Capítulo 12

Boppard, Alemania, 5 de mayo de 1943

Más allá de las ventanas, por encima de las copas de los abetos, el Rin se deslizaba lamiendo los viejos muros de Kamp-Bornhofen, pero en la vieja hospedería de Boppard, la ciudad imperial renana, olía a éter, a alcohol de quemar, a agua de lavanda, a formol, a sangre coagulada, a matadero, a carne fermentada. Olía a hospital.

Se oían rumores difusos, lejanos, rumores familiares, rumores de conversaciones, ruidos metálicos de instrumentos sobre bandejas de acero, de sillas de ruedas que entrechocaban suavemente, toses ahogadas, suspiros, roce de ropas almidonadas, los sonidos propios de un hospital.

Con los ojos cerrados, Von Kessler hizo memoria. Oigo y huelo. Estoy vivo todavía, pero estoy en un hospital. Si abro los ojos sabré si puedo ver.

Un techo de gasa fruncida caía sobre la cama, cobijándolo. Una luz eléctrica en una lámpara elegante. No es uno de esos sucios hospitales de campaña, sino un palacete campestre en Alemania, en Baviera quizá, requisado para hospital de sangre.

Eso quiere decir que las heridas fueron graves. No recuerdo nada.

Sólo entonces reparó en el dolor de la pierna izquierda, una quemazón lejana.

Dos voces se acercaron. Seguramente le preguntarían cómo se encontraba y le darían un poco de conversación compasiva. Volvió a cerrar los ojos y fingió que dormía.

Las dos voces examinaron al herido de la cama de al lado, un pianista de la Cámara de Viena que había perdido las dos manos en el frente del Este, después se detuvieron frente a su cama. Un roce. La enfermera que los acompañaba había apartado la gasa.

—Está sedado, coronel doctor. ¿Quiere que lo despierte?

—No, no será necesario. ¿Cómo se llama?

—¿No lo reconoce usted? Bueno, es natural, con la cara hinchada, la cabeza vendada y el ojo tapado: es el cadete de las SS que sirvió de modelo para los carteles del atleta ario en la olimpiada de Berlín, hace siete años.

—¡Caramba, así que tenemos aquí a una celebridad! —comenta el médico con acento cínico.

—Nos hemos procurado una copia de su hoja de servicios —dice el enfermero jefe. Consulta sus apuntes.

—Otto Von Kessler. Nacido en Breslau en 1913. Un héroe de la patria. —El herido creyó advertir un punto de sorna en las palabras de aquel tipo, sin duda un cobarde que nunca había estado en el frente—. Comenzó la guerra con la División SS-standarte Germania. Campañas de Polonia, Holanda y Francia. Condecorado con la Cruz de Hierro por su actuación en el paso del Bethune. —Te equivocas, querido amigo, el Bethune es una ciudad; el río se llamaba Pierre. Los franceses habían volado los puentes y les arrebaté el único que habían dejado intacto para retirar a sus tropas. Éramos jóvenes guerreros y no había fuerza capaz de detenernos. Capturamos a unas docenas de soldados negros de las colonias y los fusilamos contra las tapias de la fábrica de lámparas—… en 1940 lo transfirieron a la División Das Reich. Campaña de Yugoslavia y campaña de Rusia. Destacada actuación en la defensa del saliente de Yelnya, su carro de combate destruyó a seis carros rusos en un solo día. Participó en el asalto de Moscú, en la toma de Gshastsk, donde fue citado dos veces en el orden del día y nuevamente condecorado.

—Todo un héroe —comenta la voz cínica del coronel médico—. Y ahora dígame, ¿qué le duele?

—Una carga antitanque le amputó una pierna, una mano y le arrancó media mandíbula —informa el enfermero jefe de sala—. También ha perdido el ojo derecho.