Capítulo 5

Vaticano, 1 de marzo de 1943

Aldo Doglio cruzó la piazza de San Pedro bajo el sol de mediodía, se detuvo a la sombra de la columnata de Bernini, sacó un pañuelo y se enjugó el sudor del cogote y de la frente. El frac le estaba estrecho. Había engordado desde la última vez que lo usó, cuatro años atrás, en la ceremonia de coronación de Pío XII, en la que le cupo el honor de manejar uno de los flabelli o abanicos de plumas ceremoniales. En la gran fotografía del papa que presidía el salón de su casa, Aldo Doglio aparecía en segundo término, en un ángulo, con el flabelli en la mano. Doglio cifraba su mayor orgullo en el hecho de pertenecer a los uomini di fiducia del Vaticano, la reducida aristocracia seglar que servía a los pontífices por tradición familiar. Como tal, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por el papa, incluso a pecar.

En su entrevista, monseñor Doménico Tardini, el encargado de Asuntos Extraordinarios del Vaticano, había alabado la fidelidad y entrega de los Doglio a la causa papal. Aldo se preguntaba si el cardenal conocía verdaderamente el historial de la familia o si le dedicaba los mismos elogios a cualquier uomo di fiducia del que solicitara un servicio. No era ningún secreto que su bisabuelo Marco Doglio sufrió presidio por eliminar a media docena de agitadores nacionalistas en tiempos de Garibaldi, cuando los revolucionarios arrebataron sus Estados a la Iglesia.

Por fin llegó su sobrino con el coche. Doglio se cercioró de que nadie lo estaba observando desde las ventanas papales, que permanecían cerradas, antes de despojarse de la chaqueta del frac para entrar en el coche.

—No me preguntes nada, sobrino, y llévame a casa antes de que me estallen los pantalones.

Tardini no le había encargado nada concreto, habían hablado de la guerra, de las dificultades de abastecimiento del pueblo de Roma, de las propias dificultades que la Iglesia tenía con los alemanes. Se había referido, como de pasada, a los trastornos que estaba causando cierto investigador alemán, un joven que estaba sacando de los archivos venecianos noticias que sólo le incumbían a la Iglesia. Pero la Iglesia no tenía autoridad para impedirlo. Ése era el mensaje. Luego habían hablado de varios temas distintos; de la buena cosecha que se avecinaba en la comarca de Florencia, donde Doglio poseía viñas. Le enviaré una caja, monseñor, había dicho Doglio, y el cardenal había respondido:

—¡Ojalá entonces las tribulaciones de la Iglesia se hayan aligerado y tengamos motivos para brindar!

Al llegar a su casa, un palacio vetusto del Trastevere, Aldo Doglio se despojó de la ropa ceremonial, se puso un viejo pijama de rayas y unas chanclas y telefoneó a Piero Tamaretto, un amigo importador de aceite siciliano.

—La madre está enferma —le dijo solemnemente.

Se produjo un silencio al otro lado de la línea. Tamaretto entendió.

—Iré a verte esta misma tarde. ¿Vas a necesitar correo?

—Voy a necesitarlo —confirmó Doglio, exhalando un suspiro.

Colgaron.

Correo. El sinónimo mafioso de muerte o asesinato.

Doglio conectó la radio en La Voce de Italia, se arrellanó en su sillón, puso los pies a descansar sobre un cojín y cerró los ojos. Después de las proclamas fascistas ponían música de Vivaldi.

—La nave de san Pedro también necesita quien limpie de vez en cuando sus sentinas —murmuró. Repetía la frase que había heredado de su bisabuelo. Tres generaciones de Doglio la habían pronunciado antes de pecar contra el quinto mandamiento.