Londres, octubre de 1943
Caminaba enfundada en una gabardina larga que impedía comprobar si tenía bonitas las piernas y un pañuelo en la cabeza le ocultaba el cabello, pero la estatura aventajada, la cadencia elástica del paso y el cinturón que le ceñía la cintura sugerían que bajo aquella envoltura invernal se ocultaba un hermoso cuerpo de mujer. Arthur Walhead, siguiéndola por la acera, pensó que aquella elegante manera de caminar, posando cada pie en una imaginaria línea recta, era más continental que británica. Quizá fuera una de las francesas que trabajaban en Regent Street, en el edificio de Francia Libre. Cuando alcanzaron la acera izquierda de Great George Street en dirección a Westminster, Arthur se despidió mentalmente de ella: «Bueno, bella desconocida, aquí me quedo. Lamento de veras no poder acompañarte más allá e incluso más allá aún».
El comandante Arthur Walhead se dirigía a una puerta protegida por un parapeto de sacos terreros, en el número 2 de la calle Great George, una de las entradas de las Salas Subterráneas de la Guerra, desde las que el Estado Mayor británico dirigía las operaciones. El centinela de la puerta se cuadró y miró al frente.
En aquel preciso instante, las sirenas comenzaron a aullar. Alarma aérea. Hacía unas semanas que algunos escuadrones de Heinkel alemanes se aventuraban Támesis arriba para bombardear las zonas portuarias de Londres. En la calle desierta, la mujer de la gabardina se había detenido y miraba a un lado y a otro, orientándose sobre la dirección del refugio antiaéreo más próximo. Arthur Walhead se dirigió a ella:
—¡Señora, por favor, venga por aquí!
Ella se dejó guiar. Descendieron tres tramos de escaleras mezclados con la turba de funcionarios que bajaban ordenadamente de los pisos superiores, muchos de ellos con el bolso de lona con el kit de supervivencia que facilitaba Defensa Civil, algunos, los más fieles observadores de las normas, incluso con la cabeza protegida con un casco de acero.
El refugio consistía en una serie de bóvedas de cemento con bancos corridos a lo largo de la pared. Se sentaron juntos y se presentaron:
—Arthur Walhead, de la RAF.
—Therese Fletcher.
Luego no era francesa.
—¿Vive usted por aquí cerca?
—No, es que trabajo en el Ministerio del Interior.
—Ya veo, una destructora de jardines —dijo Arthur con cierta sorna.
Una de las funciones del Ministerio del Interior consistía en habilitar zonas agrícolas en los jardines sustituyendo rosales por repollos.
Therese se rió con ganas
—En realidad mi trabajo es menos destructivo. Leo la prensa enemiga y redacto informes sobre el ambiente y la moral en Europa. Leyendo entre líneas se pueden adivinar las debilidades del enemigo. Los analistas del Estado Mayor prefieren que ese trabajo lo hagamos las mujeres. Somos más intuitivas. Aparte de eso, dos tardes a la semana, en mis horas libres, trabajo en el hospital de Sainte Agnes como traductora, con los pacientes continentales que no saben inglés; polacos, franceses, judíos alemanes y todo eso.
—¿Y usted conoce todos esos idiomas? —preguntó Arthur con auténtica admiración.
—Todos, no: solamente algunos —sonrió ella, restándole importancia. Se quitó el pañuelo de la cabeza y una cascada de cabellos rubios se desplomó sobre sus hombros. Era una mujer muy hermosa. Arthur calculó que rondaría los cuarenta. Se sorprendió deseándola e imaginándose a solas con ella en aquella cueva inhóspita, consolándola. Ella sonreía de un modo enigmático, quizá le había adivinado el pensamiento. Luego dirigió la mirada al techo y dijo—: Bien, vamos a ver si hay suerte hoy.
Las sirenas enmudecieron porque sus servidores habían corrido también a los refugios. En el subterráneo se hizo un silencio sepulcral sólo perturbado por alguna tos apagada. Las distantes luces rojas iluminaban unos rostros febriles, inmóviles como estatuas, que miraban al techo. Con un sordo rumor, las bombas comenzaron a estallar a lo lejos. La gente contaba los impactos y calculaba la distancia por el tiempo que transcurría entre el sonido apagado de la explosión y su vibración.
Arthur dejó de mirar al techo y descubrió que ella lo estaba observando con interés. Quizá había reparado en el cuello de su camisa algo raído. Sintió necesidad de decirle que vivía solo, que su esposa había muerto tres años atrás en uno de los primeros bombardeos, que desde entonces no se había acostado con ninguna mujer; que no había conocido a ninguna mujer como ella, pero permaneció en silencio. Como otras veces, temía que lo pudieran malinterpretar. Le horrorizaba la idea de salir a buscar mujeres como hacían los militares de permiso. De hecho, no había podido olvidar a Helen, y todavía lloraba algunas noches recordándola, cuando se acostaba derrengado en una habitación de la residencia de oficiales de Regent Street, a un paso de las Oficinas Subterráneas. Quizá era más sentimental de lo que estaba dispuesto a admitir. Aunque él lo atribuía a la tensión de la guerra.
El bombardeo se prolongó durante unos minutos más. Después se encendió una luz verde en la entrada del subterráneo. Fin de la alarma. La gente comenzó a abandonar el refugio charlando animadamente. Arthur y Therese subieron los tres tramos de escaleras en silencio. La acompañó hasta la puerta exterior.
—Muchas gracias por la compañía —dijo ella, tendiéndole una mano.
Él dejó que se alejara el ruido de la campanilla frenética de un camión de bomberos y respondió:
—Ha sido un placer conocerla, Therese. Quizá volvamos a vernos algún día: somos casi vecinos.
—Quizá.
Se estrecharon la mano y él la contempló alejarse acera adelante. Era una mujer muy hermosa.