Wewelsburg, Alemania, 9 de febrero de 1943
El Graf und Stift, modelo 1934, negro, con las ruedas niqueladas, se deslizaba por la carretera rectilínea que conducía al castillo de Wewelsburg, cerca de Paderborn, en Westfalia. El doctor Karl Ulstein, sentado junto a la ventanilla trasera, se sentía plenamente feliz mientras contemplaba distraídamente el bosque de robles y encinas. Himmler lo había invitado a la casa madre de la Orden Negra alemana, de la que las SS eran la rama militar, un honor que raramente se dispensaba a un simple civil. La carretera era una línea recta como trazada sobre un mapa.
—Recta como una flecha —pensó, y en seguida se corrigió—: Recta como el astil de una lanza.
Porque Ulstein sabía que la carretera que conducía a Wewelsburg representaba exactamente el astil de la Lanza Sagrada, mientras que el castillo de planta triangular constituía el hierro del arma. La estancia principal del castillo, la capilla de la Lanza, cubierta por una cúpula de piedra imitada de la capilla de Carlomagno en Aquisgrán, cobijaba una enorme mesa circular de granito pulido, rodeada por doce sillones medievales tapizados en rojo. En el centro de la mesa había una hendidura que representaba el depositario de la Lanza Sagrada, la máxima reliquia del Sacro Imperio romano-germánico.
Ahora aquel joven investigador de modales tímidos, Fritz Rutger, había encontrado en un archivo veneciano la pista de una reliquia judía capaz de alterar el curso de la historia, una reliquia frente a la cual incluso la Lanza Sagrada del Imperio romano-germánico palidecía.
El Arca de la Alianza.
—Es un honor que el Reichsführer Himmler nos reciba en Wewelsburg —comentó Karl Ulstein en tono paternal—. Si le causas buena impresión, puedo asegurarte que tendrás un espléndido futuro como investigador del Ahnenerbe.
El joven Rutger sabía que el Ahnenerbe era el Instituto de Investigación Secreto de las SS, uno de los círculos más exclusivos a los que podía aspirar un investigador alemán. Sintió tal emoción que los ojos se le arrasaron de lágrimas y disimuló haciendo como que contemplaba el paisaje. El profesor Ulstein se percató y le apretó familiarmente el brazo.
A medida que se aproximaban fueron perfilándose las torres cilíndricas de Wewelsburg, coronadas de conos de pizarra que brillaban al sol. El castillo sólo databa de 1934, pero había sido construido sobre las ruinas de otro más antiguo.
—Es hermoso, ¿verdad? —dijo Ulstein, cuando se aproximaron—. Éste es el verdadero santuario de la raza alemana. El Reichsführer Himmler lo construyó en menos de un año con un coste de trece millones de marcos. —El joven Rutger mostró un conveniente gesto de asombro. Ulstein sonrió con suficiencia y añadió—: Y eso que la mano de obra fue gratuita: delincuentes políticos. Cada estancia del castillo está amueblada en un estilo distinto y dedicada a uno de los personajes históricos relacionados con la Lanza Sagrada desde que Carlomagno, en el año 800, la convirtió en la reliquia máxima del Imperio romano-germánico.
El profesor Karl Ulstein debía buena parte de su posición académica a sus trabajos para los nazis sobre la Lanza Sagrada. Había reconstruido su historia desde que sirvió para que el papa sacralizara a Carlomagno hasta el fin del imperio alemán en 1806, en que hubo que sacarla de su santuario de Nuremberg para evitar que cayera en manos de Napoleón. Desde entonces estuvo en Viena hasta que, en 1938, Hitler la recuperó y trasladó a Nuremberg, la ciudad nazi por excelencia. Cuando terminara la guerra, la Lanza Sagrada se depositaría en Wewelsburg, junto con las otras reliquias históricas que buscaba la Orden Negra.
El segundo control era una casamata de cemento, disfrazada de alegre cabaña alpina, con el tejado de paja y parterres de rosas, que vigilaba una barrera de hierro pintada a rayas negras, blancas y rojas. Dos soldados con el uniforme gris de las SS examinaron los pases de los dos pasajeros y del chófer.
—A sus órdenes, doctor Ulstein —dijo el sargento, devolviéndole la documentación—. Pueden aparcar en aquella explanada, junto a los tilos.
El asistente del Reichsführer, avisado telefónicamente, salió a recibirlos.
—Buenos días, doctor Ulstein —lo saludó jovialmente, pues eran viejos conocidos—. ¿Han tenido un buen viaje?
—Muy agradable, gracias.
—El Reichsführer los espera en la estancia de Enrique el Pajarero.
Un gran honor. La estancia privada de Himmler era la dedicada al emperador Enrique, en el que el Reichsführer se creía reeencarnado.
El granito, el hierro de forja y las maderas nobles impresionaron al joven Rutger. Los largos pasillos, en los que el suelo pulimentado como un espejo contrastaba con los muros de sillares toscamente terminados, estaban decorados con viejas banderas, escudos y armas. También había lienzos de artistas nazis con alegorías guerreras o patrióticas: Germanias orondas y rubias, valquirias de grandes pechos nutricios y anchas caderas esgrimiendo lanzas doradas… Al Reichsführer, como a todos los hombres menudos, le gustan las hembras poderosas, pensó el doctor Ulstein, e inmediatamente alejó el pensamiento, temeroso de que el todopoderoso ministro pudiera captarlo. Las runas de la SS esculpidas y pintadas en negro decoraban las puertas de sólido roble con refuerzos de forja.
La manita del Reichsführer, embutido en el uniforme negro de las SS con las insignias de plata en el cuello, estrechó la de los visitantes y les indicó un sofá de cuero, en el que tomaron asiento. Tras varios comentarios banales sobre el viaje, mientras dos camareros vestidos de blanco les servían un té con pastas, Himmler examinó al joven Rutger. Después le preguntó a Ulstein:
—Esperaba que su alumno fuera una persona de más edad, doctor. ¿Cómo es que no está en el servicio?
—Herr Rutger ha sido declarado no apto para el servicio, Herr Reichsführer —informó el profesor Ulstein—. No obstante, sirve al Reich preparando una tesis doctoral sobre el comercio alemán de la sal en la Edad Media.
Himmler clavó en el doctorando sus ojillos incisivos y desconfiados.
—¿Y eso se investiga en Venecia?
—Sí, Reichsführer —respondió el interesado—. Cada año acudían a Venecia cuarenta mil caballos de Alemania para cargar la sal de Istria. Los mercaderes de la sal se alojaban por ley en el Fondaco dei Tedeschi, un severo palacio que todavía existe.