Potsdam, Alemania, 8 de marzo de 1943
El profesor Hesse sostuvo el oficio con una mano temblorosa. Tres escuetas líneas mecanografiadas bajo el membrete negro de la Gestapo, el águila de alas extendidas que sostiene un círculo con la cruz gamada en rojo. La convocatoria estaba firmada por el Reichsführer Himmler. Una consulta, decía. ¿Qué le puede consultar el Reichsführer a un arqueólogo que ha vivido siempre al margen de la vida, un hombre al que los hechos históricos más recientes que le interesan no van más allá de la caída de Bizancio?
En el camino de Potsdam a la central de las SS de Prinz-Albrecht-Strasse, en un Daimler negro oficial, con dos enormes agentes de la Gestapo encajados en los asientos delanteros, el profesor tuvo mucho tiempo para meditar. Aquellos hombres, sin duda rudos por su oficio, lo habían tratado con deferencia. No le respondieron a ninguna de las preguntas que se había atrevido a formularles, pero probablemente se debía a que desconocían las respuestas. Tan sólo le habían indicado que debían conducirlo ante el Reichsführer. Karl Hesse hizo examen de conciencia, buscó algún posible pecado contra el Estado y se halló limpio. Se había afiliado al partido en el año 35, antes que muchos de sus colegas universitarios. Hasta entonces había tenido un par de amigos judíos en la universidad, pero ¿quién no los había tenido?: la universidad estaba plagada de judíos. Después de afiliarse al partido, Hesse había interrumpido bruscamente aquellas amistades, y cuando las leyes raciales de 1933 expulsaron a los judíos de sus cátedras, había dejado de verlos y no había vuelto a saber de ellos.
No, no lo habían convocado por ningún asunto de judíos, razonó. Entonces, ¿por qué? No tenía edad de ir a la guerra, ni sus conocimientos podían emplearse con fines bélicos. Era un buen alemán. El número de sus alumnos se había reducido drásticamente porque la mayoría estaba en la guerra, pero, aun así, él y otros compañeros entusiastas mantenían la universidad abierta a la espera de tiempos mejores. Además, por la tarde dedicaba tres horas al servicio civil de antiaéreos. El Estado no podía estar descontento con su comportamiento.
El coche enfiló la Wilhelm-Strasse, dobló la esquina de la Prinz-Albrecht y se detuvo junto al número nueve. La bandera de la cruz gamada ondeaba sobre la recargada fachada del antiguo hotel Palais, reconvertido en central de las SS. El profesor Hesse había conocido el edificio en sus tiempos de hotel, a veces en su magnífico salón se celebraban los banquetes universitarios. Al subir la masiva escalera de granito, que sustituía a la antigua art nouveau diseñada por Schinkel, sintió que la aprensión volvía a atenazarle la boca del estómago. Los escoltas dieron su nombre y un secretario con aspecto ratonil lo condujo directamente al despacho del Reichsführer.
—¿Cómo van las cosas por Potsdam, Herr profesor? —preguntó el secretario amablemente, mientras atravesaban dos antecámaras llenas de taquígrafas, mecanógrafas y telefonistas en plena actividad.
—Bien, bien… mucho trabajo —murmuró Hesse.
Llegaron ante la puerta grande y oscura del despacho. El secretario se tiró de los faldones de la guerrera, llamó dos veces con los nudillos y abrió.
—Pase, Herr profesor —ordenó.
Himmler, que estaba junto al enorme mapa de Europa que ocupaba todo el testero frontal, recibió al profesor con una sonrisa amable. Respondió mecánicamente a su ensayado saludo nazi y después de estrecharle la mano le ofreció asiento en un sofá, junto a la ventana.
—Lamento haberlo arrancado de sus ocupaciones tan intempestivamente —comenzó. El profesor esbozó una amable protesta—. Lo he llamado para hacerle una consulta de índole arqueológica. —Hesse respiró, aliviado—. ¿Sabe qué son los tabotat, Herr profesor?
El académico hizo memoria.
—Creo que sí, Herr Reichsführer, creo que son unos objetos mágicos que en las iglesias etíopes representan a las Tablas de la Ley del Arca de la Alianza.
—Veo que está usted versado en estudios orientales —sonrió Himmler con agrado—. El Reich está interesado en rescatar los tabotat originales, los verdaderos, que están enterrados en un cementerio cartaginés en las afueras de Túnez.
—¿Un cementerio cartaginés? —murmuró Hesse, descorazonado—. Herr Reichsführer, en las afueras de Túnez se extiende la antigua Cartago. Es una zona arqueológicamente compleja. Tendría que consultar bibliografía para determinar el estado de la investigación en este momento, pero puedo asegurarle que existen varias necrópolis en esa zona y desde luego no se han descubierto todas las que hubo.
Himmler torció el gesto.
—Ustedes lo complican todo… Es un cementerio cercano al mar. Un fraile templario fugitivo de Francia, un tal Roger de Beaufort, se construyó allí una especie de ermita en una isla adyacente, la llamada isla Redonda, y pasó el resto de su vida, hasta su muerte, en 1327, vigilando su tesoro y esperando el regreso de los templarios.
El semblante de Hesse se iluminó.
—Eso lo explica todo, Herr Reichsführer. La isla Redonda de la que me habla debe de ser el antiguo puerto militar cartaginés y el cementerio pagano es, sin duda, el tofet, que está a doscientos metros de la isla Redonda. Usted me está hablando del tofet de Cartago, un cementerio único.
—¿El tofet?
—Es el cementerio donde los cartagineses sepultaban los restos de los niños sacrificados a Baal Hammon, el dios fenicio. Cuando la patria atravesaba dificultades, los fenicios, comenzando por las familias más poderosas, que debían dar ejemplo, le inmolaban sus primogénitos a Baal Hammon, el dios de la guerra, para que favoreciera los asuntos de la comunidad.
—Una costumbre cruel, propia de semitas untermensch (infrahumanos).
El profesor hizo un gesto de disculpa.
—Entonces, ese cementerio, ¿es conocido?
—Sí, Herr Reichsführer. Se descubrió hace unos veinte años y desde entonces lo han excavado los franceses y los americanos.
—¿Los americanos? —se alarmó Himmler.
—La Comisión Norteafricana del Comité de Trabajos Históricos y Científicos. Uno de sus miembros, Icard, señaló los cuatro niveles que se observan en el yacimiento. Después el equipo francoamericano del conde de Prorock las ha reducido a tres períodos, denominados Tanit uno, dos y tres.
—Ahórrese los tecnicismos, profesor. Lo que yo quiero saber es si será muy difícil buscar un enterramiento en ese cementerio.
—Herr Reichsführer, se trata de una necrópolis con cientos de enterramientos, miles, quizá. Los niños sacrificados se quemaban, sus cenizas se guardaban en una vasija que se enterraba y encima se colocaba una piedra labrada e inscrita. El cementerio ocupa al menos una hectárea de terreno y el nivel de los enterramientos llega a más de cinco metros de profundidad. Excavar sistemáticamente una hectárea para dar con dos piedras del tamaño de un ladrillo será como buscar una aguja en un pajar.
—Tiene usted el pajar y sabemos que contiene esas dos agujas. Encuéntrelas. Contrate a cientos de nativos, miles si es necesario, y encuentre esos tabotat cuanto antes.
El profesor Hesse sacudió la cabeza. Lo abrumaba la responsabilidad. Himmler acudió en su ayuda.
—El enterramiento que buscamos es el de un hombre que fue sepultado entero, sin quemar, uno de nuestros héroes nacionales, el caballero teutónico Lotario de Voss. Querido profesor: está en su mano recuperar sus restos para el Reich.
Hesse estaba desolado. Era un hombre acomodaticio que prefería quedarse en su casita de Potsdam, cuidando el jardín por las tardes, a las incomodidades de una excavación en zona de guerra. Y sobre todo, sabía que se jugaba su carrera y su futuro. ¿Qué sería de él si no encontraba el esqueleto y la reliquia que lo acompañaba?
—Un enterramiento convencional simplifica algo las cosas —admitió—, pues será fácilmente identificable, pero si no tenemos más datos habrá que excavar mucho antes de dar con esos restos. Por otra parte, mi equipo de colaboradores… —objetó—. Hace cinco años que no excavamos en Oriente. Muchos están en servicio de armas, algunos han muerto.
—Deje en paz a los muertos y haga una lista de los que están sirviendo a la patria —dijo Himmler—. Se reunirán inmediatamente con usted en Túnez, cuente con ello. Este asunto tiene prioridad absoluta. Las excavaciones deben comenzar antes de una semana.
No era necesario que el ministro explicara las razones de tanta precipitación. Había que encontrar la reliquia antes de que los condenados angloamericanos expulsaran a los alemanes de Túnez. Después de las derrotas del último año, el Afrika Korps se batía en retirada. El tiempo apremiaba.
El ministro Himmler miró a Hesse.
—Regrese a su departamento y prepare lo necesario para una larga ausencia. Mi secretario Flurbëck le explicará los detalles.
—Pero, Herr Reichsführer, así, de sopetón… mi cátedra.
—Quedará en manos del colaborador que designe hasta su regreso. Encuentre esos huesos y la reliquia que los acompaña y el Führer se lo recompensará debidamente. Es de interés vital para Alemania que encontremos esos, ¿cómo se dice, Hesse?
—Tabotat, Herr Reichsführer.
Le estrechó la mano y lo despidió. El profesor Hesse no olvidó cuadrarse con taconazo prusiano al llegar a la puerta, disparar el brazo derecho con la mano extendida en un ángulo de cuarenta y cinco grados y gritar: ¡Heil Hitler! El Reichsführer devolvió el saludo nazi desganadamente. Debía repetirlo más de cien veces al día para corresponder a otros tantos imbéciles.
El secretario Flurbëck había preparado una detallada minuta de viaje.
—Saldrá dentro de dos días del aeródromo de Tempelholf —explicó—. Primero volará a Trapani, en el sur de Italia, y desde allí a Túnez; se alojarán en el hotel Majestic. Vaya ahora al despacho del teniente Bleimberg y díctele a la secretaria una lista del equipo necesario. Sin límite alguno. Está previsto que los transporte a Túnez un Ju-52, pero si su bodega de carga es insuficiente la alojaremos en uno de los He-111 con base en Nápoles. Éste es su nombramiento de director de las excavaciones del Instituto Arqueológico Alemán en Túnez con plenos poderes para remover la tierra donde le venga en gana. El comandante Walter Barenthin pondrá a sus órdenes las tropas de ingenieros y los medios que estime necesarios. Su investigación tiene prioridad absoluta.