Al día siguiente, después de un desayuno serrano a base de migas con torreznos y melón, prosiguieron el camino, por pésimas carreteras, entre dehesas de alcornoque y carrasca, con berruecos de granito esparcidos entre el verdor de la jara, el lentisco y el monte bajo. Poco antes del mediodía alcanzaron la meta del viaje, Chiclana de Segura, un pueblo de casas humildes y blancas, con las calles empedradas y limpias. Aparcaron a la sombra, en la bocacalle de una plaza con una fuente en el centro, en la que las caballerías abrevaban mientras las mujeres llenaban sus cántaros. El ayuntamiento era un edificio de dos pisos con la fachada de ladrillo. Del balcón principal colgaban yertas las banderas española y de la Falange.
Von Kessler, seguido de Kuhlenthal, entró en el zaguán consistorial, sorteó un botijo que colgaba de un gancho y se dirigió a un alguacil moreno que, tras un mostrador de madera, extendía laboriosamente el permiso de venta a un melero ambulante. El alguacil levantó la cabeza y al ver al tipo alto y rubio con un parche en el ojo inquirió:
—¿Qué se le ofrece?
Von Kessler le tendió un sobre. El alguacil se descompuso cuando vio el membrete de la Jefatura Nacional de Falange.
—¿Los alemanes? ¡A sus órdenes, excelencia! Haga usted el favor de acompañarme, que el señor alcalde lo espera desde hace dos días y está el pobre que no vive.
Dejaron al melero esperando y subieron por una escalera de baldosas sueltas y partidas, aunque muy limpias.
—Aquí oímos el parte diario de guerra de las victorias alemanas en Radio Nacional —explicó el alguacil, volviéndose—. ¡Hay que ver la zurra que les estamos dando a los comunistas!, ¿eh?; los estamos dejando que da pena verlos… —Reparó en la mano de madera, en la cojera y en el ojo perdido y balbució—: En fin, como dice el Caudillo, cualquier sacrificio personal es poco para la victoria.
El alcalde tendría unos cuarenta años. Había recibido un telegrama de la Jefatura Nacional de Falange anunciándole la visita de una comisión alemana y llevaba dos días pasando calor, embutido en el uniforme de gala falangista, chaqueta blanca, camisa azul, corbata y correaje negros, pistola al cinto, los emblemas con el yugo y las flechas y la medalla de Sufrimientos por la Patria.
—¡Don Raimundo, los alemanes! —anunció el municipal, asomando la cabeza.
—¡Adelante, adelante! —respondió el alcalde.
Entraron en un despacho sucintamente amueblado con un armario archivador de madera tallada, un sofá y una mesa escritorio. En la pared había dos grandes fotografías enmarcadas. Una representaba a José Antonio Primo de Rivera en mangas de camisa, remangado, el pelo empapado de brillantina y peinado para atrás; la otra, al Caudillo con el uniforme de general, con un tabardo dotado de un enorme cuello de piel vuelta que acrecentaba su exigua estatura.
Don Raimundo salió de detrás de su severa mesa escritorio y disparó un brazo en impecable y ensayado saludo fascista, cuidando mantener la mano un poco angulada, con ortodoxia falangista, y no extendida como prolongación del brazo, al estilo nazi, como hacían algunos obispos españoles que saludaban de esta guisa en el «NO-DO».
—¡Arriba España y Heil Hitler! —exclamó.
—¡Heil Hitler! —respondieron los del abrigo de cuero.
—¿Señor Domínguez? —dijo Von Kessler, ofreciendo su mano sana y entrechocando los tacones.
—El camarada Domínguez para servirlo —corrigió el alcalde, sonriendo bajo el bigote—. ¿Usted debe de ser el camarada Von Kessler?
—En efecto, camarada alcalde —respondió Kuhlenthal—. Y yo soy el intérprete de la embajada alemana.
—Es un honor recibir en mi pueblo a esta embajada del bravo y teutón pueblo alemán —dijo el alcalde—. ¿Han tenido un viaje agradable? ¿El Führer anda bien de salud?
Kuhlenthal tradujo.
—El viaje ha sido muy agradable —mintió Von Kessler—. ¿Conoce usted el motivo de nuestra visita?
Kuhlenthal volvió a traducir.
—No, camarada —respondió el alcalde—. La superioridad me la comunicó mediante telegrama. Mi pueblo y un servidor estamos a su entera disposición para lo que se le ofrezca.
Intervino Kuhlenthal:
—El profesor Zumel, aquí presente, es arqueólogo y quiere estudiar las ruinas de un antiguo monasterio llamado Montesión, en un lugar que llaman la Piedra del Letrero.
El alcalde palideció. Se pasó un dedo por el bigotito recortado, semejante a una carrera de hormigas negras.
—¿La Piedra del Letrero, dice? —Se sonrojó y cruzó una mirada con el alguacil, que se encogió de hombros.
—Sí, ya veo que conoce el lugar. Queremos visitarlo lo antes posible.
—Cuando ustedes quieran —dijo el alcalde—. El pueblo y un servidor estamos a sus órdenes.
—Ahora mismo, entonces.
—¡Barragán, avisa a la Guardia Civil! —ordenó el alcalde.
—¡Eso está hecho! —dijo el alguacil al tiempo que descolgaba el teléfono y giraba enérgicamente la manivela.
—¿La Guardia Civil? —se extrañó Kuhlenthal.
—Sí, camarada. Lamentablemente, quedan todavía algunos bandoleros en el campo, prófugos del ejército comunista que viven ocultos en la sierra. En cuestión de meses, quizá de días, serán capturados y fusilados, pero mientras tanto es mejor salir escoltados, no sea que tengamos un disgusto por mano del diablo.
A los pocos minutos llegó la pareja de la Guardia Civil, dos hombres hoscos que se cuadraron ante el alcalde y no mostraron el menor interés por los visitantes. Von Kessler admiró los tricornios charolados, las capas verdes y los fusiles Mauser algo destartalados, que olían a grasa. La expedición se repartió entre el Opel y el taxi del pueblo, un Studebaker antediluviano, cada uno con un guardia civil en el estribo oteando el campo.
Después de pasarse por la casa del alcalde para que se cambiara el uniforme falangista por ropa de campo más fresquita, salieron del pueblo por el carril agrícola de la Venta de los Santos. A los siete kilómetros de baches, polvo y moscas divisaron una humilde casa abandonada sin puertas, tejas ni ventanas.
—Ahí está la Piedra del Letrero, detrás de la casa —señaló el alguacil.
Aparcaron a la sombra de un emparrado caído y rodearon la casa. Detrás había una plataforma de piedra medio invadida por los yerbajos. El alguacil empuñó una azada y despojó la superficie. La irregular superficie de la piedra estaba cubierta de letras, cruces, signos y grafitos. Hacia el centro había un espacio cuadrado minuciosamente picado.
Zumel se volvió hacia Von Kessler.
—No hay nada que leer —informó—. Han destruido la inscripción.
Von Kessler sintió la sangre golpeándole en las sienes.
—¿Qué ha ocurrido?
El alcalde se encogió de hombros.
—Esa parte de ahí estaba picada desde no sé cuándo y por esta de aquí había unos círculos, unas letras y unas rayas, pero hace dos años recibimos una orden del Gobierno Civil de la provincia para que los picáramos.
—¿Por qué?
—Porque eran cosa de masones.
—¿Masones?
—Eso decía la circular —se excusó el alcalde—. Y aquí, como usted comprenderá, el que manda, manda.
—¿Y si sabían que no estaba, cómo no nos lo advirtieron para ahorrarnos el viaje?
—La circular de la Jefatura del Movimiento nos ordena ponernos a su disposición para lo que manden, luego se lían las cosas y muchas veces piensa uno si para esto hemos ganado una guerra.
Von Kessler no disimuló su ira. Todo el fatigoso viaje, todo el polvo, el sudor y el vapuleo de los baches, para nada.
El alguacil le cuchicheó unas palabras en el oído al alcalde.
—¡Esperen! —dijo el munícipe—. Todavía cabe una posibilidad de que sepan lo que había escrito.
—¿Qué posibilidad?
—Hay un maestro en el pueblo, don Julio Jiménez, que es aficionado a las cosas antiguas y va por el campo tomando nota y recogiendo tejoletes de cacharros rotos y extravagancias así. Yo creo que él tiene copiado lo de la piedra. A lo mejor hasta le ha hecho fotos.
—¿Dónde podemos ver a ese hombre?
—Como ahora no es tiempo de escuela está en Úbeda, con sus padres, que están ya muy mayores.
—Úbeda, ¿y eso dónde está?
—A sesenta kilómetros de aquí, más o menos.
—¿No le podemos telefonear?
—No tiene teléfono. Podemos avisar a la centralita del pueblo para que lo llamen, pero con las demoras casi trae más cuenta ir.
Von Kessler reflexionó. Habían ido al fin del mundo. Valía la pena intentarlo.
—Está bien. Iremos a Úbeda.
—Pues no se hable más —dijo el alcalde—. Volvemos al pueblo, comemos y salimos para Úbeda. ¿Se duerme la siesta en el Reich alemán?
Kuhlenthal tradujo.
—No, en Alemania no dormimos siesta.
Un brillo de admiración empañó los ojos del alcalde.
—¡Siempre trabajando! Así es como se levanta un país. Si aquí fuéramos la mitad de trabajadores que ustedes, otro gallo cantaría, pero a pesar del entusiasmo del Caudillo, la verdad es que aquí la gente trabaja menos que en Alemania. Y eso que el Caudillo da ejemplo. ¿Sabía usted que la lucecita de El Pardo permanece encendida hasta altas horas de la noche?
Kuhlenthal tradujo.
—No, no lo sabía. Al Führer también le gusta trabajar de noche.
—¡Es lo que yo digo: superhombres! Así es como se levanta un país. Aquí los únicos que trabajan de noche, aparte del Caudillo, son los serenos. ¡No hay color!…
Regresaron al pueblo y almorzaron cocido con costilla añeja en casa del alcalde. Zumel, los agentes de la Gestapo, el cabo Kolb y el chófer comieron en la cocina, con las criadas, Kuhlenthal y Von Kessler en el comedor de respeto, con la señora y las dos hijas del alcalde, sobre un mantel bordado que apestaba a naftalina. Había una fuente con mitades de cebolletas frescas que el alcalde hizo circular varias veces para que los comensales acompañaran con ellas el cocido. A cada cucharada, la señora preguntaba solícita «Gut?, Gut?». Y Kuhlenthal le respondía educadamente: «Sí, muy gut, muy gut». De postre tomaron melón fresquito enfriado en el pozo.
No hubo siesta. Tomaron la carretera vecinal que enlazaba con la de Levante, cruzaron el puente sobre el río Beas y torcieron a la derecha por la carretera nacional en deplorable estado. Entre el baqueteo de la mañana y la cebolleta del cocido que se le repetía y le producía un encadenamiento de pequeños eructos, el agente de la Gestapo Ernst Müller se mareó y tuvieron que parar para que vomitara en la cuneta.
—¡Ahí lo tiene usted, tan hombrón y se marea! —comentó el alguacil.
El alcalde le lanzó una mirada asesina que lo hizo rectificar:
—Esto del mareo es que le coge al más pintado. En el Cortijo de las Cuentas, donde trabajé de chico, había un mulo que se mareaba en la trilla y se dejaba caer sobre la parva.
Kuhlenthal tradujo. Von Kessler se encogió de hombros.
—¿Sabe usted lo que había que hacer para levantarlo? —insistía el alguacil.
No recibió respuesta, pero él se animó a seguir.
—Pues se le agarraba el rabo y se le daba una buena patada en los cojones.
Cuando Müller se repuso prosiguieron el viaje. La carretera, relativamente recta, discurría entre olivares. Dejaron Iznatoraf a la derecha, encaramado en su alto risco, y después de atravesar Villacarrillo y Torreperogil, sin más incidencia que una rueda pinchada, llegaron a Úbeda.
Entraron por el cantón y al llegar al pilar del abrevadero se encontraron a un lechero que estaba enjuagando unas cántaras.
—¿Don Julio, el maestro? —dijo el hombre, rascándose bajo la boina—. ¡Ah, el hijo del Guarda! ¿Vienen ustedes al entierro?
—¿A qué entierro? —inquirió el alcalde.
—¿No lo saben ustedes? Pues el del padre, Frasquito el Guarda, que en gloria esté, que se murió ayer tarde el hombre.
—¡Vaya por Dios y qué oportuno! —exclamó el alcalde.
Kuhlenthal explicó.
—Bien, pero no venimos a ver al padre —dijo Von Kessler.
—No, al padre, no —repuso el alcalde—, pero hágase cargo.
—Estos señores han venido ex profeso desde Alemania —protestó débilmente Kuhlenthal—. ¿Será posible ver a don Julio, aunque sólo sea un momento?
—¡En fin —suspiró el alcalde—, vamos allá! Todo sea por la amistad hispano-germana.
El lechero asistía curioso al intercambio de parrafadas en alemán y a sus traducciones.
—Oiga, usted perdone —intervino—. ¿Estos señores son alemanes por un casual?
—Sí, son alemanes —intervino el chófer.
—¿No podría usted preguntarles por un primo que tengo en la División Azul? Se llama Honorio García, a lo mejor lo conocen.
—Es que ellos no vienen de donde está la División Azul, sino de Berlín.
—¡Ah! —se excusó el lechero—. ¡Como la radio dice que están por todas partes!… Ya me parecía a mí que era mucho chulear.
Entraron en el pueblo y recorrieron un par de calles solitarias hasta que salieron a una tercera donde había una aglomeración.
—Ahí es el muerto —señaló el chófer.
La gente iba vestida de respeto, muchos con brazaletes negros. Un corrillo de mujeres, con velo en la cabeza, consolaba a una, a la que una vecina le había sacado una silla y otra un vaso de agua. Hacía calor y los abanicos funcionaban a toda velocidad. Según costumbre, las damas lo cerraban de vez en cuando, propinándose sonoros abanicazos sobre el pecho poderoso.
Los visitantes aparcaron a cierta distancia, pero no pudieron evitar que la gente, que se agolpaba en la calle, dejara de atender al entierro para concentrarse en los forasteros y especialmente en sus coches. El alcalde se acercó a uno de los corrillos y preguntó por don Julio.
—Sí, señor; está arriba.
El alcalde entró en la casa mientras el resto del séquito esperaba fuera. Al poco rato salió.
—Ya hemos quedado en hablar del asunto con más calma después del sepelio —informó a Von Kessler a través de Kuhlenthal—. Ahora hay un problema y es que tienen dificultades para sacar el ataúd porque están en un tercer piso y la escalera es estrecha. He pensado que quizá sus hombres podrían echar una mano. La familia se lo agradecerá.
Von Kessler consideró la situación. Miró a Zumel.
—No voy a huir —dijo el judío.
—Está bien: Müller, Burrho, acompañen a este hombre y ayúdenlo a bajar el ataúd.
—A sus órdenes, Hauptsturmführer.
Los de la Gestapo se abrieron camino entre los corrillos que comentaban lo querido que era el difunto que hasta de Alemania venía gente al duelo.
Mientras bajaban el féretro, el alcalde se acercó a cumplimentar a la autoridad religiosa que oficiaría la ceremonia.
—Don Próculo, le voy a presentar a unos señores que han venido de Alemania.
El párroco, un hombre bonachón entrado en carnes sonrió y extendió la mano. Von Kessler se la tomó, bajó la cabeza en una cortés reverencia y dio un taconazo. Zumel se inclinó, besó la mano del sacerdote y la retuvo un momento entre las suyas al tiempo que susurraba:
—Es un honor conocerlo, padre.
El cura disimuló. Aquel desconocido le había deslizado un objeto diminuto en el hueco de su mano. En cuanto tuvo ocasión lo miró y vio que era un cilindrito de papel enrollado. Una nota, quizá la confesión comprometida de una alma atormentada. La guardó en el bolsillo de la sotana para leerla más tarde en privado.
La escalera era angosta, con peldaños de pobre, de los que tienen más tabica que huella, y el difunto pesaba más de diez arrobas. Los hombres de la Gestapo sudaron lo suyo para bajar el féretro, junto con tres deudos. Un hermano del muerto intentaba echar una mano pero estorbaba más que ayudaba.
—Es que estoy herniado —se excusó.
En uno de los esfuerzos se le escapó una ventosidad floja y fétida, lo que propiamente se denomina follón. El agente Müller, que llevaba el ataúd detrás de él, dos peldaños más arriba, reprimió una arcada.
—¿Has sido tú, Hans? —indagó.
—¿Si he sido yo, qué? —preguntó el agente Burrho desde el otro lado del ataúd.
—Si has ventoseado.
—No, ¿en un funeral? —farfulló Burrho—. ¿Por quién me tomas?
Müller reflexionó.
—Entonces me estoy tragando los pedos de este untermensch —masculló, irritado.
Terminaron de bajar al muerto hasta el portal, donde los familiares y vecinos se hicieron cargo del féretro y se encaminaron al cementerio con el cura y los monaguillos delante, seguidos de una numerosa comitiva de aldeanos que hablaban de la cosecha desastrosa y de las negras perspectivas.
—Por lo menos el pobre Guarda ya ha descansado —oyó comentar Zumel.
Los visitantes se agregaron al sepelio por delicadeza, Müller y Burrho escoltando al judío. Cuando se despidió el duelo, el alcalde se acercó a Julio Jiménez.
—Perdona, Julio, pero estos camaradas han venido de Alemania.
—¿Ves, Herminia? —le dijo Julio Jiménez a su mujer—: Hasta de Alemania, con la que tienen liada allí, ha venido gente al entierro. ¡Es que hay que ver cómo lo querían!…
—No, no es cosa de tu padre —corrigió el alcalde—. Están investigando sobre la Piedra del Letrero.
—¡Ah! —dijo el maestro, un poco decepcionado.
—Quieren saber si tú tendrías fotografiada la parte que se quitó.
—Vamos a mi despacho y vemos si hay algo.
El despacho era una habitación fresquita de la planta baja, con una mesa castellana y un armario librería atestado de carpetas y libros. Una criada trajo sillas para los visitantes y una cafetera con café de achicoria, el erszat de café español, como explicó Kuhlenthal a sus compatriotas.
Julio Jiménez abrió una carpeta de gomas que contenía folios amarillentos, cuartillas, facturas escritas por el revés, recortes de periódico y un cuaderno escolar entre cuyas páginas encontró lo que estaba buscando. Lo puso delante de Von Kessler.
—Aquí tiene usted la Piedra del Letrero tal como era en 1922.
Era un amasijo de cruces e iniciales en distintos tamaños, con una flecha artísticamente trazada que indicaba el norte. En el centro de la piedra había un rectángulo formado por rayas que se cortaban perpendicularmente.
—¿Y esto?
—Esa cuadrícula corresponde a una parte que está picada a cincel. Había alguna inscripción y la borraron. Cuando yo lo dibujé hace veinte años ya no estaba. ¿Es eso lo que buscan ustedes?
—Me temo que hemos hecho el viaje en balde —suspiró Von Kessler—. Hemos perdido unos días preciosos y estamos como al principio.
Pernoctaron en Úbeda y al día siguiente temprano iniciaron el regreso. En Linares, Von Kessler envió un telegrama cifrado a la embajada alemana en Madrid con el ruego de que lo remitiesen inmediatamente al Reich. Aquella noche el calor se aunó a la sensación de fracaso para impedirle conciliar el sueño. Salió a la terraza de la pensión, se acomodó en una hamaca de lona y empezó una botella de valdepeñas. Cuando llevaba un buen rato bebiendo en solitario notó que no estaba solo. En el otro extremo de la terraza había una sombra que contemplaba silenciosamente las estrellas.
—¿Kolb?
—Soy yo, Herr Kessler —respondió la pausada voz de Zumel.
Kessler tomó asiento junto al judío y le ofreció vino, que el judío rechazó. Después de unos minutos de silencio, en los que Von Kessler se dedicó a escrutar el firmamento como hacía su prisionero, dijo:
—Los dos somos infrahombres, Zumel. —Su voz sonaba ligeramente ebria—: Usted por judío y yo por mutilado. ¿Sabe que desde que me ocurrió esto no he vuelto a estar con ninguna mujer? Lo intenté una vez, con una vieja conocida, una buena patriota alemana, pero se asustó al verme. La gente se horroriza ante mí, como si fuera un apestado. He visto a niños espantados refugiarse en las faldas de sus madres. La gente desvía la mirada cuando yo paso.
Zumel no dijo nada. Asistía apesadumbrado a la confesión de su carcelero, temiendo que en cuanto amaneciera, a plena luz del día, y se disiparan los vapores del alcohol, Von Kessler se arrepentiría de haberle hecho confidencias. Von Kessler adivinó sus temores.
—No le ahorcaré mañana por haber oído esto —dijo con voz enronquecida—. Necesito contárselo a alguien y usted es el único al que conozco que pueda entenderlo. Está tan solo y tan condenado como yo.
El prisionero asintió en silencio.
—Usted se preguntará por qué lo respeto. No lo respeto por usted, lo respeto por mí. Cuando era un hombre entero estaba convencido de la nueva moral del Reich basada en la evolución y en la eliminación natural de las razas inferiores por las razas fuertes, por los señores germanos, pero desde que soy medio hombre estoy volviendo a la moral judeocristiana. Al principio pensaba que se debía a mi triste situación. Ahora no estoy tan seguro de que el poder deba ejercerse con crueldad y determinación. Usted hace tiempo me habló del poder compasivo.
—El verdadero poder, el que no teme nada, es compasivo —dijo el judío.
—¿Alguien que haya tenido poder ha intentado ser compasivo?
—Salomón lo fue. Y algunos imitadores de Salomón.
—¿Quiénes?
—Esos templarios, cuyas huellas seguimos. Para ellos y para algunas sectas orientales, el poder debe ser un amor que impone las exigencias de la justicia. En eso consistía la sinarquía que buscaron los templarios. Entonces, como ahora, el mundo estaba desgarrado por las guerras. Los templarios idearon un plan para restablecer la armonía, un gobierno mundial que impusiese la justicia y la compasión sin hacer distinciones entre cristianos, musulmanes y judíos, el regreso a la Edad de Oro. Creían que las razas y las familias pertenecen a un grupo común.
—Una visión pueril.
—No, Herr Kessler —replicó Zumel. En la oscuridad su voz sonaba como la de un anciano—. Lo cruelmente pueril es incendiar el mundo en nombre de una simplificación que reduce la complejidad de la humanidad a una lucha entre una raza superior que debe aniquilar a otras inferiores para alcanzar su destino. Yo soy mayor que usted. En veinte años de vida universitaria he asistido al surgimiento de la mediocridad y al entronizamiento de la mentira. Yo he visto incubarse el huevo de la serpiente en mi querida Alemania. Ahora la serpiente nos está devorando a todos.
Von Kessler bebió un largo trago de la botella.
—La serpiente nos devorará a todos —repitió reflexivamente.