Hacía un día tan espléndido que Patrick O’Neill se apeó del taxi en una de las entradas de Saint James Park para continuar su camino entre la arboleda, por senderos umbríos que le recordaban su tierra norteña. Cuando salió a la Milla, después de cruzar el parque, rememoraba imágenes de su infancia. En un par de ocasiones su madre lo trajo a Londres, y contempló agarrado de su mano el desfile de los caballos de la Guardia. Su padre viajaba mucho y le enviaba postales desde lugares misteriosos, Cefalú, en Sicilia, Damasco, Delfos, Andalucía… Pasó ante el Almirantazgo para dirigirse al feo edificio donde residía el primer ministro, en la confluencia de Storey’s Gate con Great George Street.
En la puerta, protegida de los bombardeos por una muralla de sacos terreros, mostró su credencial a un sargento.
—A sus órdenes, señor —dijo, cuadrándose—. El primer ministro lo recibirá en seguida.
Un asistente lo acompañó en el vetusto ascensor hasta el tercer piso y lo encomendó a un mayordomo que lo condujo a una sala amplia con tres ventanas al jardín de la mansión. Mientras esperaba, O’Neill contempló el gran óleo que presidía la estancia. Representaba al duque de Malborough, antepasado de Winston Churchill. O’Neill se sonrió. Las malas lenguas propalaban que el primer ministro estaba tan identificado con su ilustre antepasado que propendía a interferir en las decisiones puramente militares del Estado Mayor. Todavía le dio tiempo a curiosear una vitrina en la que se alineaban diversos bibelots y objetos de China con el anagrama de la Gran Compañía de las Indias, vestigios imperiales del tiempo en que los submarinos alemanes no le disputaban a la Gran Bretaña el dominio de las aguas.
Después, el mayordomo reapareció para acompañarlo hasta el comedor privado donde Winston Churchill, en tono enfadado, daba instrucciones por teléfono sobre las asignaciones de refugios prefabricados a los ciudadanos particulares.
Antes de colgar ordenó a la telefonista que no le pasara más llamadas. Cuando se volvió hacia su invitado había desaparecido de su semblante todo vestigio de preocupación.
—Tenemos noticias, Patrick —le dijo alegremente mientras estrechaba su mano—. Noticias de nuestro judío. Lo han trasladado a París y lo tienen hospedado en el hotel Excelsior.
—¿Qué hace en París?
—Esperamos que tú nos puedas iluminar. El Excelsior está cerca de la Gran Sinagoga. La habían cerrado después de saquearla, pero la han vuelto a abrir para que el judío trabaje en ella. Órdenes directas de Hitler. En el hotel trabaja un miembro de la Resistencia francesa que nos mantendrá informados.
Guardaron silencio, mientras el mayordomo colocaba en la mesa una bandeja de plata con un frasco de vino y dos copas talladas. Al mismo tiempo, dos camareros dispusieron mantelitos con los platos, copas y cubiertos del almuerzo.
—Por los viejos tiempos —dijo Churchill, levantando su copa de jerez.
Saborearon en silencio el jerez legítimo, un raro don que en los tiempos de ersatz e imitaciones sólo alcanzaba para los privilegiados.
—Los chicos de inteligencia pecan a veces de imaginativos, pero, en cualquier caso, prefiero no perder de vista sus conclusiones. Por una parte, los nazis arman un barullo increíble para encontrar los tabotat, sacan a un mago judío de la mazmorra y ahora están construyendo el Arca de la Alianza para destruir la muralla de Jericó, es decir, para destruir a los aliados. Nuestra muralla de Jericó es el mar.
Entró el camarero con una sopera de plata y sirvió una sopa de puerros y cebolla. Churchill vació el resto de su jerez en su plato.
—Tendrás que disculpar que la comida no sea nada del otro mundo —se excusó—. Mi mujer se empeña en la austera cocina de guerra, aunque yo sospecho que no la mueve el patriotismo, sino que está intentando ponerme a dieta.
Tomaron la sopa en silencio. Después de algunas cucharadas, Churchill prosiguió:
—¿Has oído hablar del muro atlántico, supongo?
—Un poco.
—Bien. No es ningún secreto que nos estamos preparando para desembarcar en Europa y abrir un nuevo frente. La suerte de la guerra depende del resultado del desembarco. Si fracasa, Alemania aniquilará o apresará nuestra mejor reserva y nos obligará a solicitar la paz; si triunfa, tomaremos París en quince días y en pocos meses estaremos atacando el vientre blando de Alemania. Los hunos besarán la lona y tendrán que rendirse. Hitler lo sabe tan bien como nosotros. Los dos bandos vamos a poner toda la carne en el asador. Es evidente que la Operación Jericó se refiere a eso. Quieren usar contra nosotros el poder del Arca de la Alianza.
O’Neill iba a opinar, cuando el camarero entró para retirar el servicio. Guardó silencio. Un segundo camarero colocó delante de los comensales dos platos de Wegwood desoladoramente vacíos, sólo un trocito de carne en el centro, media patata cocida y dos coles de Bruselas excesivamente hervidas, a la manera inglesa. Después sirvió dos copas de excelente burdeos y dejó la botella sobre una bandejita de plata en el extremo opuesto de la mesa.
—Yo no creo en el poder del Arca —prosiguió Churchill, después de beber el vino tras olisquearlo. Miró a O’Neill de una manera franca en la que se expresaba un cansancio infinito—, pero soy una persona angustiada, en cuyos hombros se descarga más peso del que pueden soportar —confesó.
O’Neill se sintió conmovido de que el primer ministro y uno de los hombres más poderosos de la tierra, su antiguo amigo, le hiciera aquellas confidencias. Churchill lo observó en silencio. Le costaba decir lo que estaba diciendo, pero su reposado tono de voz no parecía indicar que se tratara de una confidencia ocasional, surgida en un momento de crisis emocional, de la que luego fuera a arrepentirse.
—Amigo Patrick —prosiguió, mientras cortaba la carne en dos mitades y se llevaba una de ellas a la boca—, voy a hacerte ciertas revelaciones de interés nacional. Pero antes debo advertirte que a partir de este momento pertenecerás al club quizá demasiado numeroso de los que compartimos un secreto vital.
Masticó la carne desganadamente, acabó el contenido de la copa, cruzó los cubiertos sobre el plato y se levantó. Junto al retrato de Malborough había una cortina que ocultaba un mapa. La descorrió. O’Neill reconoció el familiar contorno de la costa sureste inglesa y las regiones septentrionales francesas al otro lado del canal de la Mancha.
—Te he llamado porque anoche me reuní con el mando de las fuerzas que preparan el asalto de Europa —anunció solemnemente—. Las fuerzas alemanas en Francia y en los Países Bajos ascienden a sesenta y dos divisiones, de las cuales diez son panzer y otras veinte de asalto. Frente a esa formidable fuerza alemana, los aliados disponemos solamente de treinta y siete divisiones, la mitad de ellas blindadas, aunque los tanques son notablemente inferiores a los del enemigo, especialmente el modelo que, a pesar de mi oposición, se empeñaron en bautizar con mi nombre —se permitió una sonrisa que O’Neill correspondió con otra para demostrar que apreciaba el chiste—. Esto quiere decir —prosiguió— que nos disponemos a asaltar Europa con la mitad de los efectivos de los que Hitler dispone para defenderla.
O’Neill no pudo ocultar su turbación.
—Winston, eso es… una locura. Creí que éramos más poderosos que los alemanes.
—Ya ves que no. Lo fuimos en África, pero no lo somos en Europa. Nuestra única ventaja táctica reside en el hecho de que las fuerzas alemanas están diseminadas a lo largo de toda la costa, desde los Países Bajos a España, mientras que nosotros cuando desembarquemos podremos concentrar nuestras tropas en un solo punto. —Señaló la costa francesa en el mapa—. Éste es el escenario donde se decidirá la guerra. Hace un par de años, Hitler concibió la idea de construir una línea defensiva que abarcara desde Dinamarca a Bretaña.
—La Festung Europa o fortaleza europea —dijo O’Neill—. He oído hablar de ella. Una línea de fortines y casamatas que impedirían cualquier desembarco en esas costas.
—Durante estos dos años, Hitler ha consagrado a esta obra enormes recursos —prosiguió Churchill—, pero el proyecto es tan ambicioso que todavía necesitaría tres años más para terminarlo y, como es natural, no tenemos intención de concedérselos porque el tiempo corre a su favor. En Calais, el punto de desembarco más favorable para nosotros, las obras están concluidas en sus tres cuartas partes. Además, ese sector está defendido por el XV Ejército alemán, el más poderoso que tienen en Francia, integrado por veteranos fogueados en varias campañas, y excelentemente equipados, incluso con unos nuevos carros de combate; Tigre, los llaman, tan blindados que nuestros proyectiles rebotan en ellos como si fueran guisantes. —Dejó transcurrir unos momentos, como si le costara asimilar lo que acababa de decir, y prosiguió—: Sin embargo, un poco más al sur, en la costa de Normandía, sólo llevan construida menos de la cuarta parte de las defensas proyectadas. Además, este sector está defendido por el VII Ejército alemán, un conglomerado de tropas de baja calidad procedentes de unidades que fueron diezmadas y disueltas, de nuevas levas de viejos o de adolescentes y de prisioneros polacos o rusos que han preferido alistarse en el ejército alemán a pudrirse en campos de concentración.
—Deduzco que vamos a desembarcar en Normandía —aventuró O’Neill.
—Exacto —corroboró Churchill, sonriente, y corrió la cortina para ocultar nuevamente el mapa—. ¿Pedimos el postre?
Mientras saboreaban el flan de huevo guarnecido de frutas del bosque, hablaron de trivialidades y recordaron los viejos tiempos de Eton, pero cuando les sirvieron el café, Churchill encendió morosamente un habano y volvió a la carga.
—Querido Patrick: acabas de ingresar en el club exclusivo de los pocos que conocen el lugar por donde vamos a golpear la muralla europea. Una operación tan compleja nunca está suficientemente asegurada por más que pongamos en ello toda nuestra atención. Lamentablemente, las incertidumbres son muy superiores a las certezas. Aunque el desembarco logre sorprender a los alemanes y alcance un éxito completo, la verdadera batalla se reñirá en las dos semanas siguientes. Todo dependerá de que un equipo de excéntricos bromistas tengan éxito.
O’Neill, perplejo, enarcó una ceja.
—El éxito del desembarco en Normandía depende de que consigamos convencer a los alemanes de que se trata solamente de una maniobra de distracción y de que crean que el desembarco principal se efectuará en Calais. Es la única manera de evitar que en los cruciales primeros días de la batalla refuercen Normandía con tanques y tropas de calidad. Si enviaran al XV Ejército estaríamos perdidos.
—¿Y cómo puede conseguirse tal cosa?
—Nuestros servicios secretos han ideado una vasta operación de engaño: están fingiendo una serie de divisiones que no existen y que se supone que están bajo el mando del general Patton. —Dio un par de chupadas al habano hasta que la punta prendió debidamente y prosiguió—. Hemos fabricado la tramoya más costosa de la historia del teatro, un complejo escenario diseminado por todo el sur de Inglaterra, que incluye campamentos de tropas, aeródromos, depósitos de material, cientos de tanques y de camiones, parques de artillería, almacenes de intendencia… todo ello perfectamente falso, pero que puede parecer verdadero cuando los alemanes lo fotografían desde el aire. Al mismo tiempo, un escuadrón de actores profesionales y telegrafistas lanzan todos los días a las ondas un considerable volumen de emisiones falsas que correspondería al tráfico radiado cotidiano de esos mandos y regimientos inexistentes. La idea es que Hitler crea que contamos con noventa divisiones y veintidós brigadas, en lugar de las treinta y siete divisiones que realmente tenemos. De este modo, cuando desembarquen en Normandía, todos los hombres y el material que tenemos, los alemanes esperarán que ese resto inexistente se lance sobre Calais.
—¡Una estratagema realmente asombrosa! —reconoció O’Neill.
Churchill asintió tristemente.
—En un principio parece bastante viable, ¿verdad?, pero supongamos que no conseguimos engañarlos. Supongamos que están al cabo de todo y responden al desembarco concentrando refuerzos sobre Normandía. Entonces la situación empeorará constantemente porque ellos tienen más capacidad para enviar tropas por tierra que nosotros por mar y viviremos un nuevo Dunkerque, más desastroso que el anterior, porque esta vez nos aniquilarán antes de que nos repleguemos. —Dio una chupada al habano, retuvo el humo y lo dejó escapar lentamente apuntando al techo—. Nos lo vamos a jugar todo a una carta —admitió—. Las estimaciones estratégicas del mando conjunto están en torno al cincuenta por ciento. Como si lanzáramos una moneda al aire. —El primer ministro de Gran Bretaña emitió un profundo suspiro y se quedó un momento pensativo con la mirada fija en la cortina que cubría los trazos, las manchas y los colores del mapa de operaciones—. Hace unas noches que duermo mal —prosiguió—. Siento una gran angustia. Anoche, mientras oía repicar las horas en el Big Ben, no dejé de pensar en el Somme y en las trincheras de la Gran Guerra, en aquellas batallas que se saldaron con un millón de muertos. Temo enviar al matadero a una nueva generación de jóvenes británicos —miró a su interlocutor con unos ojos orlados de profundas ojeras—. Querido Patrick: somos amigos de toda la vida, necesito contártelo a ti. Paso el día fingiendo una seguridad que no poseo, haciendo la uve de la victoria, sonriendo, haciendo gestos desafiantes ante los fotógrafos. Pero cuando me desnudo en mi alcoba sólo soy un anciano asustado, angustiado por tanta responsabilidad. Ni siquiera la puedo compartir con mi esposa, porque se alarmaría y agravaría mi pesar. Paso las noches en vela, inmóvil, tendido junto a ella, con los ojos cerrados para que se crea que duermo y no adivine mi malestar.
—¿Qué puedo hacer yo?
—La Operación Jericó. Los alemanes parecen confiar en ella. ¿Crees que tenemos algo que temer?
O’Neill meditó la respuesta con semblante serio.
—Querido Winston —dijo al fin—, en Eton nos educaron para que sólo prestáramos crédito a aquello que los sentidos pueden detectar y la mente puede comprender. Es el tipo de educación racionalista que se ha impuesto en Europa desde el siglo XVIII. Todo lo que no podemos comprender, todo lo que excede la medida de nuestro análisis, lo hemos desterrado y es como si no existiera y, cuando nos lo tropezamos, lo despreciamos como superstición, o lo consideramos obra de la casualidad. Sin embargo, hay un vasto universo de causas y efectos que todavía no alcanzamos a comprender. Existen efectos, por decirlo de algún modo… mágicos, que tienen el poder de modificar la realidad.
—¿Quieres decirme que los alemanes podrían contar con el poder del Arca?
—Si consiguen la palabra clave y saben cómo usarla, sí.
Churchill permaneció en silencio.
—Me temo, entonces —rezongó—, que Dios esté nuevamente del lado equivocado. Como tantas veces ha ocurrido a lo largo de la Historia, por otra parte.
O’Neill abandonó su asiento y se asomó a la ventana que daba al jardín posterior. Habían arrancado casi todos los árboles para construir un refugio de cemento, pero respetando, al fondo del patio, una retama sarda que brillaba al sol como una llamarada de flores amarillas. La contemplación de aquella belleza influyó en su rápida decisión.
—Te revelaré un secreto familiar —dijo, volviéndose—. Mi padre sustrajo el diagrama de esa palabra judía, del Shem Shemaforash. Los componentes de la Logia de los Doce Apóstoles se habían juramentado para velar por la correcta aplicación del secreto, pero en vísperas de la Gran Guerra era previsible que algunos no jugaran limpio. Entonces mi padre procuró adelantarse y sobornó a un criado de la finca donde se hospedaban, en el sur de España, para que le permitiera copiar el diagrama. Es sólo un trozo de papel vegetal sobre el que frotó un carboncillo, pero reproduce fielmente la lápida que contenía el nombre.
—¿Quieres decir que tienes esa palabra mágica?
—No exactamente. Lo que tengo en el archivo de la familia es un diagrama que podría servir para descubrir la palabra. Mi padre lo tituló la Estrella Templaria porque tiene forma de estrella de doce puntas. Antiguamente se llamaba la Mesa de Salomón. La verdad es que no sé qué hacer con él porque se necesitan bastantes conocimientos cabalísticos para desentrañarlo. Ese judío, Zumel Gerlem, quizá podría deducir la palabra. Lástima que trabaje para los alemanes.
Churchill asintió con expresión grave. Luego dijo:
—Quizá pudiéramos persuadirlo para que cambiara de bando. Después de todo, sólo hay un motivo que lo liga a los alemanes: su hijo, al que retienen en un campo de concentración cercano a la frontera suiza.
—Creía que todos los campos estaban en Polonia y en el Este.
—El campo de Bezau es especial. En realidad se trata de un pintoresco pueblecito bávaro donde han alojado a unas decenas de judíos a los que mantienen discretamente vigilados. Les viene bien para mostrárselo de vez en cuando a las comisiones de la Cruz Roja. Así demuestran que tratan con humanidad a los judíos y a los prisioneros políticos. Quizá Zumel trabajaría para nosotros si los alemanes no retuvieran a su hijo.
—¿Cómo podríamos liberar al muchacho? Los alemanes nunca consentirán en intercambiarlo. Es su único argumento para que el padre trabaje para ellos.
Churchill pulsó un botón y el mayordomo acudió al momento.
—Que venga Higgins.
El capitán Higgins sólo tardó un minuto en comparecer. Era la ventaja de tener en el subsuelo del edificio las Salas Subterráneas de la Guerra. Churchill se lo presentó a O’Neill y le ofreció un café, que el oficial rechazó cortésmente.
—Capitán Higgins, tenga la bondad de explicarnos su plan para liberar a ese judío alemán.
—A sus órdenes, señor. El pueblo de Bezau dista sesenta kilómetros de la frontera suiza. Los judíos allí confinados trabajan en dos talleres de confección de prendas militares. Uno de los oficiales encargados de la vigilancia colabora con nosotros. Podríamos arreglar una fuga nocturna, después del toque de queda, de manera que no lo echaran en falta hasta siete horas después. En ese tiempo podríamos ponerlo a salvo en Suiza. Desde el punto de vista logístico no hay problema.
—El problema es el costo —añadió Churchill—: cincuenta mil marcos para el oficial y diez mil más para el guía suizo que lo introducirá en el país. Su resumen ha sido muy satisfactorio, capitán, puede retirarse.
Cuando se quedaron solos, Churchill prosiguió:
—Nuestros fondos en Suiza deben estirarse para alcanzar una gran cantidad de salarios y sobornos. ¿Crees que sería una buena inversión liberar al judío? Quiero decir, si liberamos al hijo, ¿se pondría el padre de nuestra parte?
—Probablemente si liberamos a su hijo estará dispuesto a trabajar para nosotros. No obstante, todavía quedaría el problema de hacerle llegar el diagrama del Shem Shemaforash. Y aun así, nada nos garantizaría que fuera capaz de deducir el Shem Shemaforash. Y finalmente, tampoco sabemos si la magia del Arca obrará correctamente. Todas las pruebas que tenemos se basan en textos escritos hace miles de años.
—Querido Patrick —sonrió Churchill, poniéndole la mano en el brazo—, ¿tendré que convencerte para que tengas fe?
O’Neill titubeaba.
—La Estrella Templaria es un diagrama. No se puede enviar por radio; ¿cómo se la haremos llegar a un hombre estrechamente vigilado, a cientos de kilómetros en el interior de la Europa nazi?
—Se la llevará un mensajero.
—No confiará en ninguno. Pensará que es una añagaza de los alemanes.
—Tenemos un mensajero en el que confiará.