y procure desarrollar una cualidad llamada «fantasía», precediendo a la Ciencia, utilizándola a modo de exploradora de cuantos caminos encuentre, a modo de un juego fantástico donde cada invención no hace más que corroborar lo imaginado.

La primera fórmula o estatificación trae, con el tiempo, una hostilidad hacia toda novedad. Y sucede que el pensamiento se petrifica, la ciencia se perfecciona, pero no crea, y la sociedad humana decae. La segunda hipótesis permite que la fantasía se deslice independientemente de los planos ingenieriles, las fórmulas físicas o químicas, con lo cual el espíritu descansa sin encerrarse en sí mismo, dado que queda abierto a lo inverosímil, pero probable.

Señalada de forma tan esquemática la necesaria coyuntura de Fantasía y Ciencia, nace entonces el escritor. O sea, el escritor curioso, consciente, el que no puede estar ausente de las manifestaciones humanas de su tiempo. La Ciencia-Fantasía se hace literaria: en virtud de un proceso muy simple: el translaticio a tercera persona. Ciertamente, antes ha necesitado formarse el escritor y haber llegado a un punto de comprensión. ¿De qué forma? ¿Cómo ve el escritor profesional la Literatura de Fantasía-Científica?

Así:

  1. La Ciencia-Fantasía opera en el campo de las ideas. Se manifiesta primariamente con un atractivo superficial; pero tiene detrás una fuerza fundamental, lógica y científica, dentro de la propia curiosidad y energía humana. El escritor sabe que no es narración de simples aventuras, ni cuentos de hadas, ni historias policíacas. Es todo un proceso de experiencia humana. Toda una influencia revolucionaria dentro de la narrativa tradicional.
  2. Lo más difícil de un invento es inventarlo. Es decir: captar la necesidad del invento. El que utiliza actualmente el cierre de cremallera, comprenderá a duras penas al que comprendió la necesidad de inventarlo. El escritor, ante la literatura de Fantasía-Científica, se ve en la absoluta necesidad de imaginar inventos que no han sido inventados, de crear fórmulas sociales, políticas o económicas no establecidas todavía. Ergo: necesita ser un poeta. Y sin embarcarnos en el ejemplo gastado de Julio Verne, fácil es comprobar cómo un escritor, Hugo Gernsback, describió en una novela publicada en 1911 un aparato que treinta años después iba a ser llamado «radar»; y que antes de que nacieran los altavoces, H. G. Wells los utiliza como recurso novelístico. Necesita ser un vidente.
  3. Consecuentemente, el escritor aprende pronto que la Literatura de Fantasía-Científica es bastante más vieja de lo primeramente imaginado: Jonathan Swift escribió sus Gulliver Travels en 1716, lo mismo que Daniel de Foe (1719) colocó a Robinson en la soledad y el cosmos para obligarle a sobrevivir; en 1650, Cyrano de Bergerac había ya escrito una Historia cómica de los estados e imperios de la Luna. Y ya en el ilustrado siglo XIX, Ignacio Dondelly escribía tres novelas: La columna de César, La Atlántida, El gran criptograma (1831-1835), muchas de cuyas predicciones sociales, avanzadas entonces, son moneda corriente hoy en día; Julio Verne funda un mundo aparte: Jack London escribía El talón de acero y muchas otras fantasías: y en 1880, Eduardo Bellamy escribía Mirando atrás, utopía socialista; y en 1884, cuatro autores (Granat, O’Reilly, Dale y Weelwright) escribían Los hombres del Rey; y en 1890 se publica 2000 A. C.; y que Frank Stockton, con su novela La gran piedra de Sardis, describía hace sesenta años el viaje submarino a través del Polo que ha realizado hace meses el Nautilus; y que Wells, coloso, escribía no sólo La guerra de los Mundos y El hombre invisible, sino también La máquina del tiempo, Cuando el dormido despierte, La visita maravillosa y El alimento de los dioses, entre otros títulos más. Y que en el siglo actual los escritores de alta calidad que han escrito fantasía-científica son tan numerosos que citarlos sería engorroso, desde un Víctor Rouseau (1917) con su El Mesías del cilindro, o un Floyd Gibbon, con su El Napoleón rojo (1929), o un Héctor Bywater, con su La gran guerra del Pacifico, hasta un H. P. Lovecraff, que desde 1921 a 1933 sublimizó el terror con sus Mitos de Cthulhu. Y comprueba que los inminentes: Maurois (La máquina de leer los pensamientos), Werfell (Los que no nacieron), C. Sinclair Lewis (Fuga a los espacios), Huxley (Un mundo feliz), y los auténticos profesionales del género: Ray Bradbury, Isaac Asimov, Robert Heinlein, Arthur Clarke, Teodoro Sturgeon, John Wyndham y Olaf Stapledon (por no hacer interminable la relación) han creado una verdadera novelística.
  4. Vista la antigüedad y altura, el escritor va cobrando optimismo en su capacidad. Aprende a interesarse por las cuestiones científicas y asimila un mínimo de conocimientos básicos en las distintas ciencias para estar al día; se esfuerza en comprender los inventos que puedan influir en la condición humana. Y, siempre, a mantener viva la curiosidad intelectual hacia lo desconocido. En consecuencia, se ve obligado a ser arriesgado ante la posibilidad de enfrentarse a cosas desagradables; desarrolla paciencia y capacidad para entender conceptos difíciles, digerirlos y ofrecerlos a los lectores. Y, sobre todo, aprende la valentía de exponerse a las críticas fáciles de los amigos, los «entendidos», los zoilos de turno que tratarán de amedrentarle diciéndole que es literatura de quiosco, de historietas infantiles.

Ya está situado el escritor ante la literatura de Fantasía-Científica, antecedentes y necesidades. O lo creerá. Pero no será así. Porque, entonces, el escritor necesitará desarrollar su propio concepto, su propia idea. Si es escritor de relativa fama, de obra anterior totalmente diferente, habrá de empezar de nuevo. Habrá de empezar saturándose históricamente, para, después de haber asimilado y estudiado mucho, olvidar totalmente lo aprendido. La originalidad es un requisito absolutamente necesario en la Fantasía-Científica. Conseguido esto, el escritor habrá de tener «el orgullo de su imaginación». La imaginación (como la originalidad) es otro requisito imprescindible. Obviamente, el hombre tiene muchas ocasiones para mostrarse «orgulloso de la imaginación humana». Le basta pasar ligera revista a la Historia, comprobando de qué forma el más indefenso de los animales venció la inclemente Naturaleza hasta convertirse en el rey de la Creación.

Pero debe hacer «comprensible» su orgullo. Y debe hacerlo a través de un camino bastante complicado. Veamos: Las luchas y sufrimientos del hombre apenas significan nada (llenan su historia y se pierden en ella), sin un significado abstracto, sin una forma evolutiva de su pensamiento. Y el escritor DEBE COMPRENDER que es él quien proporciona dicha fórmula translaticia. Los egipcios o mayas, por ejemplo, tenían un lenguaje que si bien les permitía reproducir hechos materiales, no los facultaba para reproducir conceptos inmateriales. O lo que es igual: no podían transmitir sus pensamientos con la dinámica que requiere la posibilidad evolutiva de la Historia. Dejaron grandes ruinas, pero poca filosofía. Los arameos, los griegos, ya supieron encontrar un lenguaje analógico figurado, cuya claridad cogitativa vivirá mientras viva el hombre. ¿Qué sucedía? Los egipcios, o mayas, ¿no tenían lenguaje figurativo analógico porque su estructura mental no se lo permitía, o bien no llegaron a tener finura mental porque su lenguaje figurativo era muy pobre? Como fuere, es indudable que un egipcio no podría comprender el lenguaje de una novela actual, mientras que un semita, un griego, un romano, lo entendería perfectamente.

En consecuencia, el escritor científico debe atender de igual forma al lenguaje descriptivo y al figurativo. Debe relacionar descubrimientos y hazañas, pero sin olvidar el mensaje analógico a la comprensión de los descendientes, aunque no estemos seguros del lenguaje que utilicen los hombres dentro de mil años. ¿Es difícil entender lo antedicho? No lo creo. Naturalmente, es propio de un escritor utilizar un lenguaje analógico. No sería escritor si no lo utilizara. Lo que intento decir es que aplicado a la Literatura de Fantasía-Científica, donde el predominio de lo «material» debe ser muy intenso, necesita acentuar su originalidad, su imaginación, su carga simbólica. ¿Entienden ahora? De ahí nace la excelente cualificación de la novela de Fantasía-Científica plenamente lograda.

Para ello, el escritor debe ejercitar su mente con problemas ajenos a la mentalidad común, por ejemplo: ¿Ha reflexionado alguien que los 2.000 millones y pico de humanos que habitan la Tierra cabrían perfectamente en un edificio de 1.000 metros de alto, por 1.000 de ancho y 1.000 de profundidad? Pues es verdad, aunque no lo crea. ¿Se ha preguntado usted las transformaciones que puede sufrir el metabolismo humano si en vez de transformar en energía los alimentos pudiera alimentarse directamente de energía? ¿Ha meditado lo que significaría la emigración de millones de seres a otros planetas? Usted, hombre normal, dirá que no necesita afligirse con problemas que no se plantearán hasta dentro de mil o dos mil años; pero el escritor en trance de ir creando un mensaje debe ir pensando en ello, debe ir inculcando en la mente de otros hombres, de usted mismo, que si los dinosaurios tardaron en extinguirse cincuenta mil años y no se dieron cuenta, el hombre no es, precisamente, un dinosaurio.

Obrar, pues, sobre este lenguaje analógico, sobre estas paradojas o contradicciones (ver el desastre en la prosperidad y la esperanza en la tragedia) es lo que hace grande al escritor, lo que le facultará para dejar su mensaje y destruir el sentido peyorativo que podría envolver su obra.

ANTECEDENTES PARTICULARES

Expuestos los antecedentes generales, déjenme que les hable de los míos particulares, los que forman la historia íntima de este libro.

Lo primero que me llamó la atención fue la escasa, por no decir nula, participación española en libros de esta índole. Sucede, en cierto modo, lo mismo que ocurre en otro campo de la fantasía: los libros de cuentos y leyendas. ¿Por qué los españoles, meridionales, tradicionalmente creídos sujetos de loca imaginación, no han sabido crear siquiera un pálido remedo de los grandes mitos infantiles: Hamelin, Blancanieves, Alicia, Rip van Winkle, Cenicienta, Pulgarcito, Caperucita, hadas, gnomos, ondinas y princesas encantadas que llenan la literatura de otros países? Todos los héroes infantiles citados tienen el sello brumoso de los países nórdicos. Y si bien Aladino, Alí Baba, Simbad, tienen un sello ardiente, tan lejos están de nosotros como los príncipes vikingos.

Tenemos líricos, satíricos, epigramistas, libelistas, dramáticos, pícaros y hampones; tenemos, siendo España país de fantasía e imaginación, una literatura bronca y dura. No es ya que nos falte un Chaucer, un Boccaccio, un Mujlis; es que ni siquiera tenemos el equivalente a un Andersen, un Hoffmann, un Perrault, unos Grimm, un Irving, un Carrol. Naturalmente tenemos la excepción, tan moderna, que es de hoy día: Sánchez Silva.

De la misma forma, no existen precedentes en el terreno de la Fantasía-Científica. Antes de 1936 teníamos al Coronel Ignotus; después, algunas cosas sueltas de Cargel Blaston, Eduardo Texeira, sendas novelas de Carlos Rojas y Antonio Ribera. El escritor se desconcierta. Diga lo que se diga, la afinidad, el clima, no lo crean los escritores extranjeros, sino los golpes sobre el yunque nacional. Al enfrentarme, pues, con una carencia de obras nacionales, me enfrento con una carencia de clima. Y, claro, con una impreparación crítica.

No obstante, he escrito La nave. Las razones son sencillas: como escritor de mi tiempo no puedo estar ausente de las razones literarias de mi hora. El que en España sea campo incultivado no debe impedir que alguien sea el primero en romper el fuego. Como novelista, por otra parte, veo claramente los peligros que rodean a la novela: digestos, revistas, cine, televisión, deportes y viajes. O vigorizamos el género, le damos amplitud, «metemos todo en la novela», como pide André Gide, o perecemos. La novela de Fantasía-Científica es un género de arrolladora potencia. Nunca cansa. Cuanto más se conoce, más gusta. En España está empezando a crecer la afición. Todo hace predecir un futuro de gran auge. El escritor piensa que si une la masa de lectores que ya tiene debido a su obra a la que puede ganar de otros sectores, el resultado será óptimo.

¿Qué me hace aventurar una conclusión semejante? En primer lugar, la atracción misma del género; en segundo, el hecho de que la ciencia es la mejor propaganda de estos libros. Mi «Nave» es una Nave espacial: americanos y rusos están sembrando el espacio de satélites y exploradores. ¿Cuánto tiempo tardarán las aeronaves, con tripulación humana, en viajar por lo menos dentro de nuestro sistema solar? Muy poco: una o dos generaciones. ¡Qué mejor clima podía desear!

Por otra parte, la fantasía-científica no lo es todo, ni siquiera la mayor parte de La Nave. Como escritor, como hombre preocupado, sé perfectamente que la idea de una «Nave», encerrando en sí un complejo filosófico, una utopía, un proceso social y humano, ha sido largamente acariciada por escritores, poetas y filósofos de todos los tiempos y latitudes. He cedido, pues, al atractivo de una idea fundamental.

«La Nave» es una maravilla científica; pero es, sobre todo, una morada humana. «La Nave» fue lanzada al hiper-espacio; pero no ha llegado todavía a ninguna parte. «La Nave» lleva setecientos años perdida en la inmensidad. Los hombres que la crearon, lanzaron y gobernaron primeramente han muerto. Han muerto también sus sucesores hasta la veintitrés generación. ¿Qué les queda, entonces, a los habitantes de «La Nave» cuando tomo la narración? Nada. Es decir, una remota raíz humana. Es suficiente. Mientras haya una pareja humana, mientras existan unos símbolos, mientras persista un poco de curiosidad, el hombre reconstruirá su ciclo vital e histórico, cometerá los mismos errores, alimentará las mismas virtudes y, por distintos caminos, asomará a una misma conclusión.

En «La Nave», sobrevive el hombre. Una aguda escritora, examinando mis libros, dice que una cualidad los unifica: objetivo, sobrevivir. Efectivamente: he buscado, busco y buscaré al hombre en la adversidad, en sus problemas, ea su dolor. Como dijo Malraux, creo que la misión del escritor es «reencontrar al hombre en todo punto en que aparezca arrasado».

He luchado —dentro de mi antecedente íntimo— con dos problemas: uno, el inherente al simbolismo humano; otro, el técnico necesario para la construcción de mi historia. Unas palabras para ambos.

Simbolismo. La «Nave» es grande, enorme. En cierto modo, es la Tierra matriz, y los humanos, perdida su iniciativa, la pueblan y viven como vivimos nosotros sobre el Planeta, aprovechando sus recursos naturales. Y hay un ser humano superior, el Hombre, por antonomasia, llamado Shim. Shim es un resumen del hombre, el curioso, el rebelde, el inadaptado y nostálgico hombre. Al tiempo que la historia de «La Nave», ésta es la historia breve, densa, patética de Shim, el hombre que sintió la terrible añoranza de la Tierra e intentó enderezar lo torcido.

Aunque resulte vencido y la Historia siga fluctuando entre la esperanza y el desaliento, entre la idea que nace y la costumbre que vive, nada altera el simbolismo real. Y la muerte violenta de Shim, el justo, el curioso, no es otra cosa que el obligado tributo de sangre que los idealistas o soñadores de la «utopía» han pagado siempre al lento progresar de los mediocres.

Técnica. Los problemas técnicos son de dos clases a su vez: los de ambientación y justificación científica y los propios en la construcción de toda obra literaria. Los primeros, sin ser ingentes, tampoco han sido fáciles: huir de los anacronismos, justificar los procesos científicos, evitar las teorías desacreditadas, anticipar invenciones y, en fin, asimilar desde la numeración binaria hasta los conceptos astronáuticos elementales como campo gravitatorio, parsec y unidad-luz, ha sido mi contribución. Aunque lego en la materia, creo poseer la intuición suficiente para comprender que si algo puede vencer la gravedad es el magnetismo, y que los cultivos hidropónicos y las células repositoras de tejido conectivo pueden ser la solución alimenticia de una Humanidad superpoblada.

Con todo, esos problemas son simplemente ambientales. Lo importante, repito, es la aventura humana en profundidad. Subordinados a dicha temática, los problemas literarios, de construcción narrativa, me han fatigado mucho. Se trata del eterno problema de encerrar la vida real, el tiempo verdadero, en la vida y el tiempo subjetivos, agravados por índole especial de la historia, donde los protagonistas no conocen el tiempo y están naciendo al concepto vital.

Por ejemplo, la tercera parte de La nave está narrada en dieciséis Cantos épicos. Me explicaré. Yo no soy poeta, y menos poeta épico, verso grande y difícil. Pero es que la tercera parte no está narrada por Tomás Salvador. Está narrada por un sujeto llamado Natto, habitante de «La Nave», borrachín, mujeriego, traidor; pero que tiene talento narrativo. Natto, a su modo, cuenta el último aspecto de la vida de Shim, el Navarca; un trozo de vida denso, vital, tierno y triste. ¿Por qué cuenta Natto la última parte de la historia?

La razón, subjetiva, es clara: Natto está dentro de «La Nave» y es testigo. Como dije, lo importante de mi historia es su reencuentro del hombre. Por degeneración, por desesperanza, los hombre de «La Nave», al cabo de veintitrés generaciones, han retrocedido a un nivel muy bajo, casi la Edad de Piedra, o mejor un feudalismo sin raíces. Pero en ese mismo instante se apunta el Renacimiento. El pueblo wit, el más primitivo de los dos que pueblan «La Nave», condenado a vivir en cámaras tenebrosas, descubre la luz, la danza, el culto a los muertos, el curanderismo y el simbolismo. Y, en la persona de Natto, la Literatura.

La literatura, en todo tiempo, ha tenido el mismo patrón: el himno, la saga, el romance, el canto épico. Un amigo, enterado de mi propósito, me escribió para decirme que existen indicios para suponer que la lírica fue antes que la épica, pero ello no cambia mi razonamiento; hoy tomamos un libro y leemos; hace dos mil setecientos años era preciso escuchar a Homero al natural, aunque en las tablillas enceradas o arcillosas pudiera anotarse su canto. En general, hasta que los libros impresos facilitaron la cultura, los juglares, los bardos o aedos debían recitar sus creaciones. No intentaban hacer versos exactos. Lo que buscaban era retener y recordar su historia. Y el canto nació como un ejercicio mnemotécnico. Apoyándose en los acentos, en las cesuras, en la métrica, era más fácil recordar las parrafadas. Los hexámetros perfectos de Homero fueron un caso de genialidad. Lo evidente era el que los narradores ambulantes utilizaran la métrica más favorable a su memoria, al modo de los «soniquetes» que todavía emplean los narradores de ferias, los bardos de la aleluya de cordel.

Natto, primer narrador y poeta autóctono de «La Nave», sigue el mismo proceso. Mi citado amigo dice también que no es inevitable que una literatura reconstruida vuelva al romance o canto épico. Me permito disentir: el ejemplo de la misma Tierra es insoslayable; después de los hexámetros de Homero, los sáficos de Alceo, el teatro de Esquilo y la profundidad de Aristóteles, o la misma elocuencia de los latinos sucesores, se retrocede a un punto tal que La chanson de Roland o El canto de Mio Cid, toscos, rudos, balbucientes, son considerados joyas nacionales y origen de literaturas. Por otra parte, las condiciones de «La Nave» son esencialmente únicas. Después de setecientos años, a millones de kilómetros de la Tierra, ¿qué nacionalidad les daría mi amigo a los habitantes de «La Nave»?

No; dejemos que «La Nave» sea una nación, un planeta, un cosmos, con derecho a buscar su propio Renacimiento. Y por consiguiente, dejemos que Natto busque su forma expresiva, breve, sonora, figurativa, para transmitir su mensaje.

A fuer de honradez debo consignar que amigos poetas han dicho pestes de los versos de Natto y me han predicho una catástrofe. No obstante, mi libro ha seguido adelante, y aquí está. Lleno de miedo, pero seguro de haber procedido con la máxima lógica y honradez. Para hacer comprensibles los versos de Natto, debe tenerse en cuenta lo siguiente: 1.°, que Natto está creando un idioma figurativo analógico, o sea, diferente al que emplea Mons con sus pinturas en las cámaras mortuorias; 2.°, que Natto, cantor, no cuenta con los signos externos que tanto ayudaron a los antiguos: el día, la noche, las tormentas, el sol, la luna, el calor, la lluvia, la intervención de los dioses, el mandato de la dama o la conciencia de gesta. «La Nave» es un mecanismo cerrado y perdido en la negrura del Espacio, tiene siempre la misma atmósfera, la misma luz y el mismo aire; no tiene día ni noche, tormentas o accidentes. Lo épico de «La Nave» está en permanecer, en su supervivencia, en la forma en que se agarran a la vida e inician el proceso humano de superación. Lo épico está en Shim, mártir de su idea.

Natto, pues, reproduce la historia literaria de los juglares vagabundos. La comienza al lado de los guerreros, siendo a la vez despreciado y admirado. Y canta, porque no tiene papel para escribir, ni siquiera la idea de que los cantos pueden ser recitados por otros. Canta y emplea un ritmo, una métrica sonora y a la par monótona, que facilita su memoria. Ya vendrá una selección, una evolución narrativa. En él está naciendo la literatura de «La Nave» lo mismo que en Shim nacieron las inquietudes, los problemas estéticos, filosóficos y morales de la constante humana: sobrevivir.

Y nada más. Perdón por este largo proemio. A los que me auguraron un mal resultado, a los que me han dicho que es un gran libro, a todos, digo, mi gratitud. «La Nave», la eterna Nave del eterno viaje, comienza su andadura…

EL AUTOR