Capítulo 40

Por la noche, después de cenar con Von Kessler, Zumel acortaba la sobremesa para recluirse en su cuarto. El pretexto era volver al estudio, pero sólo aguardaba, impaciente, la visita clandestina de Therese. Mientras la esperaba, contemplaba los tejados de París desde las rendijas de la ventana o veía alzarse la masiva silueta de la Gran Sinagoga recortada contra el cielo nocturno, agazapada en las entrañas de la noche, como un gran animal antediluviano.

Therese tenía que recoger el comedor y apilar los platos en el lavadero de la cocina. Raramente terminaba antes de las doce. Después subía por la escalera de servicio con la llave maestra fuertemente apretada en la mano sudorosa y al llegar al cuarto descansillo se detenía detrás de la puerta que comunicaba con la planta y espiaba el largo corredor por el agujero de la cerradura. Cuando se cercioraba de que no había nadie abría y se deslizaba por el pasillo débilmente iluminado por la lamparita roja sobre la puerta del baño comunal. La habitación de Zumel era la número 43. Introducía la llave en la cerradura y la giraba lentamente, con el corazón disparado, porque la cerradura era antigua y antes de ceder sonaban dos chasquidos como dos campanadas. Entonces empujaba la puerta, entraba y volvía a cerrar con el mismo cuidado. Zumel acudía a su encuentro y la abrazaba. Al principio, no hablaban. Se abrazaban con fuerza e intercambiaban un largo beso. Después Therese se metía en el baño y se daba una ducha tibia aprovechando que el sol había calentado los depósitos de la terraza durante todo el día. Cuando comparecía estaba desnuda y llevaba el cabello suelto. Él la aguardaba en la cama, desnudo. Siempre lo hacían de la misma manera, como el primer día: él la cobijaba en sus brazos y ella lo acariciaba hasta provocarle una erección suficiente. Entonces lo cabalgaba haciéndole sentir los pechos llenos y grávidos sobre la cara. Cuando se acercaba al orgasmo cambiaba de posición para que él la montara. Zumel la besaba con fuerza en el momento álgido para evitar que su placentero lamento alertase a los ocupantes de las habitaciones contiguas. Jadeantes, se dejaban caer el uno al lado del otro, trabados. Después del amor, ella encendía un cigarrillo y arrojaba el humo en lentas volutas hacia la lámpara de tubitos de cristal. Era el momento propicio para comunicarle las emisiones de la BBC de la víspera. A veces se interesaba por la marcha del trabajo.

—¿Qué estás haciendo ahora?

—Andando a ciegas —suspiraba Zumel—. Tratando de entender la obra del carro, la Ma’aseh Merkabah.

Ella se apoyaba sobre un codo para escrutar los ojos del judío, febriles y brillantes. La memoria del sufrimiento estaba inscrita en aquellos ojos orlados de profundas ojeras que siempre parecían a punto de llorar. A veces tenía que esforzarse para reprimir el impulso de abrazarlo de manera distinta a la de los amantes.

—Aguardo con paciencia a que Ezequiel regrese y me abra los aposentos de su morada —decía Zumel, hablando como para él mismo.

—¿No te sirve la Estrella de los Templarios?

—Trabajo con su ayuda, pero hay que saber leerla y no es fácil. Necesitaría saber todo lo que mi padre sabía. O quizá necesitaría creer lo que él creía. Me temo que Dios se resiste a acudir a un hombre que duda de él.

—¿Dudas de él? En otro tiempo tuvimos frecuentes discusiones porque yo no creía, ¿recuerdas?

—En ese tiempo no se había desencadenado el Armagedón sobre mi pueblo, ni la miseria inmemorial sobre Europa. Ahora quedan pocas cosas que inciten a creer en Dios.

Cuando hablaba así era sincero. Sin embargo, a medida que profundizaba en los estudios cabalísticos le parecía que una renovada creencia se aposentaba en su corazón, ya que no en su cerebro, y que el extraño Dios que habita en los números y en las proporciones, el mismo Dios hosco que se manifestaba a su pueblo en el desierto, había tomado posesión de su casa nuevamente y se apoyaba en él, en Zumel Gerlem, como en un escabel invisible. Seis escabeles tenía el trono de Salomón, recordaba, y el séptimo era Salomón mismo. También él se veía a veces como su propio escabel, a los pies de Dios, aupándose para alcanzar el misterio infinito que generaciones de cabalistas habían explorado e iluminado antes que él, las manos muertas y encendidas que regresaban del remoto pasado para iluminar su camino en las agotadoras jornadas de la sinagoga.

Un día, a primeros de junio, tuvo un sueño. Como todos los mortales, Zumel soñaba cuando dormía, pero, al despertar, no solía recordar lo soñado. Aquel sueño fue una excepción porque cuando despertó lo recordó punto por punto y su recuerdo lo acompañaría durante el resto de su vida. Soñó que había penetrado en la cueva de Machpelah, y que una escalinata burdamente tallada en espiral conducía hasta la cámara funeraria de tres nichos con las paredes decoradas con extrañas pinturas. Entonces su padre, el rabino Moshé Gerlem, apareció a su lado con la cabeza cubierta por la toquilla de oración y le dijo:

—Hijo mío, ten cuidado con la lepra en la boca, y con la gangrena en el muslo.

Zumel sabía que la gangrena en el muslo era el atributo del Rey Sagrado que primero se sacrificaba para que el mundo se fecundara con su sangre y después solamente se hería en el tendón del tobillo, en recuerdo de aquel sacrificio.

—Padre —se oyó decir en sueños—. Estoy perdido y busco la Palabra que no se nombra.

—Está escrita en la piedra negra del trueno —respondió su padre—, en la piedra roja de la tempestad.

—Tengo las piedras, padre, pero no consigo descifrarlas.

—¿Te han instruido sobre el 110? En él reside la esencia del secreto, la proporción del diámetro del círculo a su circunferencia, de siete a veintidós. Siete vocales y veintidós letras: ése es el camino del Shem Shemaforash, ésa es la proporción de la geometría que lleva al Nombre. Estudia las medidas del Arca y hallarás el camino seguro.

—Lo he buscado en los libros, infructuosamente, padre.

—No está en los libros. No se escribe ni se pronuncia: se sugiere a través de siete objetos que, en cierto orden, componen las iniciales del Nombre. Ese Nombre, que le dio a Moisés poder para las siete plagas, te lo dará a ti contra el Leviatán nazi: la doble iod y la doble álef encierran el Nombre y lo refuerzan. Son las dos columnas de la vida.

La imagen del rabino Gerlem se desvaneció entonces y en su lugar apareció Ruah Kezarit, el espíritu que infunde las pesadillas. Dentro del sueño, Zumel se durmió y tuvo la visión espantosa del serafín, en su terrible versión oriental, antes de que la tradición lo metamorfoseara en ángel. El serafín antiguo era una encrespada serpiente dotada de finos brazos rematados en garras. Lo peor no era su espantable visión sino el silbo ominoso que emitía y la constante vibración de sus escamas de bronce. Zumel sabía que el atributo del serafín era el pánico, y se esforzó por dominarse cuando clavó sus ojos fascinadores en los suyos para que, a través de ellos, contemplara las fuerzas del mal. Zumel sintió la sucesiva presencia de Lilim, que habita en los roquedales de los desiertos; de Shabiri, que se oculta en el abismo de las aguas quietas; de Seirin, que acecha en los acantilados; de Shedim, el de los pies escamosos; de Ruhim, el hocicudo; de los brujos Mazzizim; de Ruaj Solo, que provoca la catalepsia; de Ben Nefilim, el señor de la epilepsia.

Después de transitar los horrores y las visiones, Zumel despertó del sueño y se encontró a la sombra de la acacia que habita la Diosa Madre. Abrió los ojos y contempló las flores blancas y las largas espinas. El sol se deslizaba como una miel espesa por el tronco cuya madera no se pudre en el agua.

—La voz divina le habló a Moisés desde una acacia —se oyó decirle a Von Kessler desde su voz antigua, en la plaza de una polvorienta aldea española—. De madera de acacia se construyeron las tres Arcas: el Arca de Noé, el Arca de Moisés, y el Arca de la Alianza. También las otras arcas sagradas de los armenios y de los egipcios.

Un torbellino de polvo recorrió la plaza. Al fondo había una iglesia de piedra con un delgado campanario octogonal rematado en punta. Unos ancianos miraban pasar los días a la sombra de unos soportales, silenciosos.

Zumel le mostró a Von Kessler la cabeza de asno de oro de Dora, el perro dorado de Salomón, el cetro dorado de David y el oro de las cúpulas de Jerusalén fundada por el dios de los pastores, el dios sol egipcio Set, representado en un onagro, que se convirtió en Dios de Israel con el nombre de «Soy El que Soy» antes de prohibir su representación.

En el sueño, Von Kessler había recuperado su mano, su pierna, su ojo y su apostura de antaño, pero no iba de uniforme. Vestía la misma túnica sencilla de Zumel. El anciano Gerlem le puso su mano sarmentosa sobre la cabeza y lo bendijo.

—Con siete árboles ha construido la Sabiduría su Templo —dijo la voz del Arca—. La Palabra habita en el bosquecillo de siete árboles, cada uno con su atributo, a saber: Realeza, Poder, Sabiduría, Prosperidad, Santidad, Amor y El que no se nombra.

Zumel, en su sueño, salió de la acacia y se encontró rodeado del bosque sagrado que formaba un oasis en medio del roquedo y la arena. Reconoció el sauce, el coscojo, el olivo, el almendro, el terebinto, el granado y el membrillo.

Miró hacia atrás y vio que Moshé Gerlem lo seguía, cojeando en su ancianidad, y que Von Kessler le ofrecía su brazo recuperado para que pudiera caminar.

—El primer día, Rafael te tomará de la mano y honrarás al sol bajo el olivo que alimentó a Elías —dijo el anciano. Zumel comprendió y las palabras fueron como un deslumbramiento.

»El segundo día —prosiguió el anciano—, Gabriel te tomará de la mano y honrarás a la Luna debajo del sauce.

»El tercer día, Sammael te tomará de la mano y honrarás a Nergal bajo el coscojo.

»El cuarto día, Miguel te tomará de la mano y honrarás a Nabu bajo el almendro, la vara de Aarón.

»El quinto día, Izidkiel te tomará de la mano y honrarás a Marduk bajo la rama del terebinto que dio sombra a Abraham.

»El sexto día, Hanael te tomará de la mano y honrarás a Ishtar bajo el membrillo, para que su dulzor llene tu boca.

»El séptimo día, Kefarel te tomará de la mano y honrarás a Ninib bajo el granado, delante de Dios viviente.

El Anciano de los Días había entrecerrado los ojos. Cuando terminó su letanía los abrió y dijo:

—Para que el sol caliente o abrase; para que la luna nutra o marchite; para que Nergal robustezca o debilite; para que Nabu inspire o engañe; para que Marduk fecunde o esterilice; para que Ishtar inspire o confunda; para que Ninib santifique o maldiga.

Entonces Zumel se atrevió a preguntar:

—Padre, ¿dónde encontraré la sabiduría?

—En todos y cada uno de esos árboles —respondió la sombra desvaneciente—, pero descansarás a la sombra del membrillo para que su dulzor haga más llevadero el trago amargo, porque el Poder te arrebatará como a Elías, en un carro de fuego.

Comprendió que la respuesta estaba en los árboles, en el alfabeto sagrado de los árboles.