Capítulo 32

Burton Scott, jefe de la Sección Documental del Servicio Exterior, le sirvió personalmente el té a su visitante.

—¿Está satisfecha con su trabajo, miss Fletcher?

Antes nunca había comparecido ante el jefe máximo, al que sólo conocía de vista. Se preguntaba por el propósito de aquella convocatoria. A juzgar por la amabilidad con la que el anciano la trataba, no era para someterla a una de sus famosas reprimendas.

—Sí, señor. Estoy contenta.

—Bien, bien.

Burton Scott sorbió de su té sin dejar de escrutarla con sus ojillos claros. Tenía una mirada desagradablemente penetrante, quizá a causa de las cejas blancas y espesas terminadas en una especie de cuernecillo piloso.

—Tengo aquí el expediente de su declaración, cuando se unió a nosotros —continuó el anciano, mientras repasaba una docena de folios mecanografiados y firmados que sacó de una carpeta—. Nos ha llamado la atención el hecho de que, hace años, usted estudiara en la Universidad de Berlín.

Therese se sobresaltó. ¿La habían tomado por espía de los alemanes? Ella misma había detallado en su declaración sus años berlineses, no había ocultado nada.

—Mi padre pertenecía al cuerpo diplomático, estaba destinado en la embajada de Berlín.

—Sí, sí, lo sé. —Burton Scott le dedicó una sonrisa tranquilizadora, pero sus ojillos parecían dos puñales fríos—. En la universidad, según cuenta usted misma, siguió los cursos del profesor Zumel Gerlem.

—Es cierto.

—Hábleme de él.

Era lo último que hubiera esperado aquella mañana. Hacía una semana que se había reincorporado al trabajo, después de quince días en una casa de reposo, entre árboles, en Dorset, para superar la depresión que le produjo la muerte de Arthur. La Cruz Roja la certificó después de un mes de angustiosa incertidumbre. Durante ese período había pensado más en Zumel que en Arthur. Absurdamente, el fantasma de Zumel volvía una y otra vez a su memoria. Quizá se defendía de la desgracia actual pensando una y otra vez en los únicos días realmente felices de su vida, aquellos de Berlín, cuando estaba cerca de Zumel, aunque no se hubiera sentido correspondida. Por lo demás, ignoraba la suerte de Zumel. Sólo sabía que no había abandonado Alemania, como sus primos. Quizá estuviera muerto.

—Me regaló un ejemplar antiguo del Buch der Lieder de Heine —recordó. Era todo lo que conservaba de él, aparte del recuerdo.

—¿Cómo dice? —Burton Scott enarcó una de sus poderosas cejas. Apuró el resto de su té y apartó la taza.

—Es un libro de canciones muy popular en Alemania. Un gran estudio del sentimiento amoroso.

—Esos alemanes, siempre tan delicados —farfulló el anciano con hosca ironía. Depositó los folios sobre la mesa y cruzó las manos por encima—. Permítame que le haga una pregunta personal, miss Fletcher, sobre algo que obviamente no figura en su declaración. ¿Estaba usted enamorada del doctor Gerlem?

Ella bajó la mirada.

—Sí —susurró—. Creo que sí.

Burton Scott juntó las manos con los dedos separados y reflexionó un momento antes de hablar de nuevo.

—Señorita, el doctor Gerlem está trabajando para los alemanes en París.

Therese compuso un gesto de sorpresa.

—¡Es judío!

—Sabemos que es judío. De hecho realizaba trabajos forzados en un campo de concentración, pero lo han sacado para que trabaje para ellos. Tienen como rehén a su hijo. Necesitamos a una persona de entera confianza nuestra y suya para que le entregue un mensaje en mano. Hemos pensado que la persona idónea es usted.

Therese iba a replicar, cuando Burton Scott la detuvo con un gesto.

—No me responda nada todavía, por favor. Reflexione primero sobre el asunto. Tómese la mañana libre, salga a dar un paseo y piénselo. Su trabajo consistiría en viajar a París y entregarle un mensaje en mano.

—¿Cómo voy a ir a París?

—¿Lo dice porque está ocupado por los alemanes? —El anciano rió de buena gana, la primera vez que lo hacía—. No se preocupe por ese pequeño detalle. Disponemos de medios para llevarla a París y para traerla a Londres de nuevo. Lo único que tiene que hacer es aceptar.

Se levantó dando por terminada la reunión. Le estrechó la mano y la acompañó hasta la puerta.

—Si acepta le explicaré todos los detalles. Por ahora sólo le puedo decir que la misión que le propongo es muy importante para el desarrollo de la guerra. Muchas gracias por haberme visitado, señorita Fletcher.