Norte de Inglaterra
El bimotor de la RAF describió un amplio giro y descendió cabeceando hacia la pista de aterrizaje de Kirkintilloch. El único pasajero de la aeronave despertó y miró por la ventanilla. A través de la espesa niebla se adivinaban dos hileras de luces amarillentas que señalaban la pista.
—Un perfecto puré de guisantes para dejarse el culo —le oyó gritar al piloto a través del zumbido de los motores.
Andrew Burton-Peer, el jefe de Operaciones Encubiertas del SIS, cerró los ojos mientras aterrizaban. No le gustaba volar, pero Churchill lo había designado su mensajero personal para entregar una carta a sir Patrick O’Neill.
Un coche Rolls Phanthom con matrícula de la RAF lo esperaba. Tomó un té hirviendo en la cantina del aeródromo y prosiguió su viaje hasta el pueblecito de Kilmartin, atravesando Dumbarton y bordeando el lago Lomond y el Fyne. El castillo de sir Patrick O’Neill se alzaba sobre una colina boscosa que dominaba el pueblo. Remontaron una estrecha carretera adoquinada que serpeaba entre un bosque de añosos robles y castaños hasta que les cerró el paso una vetusta cancela de hierro pintada de negro, con las puntas de las lanzas en dorado, y la inscripción Kingblood Castle.
El chófer, un sargento de la RAF, se apeó y pulsó un timbre. Un criado acudió a abrir la puerta, para que pasara el coche y volvió a cerrarla. Un viejo mayordomo aguardaba al visitante en el apeadero de la mansión.
—Bienvenido a Kingblood Castle, señor. Sir Patrick O’Neill lo está esperando en el embarcadero. Tenga la bondad de acompañarme.
Burton-Peer siguió al mayordomo por un sendero lateral que discurría entre corpudos castaños y acacias.
—Sir Patrick está impedido de una pierna —explicó el anciano—, y se distrae pescando.
Al volver en un recodo del camino apareció un pequeño lago con un diminuto embarcadero. Un hombre con la cabeza cana vigilaba el anzuelo sentado en un banco.
—El caballero Burton-Peer, sir —anunció el mayordomo.
Sir Patrick O’Neill aseguró la caña y se levantó para estrechar la mano del visitante.
—Estaba esperándolo, mister Burton-Peer. Pug me telefoneó anoche para anunciarme su llegada.
Pug era el sobrenombre de sir Hasting Ismay, jefe del estado mayor de Churchill, en Eton, donde habían sido compañeros de colegio, cincuenta años atrás.
Cuando se quedaron solos le preguntó:
—Tengo entendido que lo envía el primer ministro.
—Así es, sir Patrick. Soy portador de esta carta —dijo, entregándosela.
—Siéntese, por favor.
O’Neill desgarró delicadamente el sobre y desdobló los tres folios que contenía. Los dos primeros eran la carta personal de Churchill a su antiguo compañero de las aulas de Eton, el tercero una copia del mensaje cifrado de Zumel, que O’Neill examinó durante unos minutos.
—En efecto, parece una vieja cifra templaria —declaró.
—Hemos podido transcribirla —dijo Burton-Peer—, pero cuando obtenemos los números no sabemos pasarlos a letras.
—Porque no sustituyen letras —dijo O’Neill—. En realidad remite a pasajes del texto sagrado.
—¿Del texto sagrado?
—De la Biblia. Más simple de lo que parece. Tenga la bondad de acompañarme.
Recogió la caña y regresaron al castillo. O’Neill cojeaba de la pierna izquierda a causa de una herida que nunca terminaba de cicatrizar.
La biblioteca del castillo era una sala amplia con tres ventanales abiertos a un jardín. Los muros estaban cubiertos de estanterías hasta el alto techo, con un pasillo de madera desde el que se alcanzaban los más elevados. En el centro había dos mesas iluminadas por sendas lámparas de estudio, alargadas y provistas de visera verde. O’Neill tomó asiento en uno de los sillones y examinó cuidadosamente el texto cifrado.
—En efecto, no se refiere a palabras sino a números —corroboró—. El desciframiento que ustedes hicieron es correcto.
—¿Números? ¿Y qué significan esos números?
—Tienen un significado cuando se relacionan con la Biblia. Es un sistema de doble cifra que usaron los templarios en Tierra Santa.
—¿Podríamos conocer el mensaje?
O’Neill abrió una vitrina, extrajo un viejo ejemplar de la Biblia, buscó una página determinada y se la señaló al correo de Churchill.
—Vea usted mismo. Las tres primeras cifras del mensaje son nueve, cuatro y veintidós. Eso significa el libro noveno, el capítulo cuarto y el versículo vigésimo segundo. Aquí lo tiene.
—«La gloria ha sido desterrada de Israel porque el Arca ha sido capturada» —leyó Burton-Peer—. El Arca, ¿qué Arca?
—Se refiere al Arca de la Alianza, cuando fue capturada por los filisteos, enemigos de Israel.
—Y las otras cifras, ¿qué indican?
O’Neill buscó en la Biblia.
—El 11 se refiere al Libro de Jeremías, según el canon hebreo, el 50 es el capítulo, el 4142 que sigue hay que descomponerlo en dos cifras de dos dígitos y señala los versículos 41 y 42. Léalos, si es tan amable.
Burton-Peer tomó el libro y leyó:
—«Mirad que un pueblo viene del norte, una gran nación y muchos reyes se despiertan en los confines de la tierra».
—El gran pueblo del norte son los alemanes —interpretó O’Neill—, y esos muchos reyes son los aliados.
—«Arco y lanza blanden; crueles son y sin entrañas; su voz como la mar ruge» —terminó Burton-Peer—. No cabe duda: se refiere a los jodidos alemanes.
O’Neill contempló con aire abstraído uno de los cuadros que decoraban la estancia, una litografía de Fulton Thomas fechada en 1825 que representaba a los hebreos en el desierto portando el Arca de la Alianza. Con voz tranquila dijo:
—Creo que la interpretación no es difícil: el judío está usando una obsoleta cifra templaria para recordarnos la conexión de la tradición templaria con el Arca. Los templarios buscaron afanosamente el Arca de la Alianza en las ruinas del templo de Jerusalén, que el rey Balduino les concedió; después la siguieron buscando por todo Oriente hasta que dieron con ella en Etiopía y la consiguieron el año en que la orden fue suprimida. Creo que el judío nos está indicando que los alemanes tienen el Arca.
—¿Es posible?
—Es perfectamente posible. Hace cuatrocientos años, un templario llamado Vergino sacó de Etiopía los tabotat del Arca y los ocultó en Túnez.
—¿Los tabotat?
—Dos piedras o dos tablas de madera petrificada cubiertas de signos que constituyen la esencia del Arca. A partir de ellos, el Arca puede reconstruirse, puesto que sus medidas y disposición precisas aparecen en las Escrituras.
—¿Cree posible que los alemanes tengan los tabotat?
—¿Conquistaron Túnez, no? Dispusieron de varios meses para buscarlos. El mensaje parece indicarnos que tienen el Arca.
Londres
Aquella misma noche, después de la reunión del gabinete de guerra, Churchill invitó a Menzies a acompañarlo en su paseo diario.
—Hace una semana, un judío prisionero de los alemanes hizo llegar a nuestra embajada de Madrid un mensaje endiabladamente cifrado. Descartamos que fuera un chiflado porque al propio tiempo el mismo mensaje cayó en manos del Vaticano y nos pareció que le concedían mucha importancia.
—¿Y bien?
—Bletchley Park fracasó en el desciframiento, pero nuestro común amigo Patrick O’Neill lo ha descifrado satisfactoriamente.
—¿Ah, sí? —preguntó Churchill distraídamente.
—Parece algo descabellado, Winston, pero, al parecer, los nazis han encontrado el Arca de la Alianza.
—¿El Arca de la Alianza? ¿El Arca de la Alianza de los judíos?
—Eso parece.
—Pero ellos abominan de los judíos, ¿cómo es posible?
—Abominan de los judíos, pero están convencidos de que consiguieron los secretos mágicos de los antiguos egipcios, Moisés y el Arca de la Alianza.
—Bien, supongamos que la han encontrado. No veo en qué modo puede afectar eso a la guerra.
—Es que, si la han encontrado, eso explica por completo el Proyecto Jericó del que el embajador nipón le hablaba hace un mes a la oficina imperial del Japón.
Churchill se detuvo en seco y apoyó una mano en el brazo de su acompañante.
—¡Diantre! Esos locos quieren convertir el Arca en una arma de guerra.
—A esa conclusión han llegado los analistas del SIS: si creemos en la Biblia, el Arca es una devastadora arma de guerra.