Capítulo 33

Salieron de Victoria Station al atardecer, en el tren que hacía la línea Londres-Manchester. No hablaron mucho durante el trayecto. Therese, aturdida por la responsabilidad, fingía contemplar por la ventanilla la sucesión de suburbios, barrios de casitas de ladrillo con miradores saledizos asomados a los minúsculos jardines que las exigencias de la guerra habían convertido en huertos. A esa hora, una muchedumbre de mujeres taciturnas, que tenían a sus hombres en el frente, acudía al trabajo en bicicleta. Sintió una dolorosa punzada al recordar a Arthur. La rememoración de las horas felices junto a él la distrajo de la fealdad de las zonas industriales, envueltas en la niebla sucia de la mañana, que se extendían detrás de los desmontes y de los almacenes del ferrocarril. Había pasado una mala noche y tenía sueño. Cerró los ojos, reclinó la cabeza sobre la madera de la ventanilla y se dejó acunar por el vaivén del tren. En la duermevela oyó confusamente las frases que susurró Higgins al entregarle los documentos de viaje al revisor.

Media hora más tarde, al llegar a Winterborne, Higgins le puso una mano en el hombro.

—Señorita Fletcher, nos bajamos en este apeadero.

Los esperaba un Austin con una mujer fornida, que vestía el uniforme azul de las WAAF, al volante.

Tomaron una pintoresca carretera, casi un camino asfaltado, que discurría entre corpudos tilos, por un paisaje que parecía ajeno a la guerra, de campos de labor y pastizales. En un recodo del camino encontraron una barrera y un control del Home Guards, cuatro ancianos armados con viejos fusiles de la Gran Guerra que la saludaron respetuosamente cuando leyeron su destino en los papeles. Era un secreto a voces en la comarca que el pequeño aeródromo de la Real Fuerza Aérea de Lutton Grove servía para enviar agentes secretos a la Francia ocupada. También se rumoreaba que sólo regresaba uno por cada diez que salían.

A los pocos minutos atravesaron un bosquecillo de abedules y avistaron la base. Lutton Grove era una pista de hierba al lado de tres oxidados hangares con bóveda de chapa corrugaba y un cuartelillo de madera, que podía confundirse con una de las cabañas de Obras Públicas para guardar herramientas, si no fuera por la pequeña chimenea y la gran antena de comunicaciones.

Los recibió el oficial de servicio, un antiguo conocido del capitán Higgins, que los llevó a la cantina para tomar una taza de té.

—Si prefiere un vaso de leche, sepa que es de toda confianza y que procede de nuestras propias vacas.

Therese pensó que le diría las mismas palabras a todos los agentes que una hora después se jugarían la vida en la Francia ocupada.

—Tenemos media base llena de vacas —proseguía el oficial—. Sólo las encerramos cuando hay despegue. Hoy, por ejemplo.

Bebieron el té en silencio. Había una gran pizarra escolar con avioncitos cuidadosamente dibujados, en filas impecables.

—El historial de Lutton Grove —explicó el oficial de vuelo—: Cincuenta y ocho salidas en tres años de funcionamiento. No está del todo mal.

Un coche se detuvo junto a la ventana y un joven bajito con pantalones y chaqueta de vuelo entró en la cantina.

—Aquí tenemos a nuestro piloto. —El oficial celebró su aparición con un entusiasmo tan falso como los nombres que dio al hacer las presentaciones. Nadie era quien parecía ser, una precaución elemental impuesta por los servicios secretos para los agentes que viajaban a Francia.

El piloto tenía veintidós años, pero parecía mucho más joven con la cara aniñada y salpicada de acné y la sonrisa boba que parecía su expresión natural.

—El teniente Harvey es uno de nuestros mejores hombres en vuelo nocturno —comentó Higgins para disipar la posible mala impresión.

El piloto apuró su té y se fue a preparar el avión. Los demás pasaron a un mísero cuartito pomposamente rotulado Sala de Operaciones de la Escuadrilla en el que sólo cabían una mesa, un archivador y tres sillas.

Higgins abrió la cartera que había llevado durante el viaje y le entregó el material a Therese. En un estuche de madera había un pequeño broche de bisutería. Presionó con la uña en el engarce de la piedra y se abrió un minúsculo compartimento que contenía dos pastillitas cuadradas. Therese las había visto en los dos días que duró su entrenamiento: cianuro en alta concentración, una muerte indolora y rápida en cuestión de segundos, sólo con aplastarla entre los dientes. La segunda pastilla era para Zumel, por si fuera necesario.

—Aquí tiene su documentación a nombre de Therese Dupont, cincuenta mil francos franceses, una bonita suma, y un pase ausweiss alemán válido para los tres próximos meses. Llévelo siempre con usted porque se lo pedirán en todos los controles. Y ahora, lo más delicado de todo. —Higgins se sacó del bolsillo de la guerrera un paquete de cigarrillos franceses medio vacío y lo depositó en la mesa con los otros objetos—. Éstos son los cigarrillos que una mujer de clase obrera se puede permitir en Francia. Si despega cuidadosamente el fondo encontrará dos microfilmes que cabrían sobradamente en la uña del meñique. Uno contiene una carta del hijo de Zumel que le demostrará que ha sido liberado; en el otro hay una especie de dibujo que llaman la Estrella de los Templarios. Él sabe qué es y para qué sirve porque su padre invirtió toda su vida en buscarla. —Therese se guardó en el bolso el paquete de cigarrillos—. Naturalmente, Zumel no dispone de medios para revelar esos microfilmes y aumentarlos hasta un tamaño legible. El paquete se lo entregará a un jefe de la resistencia que la acompañará en tren hasta París. Él le devolverá a usted las ampliaciones al día siguiente, a la hora del mediodía, en los retretes de la planta baja del hotel que usted estará limpiando a esa hora. Si el encuentro no se produce por alguna razón, volverá a los dos días, a la misma hora y en el mismo lugar. ¿Tiene usted alguna duda?

Therese negó con la cabeza. Todo estaba muy claro.

—Pues entonces debemos ponernos en movimiento. Faltan seis minutos para las cinco y veinte, la hora del despegue.

Una neblina que se elevaba de un arroyo distante cubría de algodón el seto arbolado que limitaba la pista por el este, por lo demás, lucía una hermosa luna llena que teñía el paisaje de un leve resplandor azulado. El avión era una mancha oscura que ronroneaba en la cabecera de la pista, atendido por el piloto y dos mecánicos.

—Va usted a volar en un Westland Lysander —explicó Higgins mientras se aproximaban—: Un avión maravilloso, capaz casi de pararse en el aire y de aterrizar en pocos metros.

Era lo que le contaba a todos los agentes cuando recorría la pista dándoles conversación para evitar que el pánico de última hora dificultase la misión. En su descripción de las características del aparato no decía que lo habían diseñado en los años treinta como avión de reconocimiento, pero que resultó ser tan lento y torpe de maniobra que los pilotos se negaron a usarlo, lo que motivó el fin de la producción. Esta circunstancia explicaba la generosidad del comandante de las Fuerzas Aéreas cuando accedió a concederles tres Lysander a los servicios secretos para el transporte clandestino de agentes a la Europa ocupada.

El Lysander estaba pintado de gris y la carlinga de plexiglás brillante a la luz de la luna y recorrida de múltiples arañazos parecía el ala de una libélula. Uno de los mecánicos estaba subido en una escalera de tres peldaños y sostenía con una mano una de las compuertas del motor mientras con la otra hurgaba en su interior, provocando irritados rugidos de la máquina.

—¡Esto marcha como una seda! —le gritó al piloto, que aguardaba el diagnóstico al pie de la escalera, al tiempo que le hacía el signo de OK con dos dedos grasientos.

El piloto llamó a Therese con un gesto, la ayudó a subir al ala y le indicó el pedal donde tenía que apoyarse para pasar el otro pie al angosto habitáculo del aparato. Cuando la hubo acomodado en el asiento trasero, de madera, plegable, le ajustó las correas de seguridad, le sonrió y le mostró el pulgar: «Todo va bien». Después se introdujo él mismo en el asiento delantero, ajustó sus correas e hizo OK para que los mecánicos corrieran sobre su cabeza el caparazón de plexiglás. Empuñó la columna de mando, pedaleó comprobando la movilidad de los timones, metió gas y rodó por la pista de hierba a velocidad creciente hasta que despegó y se elevó majestuosamente por encima de los árboles y de las vacas dormidas.

Acurrucada en la angostura de su asiento, las manos aferradas al borde grasiento del larguero de madera, Therese intentaba analizar los confusos sentimientos que aquella aventura despertaba en ella. En poco tiempo su vida había experimentado un cambio completo. Había encontrado la felicidad y la había perdido, había descendido a los infiernos de la depresión, había acariciado la idea del suicidio para liberarse de la angustia y finalmente había remontado el vuelo aferrándose al servicio. Probablemente intentaba ser otra persona para desprenderse de su amargo equipaje. Quizá era eso. Quizá aquel vago sentimiento patriótico que la llevó años atrás a alistarse en el Servicio Femenino del Ejército le servía ahora de balsa en medio del naufragio de su vida. Intentó analizar sus sentimientos respecto a Zumel. Aquella pasión juvenil nunca correspondida había dejado un sedimento de ternura que aumentó con los años. ¿Podía el Ave Fénix resurgir de sus cenizas?

A cierta altura el motor ronroneaba más regularmente, como si el esfuerzo de volar fuera menor. Un aire frío y cortante se colaba por el borde mal ajustado de la carlinga. Podía escuchar intermitentemente la chicharra de la radio e incluso, a ráfagas, las instrucciones de las estaciones de radar que dirigían el vuelo del Lysander.

—Papá Noel, ¿estás ahí?

—Te oigo, Buitre Colorado, ¿todo bien?

—Rumbo cero, noventa y cinco. ¿Va bien?

—Perfecto. Manténte ahí.

Y a los cinco minutos:

—Buitre Colorado: te estás desviando hacia tres. Corrige el rumbo.

Y al rato:

—Rumbo correcto. Vas como una flecha, Buitre. Buena suerte. Te dejo en las manos de Charlie Dos.

Charlie era la estación de radar siguiente.

—Gracias.

Después de pasar bajo la sombrilla vigilante de Charlie Tres y Charlie Cuatro, la última estación, Pimpinela, se despidió:

—Buena suerte, Buitre Colorado. Ahora vuelas solo.

Sobrevolaron el canal de la Mancha durante veinte minutos, la luna brillaba sobre las oscuras aguas como un rastro de plata. Al rato, el piloto se volvió y levantó una mano para llamar la atención de Therese. Le señalaba abajo una sombra negra y discontinua, la costa con el filo blanco de las espumas rompiendo sobre las playas y los acantilados. La noche los rodeaba; su negrura acrecentaba la sensación de soledad, de estar suspendida del cielo en medio de la nada. Aunque navegaban con relativa seguridad, sobre la sombra que dejaba en los radares enemigos un numeroso escuadrón de bombardeo que los había precedido. De vez en cuando, el piloto miraba a los lados y arriba, temiendo ver aparecer el reflejo de un Messerschmitt-110 alemán de caza nocturna. Therese contempló con asombro el leve resplandor rosado del fuego antiaéreo a muchos kilómetros de distancia. El recuerdo de Arthur se abrió paso como el dolor constante de una herida mal cicatrizada. Intentó distraerse. Volaban a trescientos metros de altura. A la luz de la luna se divisaban campos de labor entre las manchas oscuras de los bosques, las claras y luminosas de los lagos y los ríos y las líneas de las carreteras. El piloto había desplegado sobre su regazo un mapa Michelín de carreteras e iba corrigiendo el rumbo con ayuda de la brújula. Dejaron Rouen a la izquierda y remontaron el Sena hasta rebasar el puente de Château Gaillard, sobre el que discurría la carretera de Gisors. Después de sobrepasar Vernon se desviaron a la derecha hasta dar con la línea férrea París-Le Havre. El piloto descendió para evitar una nube y buscó un puente de hierro con una estructura superior redondeada. Cuando lo encontró siguió en dirección este hasta que avistó un gran vertedero de residuos mineros, la señal de aproximación a París.

—Ya estamos, señorita —gritó a través del laringófono—. Ahora veremos la carretera de Longnes. No tiene pérdida. La seguimos durante dos minutos y sobrevolamos un pequeño lago, al otro lado la hierba es mullida y los caminos estrechos y malos.

El piloto sobrevoló la carretera hasta que avistó a lo lejos las canteras de Thier, una montaña gris escindida por el hacha de un gigante que, a la luz de la luna, parecía una enorme herida blanca de más de un kilómetro de extensión. No tenía pérdida. Al pasar sobre la cantera, el aeroplano alteró el rumbo para internarse por la campiña circundante de trigales y pastizales con lindes arboladas. Al cabo de dos minutos distinguieron el destello de una linterna en la oscuridad. «¡Allí están!» Luego descendió hasta doscientos metros de altitud y esperó a que le marcaran la pista. Se encendieron dos linternas a corta distancia para señalarle el inicio y la anchura de la pista y otra más lejana le señaló el final y el punto central de la trayectoria óptima. El Lysander dio una pasada esperando la señal de conformidad, y cuando la linterna solitaria se apagó y se encendió tres veces, dijo: «Allá vamos».

El aterrizaje fue muy rápido. Un crujido del chasis, una conmoción de chapas y remaches al rebotar sobre los baches del prado y unas siluetas que persiguieron al aparato por la pista y que treparon hasta la carcasa en cuanto se detuvo. Dos partisanos, uno por cada lado, descorrieron la carcasa, con prontitud profesional izaron a Therese de su habitáculo y la depositaron delicadamente en tierra. Después, mientras uno le entregaba una pequeña maleta al piloto, el otro metió los pies de Therese en dos bolsas de saco y las ató a conciencia por encima de los tobillos.

—Es para que no se embarre el calzado, señorita —le dijo en francés.

Therese escuchó el chasquido de la carlinga al cerrarse e intentó volverse para despedirse del piloto, pero el Lysander rodaba ya hacia el extremo del campo aumentando revoluciones. El que parecía el jefe de los partisanos apremió. Echaron a andar y tres minutos más tarde el Lysander pasó rugiendo sobre sus cabezas. No había permanecido en tierra más de un minuto.

—Hay que alejarse de aquí rápidamente, señorita —advirtió el joven barbudo que parecía ser el jefe de la partida—. Por si lo han oído los alemanes.