Capítulo 24

El Martin negro del Ministerio de Defensa, con los faros provistos de carpetas de oscurecimiento, recorrió las nueve millas que separaban Hambroke Mannor del aeródromo de Pinkton y depositó a su pasajero ante la escalinata de la mansión. Un solícito mayordomo abrió la portezuela y condujo al invitado ante el primer ministro, mientras dos criados se hacían cargo del equipaje.

La casa distaba mucho de ser una tranquila residencia campestre. Por el pasillo circulaban burócratas uniformados con papeles en las manos. Pegados a la pared corrían haces de cables telefónicos que conectaban con el mundo la improvisada centralita de la mansión. Churchill, el viejo león inglés, mantenía un ojo abierto incluso cuando se retiraba a descansar en la paz de su madriguera de Hambroke Mannor.

El mayordomo golpeó discretamente la puerta antes de abrirla y anunció:

—Sir Patrick O’Neill.

Churchill, parapetado detrás de una mesa abrumada de carpetas, atendía a sir Stewart Menzies, el director de SIS. El premier tenía el puro en la boca y el escaso pelo despeinado. Se levantó sonriente para recibir al visitante.

El recién llegado estrechó las manos de los dos hombres.

—¿Qué tal, Winston? ¿Qué tal, Squiff?

«Squiff» era el apodo de Menzies en Eton, el exclusivo colegio donde los tres habían sido compañeros de aula. Medio siglo después, la vida volvía a reunirlos.

—Patrick, viejo amigo, te agradezco tu visita —dijo Churchill—. ¿Has tenido un buen viaje?

—Un vuelo tranquilo.

—Lo celebro. ¿Qué tal va tu pierna?

O’Neill hizo un gesto de resignación y mostró el bastón con empuñadura de plata en el que se apoyaba.

Al otro lado del antiguo salón de baile había un enorme sofá de cuero y varios sillones. Tomaron asiento los tres.

Churchill descolgó un teléfono y solicitó tres whiskis con soda. Conversaron distendidamente de los días de Eton, y cuando el criado que sirvió las bebidas se marchó, el premier fue directamente al grano.

—Hay un asunto que nos está causando ciertos problemas, Patrick.

—Puede ser una tontería —advirtió Menzies—, pero si nuestro vecino Adolfo se lo toma en serio, nosotros también debemos hacerlo.

Ciertamente, no había sido ésta la opinión del primer ministro dos días antes, cuando el informe de Menzies sugirió que la Operación Jericó no se refería a la bomba atómica, como temían los aliados, sino a la utilización mágica de dos antiguas piedras judías halladas en Túnez. Pero cuando Churchill decidió que había que olvidarse del asunto, Menzies insistió:

—Winston, te recuerdo que desde que supimos que Hitler y sus jerarcas tienen en cuenta el aspecto de la carta astrológica para tomar sus decisiones militares, nuestro servicio mantiene un astrólogo en nómina. De sus observaciones inferimos las de los astrólogos de Hitler y este conocimiento nos ayuda a calcular los momentos en los que se muestra agresivo, que son cuando cree que la suerte de los astros está de su parte.

Churchill, enfadado, mordisqueó el puro, pero tuvo que reconocer que Menzies tenía razón.

—Está bien —suspiró—, pero, por Dios santo, que no trascienda que en plena guerra gastamos parte de nuestros recursos en el seguimiento de dos piedras mágicas, o no volveremos a ganar unas elecciones en quinientos años.

Dos días después, Churchill seguía dudoso, pero, de todos modos, había telefoneado personalmente a sir Patrick O’Neill, y había enviado un avión Lysander de la RAF a recogerlo.

—Estupendo tu desciframiento del mensaje de Madrid —alabó—. Deberías trabajar en la Escuela Gubernamental de Códigos y Cifras.

—Debería estar en algún lugar más movido —reconoció O’Neill con pesar—, y ten por seguro que lo estaría si no fuera por esta maldita pierna.

Churchill compuso un gesto comprensivo.

—Te he llamado porque tengo un problema algo mayor que una simple jaqueca —se sinceró.

O’Neill apreció el chiste. Los O’Neill curaban las jaquecas imponiendo las manos, una facultad que se transmitía de primogénito en primogénito desde los tiempos del rey Alfredo.

—Supongo que es una cuestión de autosugestión. El que se hace imponer las manos cree que su dolor se aliviará.

—En Eton se murmuraba que los O’Neill habíais heredado esa gracia de los templarios.

En los días de Eton, Churchill había pasado algún fin de semana invitado en el castillo de los O’Neill, en Kilmartin. En la escalinata de la mansión, entre viejos óleos que representaban antepasados, había un extraño escudo de armas: una cruz potenzada con un cáliz en el centro y la leyenda: Je garde le sang real, guardo la sangre real. «Una antigua leyenda —explicó O’Neill padre a su joven invitado— sostiene que el primer conde de O’Neill heredó el Santo Grial, el cáliz en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo». La cruz templaria en el centro del escudo mostraba la vinculación de la familia con la orden.

—¿Conoces a un judío alemán llamado Zumel Gerlem?

El nombre pareció sorprender a O’Neill.

—Claro que lo conozco. O mejor dicho, sé quién es, aunque no lo conozca personalmente. Mi padre y el suyo fueron miembros de la logia los Doce Apóstoles a principios de siglo. ¿Qué ha sido de él?

—Los alemanes lo tienen en París. Está colaborando con ellos en el desciframiento de los tabotat.

—¿Colaborando con los nazis? Resulta difícil de creer.

—No tiene otra opción. Retienen a su hijo en un campo de concentración.

O’Neill comprendió.

—Lo siento por él. Creo que, al igual que su padre, es un hombre de mucho mérito y uno de los cabalistas más expertos que existen.

—Lo sabemos. Y un experto en templarios. Por eso vamos a necesitar tu ayuda. Queremos ponernos en contacto con él y dirigir su trabajo.

O’Neill comprendió.

Churchill intercambió una rápida mirada con Menzies, cediéndole la palabra.

—Ahora —dijo Menzies—, creo que debemos hacerte una pregunta que quizá te resulte difícil de contestar. Los alemanes están buscando una fórmula sagrada que despierta el poder del Arca de la Alianza. El trabajo de Zumel consiste en encontrarla. Por nuestra parte, tenemos indicios de que tu familia podría poseer esa fórmula. Si es cierto, te ruego que nos lo digas. Es urgente que sepamos cómo funciona todo esto para diseñar nuestra estrategia.

O’Neill abandonó su asiento y se encaminó cojeando hasta una ventana de cristales emplomados desde la que se contemplaba el jardín posterior de la mansión. Un jardinero con mono azul rastrillaba el césped recién cortado. Lejos, detrás de un seto, un centinela vigilaba el campo con la metralleta bajo el brazo. El cielo estaba azul. Sobre los parterres de flores pegados al muro revoloteaban los insectos. La vida continuaba su curso, pero lejos de esta idílica escena había una guerra, la gente moría, se despedazaba en el campo de batalla, expiraba bajo los aludes de metralla y los escombros de los bombardeos. Era la humanidad doliente que los templarios, un día, habían soñado redimir. Quizá el mundo se había vuelto más loco que nunca, pero el ideal de los templarios continuaba vigente. O’Neill se volvió hacia sus antiguos camaradas.

—Hace seis siglos, el rey de Francia y el papa decretaron el exterminio de los templarios. Poco antes de que los apresaran, una flota templaria compuesta por dieciocho navíos zarpó de La Rochele y se perdió en el mar. Las naves bordearon Irlanda y vinieron a refugiarse en Kimbry y Castle Swim, cerca del castillo de mi familia. Años después, el 24 de junio de 1314, en la batalla de Bannockburn, Robert Bruce, rey de Escocia, derrotó a Eduardo II de Inglaterra, yerno de Felipe el Hermoso de Francia. Los templarios huidos de Francia combatieron al lado de Bruce como caballeros de la Orden de San Andrés del Cardo. San Andrés es, en realidad, Eliazar, o sea Lázaro, el resucitado, porque la orden templaria resucitó en Escocia. Desde el siglo XVI encabeza la masonería jacobita o estuardista; después, en 1593, Jacobo VI de Escocia fundó la Rosa Cruz, con treinta y dos caballeros de San Andrés del Cardo, y la orden se diluyó en varios grupos masónicos que crearon una selva de rituales y una maraña de extrañas mistificaciones.

Regresó a su asiento, tomó un sorbo de whisky y prosiguió:

—El primer O’Neill acogió en Kilmartin a los templarios refugiados. En agradecimiento lo nombraron Custodio de la Sangre, un puesto elevado de su orden secreta.

—Supongo que se refiere al Santo Grial —aventuró Churchill—. ¿Conserváis todavía el relicario?

—No, no es más que una leyenda para justificar las armas familiares, supongo.

Churchill miró distraídamente hacia la ventana. Su día de descanso, aunque no había descansado en absoluto, iba de vencida. Reprimió un bostezo de cansancio y miró a Menzies, indeciso.

—Patrick… ¿por qué se interesan los alemanes por todo esto?

O’Neill comprendió que Churchill estaba abrumado por multitud de problemas y que no sabía qué importancia otorgar a este último.

—Los jerarcas nazis comparten la mentalidad fantasiosa de la clase media alemana de la que proceden. Desde el siglo XVIII se ha asociado a los templarios con el ocultismo. Se ha rodeado a los templarios de una aureola romántica al considerarlos las víctimas del despotismo y la arbitrariedad de los gobernantes. Los románticos inventaron muchos mitos templarios absolutamente falsos y algunas logias masónicas, no menos pintorescas, que reclamaban la supuesta herencia templaria para proveerse de un origen ilustre. Ritos, arquitectura y todo un arsenal esotérico.

—¿Y no hay nada de cierto entonces?

—Ni una pizca de verdad.

—¿Por qué creen esas fantasías los alemanes?

O’Neill se encogió de hombros.

—Quizá porque los bárbaros del norte son muy soñadores; quizá porque son proclives a la lucubración mística; quizá por su inclinación a lo mágico y a las óperas de Wagner.

—Pues ahora esos pirados tienen las piedras del Arca de la Alianza.

—¿Los tabotat originales?

Churchill se sorprendió.

—¿Es que pueden no ser originales?

—Cualquier antropólogo medianamente instruido sabe que existen miles de tabotat. Incluso hay media docena de ellos en Gran Bretaña, criando polvo en las vitrinas de los museos o en los gabinetes arqueológicos de las universidades.

—Creía que sólo existían dos.

—Y sólo hay dos, auténticos, los del Arca de la Alianza de Israel, pero en Etiopía cada iglesia dispone de copias ceremoniales y algunas de esas copias han llegado a Inglaterra.

—Me temo que los que tienen los alemanes son los verdaderos —dijo Churchill.

—Al parecer, los vinculan a una arma poderosa —intervino Menzies—. Hemos analizado el asunto y hemos llegado a la conclusión de que el loco de Hitler intenta usarlos como arma, como hicieron los israelitas en Jericó. ¿Tiene eso algún sentido o son meras lucubraciones?

—Tiene todo el sentido del mundo. Si tienen los tabotat originales pueden reconstruir el Arca y si, además, consiguen el Nombre Secreto pueden obrar por el Arca.

—¿Nombre Secreto? —preguntó Churchill—. ¿Obrar por el Arca? ¿A qué te refieres?

O’Neill contempló el avance de la noche a través de la ventana. Luego apuró su whisky y miró a Menzies y a Churchill alternativamente.

—Pueden ganar la guerra —admitió.

Churchill dio un respingo.

—¿Ganar la guerra? ¡Ya la tienen perdida! Es sólo cuestión de tiempo.

—Puedes creer que si consiguen el poder del Arca ganarán la guerra, Winston —dijo O’Neill seriamente, mirándolo a los ojos.

—Hace meses que tienen los tabotat —dijo Churchill—. ¿Cómo es que continúan perdiendo la guerra y replegándose en todos los frentes?

—Probablemente porque no disponen del Nombre Secreto necesario para obrar por el Arca, la clave que la hace funcionar. Hay una palabra o una frase llamada Shem Shemaforash o Nombre Secreto de Dios. El que la posee y posee el Arca tiene asegurado el dominio del mundo.

—No quisiera perder el tiempo con supersticiones judías —dijo Churchill.

—¿Entonces para qué me has llamado, Winston? Si tenemos que seguir adelante con esto, será mejor que nos otorguemos mutua confianza. Tú eres historiador, Winston. Quizá no ignores que en el envés de la historia discurren corrientes secretas que modifican los acontecimientos.

Churchill asintió.

—Existen dos antiguas sociedades secretas cuyo objetivo consiste en la recuperación del Shem Shemaforash —prosiguió O’Neill—: Lámpara Tapada y el Sionis Prioratus, además, lógicamente, de la Iglesia. La Palabra Secreta constituía el tesoro más preciado de los templarios, pero con la disolución de la orden se perdió, aunque se sospechaba que uno de los últimos templarios, un tal Vergino, pudo recogerla en ciertos diagramas y signos que esculpió en una roca cerca del monasterio donde se había refugiado, en el sur de España. En 1912, el Vaticano, los judíos y los representantes de ciertas dinastías europeas acordaron aunar esfuerzos para encontrar la Palabra Secreta. Con tal fin, una comisión denominada la Sacra Logia Pontificia de los Doce Apóstoles se desplazó al antiguo monasterio de Vergino.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Porque mi padre formaba parte de esa comisión por delegación de Lámpara Tapada.

—¡Un momento! —exclamó Menzies—. El judío que nos envió el mensaje cifrado viajaba al sur de España con una expedición alemana que buscaba una inscripción.

—Entonces todo encaja —observó O’Neill—. Ya sé de qué se trata. Los alemanes buscan la inscripción de Vergino en la Piedra del Letrero. Y no la han encontrado, debo añadir.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no existe ya. La Gran Guerra disolvió el proyecto de los Doce Apóstoles, pero después de la contienda, el Sionis Prioratus localizó la Piedra del Letrero. La inscripción de Vergino estaba borrada.

—¿Quiere esto decir que los alemanes andan a ciegas?

—No, me temo que no. Los alemanes ocupan gran parte de Europa y están en París. Tienen a su alcance, si saben buscarlos, los papeles de la Ordem Soberana do Templo de Jerusalem, cuyo gran maestre, Louis Plantard, perteneció también a Lámpara Tapada. Es posible que ahí encuentren algo.

Churchill intentó cruzar las piernas pero desistió, estaba demasiado gordo. Cambió de postura en el sillón.

—Si ellos consiguen el Shem Shemaforash —conjeturó O’Neill—, pueden apropiarse del poder del Arca.

Churchill reflexionó en silencio, con el ceño fruncido y las manos en las rodillas. Aquel asunto lo irritaba terriblemente.

—Yo no puedo decirles a mis aliados que los alemanes poseen un talismán mágico con el que podrían derrotarnos. El primer ministro de la Gran Bretaña no puede admitir esa clase de creencias, menos aún en esta fase tan delicada de la guerra.

—La amenaza no desaparece simplemente por ignorarla —observó O’Neill.

Churchill asintió en silencio.

—Te diré lo que vamos a hacer, buen amigo. Yo, como primer ministro, la ignoro, pero Menzies pone a tu alcance los medios necesarios para que te ocupes de ella.

—¿Yo?

—¿Quién está mejor situado que tú para comprender este jodido asunto? La patria te llama, amigo mío. Empuña tu sable y galopa a nuestro lado. ¡Somos lanceros de Waterloo! —dijo el premier con limitado entusiasmo, y luego, rebajando algo el tono, añadió—: O en Balaklava.

Balaklava, la llanura donde la famosa brigada ligera resultó aniquilada por los cañones turcos en una carga tan ciegamente heroica como inútil.

O’Neill comprendió y asintió.