Alemania
El tren personal de Hitler abandonó Berlín poco después de medianoche y llegó a Múnich al amanecer. El Führer gozaba de un humor estable. La víspera había almorzado con Eva Braun y Frau Troost en Osteria y había inaugurado una exposición de cuadros y esculturas que exaltaban la raza aria. Desde la estación, Hitler y su séquito se trasladaron en una larga columna de Mercedes negros hasta el Berghof, el Nido del Águila, la residencia alpina del Führer, sobre una montaña con vistas a los profundos valles y al pintoresco pueblecito de Berchtesgaden. Desde la ventana del salón se disfrutaba de una vista panorámica de las montañas. Hitler y Eva Braun, cogidos de la mano, contemplaron las últimas nieves y ella comentó con tristeza que eran más bellas a la luz de la luna.
—Todo es más bello a la luz de la luna —murmuró Hitler. Ella le apretó la mano creyendo que Adolf le hacía un cumplido romántico. En realidad, el Führer estaba pensando en el destino de Alemania, machacada casi a diario por los bombardeos aliados; en los espectros de Stalingrado, donde los rusos le habían aniquilado a trescientos mil hombres; en todo el esfuerzo de la guerra. La contienda no marchaba como él había previsto. En el último mes, los angloamericanos habían arrojado ocho mil toneladas de bombas sobre las ciudades alemanas. Hacía meses que Alemania perdía territorios en el frente del Este, se había replegado de África y los submarinos sufrían un tremendo desgaste en el Atlántico. Alemania apenas atacaba. Se estaba atrincherando, acosada por todos los frentes, y los aliados preparaban el asalto a la fortaleza europea. Las armas secretas, unos ingenios tremendamente destructivos en cuyo diseño tenía trabajando a una legión de ingenieros y científicos, eran una esperanza, pero quizá llegarían demasiado tarde.
De estos pensamientos lúgubres lo sacaron los alegres rabotazos de su perra loba Blondi. Hitler y Eva juguetearon con la perra hasta que Frau Mittlstrasser, el ama de llaves, anunció que el desayuno estaba servido. Eva estaba a dieta y sólo tomó zumo de naranja y fruta, pero el Führer desayunó, con excelente apetito, tostadas de pan de centeno, mantequilla bávara, miel italiana y café. El café parecía del cargamento que, una vez al año, traía un submarino desde Turquía.
Sobre la mesa, su ayuda de cámara le había dejado un informe con las últimas noticias internacionales. Durante la segunda taza de café le echó un vistazo. Había una fotografía de Churchill en un recorte de prensa americana.
—No comprendo cómo puede andar por el mundo con esas ridículas blusas de seda, haciendo el payaso —comentó el Führer—. Yo, en cuanto termine la guerra, colgaré el uniforme. Hasta entonces viviré con él como el fraile en su hábito. Después quiero dedicarme sólo a empresas civiles, no quiero ver a un soldado. Mis dos secretarias mecanografiarán mis memorias.
En ese momento entró un secretario con un teléfono.
—El Reichsführer Himmler por la línea privada, mein Führer —le susurró al oído.
—Estaba esperando esa llamada —se excusó Hitler ante sus invitados. Ellos lo disculparon con una sonrisa y fingieron enfrascarse en sus tostadas, mientras por el rabillo del ojo vigilaban la expresión del Führer, que se puso serio y fue cambiando a la furia contenida mientras escuchaba las explicaciones de su ministro.
Malas noticias. La delegación SS enviada a España no había encontrado lo que buscaba. La única opción era poner a trabajar al maldito judío para que encontrara la palabra secreta por otros medios, pero el judío necesitaba los papeles de su padre, el rabino Moshé Gerlem, que habían sido quemados junto con el resto de su archivo, o los de un francés llamado Plantard, que, con un poco de suerte, quizá podían encontrarse en Francia. También necesitaba un lugar de operaciones favorable para hacer su magia, una sinagoga tranquila. «¿Dónde demonios vamos a encontrar eso?» —se había preguntado el Reichsführer Himmler—: las sinagogas y los libros judíos de Alemania y de los países ocupados hacía tiempo que perecieron bajo las llamas. Sólo quedaba en pie la de París, que se había salvado porque el gobierno de la ciudad intercedió por ella, por tratarse de un edificio del siglo XVI.
El Führer lo pensó un momento antes de responder.
—Está bien, llevadlo a París. Es preferible que esas operaciones de magia judía no se celebren en suelo alemán.
Una hora después, la oficina berlinesa de Telefunken emitió un largo telegrama cifrado destinado a la embajada alemana en Madrid y otro al gobierno de ocupación en París, ordenándole que pusiera bajo jurisdicción alemana la sinagoga y la biblioteca del centro de estudios judíos de la rué Agen, y que los transfiriera a la central SS en París.
Los dos telegramas cifrados fueron captados por la estación inglesa de Meadows, en el canal de la Mancha, y transmitidos inmediatamente a Bletchley Park, desde donde, convenientemente descifrados, se abrieron camino hasta la mesa del primer ministro. Aquella misma noche, a la hora de la cena, Churchill estaba enterado.
—La Operación Jericó se traslada a la sinagoga de París.