Capítulo 16

A Zumel le confortó regresar a Berlín, aunque en sus últimos años aquella ciudad se había vuelto tan inhóspita para él que había dejado de considerarla como su hogar. En el trayecto desde el aeropuerto a la Prinz-Albertstrasse, en el asiento trasero de un Adler, comprimido entre dos inexpresivos agentes de la Gestapo llamados Burrho y Müller, advirtió cuánto habían cambiado las cosas durante su ausencia. La Berlín alegre, desenfadada y rica que conoció se había convertido en una ciudad triste y hostil. La ruina y el pesimismo estaban presentes en los edificios y en los corazones. En casi todas las calles había casas bombardeadas, solares ennegrecidos en los que trabajadores extranjeros rescataban los elementos reutilizables —ladrillos, madera, plomo, cobre—, al tiempo que adecentaban las montañas de escombros para que ofrecieran un aspecto germánicamente ordenado. Los berlineses que transitaban por las aceras parecían menos alegres que antaño. A la elegancia había sucedido el desaliño. Los escaparates exhibían enormes retratos del Führer para ocultar la escasez de artículos en venta. Los cines Bensben se habían reconvertido en almacenes de artículos de abrigo para los soldados en campaña. No obstante, todavía se veían jinetes en el Tiergarten, casi todos en uniforme militar, aunque tenían que sortear algún que otro cráter abierto por las bombas. La ópera continuaba abierta y anunciaba El anillo de los nibelungos.

Aquel héroe nazi bárbaramente mutilado que le habían asignado como ángel de la guarda se comportaba con helada corrección, pero eludía hablarle más de lo estrictamente necesario. Probablemente se sentía humillado en compañía de un judío. Se propuso hacerle lo más llevadera posible aquella tarea. Los meses de privaciones y desdichas pasados en Auschwitz le habían enseñado a mostrarse humilde y servicial con los guardianes. En el campo, como en el resto de Alemania, la supervivencia dependía totalmente de la condescendencia de los guardias.

El nazi mutilado se había levantado de su asiento cuando el avión rodaba todavía en la pista camino del aparcamiento en la terminal. Un giro imprevisto le había hecho perder el equilibrio y Zumel lo había sostenido por el brazo. Le respondió iracundo con una tremenda bofetada, al tiempo que le espetaba: «¡Quítame las manos de encima, maldito judío!»

Después, en la oficina de las SS del aeródromo, le había preguntado si quería ir al lavabo. Quizá era su manera de decirle que lamentaba lo ocurrido. Zumel tendía a disculparlo. Comprendía que un hombre que en plena juventud ha perdido un ojo, un brazo y una pierna tiene pocas razones para sentirse satisfecho con la vida. Más aún si lo han adoctrinado en los mitos del superhombre ario. En la propaganda bélica nazi no había lugar para héroes desmembrados. Eran la basura bélica que había que ocultar debajo de la alfombra.

Pensó en David. La despedida de su hijo no había sido tan emotiva como había esperado. O quizá sí. David era demasiado joven e impetuoso. Pertenecía a esa generación de jóvenes judíos envenenados por la utopía sionista que tildaban a sus padres y a sus antepasados de irresolutos y cobardes. Hace mil años que deberíamos haber regresado a Israel y no estaríamos lamentando todo esto, pero no, vuestra inacción, el apego a los negocios, a los barrios miserables, a las tiendecillas de mala muerte, os ha mantenido en la boca de la bestia y ahora os lamentáis cuando la bestia os engulle y os tritura los huesos.

Quizá tenía razón, pero, después de todo, él se sentía alemán antes que judío. Berlín había sido la patria de una floreciente comunidad judía que estaba orgullosa de haber contribuido con su esfuerzo al progreso de la ciudad.

El coche llegó al número 9 de la Prinz-Albertstrasse, un edificio barroco de piedra, construido a principios de siglo, en cuya fachada ondeaba la bandera de la cruz gamada.

—Hemos llegado —dijo Von Kessler como para sí, mientras el chófer torcía para enfilar el apeadero y se detenía ante la barrera guardada por dos SS con metralletas.

El agente Buhrro bajó la ventanilla y extendió los pases correspondientes. Se levantó la barrera. El automóvil continuó su marcha y aparcó en el amplio patio interior. Se apearon. Desde una ventana abierta llegaba la voz arenosa de Marlene Dietrich cantando Lili Marlen en la radio.

La celda, en los sótanos de la universidad ocultista de las SS, el Ahnenerbe, era lo más cómodo que Zumel había conocido en los últimos meses, casi la suite de un hotel de lujo. Tenía una cama de hierro atornillada al suelo, un buen colchón, sábanas limpias, una mesa de estudio grande, con los bordes quemados de las colillas, un lavabo y un retrete de taza alta medio disimulado detrás de un pequeño biombo. La luz entraba por una ventana alta que daba al patio de los aparcamientos. Los guardias eran SS, pero trataban al prisionero con corrección. Antes de abandonar Auschwitz lo habían sometido a un reconocimiento médico completo, le habían puesto inyecciones de vitaminas, le habían recetado un colirio para los ojos, lo habían llevado al baño —bajo la vigilancia de Müller y Buhrro, para evitar tentaciones de suicidio—, y le habían entregado ropa limpia de su talla.

Los nazis lo necesitaban. Habían conseguido, Dios sabe porqué medios, los tabotat del Arca de la Alianza, pero no sabían qué hacer con ellos. Después de casi un año de estudios, las distintas comisiones del Ahnenerbe que intentaron descifrar las enigmáticas piedras habían fracasado. Finalmente, Wolfram von Sievers, jefe de la oficina de ocultismo nazi y responsable de investigación académica sobre la Heilige Lance, había recomendado a Himmler que recurriera al hijo de Moshé Gerlem.

Zumel Gerlem, en las entrevistas previas, se esforzó en darles la impresión de que podía hacer el trabajo. Cualquier mentira estaba justificada con tal de escapar, aunque sólo fuera temporalmente, del infierno de Auschwitz. Quién sabe, se decía, es posible que dentro de unos meses acabe la guerra y cese toda esta locura. Pero a ratos lo asaltaba una angustia infinita: quizá he escapado de una muerte anónima y rápida para ir al encuentro de una muerte lenta y cruel. Él se consideraba ya inmune al sufrimiento, pero temía por su hijo David. Porque Zumel Gerlem estaba convencido de que su ciencia cabalística no sería suficiente para descubrir los arcanos del Nombre, un trabajo que había ocupado a su padre, mucho más erudito que él, toda la vida, sin resultados aparentes.

Ahora hubiera necesitado a su padre, del que tanto se distanció en los últimos años. El anciano Moshé Gerlem no comprendía que su hijo y discípulo encontrara mayor placer en la filosofía pagana que en la Cábala a la que él había consagrado su vida, a la que la familia venía dedicándose desde hacía dos siglos. Desde que comenzó el cautiverio, Zumel se había alegrado de que su padre no viviera y no tuviera que presenciar el calvario de los judíos alemanes. Lo echaba de menos. Seguramente, él hubiera sabido cómo despertar a los tabotat, una empresa en la que se consideraba fracasado de antemano. A ratos se dejaba ganar por el desánimo. En la cantera de Auschwitz quizá hubiera sobrevivido, confundido entre la masa anónima de los esclavos, hasta el final de la guerra. Pero bajo la lupa de los jerarcas nazis, su supervivencia era más problemática, especialmente si no conseguía despertar aquellas piedras dormidas, que era lo más probable.

La rutina de Berlín se regía por el horario inflexible que caracterizaba el esfuerzo de guerra alemán. Cada día, después de desayunar, Von Kessler buscaba al prisionero exactamente a las 8.20 y lo conducía a una sala alta en la que había una gran mesa de roble cubierta por un tapete de paño verde sobre el que descansaban las dos enigmáticas piedras, los tabotat. La sala estaba recubierta de estanterías, en parte vacías, en las que cada mañana aparecían los libros que Zumel necesitaba, casi todos estudios judíos que milagrosamente se habían salvado de las quemas de libros de los años precedentes.

No adelantaba mucho, pero tampoco sus carceleros esperaban que resolviera el enigma en dos días. Después de todo, los investigadores más perspicaces del Ahnenerbe habían cortejado los tabotat durante meses sin avanzar un ápice en su interpretación.

A media mañana le traían una taza de té de la cocina y Zumel se concedía un respiro. En uno de estos descansos, Von Kessler lo sorprendió curioseando una de las litografías coloreadas que decoraban la sala. Se acercó a leer el pie: «Batalla de Verdún».

—Una ocasión heroica —murmuró Zumel, señalando el cuadro con un gesto.

—¿Qué puede saber un judío de ocasiones heroicas? —preguntó Von Kessler, despreciativo.

Zumel se volvió hacia su interlocutor con una sonrisa triste.

—¿Puedo preguntarle dónde ganó su Cruz de Hierro, Herr Kessler?

—En Mozhaisk, cerca de Vladivostock.

—Pues yo gané la mía en Verdún. Una Cruz de Hierro tan honrosa como la suya.

—¿Tú estuviste en Verdún? —preguntó Von Kessler, incrédulo.

—Me temo que sí —respondió Zumel, mirándolo al ojo cíclope—. Estuve en Verdún dando mi sangre judía por Alemania.

Aquella noche Von Kessler le estuvo dando vueltas a su conversación con el judío. Tenía una vaga idea de la existencia de judíos condecorados en la Gran Guerra, a pesar de la cobardía intrínseca de la raza, e incluso en alguna parte había oído comentar que las autoridades del Reich estuvieron considerando, durante un tiempo, la posibilidad de establecer una excepción con ellos y respetarles la ciudadanía alemana. Al final prevaleció la opinión contraria y los héroes judíos siguieron la suerte del resto.

Así que Zumel Gerlem era uno de ellos.

Por otra parte, le parecía un hombre apocado y débil, y, aún descontándole los veintitantos años transcurridos desde Verdún, no lograba imaginárselo como un guerrero.

Von Kessler conocía a un teniente destinado en el archivo nacional del ejército. Le telefoneó a la mañana siguiente:

—Oye, necesito que me hagas un favor. Indaga si un tal Zumel Gerlem, de Berlín, fue condecorado con la Cruz de Hierro en Verdún.

—¿Sabes la fecha?

—Lo que te he dicho es lo único que sé.

El archivero le devolvió la llamada una hora más tarde.

—Estás en lo cierto. Zumel Gerlem fue condecorado por el propio kaiser Guillermo el 22 de agosto de 1917 por su heroica actitud al frente de un pelotón, durante la ofensiva de primavera, en un momento especialmente delicado porque la presión francesa amenazaba con romper las líneas. El cabo Gerlem, en un contraataque, condujo a sus hombres hasta un blocao enemigo, donde destruyeron dos piezas de artillería y capturaron a siete prisioneros, entre ellos un comandante. Recibió dos heridas y sólo se replegó cuando el último de sus hombres se había puesto a salvo.

Von Kessler dio las gracias y colgó. Se quedó pensativo mientras miraba pasar las nubes. Los textos de instrucción de las SS prevenían contra el típico error de creer que un judío inerme no es peligroso: «El judío siempre lleva en la sangre armamento social económico y político —había escrito el Führer—; hay que endurecerse porque es un enemigo más poderoso que el armado, amparado por una biología de traiciones y de corrupción».

De ordinario, Zumel almorzaba solo en su celda una ración de sopa que el agente Buhrro le bajaba de las cocinas. Aquel día, Von Kessler lo invitó a comer en un restaurante cercano frecuentado por funcionarios del barrio nazi.

—He indagado acerca de lo que me contó ayer, lo de su Cruz de Hierro, en Verdún —dijo Von Kessler, mientras removía la sopa con la cuchara—. Le presento mis disculpas.

Era la primera vez que lo trataba de usted.

—Le agradezco que me las presente —respondió Zumel—. No las esperaba.

—Soy un caballero alemán.

Zumel lo miró con interés.

—Hace tiempo que no me encontraba con caballeros alemanes, desde que decidieron arrebatarme la nacionalidad y declararme proscrito.

—Los judíos son los enemigos de Alemania. Ustedes pervierten la raza aria, enturbian la sangre pura alemana. Supongo que no tienen culpa de eso, pero es un hecho.

—¿Puedo serle sincero?

—Por supuesto.

—Los judíos éramos ciudadanos alemanes. Durante siglos hemos contribuido a la prosperidad de esta tierra. No existe raza superior. La superioridad de un pueblo reside en su sentido moral, en el trabajo y en la compasión. Eso es lo que nos hace superiores, no a otros pueblos sino a nosotros mismos. Por el contrario, la agresividad, la holgazanería y la maldad nos equiparan a las bestias y nos hacen inferiores.

Von Kessler levantó lentamente su copa y la apuró de un sorbo. Miró al judío como si lo viera por vez primera.

—Creo que debe proseguir su trabajo.