Capítulo 35

Después del almuerzo descansaban hasta las cuatro. Zumel, encerrado con llave en su habitación, se echó en la cama vestido y abrió el libro que estaba leyendo, un comentario al Zohar, impreso en Amsterdam en 1718. Al apartar el registro, que era un simple trozo de papel de periódico, advirtió que había unos signos escritos a lápiz. Se quedó mirándolos: parecían… eran letras del alfabeto secreto del Temple. Conmocionado, se sentó en la cama, dejó el libro a un lado y contempló el papel:

Lo tradujo mentalmente. Eran las cifras 11, 46, 28, o sea el libro de Jeremías, capítulo 46, y el versículo 28.

Como impulsado por un resorte, se levantó, fue a la estantería, cogió una vieja Biblia y leyó el pasaje al que aludía la nota: «No temas, siervo mío Jacob, ni desfallezcas, Israel, pues mira que acudo a salvarte desde lejos y a tu linaje del país de su cautiverio».

Los ojos se le arrasaron de lágrimas. Aquellos mensajes que fue dejando en España habían llegado finalmente a su destino. Alguien que conocía la cifra del Temple le enviaba un mensaje de esperanza.

Cuando los gorilas vinieron a buscarlo para acompañarlo a la sinagoga tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le notara la conmoción que sentía. Afortunadamente, Von Kessler estaba ausente porque había aprovechado las primeras horas de la tarde, en que el tráfico telegráfico era menos intenso, para transmitir a Berlín, al cuartel general de Himmler, su informe diario sobre la marcha de los trabajos.

Por la tarde, después del trabajo, solían esperar la hora de la cena en el jardín posterior del Excelsior, tomando un pastis. No eran veladas muy interesantes, Von Kessler y Zumel ocupaban un velador y los dos mastines de la Gestapo ejercían su vigilancia desde otro, prudentemente distante, cercano a la puerta. La clientela del hotel, oficiales alemanes y estraperlistas ricos, aprovechaba este espacio común para confraternizar discretamente. A veces acudían demimondaines de lujo, invitadas a cenar por algún oficial, o chicas decentes que tras la generosa cena se dejaban invitar a una última copa en la habitación del galán.

Aquel día, Zumel estuvo especialmente distraído. No lograba quitarse de la cabeza el mensaje templario encontrado en el libro. Therese había pasado un par de veces ante sus ojos distraídos, mientras servía otras mesas, sin captar su atención. De pronto reparó en ella, a pocos metros. Sintió una intensa conmoción. ¿Era Therese o solamente alguien que se le parecía? Therese le sostuvo la mirada durante un segundo, después prosiguió con su trabajo con aparente indiferencia. ¡Era Therese Fletcher, la alumna británica, cuyo cálido recuerdo lo había acompañado durante años, lamentando lo que pudo ser y no fue! La contempló sorprendido. Ella dejó la bandeja en la mesa de servicio y se dirigió resueltamente a la puerta que comunicaba con el cuarto de la limpieza y los retretes auxiliares del jardín. Antes de traspasarla volvió la cabeza, se cercioró de que él la miraba y le sonrió. Un dulce licor le invadió el estómago. Comprendió que la presencia de ella allí se relacionaba con el mensaje templario. Para disimular su turbación apuró de un sorbo el vaso de pastis. Von Kessler, un poco sorprendido por aquella repentina avidez, en un judío abstemio, le volvió a llenar el vaso.

—Hoy parece tener sed —comentó, casi divertido.

Una sospecha le golpeó la cabeza como un mazo. El mensaje templario, la aparición, después de tanto tiempo, de Therese, a la que hacía en Inglaterra. Evidentemente eran dos hechos que se relacionaban. ¿Sería una trampa alemana? Lo descartó porque era demasiado retorcido incluso para los alemanes.

Si se daba prisa podía alcanzarla.

—Creo que debo ir al urinario —murmuró.

Las visitas de Zumel al urinario del patio obedecían a una rutina pactada, como todos los otros actos de su vida, incluso los más nimios. Uno de los gorilas lo acompañaba y se quedaba aguardándolo junto a la puerta exterior. No había otra escapatoria: las ventanas del pequeño edificio auxiliar eran demasiado angostas para permitir el paso de un hombre. Buhrro se levantó de su silla y acompañó discretamente al prisionero, manteniéndose a pocos metros de distancia. Zumel entró en el pasillo: en primer término estaban los servicios de señoras, con la encargada de la limpieza sentada junto a la mesa de las propinas; a continuación, doblando el pasillo, los de los caballeros y al fondo la puerta del cuarto de la limpieza. Therese estaba pasando una escoba ancha por el pasillo. Cuando lo vio, se dirigió a él, lo besó en la mejilla y murmuró: «David está a salvo en Suiza. Mañana o pasado te pondré en el libro que lees una carta suya y una reproducción de la Estrella Templaria que Londres te envía. Me alegro de que estés bien». Zumel iba a responder cuando un usuario entró en los lavabos. Entonces ella se dirigió apresuradamente a la puerta del fondo.

Zumel regresó al jardín.

—¿Qué tal? —le preguntó Von Kessler.

—No muy bien. Creo que tengo ardor de estómago. Me parece que no voy a cenar.

Von Kessler endureció el gesto.

—¿El trabajo progresa?

—Creo que sí —respondió el prisionero—. Me parece que ahora voy por el buen camino.