Capítulo 48

Gran Sinagoga, París

—El sexto día, Hanael te tomará de la mano y honrarás a Ishtar bajo el membrillo para que su dulzor llene tu boca —recitó. E inmediatamente sintió en sus fauces una saliva espesa que sabía a miel.

Zumel se apartó las manos del rostro y contempló el Arca radiante. Un leve resplandor azulado iluminó la superficie dorada produciendo en los ángulos un chisporroteo de descargas eléctricas minúsculas. Las alas extendidas de los querubines intercambiaban una culebrilla luminosa. El zumbido de abejas se hacía más persistente y el Arca irradiaba calor.

Mientras tanto, al otro lado del canal, en los puertos y en los atracaderos de toda la costa, miles de barcos de diferentes calados zarpaban en silencio y se aventuraban en medio de la galerna.

Los soldados, cargados con la impedimenta, vomitaban sobre las bordas.

—Vamos, muchachos —animaba un sargento—: Dentro de una hora estaremos pisando tierra firme y calentita.

Los radares alemanes no detectaron ningún movimiento del enjambre de embarcaciones. Por una extraña coincidencia, sus servidores dormían o estaban tan distraídos que no percibieron nada.

Las primeras noticias comenzaron a llegar al puesto de mando de Eisenhower.

—Señor, todo discurre a pedir de boca —informó su jefe de operaciones—. Los alemanes no lo han descubierto todavía.

—¿Es posible?

—Eso parece, señor.

Años después, durante una cena con el director del New York Times, Eisenhower confesaría: «El desembarco de Normandía fue un verdadero milagro. Aquella galerna que al principio parecía haberse puesto de parte del enemigo sirvió, después de todo, para que los alemanes permanecieran ciegos y sordos mientras les metíamos bajo las narices el ejército de invasión. Imagínese seis mil navíos en el mar sin que un solo avión de reconocimiento de la Luftwaffe los detectara, ni un submarino, ni un barco, ni un radar».