Gran Sinagoga, París
—Kessler al aparato.
Una remota voz femenina se impuso a las interferencias de la línea.
—¿Es usted? No se retire, por favor. Le va a hablar el Reichsführer Himmler.
Sonó la voz chillona de Himmler:
—¿Kessler? ¿Qué hace su maldito judío? ¡La invasión ha comenzado!
—Hace doce horas que está encerrado con el Arca, Reichsführer. Esta noche no ha dormido. Ni siquiera hemos ido al hotel.
—Comuníquele que la invasión está en marcha. Ésta es la única ocasión que tiene para redimirse y salvar a su hijo. Dígale que si el Arca no nos garantiza una gran victoria sobre los aliados, él y su hijo colgarán mañana mismo de los ganchos de una carnicería. Volveré a llamarlo dentro de una hora. Ahora voy a comunicarle al Führer que el Arca está actuando conforme a lo que esperábamos. No nos falle.
Kessler permaneció unos instantes con el auricular en la mano después de que se interrumpiera la comunicación. De algún modo misterioso el judío había insistido en permanecer en vela junto al Arca precisamente aquella noche, en lugar de irse a dormir entre los brazos de su camarera. Quizá realmente existía la magia del Arca y el cabalista había tenido la premonición del desembarco. ¿Qué estaría diciendo la BBC? Mientras Burrho traía del hotel un receptor de radio, Von Kessler se puso la guerrera negra del uniforme y se calzó la gorra para una visita formal al judío. No estaba del todo seguro de si estaba asistiendo desde una privilegiada posición a la escritura de una gran página de aquella guerra, o quizá de la historia, o simplemente a una estafa basada en una superchería judía que Himmler, el antiguo criador de pollos, se había tragado. En cualquier caso, él estaba dispuesto a cumplir estrictamente con su deber. Ascendió lentamente por la negra escalinata de altos peldaños. En el pasillo del primer piso hacía más calor que de costumbre.
—¡Mire, capitán! —Müller señalaba la puerta de la sala donde operaba el judío. Un tenue resplandor se filtraba por debajo e iluminaba las carcomidas maderas del suelo.
Von Kessler se plantó delante de la puerta y gritó:
—¡Zumel Gerlem!
La puerta irradiaba calor.
—Gerlem, ¿está usted bien? —gritó, después de una breve pausa—. Responda.
No hubo respuesta. Aparte de un débil zumbido parecido al que produce un enjambre de abejas, no se oía nada.
—¡Gerlem!
En aquel momento regresó Burrho con la radio y con la noticia.
—¡Los aliados han desembarcado! —lo oyó anunciar desde el vestíbulo—. ¡En el hotel no se habla de otra cosa!
—Suban ustedes inmediatamente —ordenó Von Kessler.
La luz se espesó hasta formar una niebla azul levemente fosforescente que flotaba hasta cierta altura y después se apagaba fundiéndose en las tinieblas.
—¡Gerlem, abra inmediatamente esta puerta! —gritó Von Kessler, golpeándola con su puño de madera.
Los hombres de la Gestapo se aproximaron dispuestos a actuar. Burrho propinó una palmada a la puerta y retiró la mano dolorida.
—¡La puerta quema, Hauptsturmführer! —se alarmó.
El destello azul envolvía al hombre cuyos labios ardientes habían pronunciado la Palabra y su rostro luminoso tenía los ojos blancos, catalépticos. De la superficie incandescente del Arca se desprendía un chisporroteo de minúsculas descargas eléctricas que se escapaban, en culebrillas luminosas, a lo largo de las aristas. Las alas extendidas de los querubines intercambiaban chispas. El zumbido de abejas invisibles se hacía más persistente. El Arca irradiaba un fuego sin llamas que abrasaba las piedras. Por el orificio de la cerradura, un chorro de luz roja atravesaba el corredor como una lanza incandescente y se estrellaba contra el muro de la escalera.
Müller y Burrho, desconcertados, se volvieron hacia Von Kessler:
—¡Parece que está ardiendo, Hauptsturmführer! —dijo Burrho.
—¡Derribad la puerta! —ordenó Von Kessler.
—¡Quema, Hauptsturmführer! —objetó Müller, mirándola aprensivamente.
—¡Con eso, recua de asnos! —gritó Von Kessler, señalando un banco del pasillo.
Usando el mueble como ariete, los esbirros de la Gestapo arremetieron contra la sólida puerta de roble. A la tercera embestida la puerta cedió y se abrió de par en par. La luz interior los deslumbró, dejándolos momentáneamente ciegos. A tientas se apartaron unos pasos, resguardándose a uno y otro lado de la puerta. Cuando lograron sobreponerse pudieron contemplar el Arca con todo su poder. De ella brotaba un vivo resplandor que se adensaba en la estancia y envolvía a Zumel como una helada llamarada. El cabalista estaba de pie, vestido con los ropones de lino, la cabeza hundida entre los hombros, enajenado o muerto.
—¡Sacad de ahí a ese hombre! —gritó Von Kessler.
Cuando los agentes de la Gestapo intentaron penetrar en la luz azul, el zumbido de las abejas aumentó y las alas de los querubines emitieron una descarga. Se escuchó un chasquido similar al que produce un hierro al rojo vivo cuando penetra en el agua. Los intrusos chisporrotearon un segundo, carne quemada y paño chamuscado, como el insecto que se acerca demasiado a la lámpara, y se desplomaron. Muertos. Von Kessler comprendió, con horror, que estaban carbonizados. Recordó las palabras del Levítico 10, «Entonces salió de la presencia de Yahveh un fuego que devoró a Nadab y Abihú, y murieron delante de Yahveh».