Capítulo 15

No era la clase de música que le gustaba a Von Kessler. Su imaginación voló a Berlín tres días antes. La habitación de la residencia de oficiales de las SS, en Leopoldstrasse, tenía un armario art decó con una enorme luna biselada. Habían transcurrido cuatro meses desde Mozhaisk, casi todo ese tiempo había estado hospitalizado, sin espejos. Desde que su rostro sufrió la… transformación, había desarrollado una supersticiosa resistencia a los espejos y no se había vuelto a mirar en ninguno. Todavía conservaba en la memoria su imagen anterior a la catástrofe, la imagen de cuando estaba completo y aparecía en las revistas como prototipo de la raza aria. Aquella mañana, al pasar frente a los escaparates de la confitería Hauptner, en Unter den Linden, no había podido evitar mirarse fugazmente. Le había parecido que era otro, un anciano renqueante vestido con el uniforme de un joven. Se armó de valor para mirarse en el espejo de la alcoba. El parche negro en el ojo no era tan horrible como las mejillas asimétricas y las profundas cicatrices de la mandíbula recompuesta. Se miró de perfil, por la derecha era casi normal, un apuesto ario envejecido por el esfuerzo y la tensión de la guerra para sus veintiocho años. El lado de la izquierda era horrible. El ojo vacío, el parche y el rostro torturado y deforme. Dr. Jekyll y Mr. Hyde conviviendo en sus dos perfiles. Y, además, la mano y la pierna.

Se sentó en la cama a meditar. Tengo que aceptarme, ahora soy así y no voy a cambiar. Le he dado a la patria lo que me pedía. Otros han dado más. Recordó a las docenas de compañeros que habían muerto en Francia, en Grecia, en Rusia. Intentó sentirse orgulloso. Había ganado condecoraciones codiciadas, sobre el respaldo de una silla estaba su guerrera negra constelada de medallas y distintivos. En la manga negra brillaba el galón de plata de las heridas, el único que no había codiciado jamás. Hubiera preferido no tenerlo.

El Reichsführer lo condecoraría al día siguiente. Tenía la tarde libre y le había dado permiso a su asistente, el cabo Kolb. Decidió visitar el hogar Lebensborn Germania. Tenía que enfrentarse con el mundo, comenzaría visitando a Inga Lindharsen, la muchacha aria que había concebido un hijo suyo rubio y con ojos azules, un modelo perfecto del nuevo superhombre alemán. Estaba prohibido que los sementales SS mantuviesen contacto con las madres nodrizas después de la concepción, puesto que el proyecto Lebensborn sustituía la familia tradicional por el Estado, pero, no obstante, el recuerdo de aquella muchacha rubia, sumisa y de modales dulces, lo había acompañado tanto, aliviándole el dolor, que se había decidido a escribirle a su dirección de Colonia. Le había enviado una postal desde el hospital, a la que ella contestó en seguida con el ofrecimiento de ir a visitarlo, pero él rehuyó el encuentro: «en un hospital, no. Estoy muy bien atendido. Prefiero que nos veamos cuando salga». Ahora se arrepentía de haberle ocultado lo de sus mutilaciones.

Tomó un taxi. El Lebensborn Germania estaba en el extremo más alejado del Tiergarten, pasada la columna de la Victoria. Contempló sobre el elevado capitel el ángel dorado que todavía no habían retirado para preservarlo de los bombardeos. El criadero racial estaba instalado en una antigua casa de campo, rodeada por un amplio bosquecillo. Era un lugar idílico. El césped estaba recién cortado y olía a polvos de talco, a papilla y a perfume de bebé. Un altavoz situado en la horquilla de un olmo difundía suave música, de Strauss, naturalmente. Rubias nodrizas paseaban a la sombra de los árboles vigilando a niños rubios irreprochablemente arios. Von Kessler cruzó la explanada de hierba que conducía a la puerta principal. Una carcajada femenina le llamó la atención. Miró a su izquierda y descubrió a Inga en un cenador parisino, medio cubierto por la buganvilla, el rincón más romántico de la residencia. Charlaba animadamente con un joven teniente SS que la estaba requebrando, a juzgar por la actitud. Von Kessler se acercó a la pareja sintiendo una cierta desazón interior. No tenía nada que reprocharle a la muchacha. Al fin y al cabo, las internas del Lebensborn eran buenas patriotas alemanas que se ofrecían para reproducir hijos arios puros a fin de mejorar la raza. Las implicaciones sentimentales eran inaceptables. Se consideraba que derivaban de un criterio pequeño burgués de las relaciones interpersonales que la ideología nazi aspiraba a desterrar.

—Tú, ¿Otto? —Inga casi no lo reconoció. Miró horrorizada el rostro deforme, el parche negro, la mano ortopédica y la pierna renqueante. Se llevó una mano a la boca y reprimió un sollozo. Después echó a correr y se refugió en la casa.

No intentó seguirla. Respondió automáticamente al saludo del joven oficial, que se había quedado helado, dio media vuelta y se marchó. El taxista lo esperaba todavía, como si de antemano hubiese conocido el desenlace de aquella historia.

—¿A la residencia de oficiales?

Von Kessler le hizo un gesto de asentimiento.

Se encerró en su cuarto y no volvió a salir hasta que, a la mañana siguiente, el asistente Kolb vino a buscarlo para el masaje terapéutico y para plancharle el uniforme de gala. El Reichsführer en persona confirmaría su ascenso y le impondría la condecoración SS más preciada.

Comenzó a oscurecer sobre Auschwitz. El doctor Mengele solicitó permiso al oficial de mayor graduación, un coronel SS, para dar por finalizado el concierto. Una patrulla de guardias ucranianos armados de palos y pistolas escoltó a los músicos a sus barracones tras la empalizada electrificada.

Mengele acompañó a Von Kessler a la residencia de oficiales y lo invitó a cenar. Von Kessler se duchó y se tendió en la cama, donde un enfermero enviado por el doctor Mengele le frotó con linimento los muñones de la pierna y el brazo antes de encajarle los mecanismos ortopédicos.

La música lo había puesto melancólico: «Muero desesperado y nunca he amado tanto la vida», repitió entre dientes. Se vistió con la ayuda del enfermero y bajó al comedor de oficiales. La cena fue sabrosa: pescado ahumado, ensalada de col y jamón cocido con jugo de manzana.

—Los cocineros judíos se esmeran como si les fuera la vida en ello —bromeó Mengele.

Después de la cena prolongaron la sobremesa en el despacho de Mengele, donde el doctor guardaba, bajo llave, una considerable reserva de vinos franceses. Von Kessler advirtió que muchos de los oficiales de Auschwitz eran alcohólicos y lo atribuyó al desagradable trabajo que hacían.

Mengele, visiblemente borracho, explicaba la importancia de sus experimentos con gemelos univitelinos.

—Los gemelos judíos son muy útiles para el Reich. La autopsia simultánea de dos gemelos revela datos científicos de gran interés. Para repoblar el Reich con robustos especímenes de pura raza aria necesitamos embarazos gemelares en las madres germanas. El desguace de gemelos judíos es de gran provecho para la ciencia alemana. Además, tengo dos colegas del Instituto Antropológico de Berlín-Dahlen a los que les envío los cerebros más interesantes en tarros de alcohol.

Se le escapó un hipo beodo y se quedó mirando el vaso vacío con ojos estrábicos. La botella también estaba vacía. Mengele descolgó el teléfono y llamó a su asistente:

—Fritz, querido Fritz, tráenos otra botella de Schnaps. Desgraciadamente, la neurología está en mantillas —prosiguió—. Mis amigos de Berlín-Dahlen han examinado decenas de cerebros judíos sin encontrar la diferencia. Seguimos sin saber dónde radica el componente perverso del judío.

—¿Cree que existe una conformación física distinta? —preguntó Von Kessler.

—Tiene que existir, puesto que físicamente son distintos.

—¿Quiere decir las narices aguileñas, las cejas pobladas y todo eso?

—Bueno, no exactamente… Verá, entre los arios también se dan narices aguileñas y, por otra parte, muchos judíos son rubios y tienen los ojos azules, pues se han mezclado con nosotros para enturbiar nuestra raza. Además, no todos los arios puros son rubios y de aventajada estatura, piense usted en el Führer, o en Himmler, y no digamos en el doctor Goebbels.

—Sí, eso es cierto.

—No, hay algo en los judíos, más sutil, y más asqueroso.

Von Kessler arrugó el ceño, mostrando atención. El doctor Mengele, completamente borracho, se inclinó sobre él confidencialmente, miró a uno y otro lado para cerciorarse de que nadie más podía oírlo y susurró con su aliento de borracho:

—¡El sexo!

—¿El sexo?

Mengele se incorporó y asintió solemnemente, cerrando los ojos.

—Bueno, en las mujeres no hay diferencia —explicó—. Es en el sexo de los hombres… Sí, los judíos tienen un sexo, ¿cómo decirlo?, mayor, más largo y más grueso que el ario. Un pene de mayor tamaño, incluso de tamaños francamente repugnantes, como los animales. Vea esto.

Abrió un armario con llave y rebuscando detrás de los libros alineados en primera fila extrajo un abultado álbum que puso sobre la mesa. Contenía fotografías de la región púbica de decenas de judíos, cada cual con su correspondiente identificación de dos letras, un número de seis cifras y una fecha. Algunas representaban el pene tranquilo; otras, en erección.

—¡Fíjese, fíjese! —señalaba Mengele pasando las hojas—. ¡Es repugnante! ¡Tienen el pene más largo y más grueso que los arios! Esto explica que algunas alemanas desvergonzadas se encamen con judíos desafiando las leyes raciales que dicta nuestro bienamado Führer. ¡El sexo de los judíos las induce a traicionar a la patria!