El fichero constaba de nueve cajas ordenadas por orden alfabético. La ficha que buscaban estaba en la tercera.
—Aquí la tienes —dijo el coronel archivero, un viejo amigo de Arthur Walhead—: Therese Fletcher, nacida en Hambrook, Bristol, el 14 de agosto de 1908, hija de Thomas Andrew Fletcher, funcionario de la carrera diplomática fallecido en 1939 después de ejercer diversos cargos en las embajadas de Su Graciosa Majestad en Honduras, Lisboa y Washington y posteriormente como secretario de embajada en Estambul, Berlín y París. Aquí está la lista de los colegios en los que Therese estudió durante la peregrinación paterna. Eso explica que hable tantas lenguas.
—Debí suponer algo así —dijo Arthur—. ¿Dice algo más personal de ella?
—¿Quieres saber si está casada?
—Algo así.
—Está soltera. Al menos lo estaba cuando se enroló en los Servicios Femeninos, hace tres años. —El coronel se quedó mirando la fotografía y añadió—: Es una mujer muy guapa. No quedan muchas solteras así en el reino.
—No, supongo que no —respondió Arthur con cierto embarazo.
—Pues, a ella, muchacho. La guerra no va a durar toda la vida. Hay que aprovechar cada minuto. Después vendrán los héroes del frente con hambres atrasadas y nos las levantarán todas.
Se cruzaron las miradas y el coronel se sonrojó ligeramente. Había hablado con su amigo en el mismo tono que usaba con los compañeros de sección, funcionarios del MI 5 que sólo arriesgaban la piel como cualquier civil en el bombardeado Londres. Pero Arthur, aunque residiera en Londres, sobrevolaba Alemania dos veces por semana, al frente de una formación de bombarderos de la que estadísticamente un veinte por ciento no regresaba. Era como jugar a la ruleta rusa con un revólver de diez balas, ocho veces al mes, noventa y seis veces al año. De pronto comprendió por qué un comandante que podría quedarse tranquilamente en tierra después de planear la misión se empeñaba en acompañar a sus hombres y comprendió también por qué se obstinaba en permanecer solo, fiel al recuerdo de su mujer muerta.
—¿Irás esta noche por el Savoy? —preguntó Arthur.
—Por supuesto que iré —sonrió el coronel, devolviendo la ficha a su lugar—. Y esta información confidencial te costará dos martinis.
—Nos vemos allí entonces.
Tomó la gorra del perchero y se disponía a salir cuando el coronel le dijo:
—Arthur.
—¿Sí?
—Me alegraría si volvieras a tener una mujer a tu lado. Lo necesitas mucho.
Arthur Walhead sonrió tristemente. Salió de Park End, número doce y caminó pensativo por la acera. Era martes, uno de los dos días del servicio voluntario de Therese en el hospital. Al cruzar Picadilly Circus, esquivando un chirriante tranvía, Arthur vio que la floristería de la esquina estaba todavía abierta y entró. Atendía una señora muy vivaz, a pesar de su edad avanzada.
—¿Qué desea el señor?
—Un ramo de flores que sea… no sé… discreto. Es para una señorita que trabaja en un hospital.
—Le haremos entonces un ramo patriótico —dijo la florista—, con flores de los prados de Inglaterra, de color rojo, azul y blanco. Media libra.
—Muy bien.
La señora compuso el ramo con destreza profesional. No era ostentoso, apenas un bouquet.
—¿Lo llevará usted mismo o se lo enviamos?
—¿Pueden enviarlo?
—Sí, señor, tenemos un servicio de recaderos. Sólo incrementa el coste en tres chelines si es dentro de la city.
—Es dentro de la city —repuso Arthur—. Le escribiré la dirección.
—Verá cómo le encanta —sonrió la anciana—. Aunque vivamos tiempos difíciles hay que practicar la galantería, ¿verdad?